Celina

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   —Bueno, me alegro que no te asusten.

   Cuando Vargas se despedía con una gran sonrisa, consideré que era el instante preciso de probar mis sospechas. Presioné el botón de llamar en mi celular. Después de unos momentos sentí como el ambiente se saturó con el ridículo tono de otro celular. Vargas se detuvo en seco, buscó nervioso entre su ropa el celular escondido, pero no lo sacó del bolsillo de su pantalón. Su mirada se centró con sorpresa en mi celular. Tardó unos momentos en comprender lo qué pasaba y volteó a verme a los ojos con dudas, después su actitud amable se transformó en furia. Intentó sacar su arma y yo preparé la pistola veintidós apuntándole sin sacarla del saco.

   — ¡Estás muerto, jodido pendejo! —dijo mirándome con firmeza a los ojos.

   Pero no pasó nada, se notó un esfuerzo para controlar su furia. Sonrió y dijo:

   —No importa, todo esta decidido.

   Vargas salió de las celdas molesto.

   Una corazonada, días antes, señaló a Vargas como el soplón. Fingía servir al Cártel del Norte cuando en realidad recibía dinero de los Delta para detener cargamentos de su propio cártel. Él informaba a González sobre los cargamentos de drogas que logró decomisar. Mi amigo tomaba los riesgos y Vargas permanecía encubierto, jugando con todos para sacar la mejor ventaja. Yo también fui manipulado, y al principio caí en su juego. Sólo había una posibilidad para comprobarlo. Guardé el número del teléfono del soplón en la memoria del mío. Era la única pista que tenía para encontrarlo.

   Cuando vi a Vargas seguro de sí mismo, tratando de convencerme de que él era mi mejor amigo, dejé los juegos del celular y busqué ese número, el que quedó grabado en la memoria del teléfono cuando llamó el informante. Sólo coloqué ese número en la pantalla y me preparé a presionar el botón de llamar, para devolverle la llamada al traidor. Si él era el soplón debería cargar con ese celular.

   Consideré que era el momento oportuno para probar mis sospechas, cuando creía que toda su manipulación estaba dando resultados, que nadie lo podía señalar como el traidor Fue entonces cuando presioné el botón de llamar.

   Las primeras luces del amanecer aparecieron y dejé que la tranquilidad me envolviera de nuevo. Ya no pensé en los problemas.

   A media mañana me llevaron a un cubículo aparte, seguido por guardias armados, pensé que seguiría una serie de interrogatorios violentos, buscando una confesión apócrifa. Pero no, era Celina muy preocupada.

   — ¿Qué está pasando? — preguntó después de abrazarme con fuerza.

   —Es parte de los problemas que ya esperaba cuando inicié la investigación.

   —Vi a mucha gente afuera, muy enojada. No querían que te viera. Tuve que insistir mucho para poder pasar. Hay hombres con armas y el rostro cubierto con pasamontañas montando guardia dentro del edificio— continuó ella tratando de besarme.

   Sus ojos se llenaron de lágrimas, me miró dudando y dijo:

   —No es justo todo esto. Ya perdí a mi esposo y ahora tú estas encerrado. Me siento furiosa e impotente.

   —Gustavo era bueno y trataba de hacer su trabajo lo mejor posible. Sabía de los riesgos que corría, él mismo estaba consciente que moriría así, como moriremos todos nosotros si tenemos suerte.  No esperaba que tú te quedaras enojada y sola. Tienes que aceptar su muerte y vivir para tus hijos.

   Le permití llorar, una vez más. En algún momento dijo con voz entrecortada:

   —No puedo aceptar que lo traicionaran de esa manera. En ocasiones tengo necesidad de gritar, de volverme loca para no sentir odio.

   —Deja que Dios haga su trabajo… yo estaré bien.

   Cuando Celina se marchó fui llevado de inmediato frente al juez. Era el mismo joven abogado con el cual hablé la tarde anterior.

   Pude ver a los hombres con armas largas y chalecos a prueba de balas parados en cada puerta, en todas las oficinas, en el ambiente se sentía la tensión.

   Frente al juez se encontraban cerca de quince tipos con actitud preocupada y con moretones. Estaba claro que eran ministeriales y los responsables de los disturbios de la noche. En un silencio incómodo se imponían los gritos furiosos del juez mientras los regañaba. Aclaró que todos los que dispararon armas en las oficinas serían arrestados y procesados. Los acusados permanecieron callados, con actitud asustada, volviendo más compacto el grupo con cada amenaza. Después de algunos gritos más, el juez ordenó que esperaran y me miró con firmeza, lanzando una pregunta con disgusto:

   — ¿Reconoces a alguno de ellos? ¿Alguno trató de secuestrarte?

   Sí, reconocí a uno, el que salió huyendo a toda velocidad en la camioneta cuando se complicó la situación. Sus compañeros trataron de esconderlo detrás de ellos, tuve que acercarme entre una discreta resistencia para poderlo señalar.

   —Bueno, llévenselos, arréstenlos por veinticuatro horas, interróguenlos, y al que le puedan fincar cargos que consiga un abogado.

   Los ministeriales rebeldes fueron guiados por los hombres armados a las celdas. El juez hizo señales para que me acercara.

   —Acabo de leer tu declaración. Todo indica que realmente te agredieron. Actuaste en defensa propia… Muchas personas importantes están interesadas en olvidar el asunto. Ordenaron que los policías fallecidos queden como muertos en cumplimiento de su deber y tú serás puesto en libertad de inmediato. Lo único que piden es que nada de este incidente llegue a los medios.

