Celina

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Linares, N.L. a 24 de Agosto del 2007

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CELINA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por: FERNANDO MEDINA DE LA GARZA

 

CAPÍTULO I

  Sé que no puede ser, pero me pareció ver a González esa noche. Tal vez fue un presentimiento, o simplemente mi conciencia se empeñaba en conservar un recuerdo más de un amigo, aunque fuera una ilusión. Pero estoy seguro que caminó por ahí esa noche.

   Vigilaba a una mujer promiscua que sentía placer al engañar a su esposo. En la madrugada el cansancio me obligaba a cerrar los ojos y el sueño parecía quererse imponer por la fuerza, tuve que salir del auto para dar unos pasos en el fresco de la madrugada. La calle Madero parecía una línea infinita de luces y soledad. Dejé pasar el tiempo esforzándome en buscar detalles conocidos en un auto que parecía no tener a dónde ir, o en la ramera que, resignada a no trabajar esa noche, perdía su mirada en la nada, mientras practicaba su pose de princesa. O la sensación de que la silueta de un amigo cruzó unas calles adelante.

   Cerca de las tres de la madrugada mi alma se comprimió y una extraña tristeza me obligó a alejarme un poco más del auto, pero sólo unos metros, para relajarme. Presentía que algo acababa de ocurrir, no sabía qué, sólo pude quedarme ahí, en un punto perdido en medio de la ciudad. Fue entonces cuando esa silueta apareció dos cuadras adelante, sé que era Gustavo González, aunque la distancia no permitía ver sus facciones, estoy seguro que volteó a mirarme y con una señal pareció saludar.

   A las cuatro de la mañana la mujer que vigilaba y su amante salieron del hotel. Sin que me diera cuenta llegó alguien más, de hecho sabía que estaba esperando en un auto cercano, pero nunca me imaginé que vigiláramos a las mismas personas. El hombre se acercó a la pareja, algo dijo y disparó varias veces, en medio de súplicas de su víctima, la mujer gritó asustada y su amante se desplomó en el acto. Ella imploró que le permitiera vivir, por sus hijos, pero no sirvió de nada, recibió dos disparos en el pecho. El asesino era un joven con rasgos homosexuales, que se suicidó al disparó en la cabeza. Nada pude hacer para evitarlo, todo ocurrió muy rápido. El amante murió sobre la acera, la mujer camino al hospital y a mí me valía madre.

   La policía encontró que el homosexual era amante del hombre, y la mujer era sólo una puta que no merecía la familia que tenía. Se dictaminó un crimen pasional y todos nos marchamos sin darle importancia a lo sucedido.

  Pensé en llamar al cliente, el esposo de la mujer, para explicarle lo qué había pasado. Pero, como no cobraría por la información, decidí dejar que se enterara por el noticiero matutino.

   Para las cinco de la mañana me dirigí a la oficina, dispuesto a olvidar esa noche. Pero lo peor estaba por venir.

—o0o—

Gustavo González fue asesinado. La noción de muerte me invadió despacio. Una esperanza vaga de que no fuera verdad se interponía ante la realidad, pero cedía terreno a cada momento. No lo podía aceptar. Él estaba muerto y nada podía cambiar eso. Durante años lo consideré mi mejor amigo, un aliado. Ahora, y desde hacía unos segundos, estaba solo y el reloj seguía avanzando.

   Celina, la esposa de González, llegó a la oficina a primera hora de la mañana. No sé cuánto tiempo esperó. La encontré sentada en el suelo, a un lado de la puerta, sin peinar, vestida con lo primero que encontró y calzaba sandalias. Al verme se desmoronó en un llanto desesperado.

   — ¡Mataron a mi esposo en la madrugada!

   Era bajita, morena, un poco regordeta y bella. Una buena persona, no se merecía lo que estaba viviendo.

   — ¡Lo traicionaron sus propios compañeros!—dijo frenética.

   Mi mente se detuvo. Lo imaginé en el instante de su muerte. Atrapado, acosado por supuestos amigos y sinceros enemigos, peleando con rabia, no por su vida, sino por la libertad de su mundo interior. Después, vencido, vi su cuerpo de cristal boca arriba, de sus venas rotas manaba fuego puro que penetraba en la tierra para esperar el próximo advenimiento. Sus esfuerzos murieron con él, más su silencio se impondría, yo me encargaría de eso.

   La desesperación de Celina se transformó en coraje.

   — ¡Encuentra a los culpables!… Lo traicionaron, lo sé… Quiero que paguen.

