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Malden » 20

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—No —farfulló Alice antes de sufrir una arcada—. No, no. No puedo. —Otra arcada más fuerte—. Voy a vomitar. Lo siento.

Alice desapareció del potente círculo de luz de la lámpara Coleman para sumergirse en la penumbra del salón de los Nickerson, unido a la cocina por un arco. Clay oyó un ruido sordo cuando la chica cayó de rodillas sobre la moqueta y luego más arcadas. Luego un silencio, un jadeo y por fin el vómito, que casi le produjo alivio.

—¡Dios! —exclamó Tom.

Aspiró una temblorosa bocanada de aire que exhaló de forma aún más temblorosa al tiempo que profería una especie de alarido.

—¡Diiiioooos!

—Tom —dijo Clay.

Advirtió que el hombrecillo se balanceaba un poco y comprendió que estaba a punto de perder el conocimiento. Y al fin y al cabo, ¿por qué no? Aquellos restos mortales sanguinolentos habían sido sus vecinos.

—¡Tom! —gritó.

Se interpuso entre Tom y los dos cadáveres tendidos en el suelo de la cocina, entre Tom y casi toda la sangre derramada, negra como tinta china a la luz implacable de la lámpara de gas, y golpeteó el rostro de su amigo con la mano libre.

—¡No te desmayes! —gritó, y al ver que Tom dejaba de bambolearse, bajó un poco la voz—. Ve al salón y ocúpate de Alice. Yo me encargaré de la cocina.

—¿Por qué quieres entrar ahí? —preguntó Tom—. Ésa es Beth Nickerson con todos los sesos…, los s-sesos esparcidos por todas… —Tragó saliva, y en su garganta se produjo un chasquido audible por la sequedad—. Casi no le queda cara, pero reconozco ese pichi azul con los copos de nieve blancos. Y la que está en el suelo junto a la isleta es Heidi, su hija. La reconozco a pesar de que… —Sacudió la cabeza como si pretendiera aclarársela—. ¿Por qué quieres entrar ahí? —repitió por fin.

—Porque me parece haber visto lo que buscamos —repuso Clay con una serenidad que lo asombró.

—¿En la cocina?

Tom intentó mirar por encima del hombro de Clay, pero éste se movió para impedírselo.

—Confía en mí. Ve a ocuparte de Alice, y si está en condiciones, empezad a buscar más armas por la casa. Gritad si encontráis algo. Y tened cuidado, puede que el señor Nickerson también esté aquí. Podríamos deducir que estaba trabajando cuando todo empezó, pero como dice el padre de Alice…

—Deducir es absurdo y peligroso —terminó Tom por él con una tenue sonrisa—. Ya te pillo. —Se dispuso a marcharse, pero al poco se volvió de nuevo hacia Clay—. Me da igual adonde vayamos, Clay, pero no quiero quedarme aquí más de lo estrictamente necesario. Arnie y Beth Nickerson no eran santo de mi devoción que digamos, pero eran mis vecinos y se portaban mucho mejor conmigo que el imbécil de Scottoni.

—Vale.

Tom encendió la linterna y entró en el salón de los Nickerson. Al cabo de un instante, Clay lo oyó murmurar palabras tranquilizadoras a Alice.

Clay hizo acopio de valor y se adentró en la cocina con la lámpara en alto, sorteando los charcos de sangre que empapaban el parquet. La sangre ya se había secado bastante, pero aun así quería pisarla lo menos posible.

La chica tumbada de espaldas junto a la isleta central era alta, pero tanto sus coletas como las líneas angulares de su figura indicaban que debía de tener dos o tres años menos que Alice. Yacía con la cabeza inclinada en un ángulo poco natural, en una suerte de parodia de ademán inquisitivo, y sus ojos muertos se le salían de las órbitas. Sin duda su cabello había sido de color pajizo, pero toda la mitad izquierda, el lado en el que había recibido el golpe que había acabado con su vida, aparecía ahora teñida del mismo granate oscuro que el parquet.

Su madre estaba reclinada bajo la encimera a la derecha del fogón, donde las hermosas alacenas de cerezo se unían para formar el rincón. Tenía las manos espectralmente blancas por la harina, y las piernas ensangrentadas, mordidas y obscenamente abiertas. En cierta ocasión, antes de empezar a trabajar en un cómic de edición limitada titulado

Infierno Bélico, Clay había accedido por internet a una selección de fotografías que mostraban disparos mortales, con la esperanza de poder utilizar algo de lo que viera. Pero no fue así. Las heridas de bala hablaban un lenguaje propio y aterradoramente explícito, y de nuevo lo tenía ante sí. Beth Nickerson era una masa de sangre y sesos del ojo izquierdo para arriba. Su ojo derecho se había adentrado en la órbita superior de la cuenca, como si hubiera muerto intentando verse el interior de la cabeza. La parte posterior del cabello y buena parte de la sustancia cerebral estaban adheridas a la alacena de cerezo contra la que se había apoyado en sus breves instantes de agonía. A su alrededor revoloteaban algunas moscas.

