Celina

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   —Olvídalo, Arena, son muchos los compañeros que protestan por tu intromisión, podrían echarnos a perder las investigaciones. El asunto es muy complicado y podrían estar involucrados algunos compañeros—. Álamo se notaba molesto. —Vamos, Jefe, sólo quiero averiguar lo sucedido en realidad. Saber quiénes lo mataron. 

   —Lo entendemos. Nosotros también queremos a los culpables. Pero tú volviste la investigación asunto personal.

   —Tú sabes que González fue traicionado por sus propios compañeros. Tal vez sólo los tratan de encubrir.

   — ¡Cuidado, Arena! No te pases de listo. Estás frustrado y acusando a todos no conseguirás nada—dijo molesto.

   — Quiero saber quién es el líder del Cartel del Norte.

   — El Jefe del Cártel del Norte se llama Rodrigo Félix. Tiene cincuenta años, pesa como noventa kilos y mide uno ochenta. Le faltan dedos en la mano izquierda porque los perdió en un tiroteo. Es de tez blanca y usa bigote, con muchos matones a su disposición. Pero no te creas, no lo podemos detener porque nos faltan pruebas, si tuviéramos a un buen testigo o datos seguros ya estaríamos detrás de él… Búscalo, encuéntralo y asesínalo, nos harías un favor… No resultaste tan inteligente como dicen.

   La negativa del Jefe me dejó enojado, pero tenía una visita más planeada.

  El área de laboratorios era un amplio espacio con varios cubículos pequeños donde se encontraban los distintos departamentos. El más grande era el de balística, pero estaba saturado, varios aparatos especializados volvía difícil moverse. Dos técnicos, uno de alrededor de cincuenta años y el otro era un joven distraído, trabajaban anotando en una bitácora los datos de algunos casquillos vacíos de arma larga. En varias ocasiones los había consultado, pero siempre alegaban que no tenían autorización para dar información. Aunque invariablemente algo decían al final, después de darles dinero.

   —Buenos días. Me recuerdan. Entiendo que existen dudas sobre los tipos de balas encontradas en el lugar del asesinato de Gustavo González.

   El laboratorista mayor, al principio me miro molesto, pero en cuanto me reconoció volvió a mirar, en el microscopio estereoscópico, los cartuchos.

  —Esperaba que vinieras— dijo sin mirarme—. Sé que eran amigos. Pero poco se puede hacer ahora— hizo una pausa para escribir algo—. González era buena persona y no se merecía morir así.

   — ¿Qué has encontrado?

   —Mucho. Se recogieron de la escena del crimen cuarenta y seis casquillos, ya percutidos. La mayoría es de AK47, veinte son de dos Beretta y tres son del arma de González: una Águila… Los ángulos de tiro demuestran que hubo tres tiradores en distintas partes del patio… Lo malo es que cerca de donde cayó González se encontraron dos casquillos de Beretta, los asesinos le dieron el tiro de gracia.

   — ¿Harán pruebas de balística a las armas de los ministeriales? — pregunté intrigado.

   —No existe motivos. No tenemos posibles culpables, sin eso no podemos pedir pruebas de balística. Además sería difícil acusarlos, pueden cambiar el cañón de sus armas o las pueden perder a propósito y nadie se daría cuenta… Pero no es necesario, todos sospechan quiénes fueron.

   Recorrí de regreso los largos corredores llenos de miradas molestas. Las ignoré endureciendo mi gesto.

   —Ulises, tranquilo, quiero hablarte— escuché a mi espalda.

   Era Santiago Galván, un viejo policía, moreno, regordete, con arrugas y canas. El interés mueve sus actos y la corrupción fue su principal característica durante su vida. Pero, a punto de jubilarse, ya no tiene nada, ni recuerdos buenos, ni dinero, ni el respeto de sus compañeros. Me sorprendió verlo venir hacía mí.

  — ¿Cómo has estado? —saludó Santiago extendiendo su mano.

   —Bien. Aquí visitándolos.

   —Me gustaría hablar. Aclarar unos detalles importantes… Te invito un café aquí enfrente.

   Caminamos juntos hasta un restaurante cercano. Las miradas de sus compañeros se concentraban con más molestia e insistencia en él. Pero Santiago parecía retarlos con su gesto.

  — ¿No te preocupan tus compañeros?

   —Valen madre. Estoy a punto de jubilarme: ¿qué pueden hacer?

   Llegamos a un restaurante y me invitó a pasar diciendo que no me preocupara por la cuenta, que él pagaba.

   —Son muchas cosas las que me tienen jodido— dijo el policía ya en una mesa apartada en el fondo del restaurante—. Escucha, Gustavo aceptaba dinero, es parte de un juego… ¿Qué prefieres, aceptar dinero para hacer la vista gorda, o afrontar los problemas de arrestar a un civil por una pendejada? Tú lo sabes, todos los días lo vemos y ¿qué podemos hacer? Nada. Dejamos que pase, hoy callamos por ellos y ellos no dicen nada cuando nos toque a nosotros. No lo podemos evitar, con lo sueldos que tenemos es difícil vivir.

   Hizo una pausa para ordenar café y aproveché para decir:

   —Pero algunos policías roban y secuestran.