   Se desmoronó de nuevo en lamentos agudos. Traté de calmarla, pero consideré que cualquier argumento sería vano. La dejé llorar mientras la abrazaba, tratando de que mi calor corporal la calmara, la relajara.

   —Gustavo platicaba poco de su trabajo, pero en los últimos meses se veía preocupado y era difícil hablar con él— dijo entre sollozos—. Sabía que estaba afrontando problemas, pero él no hablaba de su trabajo… Hace dos meses empezó a recibir llamadas extrañas. Le daban informes sobre cargamentos de drogas, le pedían que los decomisara, que los entregara a la autoridad. Siempre lo llamaban por la noche, distorsionaban la voz al teléfono y se negaban a identificarse… Los informes eran buenos, detuvo dos cargamentos importantes de drogas… Pero algo pasó, los propios compañeros le dieron la espalda de un día para otro. Renegaba de los ministeriales, jueces y abogados. Decía que los narcos habían corrompido todo, “ya no se podía confiar en nadie”. Interferían en sus detenciones y desaparecían cargamentos de drogas confiscadas… Sé que sus propios compañeros planearon su muerte, ayer en la noche recibí una llamada extraña, un hombre quería hablar con mi esposo. Él no estaba y el hombre insistió en que lo previniera. “Por cualquier medio—dijo el hombre con preocupación — evite que salga esta noche. Hay traidores entre sus compañeros y le tenderán una trampa…” Pero no lo pude localizar, el teléfono celular lo olvidó en casa, y por más que llamé a la comandancia no pude comunicarme con él… ¡Quiero que encuentres a los traidores!

   Hizo una pausa y su mirada triste se perdió en la nada, tratando de tranquilizarse. Se apartó de mí y un silencio de resignación se impuso, trayendo calma. Se sentó frente al escritorio y prosiguió:

  —Mi esposo era bueno, honrado, por eso lo mataron, no se dejaba corromper, no aceptaba dinero, aunque nos hiciera falta. “Es malo recibir dinero, terminas vendiendo a uno mismo” decía al ver nuestras carencias y las comparaba con el lujo con que vivían algunos de sus compañeros… No es justo que lo abandonaran así, dejarlo morir por dinero es una cobardía.

   —No te preocupes, los haré pagar. Tú preocúpate por tus hijos y por salir adelante. Yo me encargaré del resto— dije tomándola de los hombros para darle confianza.

   Me di cuenta que yo también estaba afectado por las emociones, para distraerme decidí llevarla a su casa. Al principio se opuso, no quería enfrentar a sus hijos:

   —Aún no saben que su padre ha muerto. No podría mirarlos a la cara, me pondré a llorar como una estúpida frente a ellos… También la casa está llena de recuerdos que en este momento no quiero afrontar.

   La abracé con firmeza y ella empezó a llorar despacio, con un llanto ahogado, retenido por un pudor innecesario. Cuando se calmó un poco le ofrecí llevarla a su casa.

   En raras ocasiones visité el hogar de González, de hecho conocía poco a Celina, hablamos algunas veces a solas, pero fueron pocas. Aunque era amable, siempre fue distante, imaginé que me consideraba como parte del mundo violento y peligroso en el cual trabajaba su esposo. Pero hubo un poco de interés de parte de ella hacia mí, que prefería no tomar en cuenta.

   La casa se encontraba en una colonia popular, pero tenía mejor aspecto que las propiedades de los vecinos. Era humilde, aunque llena de tranquilidad y libre de pretensiones vacías. Siendo persona íntegra, no había nada qué presumir, ni qué demostrar, sólo sus propios ideales.

   Cuando llegamos a la casa ya había amanecido. Celina rompió en llanto al contemplar a sus hijos esperando en la puerta, notablemente preocupados. Ella se aferró a mi hombro con fuerza, tratando de negar la realidad en la cual se encontraba inmersa.

   — ¿Cómo les digo? —preguntó, no tanto a mí, sino a Dios.

   —Vamos, nada tiene remedio ya, ellos deben saber la verdad, por doloroso que sea— dije mirándola a los ojos.

   Celina tenía tres hijos. El mayor era de cerca de doce años y se imaginaba que había ocurrido algo grave con su padre, su gesto lo demostraba. La niña tenía nueve años y estaba confusa. El menor, de seis años, se acababa de despertar y estaba asustado. Ellos me vieron poco, pero sabían que era amigo de su padre.