Clay sintió una arcada. Volvió la cabeza, se cubrió la boca y se conminó a controlarse. En la habitación contigua, Alice había dejado de vomitar; de hecho, ella y Tom hablaban mientras empezaban a recorrer la casa, y Clay no quería ser el causante de que la chica volviera a sucumbir a las náuseas.

Imagina que son maniquíes, atrezo de película, se dijo, aunque sabía que no lo conseguiría ni en un millón de años.

Al volver de nuevo la cabeza se concentró en los objetos tirados por el suelo en lugar de hacerlo en los cadáveres, lo cual le ayudó a dominarse. Ya había visto el arma; la cocina era espaciosa, y el arma estaba en el otro extremo, tirada entre el frigorífico y uno de los armarios, con el cañón a la vista. Su primer impulso al ver los cadáveres de la mujer y la niña había sido desviar la mirada, por lo que sus ojos habían topado con el cañón del arma por pura casualidad.

Aunque quizá habría llegado de todos modos a la conclusión de que debía de haber un arma.

Incluso descubrió dónde la guardaban, en un soporte instalado en la pared entre el televisor empotrado y el abrelatas de tamaño industrial. «Son fanáticos de los artilugios electrónicos además de las armas», había dicho Tom, y un revólver colgado de la pared de la cocina, listo para caerte en las manos en cualquier momento… En fin, lo mejor de ambos mundos.

—¡Clay! —llamó Alice desde lejos.

—¿Qué?

Oyó el sonido de unas pisadas subiendo a toda prisa una escalera, y al poco Alice volvió a llamarlo desde el salón.

—Tom me ha dicho que querías que te avisáramos si encontrábamos algo. Bueno, pues acabamos de encontrar algo. Debe de haber una docena de armas en el sótano entre rifles y pistolas. Están en un armario que tiene el adhesivo de una empresa de seguridad, así que lo más probable es que nos detengan… Es broma. ¿Vienes?

—Ahora voy, cariño. No vengas.

—No te preocupes. Y tú no te quedes ahí, no vaya a ser que te pueda el asco.

Clay había rebasado la frontera del asco por mucho. Había otros dos objetos en el parquet ensangrentado de la cocina de los Nickerson. Uno de ellos era un rodillo, lo cual tenía sentido, porque sobre el mostrador de la isleta central se veía un molde de tarta, un cuenco grande y un tarro de color amarillo brillante con la palabra

HARINA en el costado. El otro objeto que yacía en el suelo, no muy lejos de una de las manos de Heidi Nickerson, era un teléfono móvil de esos que solo pueden gustar a una adolescente, azul con grandes adhesivos de margaritas color naranja pegados por todas partes.

Aun a su pesar, Clay reconstruyó los hechos. Beth Nickerson está preparando una tarta. ¿Sabe que algo espantoso ha empezado a ocurrir en el área metropolitana de Boston, en Estados Unidos, tal vez en el mundo? ¿Están hablando de ello por televisión? En tal caso, el televisor no le había enviado un chifladograma, de eso estaba convencido.

Sin embargo, Heidi sí recibió uno. Oh, sí. Y Heidi atacó a su madre. ¿Intentó Beth Nickerson razonar con su hija antes de derribarla de un rodillazo o le asestó el golpe sin más, no con odio, sino impulsada por el dolor y el miedo? En cualquier caso, no bastó. Y Beth no llevaba pantalones, sino un pichi, por lo que sus piernas estaban al descubierto.

Clay tiró de su falda hacia abajo. Lo hizo con delicadeza, cubriendo la sencilla ropa interior de estar por casa que Beth había manchado al final.