   Todavía tuve que rendir una declaración ante una secretaria y un abogado defensor. Media hora después Vallarta me escoltaba a un cubículo aparte.

   —Es mejor que no te vean, no sabemos cuántos cabrones están metidos con los narcos. Podrían asesinarte dentro de las instalaciones aprovechando el desorden que tenemos.

   El joven se sentó sobre un escritorio revisando el arma calibre veintidós que me prestó para protegerme esa noche. Yo me acerqué a la ventana, buscaba esa tranquilidad que me invadió la noche anterior, cuando escuché ese arrullo discordante que da la ciudad cuando duerme.

   — ¿Por qué te dejaron en libertad con todos los cargos que tienes? Pueden mantenerte en la cárcel por años sin un juicio.

   —Tienen miedo del escándalo. Si los periódicos se enteran estarían haciendo preguntas y temen que descubran la porquería de corrupción que tienen.

   Vallarta también mostró cansancio y en su rostro se notaban los golpes recibidos durante la pelea de la noche.

  —Dentro de una hora realizaremos la inspección de una la casa de seguridad, el informante me dio los datos— dijo el joven cuando el tedio de la espera nos invadió—. ¿Qué dices, vienes con nosotros para ayudarme?

   Me sentí mal por la invitación, me desesperaba que el joven se dejara manipular con facilidad, como lo hicieron con Gustavo y conmigo al principio. Tenía que decirle lo que pensaba:

   —Vargas es el soplón, el informante. Trabaja para los Delta, trata de acabar con el Cártel del Norte... Espera que tú hagas el trabajo sucio mientras él permanece a las sombras ganando fortunas.

   —¿Estás seguro? Vargas no parece del tipo que pueda manipular a los demás.

   —Durante la noche me visitó y pude comprobarlo. Él es el soplón, estoy seguro.

   La sorpresa dejó mudo a Vallarta, con sus ojos confundidos parecía exigir más explicaciones.

   La espera fue pesada en ese pequeño cubículo, la hora trascurrió lenta y, aunque hubo muchos comentarios, sólo recuerdo uno:

   — Mataron a la familia de Rodríguez.

   No los conocía, pero comprendí que debió tener niños y una esposa. Ellos estaban muertos en venganza por el robo del dinero. Vallarta me explicó los detalles y sentí odio de nuevo, reafirmando mi deseo de acabar con los narcos psicópatas, no importa cómo lo hayan disfrazado, detrás de esos asesinatos estaban los sicarios del Cártel del Norte.

   Recibimos la orden de abandonar la Ministerial. Salimos rápido de las instalaciones. El ambiente en el edificio estaba más tranquilo, pero seguían las miradas de desconfianza y el silencio tenso daba a entender que los problemas seguían.

   En cuestión de media hora Vallarta ya había preparado el operativo. Reunió a los hombres en el estacionamiento de la Ministerial. Aunque había federales, en su mayoría eran ministeriales que habían participado en el pleito y se notaban las marcas en su cara. El joven los consideraba leales, pero yo sabía que sólo reaccionaron a los intereses momentáneos, y sí la situación cambiara ellos tomarían el sendero que más les conviniera.

   Sin proponérmelo me encontré en el medio del operativo, al lado del ministerial idealista.

   Al llegar a la casa de seguridad todos estábamos listos y en sus miradas se notaba el leve brillo de preocupación. Los gestos de los ministeriales demostraban que estaban más preocupados de cuidarse de ellos mismos que del peligro que pudiera existir en la operación. No hubo disciplina militar, no se formaron, ni tomaron posiciones estratégicas, ni hubo ese silencio premeditado que permite reafirmar la sorpresa, sólo formaron pequeños grupos cerca de la casa esperando la orden de entrada.

   Cuando recibieron la autorización entraron en la casa de seguridad rápido y con violencia. El lugar estaba casi vacío, sólo algunos muebles maltratados, basura y polvo.

   Vallarta se mostró confundido mientras exigía revisar cada rincón de las habitaciones a unos ministeriales que deseaban terminar el operativo antes de que empezaran a pelear entre ellos de nuevo.

   A los pocos minutos de búsqueda el joven hizo señales para acompañarlo a la cocina, lejos de sus hombres.

   — ¿Por qué habrá mentido el soplón? — preguntó confundido.

   —Tal vez el Cártel del Norte ya sospechaba de Vargas como el espía. Le filtraron esta dirección para ver si caía en la trampa. Ahora los narcos confirmaron las sospechas y Vargas tendrá problemas.

   —Sí Vargas es el traidor tratarán de matarlo. ¿Será bueno prevenirlo?

   —Él sabe a lo que juega y es seguro que esté atento a todo lo que pasa. En cuanto sospeche que le dieron información falsa se esconderá.

   El operativo se mantuvo hasta que Vallarta se convenció de que la información era falsa.

   Todo el mundo parecía dispuesto a largarse, pero entre discusiones y problemas menores el operativo fue alargándose, hasta que me desesperé. Pedí que me llevaran a recoger mi auto, Vallarta explicó que el vehículo fue llevado a la Ministerial para ser registrado.

   El recorrido de regreso a las oficinas fue tenso y el joven ministerial, con la mirada perdida a través del parabrisas, se empeñaba en encontrar explicaciones para su fracaso.

   —Tal vez previnieron a los narcos los mismos compañeros—dijo mientras conducía por el centro de la ciudad.