   Por sus rasgos entendía que la mujer que acompañaba a los niños era hermana de Celina. También era pequeña, de tez un poco más blanca y de pechos voluminosos. Se encontraba parada al lado de la puerta, procuraba no demostrar ningún gesto de preocupación frente de los niños.

   Bajamos del auto y Celina corrió llorando hacia sus hijos, tomó al menor y lo abrazó con fuerza. Los demás niños preguntaban qué había ocurría, pero su madre estaba muy alterada, no podía contestar. La imagen de los cuatro miembros restantes de la familia González, trenzados en un abrazo, me hizo vacilar un momento, pero pude controlar mis emociones. Celina, despacio y con gesto de resignación, guió a sus hijos para entrar a su casa.

   La hermana de Celina se quedó un momento para hablar conmigo. Se acercó con tristeza y dudas, y dijo:

   — ¿Usted es Ulises Arena? Soy hermana de Celina, me llamo Aurora. Todos estamos muy alterados por la muerte de Gustavo, era buena persona, no debió morir así… Celina telefoneó en la madrugada para explicarme lo que pasó, no lo podía creer. Traté de convencerle que no hiciera nada, que dejara el asunto a la policía. Pero estaba fuera de control, en cuanto llegué me encargó a los niños y salió a buscarlo, dijo que tenía que hablar con usted. Espero que no lo haya molestado.

   —No se preocupe. Entiendo por lo que está pasando. Debemos ayudarla.

   —Debo entrar a la casa… Es un momento muy triste… Ella sabía que un día esto pasaría. Se preparaba cada vez que timbraba el teléfono en las noches o cuando otro policía llegaba durante el día. Los riesgos del trabajo de Gustavo eran muchos— aclaró la mujer con la voz triste.

   Dejamos que el momento se alargara en el silencio, mientras nuestros oídos se concentraron en cualquier ruido lejano, para no escuchar el triste murmullo del llanto que salía de la casa. Pero Aurora quería decir algo:

   —Llamaron hace un momento. El forense necesita que alguien cercano a la familia identifique el cadáver.

—o0o—

Allí, en una fría mesa de metal, se encontraba el cuerpo de mi amigo, desnudo y destrozado por los golpes de las balas y el bisturí del forense. Su rostro, aunque maltratado, se veía tranquilo, parecía dormido, dispuesto a levantarse en cualquier momento.

   —Son chingaderas, tantos compañeros y nadie quiere tomar el caso— dijo un joven médico regordete y con gesto indiferente, mientras revisaba un expediente.  

   Me encontraba demasiado impactado por la imagen de Gustavo muerto como para darle importancia a lo que decía el forense.

   — Comentan que personas muy poderosas en la política ordenaron la muerte de González.

   — ¿Cómo dijo?

   —Sí, a él— contestó el médico señalando el cadáver—, lo mandaron matar desde arriba, porque estaba estorbando en el tráfico de drogas.

   —Se me hace difícil que permitan la muerte de un compañero por dinero.

  —No dude que los policías estén dispuestos a hacer eso y mucho más por dinero. No los justifico, pero entiendo que necesitan esas “entraditas” de dinero extra para poder sobrevivir, ganan poco… Son unos cabrones, nada les importa de verdad, nomás les intereses su dinero.

   Mi meditación produjo un silencio respetuoso en el médico, se retiró un poco para seguir leyendo el informe. Pude mirar el cadáver con nostalgia, recordando los mejores momentos de una amistad de diez años donde yo saqué la mejor parte. Las perforaciones en el pecho blanco y frío parecían inofensivas, no se veía la profundidad de las heridas que cruzaban su cuerpo, y el hueco en su cráneo, ése, el del tiro de gracia, lo cubría el cabello. “Sí, era obrar de mala fe y pagaran por eso”. En cambio la larga abertura en el pecho y los hilos haciendo nudos en la piel, me confirmaba que ya no despertaría nunca de ese sueño tranquilo. En esos momentos Dios lo debería estar recompensando por haber sido bueno.

   —Tiene ocho perforaciones de entrada en el pecho, dos en el cráneo y varias en las extremidades, diría que se negó a morir— aclaró el médico tomando una pluma y extendiéndome una hoja para firmar—. Me dijeron que el velorio se llevará a cabo en Funerales el Ángel, como con todos los compañeros caídos en el deber. Firme aquí, autoriza que se lleven el cadáver para prepararlo, tiene muchos agujeros, necesitarán tiempo para darle buen aspecto.