   —Andan mal, y pueden terminar en la cárcel si los atrapan. Con los narcos es otra cosa— aclaró después de un poco de meditación—. Con ellos no es una pequeña cantidad para hacer el distraído. Con los narcos ya son compromisos de vida o muerte. Con ellos pueden morir o terminar en la cárcel por muchos años.

   “Los reclutadores de los narcos se acercan despacio, ofreciendo droga gratis, como amigos, pidiendo ayuda a los policías para que no los sorprendieran los federales. Los que les ayudan reciben algún dinero para que vayan tomando confianza, y después ya no pueden renunciar a las drogas. Los problemas vienen más tarde, cuando ya son adicto o se sabe que están hasta las manitas con los narcos, ya no te puedes escapar y tienes que hacer lo que te piden porque si no te mueres.

   “No debes vengar la muerte de González. Lo mataron porque fue necesario y nada más”.

   —Los motivos que tuvieran para matarlo no importan, es el asesinato de un amigo. Lo que no se puede permitir es la traición de los mismos policías, tarde o temprano a todos les darán la espalda.

   —Nadie está seguro de que los propios compañeros traicionaran a González. Existen rumores y chismes, pero la verdad nadie sabe nada, y si algo saben no lo dirán.

   El café que invitó Santiago lo sentí amargo, aunque fueron sus palabras las que me indignaron.

   Poco antes de terminar la plática llegaron Luis Talabar y Marcos Vargas. Se notaban intranquilos y en varias ocasiones miraron con insistencia a Santiago, el cual les devolvió las miradas con firmeza.

   —Sabemos que quieres leer el segundo informe del decomiso de González— dijo Talabar colocando sobre la mesa un legajo.

   —Conseguimos una copia de ese informe—aclaró Vargas—. Pero no queremos discusiones con el jefe, no te lo mostraremos aquí… ¿Dónde nos vemos?

   Decidimos reunirnos en una plaza pública distante en una hora. Enseguida salimos del restaurante como si no nos conociéramos.

   La plaza, al medio día, estaba muy transitada. Esperé cerca de veinte minutos y la ansiedad que sentía por leer el informe la controlaba viendo pasar a la gente.

   Por fin apareció Vargas, media hora después, aún nervioso, mirando a los transeúntes con la esperanza de no reconocer a un amigo. Se sentó a mi lado con su mejor sonrisa forzada.

   —El asunto está que arde. Sí se enteran que te traje el informe me regañan. Están molestos, el asesinato de González lo hubieran podido encubrir con facilidad, pero ahora, después del escándalo que haces, todos sospechan que fueron los propios policías.

   —Se equivocan si piensan que pueden matar a un compañero y que todo el mundo se quedará con los brazos cruzados.

  —La gente del Cártel del Norte tiene muchos elementos infiltrados en la policía. Al matar a González se arriesgaron a que los corruptos sean identificados. Pero esperaban que el problema se olvidara con el tiempo, como ya ha pasado antes.

   Vargas era uno de mis principales sospechosos, y más dudaba de él cuando lo vi llegar en un auto de lujo. ¿Por qué me estaba ayudando? ¿Se preparaban una trampa para mí?

   — ¿Sabes quiénes son los traidores? — pregunté esperando que sus gestos lo delataran.

   —No me importa, puedo señalar a muchos vendidos, pero a nadie puedo acusar.

   — ¿González estaba relacionado con los narcos?

   —Es difícil decirlo. Durante años lo consideré un tipo honrado. Pero hace poco empezó a cambiar.

   Vargas se veía incómodo, al hablar miraba su reloj de oro, levantó el legajo y me lo entregó diciendo:

   —Este informe es el más importante. Léelo rápido, tengo que regresarlo en cuanto pueda.

   Mientras tomaba el legajo perdí mi mirada en la distancia, en la nada: “Él tenía que ser uno de los traidores”.

—o0o—

González recibió una llamada en la oficina para darle los datos de su segundo confiscación. Eso fue el primer acto de traición que el infórmate cometió contra mi amigo. Lo señaló como vendido con el narco ante sus compañeros.

  Lo imagino así:

   El ambiente en las oficinas de la procuraduría se encontraba relajado. Eran las seis de la tarde y los pocos ministeriales, que aún permanecían ahí, platicaban en una oficina aparte, donde los comentarios graciosos y las bromas se interrumpían por las risas.

   Una secretaria habló desde un extremo de la oficina:

   —González, tienes una llamada extraña.

   El silencio se impuso de inmediato en el grupo y las miradas siguieron a Gustavo mientras se dirigía al teléfono. Había pasado casi un mes desde la última incautación y los problemas que ocasionó aún estaban presentes en los recuerdos de los ministeriales. El propio González no esperaba que fuera el soplón.

   —Llegó información importante—dijo una voz masculina, entusiasmada y distorsionada al teléfono—. Es un cargamento importante de drogas. Con esto acabaremos con el Cártel del Norte. En dos días llegará droga a la ciudad. Vendrá de Centroamérica y la almacenarán en una bodega del centro de la ciudad.

  — ¿A qué bodega llegará? —preguntó listo para anotar.

   —Se encuentra en la calle Juárez, mil trescientos veinte, norte, en el centro de la ciudad.

   — ¿Qué clase de droga es?