   —No creo. La casa llevaba mucho tiempo vacía. Deben estar probando a nosotros o a Vargas.

  En cuanto llegamos a la Ministerial buscamos mi auto en el estacionamiento. Lo encontramos en un lugar apartado. Durante la búsqueda, mi sexto sentido proporcionó un nuevo temor.

   — ¿Sabes algo de bombas? —pregunté mientras me acercaba al auto.

   Revisar la carrocería sin tocarlo.

   Los narcos no usan bombas, prefieren un disparo directo a la cabeza y no un aparato destructivo, escandaloso y que llama mucho la atención de los medios.

   Vallarta no sabía nada de bombas, pero llamó a un compañero experto en explosivos. La posibilidad de que existiera una bomba en el estacionamiento llamó la atención de algunos ministeriales, que se congregaron a distancia segura para observar lo que pasaba. Llegaron dos jóvenes cargando equipo pesado. Después de las presentaciones empezaron a revisar, metódica y cuidadosamente, el auto. Veinte minutos después encontraron una bomba de tubo debajo del asiento. Con notable nerviosismo la desactivaron.

   —La conservaré, espero que no te importe —dije, quitándole la bomba de la mano a uno de los especialistas—. ¿Tiene mecha?

   —Sí. Pero ten cuidado, a pesar de su simpleza, son muy potentes—dijo el otro experto en explosivos nervioso—. Es ilegal y muy penado tener cualquier tipo de bomba, si te la encuentran no digas que nosotros te la dejamos.

   La bomba era sólo un pedazo de tubo de acero con dos tapones en los extremos. Tenía una mecha entrando por un agujero en la tapa y un dispositivo de presión y baterías que encendían el detonador. 

   Cuando pregunté cómo hacer estallar la bomba sólo dijeron:

   —Enciende la mecha y corre como loco.

—o0o—

Celina llamó ya más tranquila. Me encontraba conduciendo rumbo a mi habitación, no recuerdo que dijimos durante la llamada, lo único que tengo en mi memoria es que llegamos juntos al hospedaje.

   De nuevo usamos el sexo para alejarnos de las preocupaciones y, de nuevo, nos encontramos sin nada que decir cuando acabó.

   —El problema con los narcos acabará pronto. No sé cuándo, ni cómo, pero sé que acabará.

   — ¿Los cárteles serán destruidos?

   —No, los narcos jamás los acabaremos mientras existan adictos. Sólo podemos dañar a algunos, pero la mayoría seguirá vendiendo drogas.

   —Entonces ¿qué se va a acabar si la droga va a seguir?

   —Caerán los líderes de los cárteles, y algunos seguidores, pero los narcos no pueden seguir matando indefinidamente, tarde o temprano tendrán que negociar entre ellos.

   — ¿Serán muchos muertos, para nada?

   Dejé que los minutos pasaran sin decir nada. Sentía que ella estaba indecisa, quería decir algo y se animó de golpe:

   — ¿Qué hago con el dinero que dejó mi esposo en casa?

   —Es un regalo de Gustavo para sus hijos. Consérvalo, ponlo en un banco y que lo reciban tus hijos cuando sean grandes.

   —Pero es dinero malo.

   —No, es sólo dinero. Tal vez Gustavo lo consiguió de los narcos, pero lo hizo por sus hijos, para dejarles un patrimonio. Debes conservarlo no importa cómo lo haya conseguido.

  Se acomodó en mi pecho y yo le acariciaba la espalda. Sin darnos cuenta nos quedamos dormidos.

   Desperté dos horas después, cuando el celular empezó a timbrar, ni siquiera me di cuenta que Celina ya no estaba.

   — ¿Señor Arena? Soy Perla, la amiga de Alicia, nos conocimos en el centro comercial… ¿Se acuerda de mí?

   —Sí, claro. ¿Qué deseas?

   —Me gustaría hablar con usted unos momentos.

   — ¿Tienes algún problema? — pregunté a una preocupada Perla cuando por fin llegó a la cita en un restaurante elegante en el centro de la ciudad.

Mientras se sentaba frente a mí no pude evitar mirar en todas direcciones, buscando entre el tumulto indiferente del restaurante algún posible testigo.

   —Un amigo de usted quiere verlo. Sabe que lo vigilan y no quiere que se enteren los narcos que está en la ciudad.

   No la pude reconocer al principio, sólo la vi en dos ocasiones, además usaba lentes obscuros y una pañoleta le cubría el cabello. Estaba triste, supuse que era por la muerte de Alicia.

   — ¿Quién es ese amigo? —pregunté con ingenuidad, aunque bien me lo imaginaba.

   —Arturo Rodríguez. Llamó hoy en la mañana. Está como loco por la muerte de su familia y desea acabar con los cárteles… ¿Quiere saber sí cuenta con usted?

   — ¿Qué quiere hacer?

   —Me pidió llevarlo a un lugar en mi auto. Dijo que no se preocupe, que no es una trampa.

   — ¿Dónde está ese lugar?

   —No lo puedo decir, pero estará conmigo. Lo llevaré y lo traeré de regreso.

  Acepté. No podía hacer otra cosa. La mujer se puso en pie y con discreción pidió que la siguiera. Salimos del restaurante y caminamos algunas cuadras. Cuando traté de caminar a su lado insinuó, con señales, que me alejara y continuó caminando muy erguida, hasta llegar a un auto nuevo.