   Después de firmar el documento, miré el rostro de mi amigo por última vez, y pregunté al médico:

   — ¿Quiere decir algo más? ¿Tiene sospechas que me ayuden a encontrar a los culpables?... Ahora es el momento… Después sólo quedarán amigos y conocidos.

   El joven médico se mostró apenado, metió sus manos a los bolsillos de la bata blanca y perdió su mirada en la nada. Imaginó que esperaba que diera los nombres de los traidores, pero era imposible que tuviera información de primera mano. Aunque sabía, por medio de rumores entre compañeros, que la verdad se filtra a todas las conciencias, y el médico debería tener algún indicio que me permitiera iniciar la investigación.

   —No, nada más— contestó el forense, y pasó a la lista de los conocidos.

   Salí de la SEMEFO muy intranquilo.

  En los corredores de las oficinas del forense se encontraban algunos compañeros de Gustavo. Era natural que estuvieran ahí, haciendo una guardia informal. Pero por lo general esos fríos corredores ahuyentan a las personas.

   —Buenos días, señor Arena. Lamento mucho la muerte de Gustavo. Pero atraparemos a los homicidas, nos encargaremos de que paguen por el asesinato del compañero.

   Ignacio Ruiz, se acercó con actitud seria y habló con tono muy formal. Era un ministerial más, tan corrupto como el sistema lo permitía, pero no participaba con los narcos, era demasiado adicto para poder considerarlo como un buen narco.

   Guardó silencio un momento, daba la impresión de repasar las palabras que utilizaría para decirme lo que pensaba:

   —González era corrupto— dijo con cierto temor, mirando a su alrededor con dudas—. Por eso lo mataron. Participó con los Delta, quería debilitar al Cártel del Norte. Lo malo es que los primeros decomisos de drogas le resultaron muy bien.

   —No chingues, Ruiz.

   —Bueno, no me creas. Pero capturó dos cargamentos de drogas en dos meses, es demasiado ¿Cómo lo explicas?

   —Todavía no lo sé. Pero lo voy a averiguar.

   —Bueno, también investiga quién le estaba dando la información. Un traidor, dentro del Cártel del Norte, le entregaba informes para decomisar la droga… Los Delta le pagaban a González, le daban muchos dólares.

  — ¿Dónde está el dinero? —protesté ya furioso.

   Al verme enojado Ruiz respondió indignado.

   —No me salgas ahora con que eres ingenuo... Es la verdad, sabemos que algo andaba mal, los de arriba vigilaban a González. Era cuestión de tiempo para que lo atraparan.

   — ¿Por qué sólo lo mataron a él? — pregunté, ya retándolo con la mirada—. Sabes que existen otros corruptos dentro de la policía que se dedican a proteger a los narcos, y presumen el dinero que consiguen ante todos. ¿Por qué a ellos no los matan? Los mismos compañeros lo traicionaron y ahora tratan de desprestigiarlo para justificar su asesinato.

   —Vete a la chingada, a mí no me salgas con pendejadas. Él se tenía que morir para impedir que nosotros mismos nos matáramos.

   Empezamos con empujones, pero otro ministerial, Antonio Rodríguez, intervino para evitar que la discusión llegara a los golpes.

   —Cálmense. Aquí no se permiten los pleitos.

   Siguió una serie de gritos y empujones, varios ministeriales intervinieron y me vi rodeado por tres agresores. Rodríguez me sacó al estacionamiento a jalones.

   —No hagas estupideces, sólo son rumores. Pendejadas que dicen para pasar el rato.

  —Tú sabes que es mentira, Gustavo no era corrupto.

   —Lo estaban investigando la Comisión de Honor y Justicia, ya tenía varias declaraciones que lo señalaban como participante del Cártel de los Delta. Empezaron a averiguar apenas la semana pasada, pero a Gustavo simplemente no le importó.

   —También dicen que sus propios compañeros lo mataron, que lo traicionaron— dije mirándolo a los ojos.

  Los policías se apoyan entre sí. Ese compañerismo es una necesidad cuando se encuentran en peligro, pero tiene un lado oscuro; esa misma camaradería se extiende a todas las actividades, incluso las ilegales. Se sabía que esa hermandad de corruptos les da la espalda a los buenos elementos cuando estorban al narcotráfico. Era obvio que los corruptos estaban involucrados en su muerte, aunque no sabía quiénes, ni cuántos.

   —Sí, también se dice eso, pero cómo saberlo.