Heidi, de no más de catorce años y quizá tan solo doce, debía de haberse puesto a parlotear en aquel galimatías salvaje que aprendían de repente en cuanto recibían su dosis de locura telefónica, farfullando cosas como

rast, eelah y

kazzalah-CAN. El primer golpe de rodillo la había derribado, pero sin dejarla inconsciente, y la niña enloquecida había arremetido contra las piernas de su madre. Y no a mordisquitos precisamente, sino a bocados profundos y desgarradores, algunos de ellos hasta el hueso. Clay no solo distinguía marcas de dentelladas, sino también una suerte de tatuajes espectrales, sin duda causados por la ortodoncia de la joven Heidi. Y entonces, probablemente gritando, sin duda atenazada por el dolor y a buen seguro sin saber siquiera lo que hacía, Beth Nickerson había atacado de nuevo, pero esta vez con mucha más contundencia. A Clay casi le pareció oír el chasquido amortiguado del cuello de la niña al romperse. La amada hija, ahora muerta en el suelo de aquella cocina tan moderna, con los dientes cubiertos de

brackets y el teléfono móvil de última generación junto a una de sus manos extendidas.

¿Se habría detenido su madre a reflexionar antes de liberar el arma del soporte colgado entre el televisor y el abrelatas, donde llevaba quién sabe cuánto tiempo esperando a que un ladrón o un violador apareciera en aquella cocina limpia y luminosa? Clay no lo creía. De hecho, Clay creía que la mujer había actuado sin solución de continuidad, ansiosa por dar alcance al alma de su hija mientras la explicación de lo sucedido aún estuviera fresca en sus labios.

Clay se acercó al arma y la recogió. De un fanático de las armas como Arnie Nickerson habría esperado una automática, tal vez incluso una de aquéllas con mira láser, pero lo que sostenía en la mano era un Colt .45 corriente y moliente. Suponía que tenía sentido; su mujer sin duda se sentía más cómoda con aquel tipo de revólver, que no la obligaba a cerciorarse de que estaba cargada en un momento de necesidad, ni a perder tiempo buscando un cargador entre las espátulas y las especias en el caso de que no lo estuviera, ni a deslizar el pasador para comprobar si había una bala en el cargador. No, con aquella pipa no tenías más que extender el cañón, y Clay lo hizo sin dificultad alguna. Había dibujado mil variaciones de aquel revólver para el Caminante Oscuro. Tal como esperaba, solo una de las seis cámaras estaba vacía. Sacó una de las balas, sabedor de lo que encontraría. El Colt .45 de Beth Nickerson estaba cargado con balas asesinas de policías, extremadamente ilegales. Balas de punta hueca. No era de extrañar que se hubiera quedado sin cabeza; el milagro era que hubiera conservado siquiera un pedazo de ella. Bajó la mirada hacia los restos de la mujer apoyada contra la rinconera y rompió a llorar.

—¿Clay? —lo llamó Tom mientras subía por la escalera del sótano—. ¡Ostras, Arnie tenía de todo! Hay un arma automática por la que seguro que podría haber acabado en la cárcel… ¿Clay? ¿Estás bien?

—Ya voy —repuso Clay, enjugándose los ojos.

Puso el seguro al revólver y se lo encajó tras el cinturón. Luego se sacó el cuchillo y lo dejó sobre la encimera de la cocina de Beth Nickerson sin desenfundarlo de su vaina improvisada. Ya no lo necesitaría; por lo visto, habían subido de nivel.

—Dame un par de minutos —pidió.

—Hecho, tío.

Clay oyó a Tom bajar de nuevo al arsenal subterráneo de Arnie Nickerson y sonrió pese a las lágrimas que seguían rodándole por las mejillas. Algo para recordar: le das a un homosexual menudo y simpático de Malden una habitación llena de armas donde jugar y al poco empieza a hablar como Sylvester Stallone.

Clay empezó a registrar los cajones. En el tercero que abrió encontró una pesada caja roja en la que ponía

AMERICAN DEFENDER CALIBRE .45

AMERICAN DEFENDED 50 BALAS. Estaba debajo de los paños de cocina. Se guardó las balas en el bolsillo y fue a reunirse con Tom y Alice. Quería salir de allí lo antes posible. Lo complicado sería convencer a los otros dos para que se fueran sin llevarse el arsenal entero de Arnie Nickerson.

Al pasar bajo el arco que separaba la cocina del salón se detuvo y miró atrás con la lámpara en alto. Cubrir las piernas de la mujer con la falda no había servido de gran cosa; seguían siendo tan solo un par de cadáveres, con heridas tan desnudas como Noé cuando su hijo se acercó a él totalmente ebrio. Podía buscar algo con qué cubrirlos, pero una vez empezara a cubrir cadáveres, ¿cuándo pararía? ¿Dónde? ¿Con Sharon? ¿Con su hijo?

—Dios no lo quiera —musitó.

Pero no creía que Dios le escuchara así por las buenas. Bajó la lámpara y siguió los haces danzantes de las linternas hasta el sótano.

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