   —No lo sabemos, se espera que sea cocaína. Recuerda, será el miércoles como a las cuatro de la tarde cuando el cargamento llegue a la bodega… Se moverán rápido, la droga no estará mucho tiempo ahí.

   — ¿Quién la protege?

   —Eso no importa, sólo detén la droga.

   La llamada se cortó.

   Los compañeros escucharon las palabras y miraron los gestos de Gustavo con curiosidad. Cuando se marchó, sin siquiera mirarlos, el silencio se impuso entre ellos unos momentos, todos se tenían mutua desconfianza, pero sospechaban lo que acababa de pasar. Después se sintieron obligados a disimular bromeando de manera escandalosa, encubriendo sus propios temores.

   González salió al estacionamiento y miró el firmamento pensativo, analizando las posibilidades. Eran demasiados riesgos.

   Momentos después llamó a un amigo que tenía en la federal.

   —Tengo otro informe anónimo sobre un cargamento de drogas—reconoció Gustavo.

   —Ya no quiero problemas con los jefes—respondió su amigo.

   —Será un cargamento importante de drogas… Quedarán bien parados con tus superiores.

   —Mientras mayor sea la droga encontrada más preguntas tenemos que contestar. Los jefes se lucirán en la prensa, pero a nosotros nos estarán interrogando días enteros… ¿No te cansas de tantas payasadas?

   —Debemos detenerla. Esa droga hará daño a los jóvenes.

   — ¡Qué los jodidos jóvenes adictos se cuiden a sí mismos! ¿Por qué tengo que aguantar broncas por viciosos que no saben hacer otra cosa que consumir drogas por diversión?

    —Es nuestro trabajo, detener drogas.

   — ¿Quién los estará protegiendo? — preguntó el federal molesto—. Los compañeros que cuidan las drogas se enfurecerán, y algunos de ellos pueden ser asesinados. Si es un cargamento los corruptos tendrán problemas… Te preocupa que los jóvenes no se droguen o que los compañeros sean asesinados.

   —Mi deber es hacer lo necesario para detener las drogas.

   —Sabes que los sicarios del Norte son psicópatas y te estás metiendo en problemas con ellos si les decomisas otro cargamento.

   —Son montoneros… Y además, o decomiso el cargamento de drogas y afronto los problemas dando la cara o lo dejo pasar y nos cruzamos de brazos esperando que todo el mundo se vuelva adicto… ¿Entonces qué, estás conmigo en el decomiso y los problemas o llamo a los ministeriales?

   El federal aceptó de mala gana.

   La siguiente página del informe me lleva hasta su casa. Los corruptos se enteraron de la nueva información y lo llamaron.

   Mirando la televisión esa misma noche. Celina se aproximó preocupada al sofá.

   —Te llaman por teléfono. Dice ser un amigo, pero no quiso dar su nombre.

   Se dirigió a la sala con paso lento y pensativo.

   —Escucha cabrón, te conviene que vengas a hablar con nosotros. Te encuentras metido en muchos problemas— dijo ese amigo por teléfono con voz enojada.

   Aunque reconoció la voz González no lo mencionó en el informe. Lo único que destacó es que era un ministerial.

   Lo citaron a las once de la noche en una rotonda apartada. Gustavo tenía temor pero acudió a la reunión. El lugar era un cruce de varias avenidas que desembocaban en una glorieta poco transitada a esa hora, sumida en tinieblas y sin ningún posible testigo. A la hora señalada llegaron los amigos y se estacionó tras su auto. Gustavo se preparó para lo que pudiera pasar amartillando el arma que llevaba en un bolsillo de su saco.

   Descendieron tres ministeriales del vehículo. Con algunos trabajó, con otros tuvo trato, pero sobre todos ellos pesaba la fama de corruptos y de estar involucrados con el narco.

   —Todos saben que viene un cargamento importante. Los Delta quieren detenerlo y sabemos que ya te lo han informado… No digas nada… Tenemos aquí diez mil dólares, te los daremos, pero queremos la garantía de que no vas a interferir.

   Gustavo miró indiferente el paquete de billetes mientras la mano del ministerial lo llevaba de un lado al otro frente a su cara. Sintió miedo, había llegado a un punto sin retorno, ahora o se volvía narco o estaría muerto en cuestión de meses.

   —No puedo aceptar el dinero.

   — ¿Qué dijiste? — contestó uno de los ministeriales furioso.

   Se acercó a Gustavo para retarlo y le dio un empujón. Otro se interpuso para impedir la pelea, y dijo:

   —Déjense de pendejadas. Vinimos a hablar y tenemos que marcharnos con una decisión.

   Cuando los apartaron, uno de ellos volvió a Gustavo con voz conciliadora.

   —No respondas a la ligera. Te conviene aceptar. Es mucho dinero, a tu familia le puedes dar lo que en realidad se merecen... Es sólo por dejar pasar ese cargamento. No pedimos nada más por diez mil dólares. Piénsalo.

   El tercer ministerial se sumó a la plática en forma agresiva.

   —Te tratamos de hacer un favor, no seas estúpido… De todos modos el cargamento llegará a los gringos… Ahora no podemos echarnos para atrás, ni tú ni nosotros… Ya nos conoces y sabes las consecuencias si no te alineas.