   Perla condujo con demasiada precaución en medio del tráfico pesado, rumbo al sur de la ciudad. Mi temor de caer en una trampa impuso el silencio, a pesar de los comentarios nerviosos de Perla, ella también tenía sus propias dudas.

   Me llevó hasta una plaza descuidada, en una colonia de clase media. Esperamos sentados en una maltratada banca de concreto. Ambos, en medio de la actividad de niños bulliciosos, vimos como el atardecer se transformó en noche y mi tranquilidad se convirtió en ansiedad. El nerviosismo se reflejaba en la mirada perdida siempre en la distancia, esperando reconocer la figura de Rodríguez en cualquier parte. Ya fastidiado estuve a punto de marcharme, pero gracias a la insistencia de Perla permanecí en la banca un poco más.

   Rodríguez apareció cuando hubo poca gente en la plaza. Estuvo siempre cerca de nosotros, en su auto, hasta que se aseguró de que no fuimos seguidos. A señales pidió que nos acercáramos. Le agradeció a Perla su ayuda, ella se fue indiferente y él me miró a los ojos, esperando encontrar algo perdido en mi mirada, tal vez la duda o el odio. Después caminó a su auto sin decir nada.

   —Esos pendejos mataron a mi familia. No puedo dejarlo así— comentó Rodríguez en cuanto encendió el auto.

  Me sorprendió el tono de voz pausado y el gesto tranquilo de Rodríguez. Parecía que había perdido la razón, sus ojos se veían desencajados, indiferente, su mente parecía divagar entre miles de cosas. Yo permanecí callado, no podía contestar a semejante afirmación.

   —Acabaré con ellos antes de que muera— continuó Rodríguez—. También tú buscas vengar la muerte de González. Ayúdame a terminar con esos cabrones.

   — ¿Qué podemos hacer? —pregunté fastidiado—. Lo único que he logrado es hacer enojar a los capos locales.

   —Tengo datos: direcciones, nombres, dónde esconden el dinero, quién lo lava. Podemos dañarlos de tal forma que los líderes tengan que volver a las escuelas primarias a vender drogas.

   La plática con Rodríguez, poco después, se saturó de ira y frustración. Circulamos por la ciudad en medio de protestas y confesiones casi histéricas. Realmente no confiaba en él, pero sentía sus motivos como sinceros, nadie tenía más razón para atacar a los narcos que él. Sentí desesperación cuando, por breves momentos, el silencio se imponía, era como la pauta que ambos dábamos para tomar valor y decidirnos de verdad a realizar la venganza. Pero mi silencio tenía otro motivo, me desesperaba ver como ninguno quería tocar el tema importante, por temor a llegar a un punto donde tendríamos que afrontar la verdad a cualquier precio. Estaba obligado a preguntar sobre la muerte de González, sin importar lo que pasara. Y, cuando pregunté, él dio una versión de la historia que aún hoy resulta extraña:

  —Él quería ir, no sé por qué, pero él quería ir… No opuso ninguna resistencia. Cualquiera hubiera imaginado que era una trampa… Él quiso ir… Se veía sonriente y tranquilo. Cuando llegó el momento, cuando vio que lo habíamos llevado a una trampa y lo único que faltaba era que diera unos cuantos pasos para alejarse de nosotros lo suficiente, él avanzó sin vacilar, sonriendo con confianza.

   — ¿Quién estaba ahí? — pregunté haciendo un esfuerzo por no demostrar mi rabia.

   —Sólo Talavar, Sergio y yo.

   — ¿Quién es Sergio?

   —Un matón del Cártel del Norte.

   — ¿Por qué lo hicieron?

   —No teníamos alternativa, Félix quería atacar a la familia de González, tuvimos que negociar. Lo único que consiguieron fue el compromiso de asesinar nosotros mismos a Gustavo a cambio de que respetaran a su familia. Por eso lo llevamos a la trampa y tuvimos que disparar sobre él.

   El auto se detuvo en un estacionamiento de un gran supermercado. Entonces el tono de voz de Rodríguez, pesado y distante, anunciaba una sinceridad que yo esperaba y que él rehuía.

   —Intentamos todo, tratamos de sobornarlo, lo amenazamos, pensamos en golpearlo pero no nos atrevimos para no levantar sospechas. Un día antes le advertimos. Lo llevamos a un lugar apartado y le ofrecimos mucho dinero. González lo rechazó muy orgulloso, pero todos sabíamos que trabajaba para los Delta. Él lo negaba, pero todos estábamos seguros. Le advertimos que si no dejaba de detener cargamentos del Cártel del Norte lo matarían. Le dijimos que lo trataríamos de proteger, pero él siguió negándose. Cuando lo dejamos nos aseguró que ya no detendría cargamentos, pero no cumplió, siguió investigando.

   — ¿Y a pesar de todo aceptó acompañarlos a una trampa? ¿Lo engañaron de algún modo? ¿Estaba drogado? ¿Qué pasó? — pregunté intrigado.

   —No lo engañamos. Él aceptó seguirnos sin que insistiéramos. Todavía estoy confundido porque tenía una sonrisa estúpida y un gesto de confianza muy marcado.

      El silencio largo y denso demostró el temor que sentíamos.

    —Pensé que los cabrones narcos nos respetarían— continuó el policía corrupto—. Hicimos mucho por ellos, traicionamos a un amigo. Pero mataron a mi familia en cuanto pudieron.

   — ¿Por qué mataron a Talavar?