   Al hablar escondió las manos en su espalda. Mentía. Pero no podía presionarlo allí. Sólo lo miré a los ojos con firmeza y:

   —Tú sabes algo. Dímelo.

   No pudo sostener mi mirada. Me insultó y se alejó molesto. Otro conocido.

   Dejé que transcurriera el resto de la mañana meditando. Caminé por un parque, comí bien en un restauran que no conocía y me refugié en mi oficina para pensar. Sentando en un sillón luchaba por no dejarme envolver por la melancolía y el odio. Trataba de deshacerme de los recuerdos y concentrarme en los hechos.

   Como ministerial del departamento de homicidios González recibía órdenes de un Juez, el cual se encargaba de llevar proceso a las muertes que se podían calificar de homicidios. ¿Por qué andaba detrás de las drogas? El narcotráfico es dominio de los federales. Tal vez, las posibles explicaciones que mi amigo dio al Juez para poder investigar casos federales las supiera uno de los secretarios del Juzgado. Era un joven moreno y delgado, no somos amigos, de hecho no recuerdo su nombre. Pero era amigo de Gustavo y una persona amable que trataría de ayudar.

   —Mira, Arena—dijo por teléfono el secretario del juzgado, un poco molesto al escuchar mis preguntas—. Gustavo recibía información privilegiada sobre cargamentos de drogas del Cártel del Norte. Pidió ayuda a la policía federal y ellos, por medio de una solicitud especial, consiguieron apoyo de los ministeriales en un acuerdo de colaboración… Pero tuvieron muchos problemas, el Juez y los federales ya se arrepentían de haber permitido esa situación… Desaparecieron los cargamentos de drogas que se decomisaron y los pocos detenidos lograron escapar… Los federales le echaron la culpa a la ministerial y la situación se complicó. De hecho había una averiguación previa federal contra Gustavo y la ministerial lo acusaba de soplón. Se fue rodeando de enemigos por los dos bandos, era cuestión de tiempo para que lo mataran.

  — ¿Qué pasó con la averiguación previa?

   —No pasó nada. Nunca pasa nada con las acusaciones entre las dependencias— comentó el joven.

   — ¿Dónde ocurrió el tiroteo?

   —En una fábrica de productos químicos abandonada… Por aquí tengo anotada la dirección… Calle Amistad número 547, colonia Olimpia, en la ciudad… La fábrica llevaba años abandonada… Los vecinos escucharon un fuerte tiroteo en el interior, avisaron a elementos de seguridad pública, pero al llegar sólo encontraron a Gustavo caído. Los peritos recogieron cerca de cincuenta casquillos vacíos, de varios calibres, hasta de una AK47. Aunque los ministeriales no lo quieren reconocer, todo indica que fue una trampa, tendida por personas que conocía… ¿Ya viste el informe del forense? Tiene datos importantes.

   — ¿Algo más? —pregunté esperando acabar con esa conversación.

   —Sí. Los federales quieren atraer el caso, todo se complicará. Esperan que surjan pleitos entre ambos: federales y ministeriales.

   Terminó la llamada pidiéndome que no tomara el asesinato de González como algo personal. “No tiene caso que también arriesgues tu vida”, aclaró el joven.

   La muerte de un amigo es algo personal, no podía ser de otra manera. ¿Qué pasará cuándo encontré a los responsables? Tendría que asesinar. Ya había matado antes, no me sentía bien, pero en su momento lo consideré necesario. En esta investigación tendría muchos enemigos, algunos poderosos, otros, sólo elementos menores de los distintos departamentos pero dispuestos a cualquier cosa por dinero.

   Tuve que ir a la funeraria.

—o0o—

Es extraño, pero no recuerdo en qué momento llegó esa llamada en mi celular. No creo que fuera cuando iba conduciendo, tampoco estoy seguro que la recibiera durante el funeral. Tal vez porque me encontraba muy afectado, aunque recuerdo cada uno de las amenazas.

   —Sabemos que investigarás la muerte de tu amigo— dijo una voz grave y distorsionada—. Mejor deja de investigar. González todavía tiene mujer e hijos con vida… Tú también puedes morir… Existe mucha gente importante que no desea que se esclarezca el caso y tú eres el único que está fuera de control… Mejor cuídate.

   La llamada se cortó de golpe, pero en ese momento la consideré como una broma.