   —No les tengo miedo. Afrontaré lo que sea necesario. El asunto es que ustedes no sigan chingando a todos por dinero.

  De nuevo intervino el ministerial mayor.

   —No discutan—dijo, poniéndose entre ambos, y le mostró el paquete de dinero—. Tienes hasta mañana en la noche para decidirte. Piensa en tu familia, necesita el dinero.

   Los ministeriales se retiraron entre gritos y amenazas. González circuló algunos veinte minutos en su auto, pensando en los problemas. Era imposible saber qué sentía en esos momentos, pero entiendo que ya tenía la seguridad de que sería asesinado.

   Al día siguiente se dedicó a seguir adelante con su plan. Vigilar la bodega, circuló por los alrededores, anotó la razón social y las placas de los camiones que llegaron a descargar. Reuniendo pruebas para pedir un orden de registro.

   Por la tarde habló con un Jesús Álamo, el jefe de grupo de homicidios, para que interviniera con un Juez. Pero se negó desde el principio:

   —Bueno, si estás seguro de la fuente, comentárselo al Agente del Ministerio Público. Lo que él decida se hace.

   Pero el Agente del Ministerio Público tenía sus propias objeciones:

   —El Juez se negó a llevar a cabo una intervención en la bodega sin pruebas suficientes. Todos tenemos que reportarnos ante los superiores, y son los jefes, al final, los que deciden qué hacer. Si entramos sin una orden de registro, a cualquier propiedad, lo considerarán un delito y tendremos problemas.

   —La información es confiable. Sé que algunos compañeros saben de esa bodega. Los vi en ella cuando realizaba la investigación.

   — ¿Qué compañeros?... Es una acusación grave.

   El agente del Ministerio Público buscaba un idiota que acusara a sus mismos colegas para iniciar una indagación. Tal vez los narcos quisieran compartir sus ganancias con el Agente por no realizar el decomiso o por no detener a sus hombres dentro de la policía. González no iba a caer en semejante trampa, no dijo nada y perdió la mirada endurecida en la nada.

   —No quieres cooperar. Entonces tú habla con el Juez Federal para ver qué te indica —dijo el Agente.

   Salió disgustado. Al juez lo encontró en su oficina de la Procuraduría Federal. Tenía un despacho elegante y bien ordenado donde se podía sentir aire de poder.

   —Tengo información fidedigna asegurando que mañana por la tarde llegará un cargamento de drogas a una bodega de la calle Juárez y necesitamos una orden de registro.

   El juez lo miró molesto. No eran amigos, lo consideraba un mal funcionario y esperaba que pusiera todo tipo de pretextos para no liberar esa orden, pero González debía intentarlo.

   — ¿Por qué no molestar al ejército?—dijo el funcionario.

   —Será un decomiso importante y pode quedarse con el crédito.

   —Sabes que son muchos problemas y los afectados pueden presentar cargos contra ti si no encontramos nada.

   —El informante ha sido confiable.

   —No quiero escribir en el reporte: “llamada anónima”. Todos quedarán como sospechosos.

   Discutió con el juez por cerca de veinte minutos, pero al final comprendió que obtendría un ascenso por el decomiso y accedió a liberar la orden. Pero advirtió:

   —Si te equivocas pasarás meses en la cárcel, ya encontraremos el motivo.

   El día del allanamiento—según anotó en el segundo informe—, hubo mucha confusión. La orden fue liberada sólo tres horas antes. Los federales fueron respaldados por elementos de otras corporaciones, nadie tenía un control completo de la operación.

   Todos los elementos que participaron en la misión se coordinaron en las oficinas de los ministeriales, ante los ojos de todos, honestos o corruptos. Sin un acuerdo claro se formaron varios grupos operativos y salieron con media hora de anticipación.

   Según el informe, todos los policías se ubicaron en tres puntos estratégicos en las calles aledañas, cubriendo todos los lugares de acceso a la bodega.

   La espera duró cerca de veinte minutos. En medio de la calle se veían diez patrullas estacionadas, con cerca de treinta hombres con chalecos antibalas, pasamontañas, y cascos, distrayendo a los transeúntes. Los agentes se encontraban serios y callados, atentos al menor movimiento con sus miradas firmes escudriñando sus alrededores.

   Un comandante de los federales se aproximó a González para anunciarle el inicio del operativo. Dio algunas instrucciones por radio, pidió con rapidez que tuvieran cuidado y que revisaran bien todo el lugar.

   Empezó la acción. El operativo resultó impresionante, era coordinado paso a paso por radio y a pesar del movimiento de patrullas y hombres, el silencio se mantuvo a toda costa. Algunos curiosos se vieron sorprendidos ante la rapidez de la policía. El portón fue abierto a patadas, mientras unos elementos subían al techo y otros entraban en los patios de las propiedades vecinas. Pero a pesar de todos, los preparativos se sentían tensión al afrontar una puerta cerrada, algún rincón oculto o un paquete extraño, podía esconder una trampa.

   La bodega estaba vacía. Todas las miradas se concentraron en un González desconcertado, pero consciente de lo que debería hacer.

   La posibilidad de que los narcos cambiaran de plan para proteger el cargamentos ya la había considerado.