   —Les robamos dinero a los narcos. Un pendejo nos contó el plan. Dijo que los narcos movían millones en una discoteca, que sería fácil quitárselos. Al principio nos negamos, pero Talavar cambió de idea y nos explicó que no tendríamos problemas… El muy pendejo dijo: “Si se dan cuenta les devolvemos su dinero y todo arreglado”… Parecía fácil… Fue Talavar quien mató a los narcos y al pendejo que nos dio la idea… Se nos hizo fácil.

   Perdió su mirada a través del parabrisas, pero no parecía mirar nada en realidad. Después dijo con tono cansado.

  —Quiero venganza. Matar a cuantos cabrones pueda… Necesito tu ayuda. De todos modos ya me tienen en la mira.

   La plática con Rodríguez fue larga y frenética. Habló de muchos detalles que ayudarían a destruir a los líderes de los dos cárteles, pero tenía planeada una serie de venganzas y asesinatos violentos que me preocupaban. Sabía que el cabecilla de los del Cartel del Norte estaría, en el transcurso de la semana, en una finca en la carretera del sur cerca de un restaurante llamado Las Palapas.

   —Es la casa de seguridad más importante — aclaró Rodríguez con el tono de voz pausado—. La finca está bien protegida, tiene perros, hombres armados y alarmas en los alrededores. Es un lugar hecho para defenderse de los ataques sorpresa. Pero también es una trampa cuando se trata de una operación policial bien planeada, no podrán escapar. Si los narcos oponen resistencia estarán condenados a muerte o a pudrirse en prisión para los que sobrevivan… Averiguaré el días en que Rodrigo Félix estará en ese lugar y tú solicitaras un orden de registro para el finca… ¿Qué dices, le entras?

   No importa quién hubiera pedido que consiguiera esa orden, hubiera aceptado.

—o0o—

Para la una de la mañana ya me encontraba estacionado frente a la joyería de los narcos. Había demasiadas preocupaciones en mi cabeza: Celina, las amenazas de muerte, y la posibilidad de que mis esfuerzos fueran en vano. Además, la plática con Rodríguez alteraba los planes. Antes sólo tenía amigos y enemigos, ahora contaba con un aliado al cual estaba obligado a matar cuando todo acabara.

   Había decidido deshacerme del auto, ya era conocido. Usaría la bomba para destruirlo frente a la joyería, podría llamar la atención sobre un negocio que lavaba dinero para los narcos. Tomé la bomba de tubo, encendí la mecha y la arrojé dentro del auto. Corrí unos metros y me cubrí en la siguiente esquina. El estallido fue impresionante, la onda de choque llegó hasta mí en forma de una fuerte sacudida que casi me derriba. El auto estaba destruido, en llamas, y todos los cristales de la joyería se habían destrozado, el humo negro lo empezó a envolver todo. Varias alarmas se encendieron y rompieron ese silencio expectante que se impuso después del estruendo.

   Caminé rápido para alejarme del lugar. Mientras patrullas y vecinos curiosos rodeaban el incendio. Un momento después me encontré en medio de un recorrido nocturno buscando aclarar mis ideas.

   A las dos de la madrugada tomé un taxi que me llevó al hospedaje. García se encontraba despierto, sentado en la antigua fuente, mirando con nostalgia ese firmamento que parecía mostrarle algo nuevo. Me senté a su lado y tomé una cerveza esperando que la charla surgiera por si misma.

  —Es la política— dijo García después de explicarle lo que pasó en las celdas y tras una breve meditación—. Pero podemos estar seguros que esto pasó por órdenes de los narcos, si estás libre y sin cargos es porque te quieren matar. Encerrarte en la cárcel no les conviene.

   El fresco de la noche acariciaba mi cara. Aunque tenía mil preocupaciones, sólo quería contemplar las estrellas y disfrutar la brisa como lo único importante en ese momento.

   —Deben estar preparando un golpe cabrón contra ti— continuó el viejo—. Vendrán con todo en cuanto te localicen y ten por seguro que no tratarán de detenerte, vendrán a matarte.

   —Lo sé y los espero. Pero mientras llegan seguiré haciendo mi trabajo.

   Tomé otra cerveza y miré el firmamento con la misma nostalgia que García, pero yo añoraba la paz cotidiana que antes poblaba mis días, y que se perdió por entrar en esa guerra estúpida, en la cual se intercalaran los papeles de cazador y de cazado de un momento a otro.

   —¿Sabes qué es lo bastardo de toda la bronca? Que a la larga nada cambiará, no importa qué pase, las cosas seguirán igual— aclaró García en cuanto notó mi actitud melancólica—. Y lo malo es que nadie quiere hablar de los muertos, los que matan todos los días… Todos en el fondo se sienten culpables por dejarlos solos, pero siempre fue necesario sacrificar a los ilusos para que los corruptos sigan viviendo bien… El dinero siempre sirve.

  Otro trago a la cerveza y García cambió el tema, pero de nuevo aferrándose a esos viejos recuerdos que a nadie le importan.

   Antes de dormir llamé a Celina para calmarla.

CAPITULO X

   Al despertar en el hospedaje estaba confundido, tuve que hacer un esfuerzo para recordar los eventos desagradables de los días anteriores. El alma pasó de la indiferencia al temor en un instante y me sentía cansado, física y mentalmente. Dejé pasar los minutos sin moverme, sin pensar, sentía como si el tiempo se hubiera detenido para mí y la tranquilidad que experimentaba fuera parte de la eternidad.