—o0o—

Realmente a nadie le importaba en el fondo la muerte de Gustavo. Sentía como compromiso la presencia de tanto deudo en el funeral. El cuerpo aún no llegaba y Celina y sus hijos, ahora bien vestidos, mostraban cierta integridad; ya no lloraban, sólo sus miradas tristes y su silencio era suficiente para dar a entender lo que sentían. Las personas que llegaban, entre amigos y compañeros, disimulaban su indiferencia con demostraciones de respeto y consuelo para la familia.

   La primera que se acercó a mí fue la hermana de Celina. Se veía preocupada.

   —Celina recibió una llamada anónima. Los están amenazando— dijo Aurora con temor en sus ojos.

  Sabía que pasaría, era su manera de sembrar miedo en el corazón de la gente indefensa. Me sentí molesto.

   — ¿Qué dijeron? ¿Con qué los amenazaron?

   —No lo sé. Ella contestó la llamada, pero no quiere decir nada.

   En ese momento Celina se acercó con aire de melancolía digna.

   — ¿Qué has averiguado? — preguntó a susurros cuando me abrazó.

   —Después te explico, por lo pronto despidamos a Gustavo en paz— contesté también hablándole al oído y después la miré a los ojos para darle confianza.

   Se encontraba rodeada de las esposas de los ministeriales, las cuales se apartaron de Celina en cuanto vieron que se dirigía hacía mí. Ellas estaban tristes porque veían en esta tragedia un ejemplo de lo que a cualquiera de ellas les puede pasar.

   Me senté en una silla apartada para rezar por el eterno descanso del alma de mi amigo. Todas las pláticas de los deudos se fueron sumando en un murmullo distante, daba la sensación de respeto que de verdadera pena.

   Llegó el cuerpo y todas las miradas se concentraron en la guardia de honor que llevó el ataúd hasta el fondo de la sala. La guardia de honor permaneció allí unos minutos y después fue sustituida alternativamente por funcionarios, jefes y distintos compañeros. Era sólo un acto de solemnidad fingida.

   En el transcurso de la noche sólo las amistades más apegadas seguían presentes. Entonces me acerqué a ver a mi amigo por última vez. Lo noté descansando, parecía dormido y libre de todas las preocupaciones del mundo.

   — No te inquietes amigo, aquí todo está bien. Yo protegeré a tu familia — dije al cadáver.

   Pensé que Gustavo no esperaba que hiciera justicia. En mis recuerdos tenía las frases donde él decía que sí fuera asesinado no investigara, que dejara su muerte impune y me preocupara por sus hijos. Pero estaba seguro que nunca dijo tal cosa. Aunque parado frente al ataúd, hasta podía recordar que me lo pidió en mi oficina.

   Al regresar a mi asiento, sentí sus miradas, todos los ministeriales, en uno u otro momento me vieron, midiendo mis fuerzas, calculando mi valor; y aceptando la posibilidad que hubiera un enfrentamiento entre nosotros por la investigación. En algunos de ellos, era sólo curiosidad, los sentía como indiferentes, los enemigos tenían dudas.

   En la madrugada salí a la calle a tomar aire fresco y a pensar en la muerte. Yo también sería asesinado, no quería que fuera de otra manera. Vi morir a muchos amigos, también conocidos o simples estúpidos. Consideraba al asesinato como parte de la cuota cobrada por el mundo a los desesperados. Aunque parecía un costo elevado cuando eran personas buenas las exterminadas, cuando los corruptos y culpables seguían vivos e impunes.

   Para las ocho de la mañana se encontraba de nuevo llena la funeraria y la actividad me sacó despacio de la melancolía. Entre los dolientes no había políticos, ni jefes mayores y los reporteros ya no le dieron importancia a la última parte de la vida y muerte de Gustavo. Quedaron sólo compañeros y parientes.

   Durante el medio día siguió una larga procesión que terminó en la tumba. Sacó el féretro la misma guardia de honor.

   En la iglesia se llevó a cabo el servicio religioso. Permanecí en el portón de entrada. Miré la cruz en la parte superior del altar. Parecía que el gran Cristo en su cruz, con el rostro inclinado y desde lo alto, escuchaba a González, perdonándolo y aceptándolo entre los suyos.

   El sacerdote empezó el servicio llevando su ritual. El sermón tuvo un valor especial en esos momentos. Todavía recuerdo algunas palabras:

   —La mayor muestra de amor que un hombre puede dar al prójimo es su sacrificio. Gustavo demostró amor a Dios y a sus semejantes al entregar su vida. Es una muestra del verdadero valor, no la cobardía de la violencia, sino el afrontar el peligro con fe en Dios y en su gente… Es Dios quien decide sobre la vida o la muerte, pero es el hombre quien dedica su vida a servir o no.