   — ¡¿Qué pasó?! — preguntó el comandante federal enojado—.

¿Dónde están las drogas?

   —Ya sabían que vendríamos. Los previnieron.

   —No saques conclusiones tan rápido, González. Ahora qué voy a reportar: ¿qué todo fue una pendejada?

   Ignoró las protestas y, según dijeron después los federales, se dedicó a revisar el lugar. Las pocas cajas que encontró las abrieron con cuidado, entró en la oficina y revisó los muebles. Pero fue en el centro de la bodega en donde González puso más atención. Se encontraba un pequeña montón de hielo con restos de mariscos. El hielo empezaba a escurrir agua, lo esparció en un pequeño círculo con los dedos, esperando encontrar el mensaje que escondía. Los segundos pasaban y continuó revisando el suelo con cuidado, ante la actitud molesta de sus compañeros. Apareció un pedazo de papel, lo levantó para leerlo con cuidado. Su entusiasmo se notó en su gesto de triunfo.

   — ¿Qué encontraste? — preguntó el comandante federal.

   —Un mapa de la ciudad… Escoge cuatro hombres y acompáñame.

   El comandante gritó varios nombres, pidió al resto que esperaran y salieron a buscar una patrulla.

   — ¿A dónde iremos? —preguntó uno de los policías cuando todo estuvo listo.

   —Sigamos al norte por la avenida Constitución.

   — ¿Qué buscas? —preguntó el comandante.

   —El trasbordo de cargamento de drogas ocurrió hace menos de una hora y la colocaron en un camión de tamaño medio con una caja refrigerada que transporta mariscos con hielo. Debe tener poco tiempo de haber salido de la bodega. El chofer del camión no conoce la ciudad, le hicieron un mapa que encontré en la bodega, tal vez sigua el camino marcado en el papel para salir de la ciudad.

   — ¿Y eso qué? —protestó el comandante.

   — El vehículo no puede encontrarse lejos con el tráfico de la ciudad a esta hora. Detendremos a cualquier camión que encontremos en la ruta marcada en el mapa hasta hallarlo.

   — ¿Cómo lo reconoceremos?

   —Busca un camión que transporte mariscos y que tenga un sistema de refrigeración.

   —Espero que ésta vez no te equivoques.

   Las patrullas se abrieron paso en el tráfico pesado gracias a las sirenas y las luces de la torreta. Se notaban preocupados y con la mirada clavada en cualquier camión sospechoso.

   Por veinte minutos siguieron el mapa, transitando por la ciudad a toda velocidad. González se encontró expectante, sólo sonrió aliviado cuando reconoció las características que buscaba en un camión atrapado en el tráfico.

   Cerraron con facilidad el paso al vehículo sospechoso. Los federales saltaron con sus armas largas de las patrullas para rodear al chofer. González corrió hasta la cabina y preguntó ansioso:

   — ¿Qué transportas?

   —Carne para el sur del país—contestó el conductor asustado.

   —Vamos. Busquemos otro camión—dijo González al comandante de los federales.

   — ¿Estás seguro?—preguntó el joven federal—. ¿Por qué no lo revisamos?

   —Porque no tenemos tiempo. Prosigamos buscando.

   Los federales se miraron confundidos pero siguieron rodeando el vehículo. El comandante dio una orden y todos volvieron a las patrullas ya cuando el embotellamiento crecía.

   Detuvieron otro camión parecido que llevaba pollos congelados, también lo dejaron ir de inmediato. El tercer vehículo que encontraron no se quiso detener.

   — ¡Detente, policía federal! ¡Detente ahora o te disparamos!— gritó uno de los federales desde la patrulla al conductor del vehículo, que al sentirse presionado aceleró tratando de escapar.

   Los intentos de huida fueron frenados por el tráfico, y al ser alcanzado por la patrulla, el chofer fue bajado del camión con violencia por los federales.

   Era un vehículo pequeño, con caja cerrada y en su parte superior un aparato de refrigeración. Era de color blanco y tenía dibujos del mar en los costados.

   — ¿Qué transportas? —preguntó González a un chofer que demostraba furia mientras forcejeaba con los policías.

    —Llevo camarones—contestó.

   González sonrió. El tipo moreno y gordo fue esposado y llevado a jalones a la parte trasera del camión.

   —Abre la caja— dijo uno de los federales.

   — ¿Tienen orden? — preguntó el chofer.

   —Ahora hasta abogado saliste. Abre la caja— amenazó el comandante de los federales.

   —No puedo, no tengo la llave.

   Uno de los federales que revisaba la cabina se acercó al comandante y dijo:

   — Encontré un arma larga, una AK47.

   —Arresten a este cabrón y rompan el candado—ordenó el comandante.

   González fue el primero en entrar a la caja, sintió el frío del reducido espacio, caminó entre cajas con hielo y camarones, apiladas en el fondo hasta llegar al techo del vehículo. Escarbó en el hielo y sacó un paquete envuelto en plástico, que él suponía eran drogas.

   —Tenemos el cargamento—dijo González mostrando el paquete al resto de los policías.

   Subió el comandante y entre ambos movieron el hielo y las cajas hasta encontrar cerca de cincuenta paquetes.

   El chofer, al verse descubierto, dijo ser sólo el conductor y no sabía nada de la carga.