   A media mañana salí a caminar. Recorría las calles sin saber a dónde ir. Me detuve en un café al aire libre. Apresuré el café y busqué algo que hacer, lo que fuera: ¡Comprar un auto! Me dirigí al banco donde guardo mis ahorros y retiré lo suficiente para el nuevo carro. El taxi me llevó a una agencia de vehículos usados. Elegí un deportivo rojo, bien podría servir unos días.

   Mientras conducía por una ciudad indiferente, recordé parte de la plática desesperada de Rodríguez. Había algo de dudas, nadie podría estar seguro, en esos tiempos, de que el jefe del Cartel del Note estuviera en la finca. Pero consideré que vigilar la entrada de la propiedad no afectaría. Me dirigí a la carretera del sur esperando encontrar el Restaurante las Palapas, y dejé que mi sexto sentido marcara el lugar exacto donde se refugiaban los asesinos. En esos momentos no había tránsito, recorrí la carretera varios kilómetros, poniendo atención en el portal de la única finca que tenía el suficiente lujo como para ser un refugio de narcos.

   Me estacioné a cierta distancia de la entrada, sobre la cuneta. Aunque fingí una falla mecánico levantando el cofre, sabía que no podía permanecer mucho tiempo allí sin tener problemas. Sólo salieron dos camionetas de lujo en los quince minutos de espera, lo cual confirmó mis sospechas.

   Esperaba la llamada de Celina desde la mañana, me sorprendí cuando por fin llamó. Conducía de regreso a la ciudad.

   Nuestras conversaciones eran claras, predecibles, el mensaje nunca cambiaba. Hablábamos de necesitarnos, de extrañarnos, de no poder hacer otra cosa. Aunque sentíamos que estaban ausentes los temas de los cuales no podíamos hablar: el futuro, los sentimientos y de un distante matrimonio. Los esquivábamos con prudencia con la seguridad inconsciente de que lo nuestro duraría poco.

   Decidimos reunirnos de nuevo, pero ella tenía algo que decir:

   —Entre los papeles de Gustavo encontré una carta para ti.

   — ¿Qué escribió en la carta?

   —No lo sé. Está en un sobre cerrado con tu nombre. No lo puedo abrir. Te lo llevaré hoy… Me gustaría saber qué te dice.

   Quedó la sensación de que ese mensaje venía desde otro mundo, que se había escapado a la muerte de entre los dedos y diría las últimas palabras de un amigo, tal vez señalaba a sus asesinos o simplemente pedía que cuidara a su familia.

   Fue media hora de espera para salir a buscarla. Y desde nuestro encuentro, el paso por la cama, hasta las últimas palabras al despedirse, fue sólo pasión. Pero después de que la dejé en su casa, caí en cuenta que esos silencios sembrados por la duda, impuestos por segundos, eran sólo la sensación de que nos habíamos enamorado. No quería saber el motivo, me lo imaginaba, era pura necesidad afectiva, una ilusión, pero era lo más real que teníamos.

 

   “Ulises:

   “Cuando leas esto ya habré sido asesinado. No quiero que hagas nada. No averígues, no trates de saber qué pasó. Cuando todo acabe, los hechos serán sólo aparentes, la verdad es mucho más complicada y prefiero que no se sepa. Sobre todo por mi familia.

   “Sólo voy a morir, cuántos pendejos seguirán creyendo que estan vivos, mientras se revuelcan en su propia mierda. Todos vamos a morir, pero es mejor que sea como yo moriré, y no como la naturaleza mande.

   “Cuida a mi familia y mantenla alejada de todos estos problemas. Todo lo hice por ellos.”

 

   La carta, traída por Celina, perdió importancia en cuanto ella me besó. En los primeros momentos de pasión la coloqué en el buró al lado de la cama y allí permaneció hasta mi regreso en la noche.

   Estas palabras llegaron tarde, ya la investigación estaba cerca de su final y consideraba a su familia a salvo de los narcos. Pero realmente no daba ninguna pista: ¿Qué trataba de decir con la frase?: “La verdad prefiero que no se sepa”.

   Salí del cuarto esperando recorrer la ciudad para despejar mi mente. Pero García estaba allí, en la fuente. Me senté a un lado y tomé la primera cerveza. Permanecí callado, estaba demasiado preocupado como para hacer plática.

   —Nunca imaginé terminar así: viejo y lleno de frustraciones y de malos recuerdos— dijo por fin el viejo judicial, con tristeza mezclada en su tono de voz cansada—. Sé que pronto moriré, pero mejor que la soledad en la que me encuentro. Hice muchas cosas malas cuando era joven, y ahora, la justicia de Dios parece que sí existe… Dentro de cada “trabajo” que hacíamos para el gobierno siempre había intereses ajenos, y personas poderosas que alcanzaban a manipular todo para su propia conveniencia.

   —No jodas, García— protesté en cuanto dio oportunidad de hablar—. ¿No puedes hablar de otra cosa?

   Dejó de mirar las estrellas para verme molesto.

   — ¿Y de qué pendejadas quieres que hablemos, de que estás enamorado?

   —De cualquier cosa que me haga olvidar la mierda.

   — ¿Qué pasa? ¿Por qué estas encabronado?

   —González dejó una carta pendeja.

   — ¿Te escribió una carta antes de morir? Espero que no haya sido de amor —dijo con cierto tono de sorpresa.  

   —Es de despedida. Me pide que no investigue y que cuide a su familia.

   —Sabía que sería asesinado— aclaró García antes de volver sus ojos a las estrellas.

   — ¿Qué debo hacer?