   La tristeza de los hijos de González y el llanto apagado de Celina me conmovieron. Ya en el panteón Celina se mantuvo controlada, aunque el entierro se volvió largo y doloroso.

   Por fin todo acabó, González ya no se encontraba en este mundo y yo tenía un trabajo que hacer. Caminé entre la gente que se dispersaba con gesto serio. Buscaba a algún policía, cualquiera, para iniciar los interrogatorios informales. Pero Celina hacía señales para acercarme, pensé que quería despedirse.

   — ¿Por qué no pensó en nosotros antes de arriesgarse tanto? — dijo con tristeza en cuanto estuvo cerca.

   No lo sabía, sólo la abracé.

   —Encuéntralos. Que paguen por haber matado a mi esposo.

   —Los encontraré, ellos pagarán— le aseguré y le pedí no preocuparse.

   —No quiero venganza, quiero justicia… Quiero respeto para los hombres buenos… Que los policías malos no le den la espalda a sus compañeros honrados… Se les hace fácil traicionarlos… No, debemos encontrarlos… Por las personas buenas que todavía quedan— dijo Celina con voz quebrada y su mirada llena de lágrimas.

   — Debes ser fuerte, afrontar lo sucedido como algo irremediable.

   —Estaré bien por mis hijos.

   — ¿Tienes dinero?

   —Poco, pero alcanzará para sobrevivir hasta que me den la pensión.

   Celina fue a reunirse con sus hijos y algunos parientes.

   Tres ministeriales se acercaron sonrientes. Los conocía poco, aunque los había visto muchas veces. Uno de ellos era Luis Talavar, con cerca de cincuenta años, regordete, moreno y de actitud amable, pero con una inconfundible fama de corrupto y agresivo. También Arturo Rodríguez, de treinta y tantos años, el que me sacó del pelito en el SENEFO, de fisonomía media, blanco y de mirada penetrante. Era discreto en su vida privada, aunque se sabía que trabajada para el Cártel del Norte, parecía distante y molesto. Otro, Vargas, un ministerial simplón, menor de cuarenta años, de estatura baja y, aunque venía con ellos, no se integró a la plática, se mantuvo a unos metros de distancia.

   Al principio sólo hablaron de González, lo buen amigo y compañero que era, de lo lamentable de su muerte y que siempre lo tendrían presente. Siguió un momento de silencio vacilante, enseguida, y sin previo aviso, Luis soltó la pregunta que le molestaba:

— ¿Investigarás la muerte de González?

   Estaba obligado a hacer el trabajo, por amistad, por lealtad. Ante mi silencio Rodríguez intervino con frases apresuradas.

   —Él tomó muchos riesgos, le dijimos que dejara a los federales el trabajo peligroso. Que se cuidara, que no se dejara manipular por los soplones… Le dijimos, ¿verdad que le dijimos? —preguntó señalando a Talavar, el cual asintió con un movimiento leve de cabeza—. Los narcos lo querían matar desde el primer cargamento de drogas que pudo decomisar.

   —Los federales tratarán de atraer el caso de la muerte de González—interrumpió Luis—. Te puedes meter en problemas si te descubren investigando.

   —Vamos Arena, morir en este trabajo es un riesgo que todos tenemos— dijo Rodríguez, con gesto serio.

   —A González lo entregaron sus propios compañeros— dije molesto—. Hicieron mal y no quiero que se sientan seguro. Los encontraré y sabrán lo que es traicionar a un amigo… ¿Por qué tanto interés?

   Ambos se miraron extrañados y Arturo dijo:

   —Porque si continúas investigando encontrarás más basura. ¿Qué te imaginas? ¿Qué vivimos tranquilos? ¿Qué tenemos la vida asegurada? No, estamos en medio de una guerra, la corrupción está en todas partes y somos nosotros los que ponemos los muertos. Si mueves el avispero muchos compañeros más pueden morir y sólo por una estúpida venganza personal tuya.

   —A González lo traicionó él mismo que le daba información—intervino Luis Talavar, tratando de calmarnos—. El soplón lo entregó. ¿Sabes de algún informante de González?

   Realmente no sabía de ningún soplón. Y de nuevo el silencio incómodo.

   —Queremos atrapar al chismoso. Si llegas a saber algo del traidor nos avisas— habló Arturo.