   Se pidió ayuda por radio y esperaron mientras algunos acabaron de revisar el camión. González y el comandante interrogaban al sospechoso en la patrulla. Con golpes ocasionales y gritos lograron obtener un nombre y algunas direcciones en una ciudad en el sur del país.

   En algún momento González se sintió seguro y dijo al comandante:

   —Ahora tenemos que llevar el cargamento a las Oficinas Procuraduría Federal de Justicia.

   Llegaron más elementos federales para asegurar y llevarse el camión. González y el comandante subieron a una patrulla sonriendo. Veinte minutos tardó el viaje a la oficina de los federales y tuvieron que esperar en el estacionamiento. Los otros policías, participantes en el decomiso, fueron llegando con indiferencia y se sumaron al grupo que esperaba el cargamento en silencio.

   Pero el tiempo siguió pasando y el camión con el cargamento de drogas no aparecía. El rostro de González demostró molestia.

   —Pide información por radio para saber dónde está el cargamento. Ya se tardaron—pidió al Comandante.

   El chofer ya se encontraba encerrado, pero al pasar media hora el camión seguía desaparecido. Por radio se aclaró que el vehículo con la droga tuvo una falla mecánica. “Lo repararán pronto”, aseguró uno de los federales.

   Media hora después llegó el camión, pero González ya esperaba lo peor.

   — ¿Por qué tardaron tanto? —preguntó el Comandante al federal que conducía el vehículo.

   —El camión se descompuso y tuvimos que esperar a que lo repararan para traerlo nosotros.

   —Revisen la caja—ordenó el Comandante que también sospechaba.

   La preocupación se impuso en los veinte policías que se encontraban ahí. Todos rodearon el camión en silencio y vieron expectantes como subían dos hombres, y el sonido dentro de la caja del camión anunciaba lo que González se imaginaba. Uno de ellos gritó desde el fondo de la caja:

   — ¡No encontramos nada! El camión sólo tiene hielo.

   El círculo de personas alrededor del vehículo se fue estrechando, se acercaron para mirar la caja por dentro.

    — ¿Cómo que no? ¡Tiene que estar lleno de droga! Revisen bien.

   El comandante subió a la caja al ver que el joven dentro de ella se quedó inmóvil a pesar de la orden. Revolvió el hielo a patadas, furioso, protestando a gritos. González se aproximó intrigado al ver la preocupación de los federales.

   —Bajaron la droga en el camino, jodidos traidores— aclaró el comandante con enojo.

   —No puede ser—protestó González por lo bajo.

   Indagaron entre todos los participantes en el operativo. Querían saber quién manejaba el camión al principio, pero nadie supo contestar. Como siempre el asunto se olvidó al paso de los días.

—o0o—

Terminé de leer el informe indignado, ya sabía de la corrupción, pero nunca me había enterado de tanto descaro. La ansiedad que sintió mi amigo en esos momentos la contagiaba muy bien su escritura.

  Le entregué el informe a Vargas.

   — ¿Qué pasó después? —pregunté.

   —Nada. Sólo González y el comandante federal vieron los paquetes, los jefes supusieron que el camión estaba vacío y que ellos mentían para llamar la atención. Al final el cargamento fue a parar con los narcos, donde pertenecía.

   — ¿Tuvo problemas González después del operativo?

   —Cuando trató de explicar lo ocurrido los jefes no le creyeron y los compañeros le buscaron bronca— aclaró Vargas—. Se aventó muy buenos pleitos con los federales. Nadie quería hacerse responsable de la desaparición. Esos cabrones se cubrían entre ellos.

  — ¿Pero están seguros que el camión llevaba droga?

   —Claro que llevaba carga. No se hubiera hecho tanto desmadre si no fuera así.

   Sabía que era una pregunta estúpida pero la tenía que hacer. Contestaría que no, pero esperaba que sus reacciones y gestos lo delataran:

   — ¿Tú le disparaste a González?

   —Nunca le dispararía a un compañero en forma directa— contestó disgustado.

   — ¿Sabes quién le disparó?

  —No tengo la seguridad, creo saber quién lo hizo, pero no lo puedo asegurar.

   Escondió sus manos al momento de responder, las introdujo al bolsillo de su pantalón. Sabía que era sincero pero mi subconsciente decía que mentía y no entendía en qué.

Vargas era sólo un conocido de años. ¿Por qué me ayudaba? No era amigo de González.

CAPÍTULO V

  Conducía rumbo a casa mientras la tarde se anunciaba despacio. Quería descansar el resto de la noche, pero el celular volvió a hacer ruido y me cambió los planes.

   —Arena, queremos hablar contigo— dijo una voz agria y amenazante.

   —¿Quién habla?

   —Es en serio. Te podría convenir… Nos vemos a las once de la noche en una bodega de la colonia industrial. En la calle Alimento, número 102.

   — ¿Crees que soy pendejo?

   —Te garantizo que no habrá problemas. Sólo queremos hacerte una buena oferta… Sólo queremos hablar.

   Mi subconsciente decía que acudiera, sentía la adrenalina mezclándose con la sombra de temor que surgía. La idea de una trampa estaba presente. Sabía que sólo sería un intento más para soborno, y tenía miedo de que al rechazarlo estuviera arriesgando mi vida.