   —Lo único que se supone que sabes hacer bien: seguir investigando. Tiene que existir algún motivo para todas estas estupideces. Con el hecho de que era más fácil escapar de la trampa que entrar en ella, quedó claro que algún otro motivo lo llevó a ser asesinado.

   Con la plática de García y las cervezas pude alejar mis preocupaciones. Esperaba dormir tranquilo.

—o0o—

Cuando contesté el celular, no sabía qué hora era, y tardé un momento en reconocer la voz de Rodríguez.

   —Estoy seguro, lo confirmaron. Félix se encuentra en una casa de seguridad en una finca por la carretera del sur, en el kilómetro ocho — la voz del policía corrupto se escuchaba entusiasmada.

   — ¿Puede ser un engaño?

   —No. El pendejo que dio la información asegura que acaban de comprar la propiedad y los narcos esperan pasar allí unos días.

   —Yo tengo que hablar con los federales para hacer la redada. Si tu jodido informante se equivoca a mi me lloverán los madrazos.

   —Tranquilo, allí estará Félix, y todos sus matones del Cártel del Norte. Los podrán agarrar de un solo manotazo.

   — ¿Y qué hacemos con los Delta?

—Primero acabemos con unos y después nos dedicaremos a los demás.

   No quería aceptar, recordé que él era uno de los asesinos de González, aunque en ese momento se había vuelto un aliado. No tenía opción, si quería acabar con los líderes de los cárteles, tenía que confiar en alguien, aunque fuera enemigo. 

—o0o—

—No. La última vez por poco nos ocasionan muchos problemas—contestó el comandante de la policía federal con actitud calmada.

   —Sus hombres dejaron ir la droga por dinero. Teníamos el camión detenido, ellos se dejaron sobornar.

   Me encontraba en la oficina de la Procuraduría de Justicia Federal, la cual estaba casi vacía, sólo un escritorio y algunas sillas poblaban el espacio. La mañana había transcurrido entre esperar al comandante y tratar de convencerlo de realizar el operativo en la finca, y para esos momentos estaba cansado.

   — ¿Estás seguro qué encontraron droga? Según el informe no revisó el camión a fondo— aclaró el federal.

   —Tenía que estar en el camión, el chofer estaba nervioso y sobornó a los policías de inmediato. Algo andaba mal, estoy seguro.

   —En el informe se aclara que tú trataste de extorsionar al chofer y los hombres dijeron que también recibiste dinero.

   —Son calumnias. Es una mentira— aclaré enojado.

   —Déjate de pendejadas. Sin verdaderas pruebas no pienso molestar a un juez— dijo el federal con gesto severo.

   —Es una buena oportunidad para detener a esos cabrones. La información es buena.

   —Habla con los ministeriales, si ellos convencen a un juez estatal de liberar la orden de registro, participaremos en una operación como apoyo. Pero necesito evitar broncas con los jefes, puedo perder el puesto. Que los ministeriales carguen con los problemas si algo falla.

   Tomé el teléfono de la oficina y llame a los ministeriales del estado. También Jesús Álamo se negó al principio, tuve que hablar mucho, pero en cuanto se enteró de la participación de federales su actitud cambió. Diría que aceptó por sospechar que los federales estuvieran investigando a su grupo por complicidad con el narco. En los ojos del federal también apareció esa misma duda cuando le dije que todo estaba arreglado.

—o0o—

   Me encontraba comiendo en un restaurante, al medio día, cuando llamó Rodríguez por celular.

   — ¿Qué dijeron los federales?

   —Se hará un operativo conjunto, entre ministeriales y federales, para las tres de la tarde… Espero que todo salga bien.

   —No te preocupes, estarán en el rancho, muy confiados. Suponen que nadie sabe que están allí… Esos cabrones planean una fiesta el fin de semana, para demostrar que están firmes — dijo entusiasmado.

   —Eres un iluso. Los mismos policías avisarán a los narcos.

   —Puede ser. Pero quizá los sorprendamos. Si no atrapamos a los cabecillas, al menos le daremos un golpe más al cártel.

   La llamada de Rodríguez terminó prometiendo que estaría en el operativo. Permanecí en la mesa ya sin comer. Analizando las posibilidades del movimiento, lo más probable era que en ese momento los narcos estuvieran siendo prevenidos. Pero cabía la duda. Los dos departamentos estaban involucrados, uno estaba preocupado de que el otro los estuviera investigando y, quizá, por ese mismo temor ninguno se atreverá a estorbar al otro.

   El operativo empezó un kilómetro antes de llegar a la finca, donde los dos equipos se reunieron para coordinarse, eran cerca de veinte hombres. No estaba cómodo, sentía las miradas disgustadas de los policías. Dirigía la operación un ministerial, un hombre de cerca de cincuenta años, al cual vi en varias ocasiones y sabía que era tenaz e inteligente. Lo acompañaba un joven federal que se veía muy seguro de sí mismo.

   El plan, planteado a gritos y con rapidez, era simple, rodear la propiedad, darle una advertencia de que se rindieran y, si se negaban, entrar por la fuerza.

   — ¡Recuerden, no tomen riesgos¡ Si los perros están bravos, nos aseguraremos de que no salgan y llamaremos a los soldados— gritó para finalizar.

   El grupo se dirigió en silencio a los autos. Los miré, tratando de fingir indiferencia, mientras se alejaban, pero todos estábamos preocupados. No sabía si pelearían o se entregarían sin poner resistencia, o si tenían tratos con políticos importantes, y si así fuera los que tendríamos problemas seríamos nosotros.