—¿Qué tan estúpido creen que soy?

   —Te esperamos ahí.

   Terminó la llamada.

   El mundo de las drogas es muy peculiar, al no aceptar los sobornos ni regalos, nada te pueden exigir y estás libre para actuar, pero si los presionas demasiado te pueden matar.

   Aunque faltaban dos horas para la cita, decidí vigilar la bodega para indagar si existía algún peligro. Me dirigí a la colonia industrial. Era un lugar con muchas empresas de distintos tamaños. El sitio donde me citaron se encontraba en un callejón con varias bodegas que parecían dormidas.

   Esperé estacionado a unos cuantos metros de la bodega. El lugar tenía un aspecto intimidante, me obligaba a dudar de si en realidad debería estar allí. Al entrar a la bodega todo estaría dado, ya no había marcha atrás en mis planes, tendría que seguir hasta que todo acabara. Pero no entrar significaría complicar la investigación y podría pasar meses sin llegar a ninguna parte. No, tenía que afrontar lo que fuera, hasta una trampa que me pudiera costar la vida.

   Media hora después llegó una camioneta de lujo a la bodega. Sé que notaron mi presencia, pero no hicieron nada. Sólo bajó una persona con rapidez, abrió el portón y se perdió entre las sombras del edificio. Enseguida bajaron otros dos hombres muy atentos a la distancia y con armas en las manos. Los veinte minutos que faltaban para las once fueron tensos, mientras continuaba vigilando.

   Bajé del auto con dudas, me acerqué despacio, buscando a mí alrededor algo sospechoso y asegurándome que el arma estuviera en el cinto a mi espalda. Ante la puerta me detuve. No quería morir, y la posibilidad de ser torturado me atemorizaba, sentía escalofríos, me sentí solo. Pensé en dejarlo así; Celina tenía razón, nada le devolvería la vida a Gustavo, y el mal, cualquiera que fuera su cara, seguiría poblando las calles, las cárceles y los panteones. ¿Vale la pena luchar cuando cualquier triunfo sólo será momentáneo?

   Mis pasos y mi subconsciente siguieron adelante hasta cruzar el portón, a pesar de mis dudas.

   La bodega era sólo una gran nave industrial repleta de muebles de lujo, bien envueltos, acumulados en grandes columnas muy altas. En el centro se encontraba un espacio abierto con un escritorio maltratado y un archivero.

   Sentado al frente del escritorio se encontraba un tipo relativamente joven, vestido con elegancia, con joyas y usando perfume. Se entretenía leyendo papeles que sacó del archivero. Lo consideré como el encargado de convencerme para dejar la investigación. A su lado se encontraba un tipo maduro, de cerca de cincuenta años, que no dejaba de jugar con una navaja y en un lado de la puerta un joven con un arma automática bajo el brazo.

   Me acerqué al escritorio con todo el aplomo que pude. Noté en la mirada del joven la desconfianza. No hubo saludos, ni presentaciones, el tipo elegante fue al grano.

   —Tenemos interés en usted— dijo el joven perfumado—. Sabemos que investigas la muerte de un policía; un amigo tuyo.

  — ¿Y eso qué tiene que ver con ustedes?

   —Su amigo estaba trabajando para el Cártel de los Delta, recibía dinero cada vez que detenía un traslado de drogas. Una persona que no conocemos le estaba dando informes y queremos que nos ayude a encontrarlo.

   — ¿Por qué lo quieren localizar?

   —La imagen de inocencia no le queda, señor Arena. Esa persona, la que daba informes a su amigo, consiguió datos muy importantes de nosotros, que considerábamos secretos. Debe tratarse de una persona muy cercana a nuestro cártel y le está dando esa información a los Deltas para causarnos problemas.

   — ¿Qué ganaría en todo esto?

   —Si encuentras a nuestro traidor te daremos mucho dinero y además estarás con nosotros.

   Las manos me sudaban al momento de cambiar mi temor por coraje. Fingí pensar mientras trataba de controlar mis emociones. Los narcos no interrumpieron, esperando que tomara una decisión.

   —Te pagaremos doscientos mil pesos por encontrar al traidor — insistió el joven esperando convencerme.

   Ellos no sabían quién era el soplón, la oferta de dinero lo confirmaba. Estaban temerosos de que el informante buscara a otra persona para continuar deteniendo cargamentos de drogas.

  — ¿Por qué buscarme a mí?

   —Sabemos que eres buen investigador. Queremos que trabajes para nosotros… Además suponemos que el informante te buscará a ti para que sigas deteniendo nuestros cargamentos, de esa forma tú puedes encontrar a ese cabrón… ¿Bueno, qué decides?

   —Tengo que pensarlo. Son muchas cosas. Puedo entregarles al soplón, pero involucrarme con el tráfico de drogas no me interesa.

   —Queremos al traidor a cualquier precio. Piénsalo, decide después. Te puede convenir.

   —Bien, si encuentro al soplón me comunicaré con ustedes y veremos qué hacer.

   Me dirigirme al portón sin esperar nada más, ante la mirada analítica de los narcos. Ni ellos preguntaron, ni yo aclaré, cómo nos comunicaríamos, aunque estaba claro que estarían vigilándome todo el tiempo.

   Ya en la calle pensé seguirlos. De inmediato me dirigí al carro y salí rápido de la zona industrial. Me estacioné al lado de una gran avenida donde esperaba que regresara la gente del Cártel del Norte. Escondí el auto lo mejor que pude y esperé preocupado. Veinte minutos después pasaron los narcos por allí a toda velocidad.

   Los seguí a distancia, no hubo sorpresas, entraron en una zona muy elegante de la ciudad. Pero los perdí. No pude seguirlos de cerca en las calles cortas de la colonia.

   Regresé a la bodega. Como tardaron mucho tiempo los narcos en salir del área industrial, pensé que algo debería estar escondido en ese lugar, tal vez drogas o dinero. Decidí incendiarla el lugar.

   Encontré una botella de cristal tirada en la calle, la llené de gasolina y con una franela hice una mecha. Preparé una bomba molotov y las arrojé sobre el portón, calculando dónde se encontraban los muebles almacenados, y esperé que el fuego dominara el lugar.

   Las llamas empezaron a poblar los espacios de la bodega. Permanecí varios minutos mirando cómo el incendio se imponía en la estructura.

   Algunos guardias de las fábricas cercanas llamaron a los bomberos. Me retiré del lugar en cuanto escuché las sirenas, con la seguridad de que el incendio daría a los narcos mi negativa de trabajar con ellos.

—o0o—

En la mañana hice planes para circular por la colonia elegante donde perdí a los narcos. Pero al salir del baño tuve que contestar el teléfono.

    —Hola, Ulises. ¿Cómo estás? —preguntó Celina.

    —Bien, aquí preparándome a salir… ¿Te encuentras bien?

   —Triste. No lo puedo aceptar, nos dejaron solos. Es injusto que se fuera así— dijo con voz quebrada—. Pero Gustavo odiaba las drogas. Se prometió muchas veces acabar con los narcos cuando su hermano menor murió de una sobredosis. Mi esposo decía que las drogas consumen el cerebro. Gustavo lamentó mucho la muerte su hermano, se quejaba de que no sabía de su adicción; si lo hubiera sabido estaría vivo. Cuando se enteró, ya era tarde… Llevaba varios días drogándose. Su corazón no aguantó… El sentimiento de culpa lo llevó a una lucha contra los narcos que le terminó costando la vida—, su voz se oía triste y pensé que lloraría.

  — ¿Cómo están tus hijos?

   —Todos bien, gracias —contestó después de unos momentos—. El mayor ya pronto entrará a la Prepa… Trata de ser fuerte y no demostrar su tristeza, pero también llora en las noches. Los niños sufren por Gustavo, intento consolarlos diciéndoles que su padre está con Dios… Pero todos nos sobrepondremos.

   — ¿Te ha llegado alguna información?

   —No mucho, encontré una libreta de apuntes personales de Gustavo… Son frases aisladas, escritas cuando trataba de ordenar sus ideas. Aparecen palabras como: “Nuevo allanamiento” y la dirección de un rancho: “El Palomito”… Al final de la última página de la libreta escribió una frase que me llamó la atención: “He visitado al médico, el caso no tiene remedio”… ¿Sabes algo de un médico?

   —No, no puedo saber a qué se refería.

   Celina expresó preocupación por mí, insistía en que dejara la investigación. Colgó después de asegurar que me avisaría si encontraba algo más.

   Me vestía cuando volvió a timbrar el teléfono.

   —Arena, tenemos información buena— dijo una voz distorsionada, metálica y grave, por teléfono—. Un cargamento importante de drogas pasará a las seis de la tarde por el kilómetro ciento veinte de la carretera nacional. Los del Cártel del Norte están confiados, creen que con la muerte de González se acabaron los decomisos… Detenlos y te daremos cinco mil pesos.

   — ¿Por qué haría esa pendejada por cinco mil pesos?

   —Tú sabes si lo intentas, y tú sabes cómo lo haces; pero nadie te dará cinco por llevar chismes.

   Aunque pregunté su nombre, no contestó. Cortó la llamada en cuanto empecé a hacer preguntas.

   Pasaron varios minutos sentado en el sofá a medio vestir, trataba de tomar una decisión. Sabía que era utilizado en una guerra de ingenio, donde el más audaz ganaba, donde se servían de autoridades y civiles para atacarse entre sí y, a la larga, sólo dejaría víctimas, algunas de ellas inocentes.

   Decidí detener el cargamento de drogas. En esos momentos pensé que ayudaría a eliminar un poco de droga de las calles.

—o0o—

— ¿Qué has averiguado? — pregunté a Manuel Vallarta, que esperaba, sentado dentro de una camioneta, en el estacionamiento de las oficinas de la Ministerial.

   —Nada, todo está muy sereno— contestó el joven.

   — ¿Qué sabes de un rancho por el cual preguntaba González?

   —Gustavo indagaba entre los compañeros y algunos narcos. No sé exactamente qué buscaba. Pero preparaba otro registro para la finca El Palomito, antes de que lo mataran… No se supo más.

   Las miradas de desconfianza de otros ministeriales me descubrieron y empezaron a vigilarme con cierta prudencia.

   — ¿Quién investiga la muerte de González?

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