   Recordé una de tantas pláticas amargas de García: “somos peones, sacrificables, en un juego gigantesco manejado por competidores ciegos”.

   La finca era grande, una casa lujosa en el centro de amplios jardines y cercada por altos muros. Las patrullas entraron por la puerta principal, se estacionaron a lo ancho del jardín formando una clara línea de batalla. Los veinte elementos, al no poder rodear la propiedad, se mostraban de forma abierta, como retándolos. Dentro de la casa se veían movimientos y se preparaban para defenderse.

   Permanecí unos momentos mirando esa escena extraña. Los dos encargados del operativo, el ministerial mayor y el joven federal, se encontraban hablando en tono despreocupado, lejos del peligro.

   — ¿Por qué no inician el operativo? —pregunté confundido a los dos encargados.

   —Esperamos el visto bueno de los jefes— aclaró el viejo ministerial.

   “Lo sabía”. Mis sospechas se volvieron realidad de golpe. Al parecer los dos policías habían platicado, aclararon sus dudas y temor, y deciden esperar. Estaba furioso y se notaba en mi actitud. Ellos se vieron forzados a aclarar:

   — Son los jefes los que deciden como arreglar el problema, nosotros sólo obedecemos órdenes— dijo el ministerial.

   — ¿Qué crees? ¡No son niños haciendo maldades¡ Son asesinos, nos tenemos que cuidar porque pueden matar— protestó el joven federal.

   —Pero allí están ellos— dije señalando la finca—. Ya estamos aquí, tenemos la orden para entrar, entremos.

   —No arriesgaré la vida de mis hombres por nada. Entraremos hasta tener confirmación de los Jefes—aclaró el ministerial.

   —Se están haciendo pendejos, quieren saber con que Jefe hicieron trato los narcos para protección. Quieren sacar ganancia de esto— grité enojado.

   El joven federal, ya furioso, me empujó, retrocedí unos pasos y me abalancé para tratar de golpearlo, pero sólo conseguí caer en una forcejeo inútil. Los policías lograron separarnos a jalones. Siguieron apartar hasta que la distancia fue suficiente para tranquilizarnos.

   — ¡Cálmate! ¿Qué está pasando? —, reconocí la voz de Rodríguez cuando nos quedamos solos.

   —No van a entrar. Esperan el visto bueno de los jefes de la policía y estos no van a permitir nada.

   Rodríguez hizo señales de rabia. “Jodidos pendejos” dijo entre dientes. Permaneció un instante mirando fijamente la casa.

   — ¡Qué chinguen a su madre! No me queda de otra.

   Se dirigió a la línea de patrullas con paso firme, sacó su arma y disparó en dos ocasiones contra la casa. Se impuso un silencio de sorpresa entre todos, el fuego fue contestado por los narcos y siguió una batalla que ya nadie podría controlar. El caos reinó en medio de detonaciones y gritos.

   —Vamos. Conozco una salida de escape de los narcos. Si nos damos prisa podemos encontrarlos— dijo Rodríguez en cuanto me encontró escondido detrás de una patrulla.

   — ¿Y para qué los quieres?

  —No seas cobarde, vamos.

   Salimos de la finca a toda velocidad, en medio del combate, ambos íbamos tensos por la adrenalina.

   — ¡Los tenemos! Es seguro que Félix está en la propiedad… El operativo no iba a funcionar, fue planeado para dejar libre la vereda de escape—dijo Rodríguez aún atrapado por una especie de euforia iracunda—. Pendejos, creyeron que nos harían quedar como estúpidos.

   Medio kilómetro adelante el auto entró en un sendero a toda velocidad. Las sacudidas violentas y el polvo no permitieron que me diera cuenta de todo lo que pasaba.

   Frenó el auto en medio de la nada, el polvo nos rodeó por completo, impidiendo ver y sumiéndome en la confusión.

   —Aquí es. Tienen que pasar por aquí si quieren escapar. Sólo los matamos— dijo señalando hacía adelante—. No vamos a arrestar a nadie. Estamos aquí para matar cabrones.

   Salió del auto con un rifle automático y corrió para perderse entre la nube de polvo. Traté de seguirlo, pero no podía ver. Caminé a ciegas sin estar seguro a dónde me dirigía.

   Fue desesperante escuchar como crecía el rugido de un motor de camioneta al acercarse sin poderla hacer nada. Traté de apartarme del camino buscando matorrales. Enseguida se escucharon ráfagas de disparos y el estrépito de un auto destrozándose al volcar. El escándalo se detuvo despacio pero los disparos continuaron. Caminé con cuidado siguiendo el sonido de las ráfagas.

   Los estallidos de arma de fuego desaparecieron de golpe, y sólo quedó la ira a gritos sordos de Rodríguez, que se imponía como un lamento agudo sobre ese silencio. Caminé entre la bruma siguiendo eso quejidos. Entre el polvo vi a Rodríguez como figura fantasmal, paralizado por el sufrimiento. Frente a él se encontraban los restos de la camioneta deshecha, con muchos impactos de bala. Entre los metales retorcidos se podía ver un rostro inerte, una pierna sangrante sin zapatos, una mano con movimientos lentos y quejidos.

   — ¿Está Félix entre ellos? — pregunté sorprendido ante la imagen.

   Rodríguez no contestó, parecía empeñado en controlar su rabia. Sólo dio la media vuelta y volvió al auto.

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