   Ante mi silencio ellos se mostraron decididos, sabía que un pacto a muerte se acababa de cerrar con un gesto de disgusto muy discreto.  Los miré alejarse a sabiendas que ellos serían los principales sospechosos en la lista de posibles traidores.

   Manuel Vallarta, otro ministerial novato que fue entrenado los primeros días de trabajar por González, se alejaba del lugar tratando de no toparse con nadie. Tal vez deseando desahogarse en privado. Vestía de traje negro, usaba bigote y aunque era blanco tenía la piel quemada por el sol. Sabía que se podía confiar en él.

   — ¿Qué pasó? —pregunté sin pensar.

   Vallarta perdió su mirada en el horizonte para no demostrar su amargura.

   — Actuaba sólo, no confiaba en nadie, fue fácil tenderle una trampa… Estoy seguro que compañeros corruptos lo traicionaron. Lo estaban vigilando desde la incautación de los cargamentos de droga.

   Su estado de ánimo se reflejaba en la mirada dolida y esquiva. Su gesto era impreciso. Pero por un momento tomó valor, su mirada se detuvo en un punto en el infinito y el gesto se endureció.

  —Tú lo sabes. Entiendes lo qué pasa en la policía…—continuó el joven ministerial—. Desconfiaba de todos, después de que desaparecieron un cargamento de drogas decomisado por él. Se sabía que varios compañeros lo estaban bloqueando… Hasta le levantaron cargos de corrupción y lo presionaban para que renunciara… Pinches pendejos, lo único que consiguieron fue hacer que se aferrara más a detener droga… Como si fuera algo personal… Se dedicó a hacer mejor su trabajo y ocasionó más broncas a los narcos.

   — ¿Quién está con los narcos?

   —No lo sé con seguridad— comentó triste—. Son muchos. Tal vez hasta los propios políticos.

   Por un momento sus sentimientos se desbordaron, pero sentía que debería sufrir en silencio, simplemente hizo un esfuerzo para mantener su mirada indiferente perdida a lo lejos, y la plática siguió a pesar de todo.

   — Si hubiera confiado en mí tal vez estaría vivo— reconoció con tristeza—. Pero se empeñaba en alejarse, no platicaba nada personal y nunca respondía a mis llamadas.

   Cuando Vallarta se marchó el panteón se encontraba casi vacío, únicamente seis policías se hallaban en el estacionamiento, hablando, riendo, comentaban detalles graciosos en una plática informal. Como si el funeral hubiera sido parte de un pasado remoto.

   Entre ellos se encontraba el Jefe de Grupo de homicidios de la ministerial: Jesús Álamo. Aparentaba más de cincuenta años, le escaseaba el cabello, tenía arrugas profundas y un abdomen prominente. Lo conocía bien y entendía su actitud parcial hacia la corrupción. No molestaba a los narcos pero tampoco estaba muy comprometido. Diría que aceptaba poco dinero a cambio de no ver mucho y de que los traficantes no lo molestaran.

   El silencio se impuso en el grupo ante mi presencia. El cansancio me hizo plantear mi petición de manera directa: leer los expedientes de las detenciones de drogas que realizó González.

   —Bueno, que los civiles lean los archivos está prohibido, pero por tratarse de usted les pediré a los compañeros que le dejen estudiar las copias de los expedientes que González entregó a los Federales. Que ellos decidan— dijo Álamo, en actitud ambigua, como siempre.

   Esperaba una respuesta así, era parte de su carácter, lo que le había permitido permanecer tanto tiempo en la corporación, sin tomar compromisos, ni permitir interferencias. El silencio en el cual nos envolvimos todos obligó al Jefe de Grupo a continuar con su monólogo.

   —A cualquiera le puede pasar. Estamos en una guerra contra el narcos. Cada determinado tiempo ellos mismos organizan una guerra para liberarse de su propia basura… Lamento mucho la muerte de González, pero él conocía sus riesgos... ¿Ya leíste el informe del forense?

    —No, pero vi los agujeros de bala en el pecho de Gustavo.

—o0o—

Mientras conducía recibí otra llamada amenazante por el celular.

   —Si sigues investigando vamos a violar a la esposa de González y a los hijos, y después los mataremos despacio— dijo la misma voz distorsionada—. Y tú serás el único responsable… Hijo de la chingada… No te hagas el héroe porque a ti también te podemos hacer lo que queramos. 

   Sólo apagué el celular. Pensé que los mismos ministeriales impedirían a los narcos tocaran a la familia del compañero caído. Pero me sentí preocupado, por medio del tacto localicé mi arma debajo del asiento y la introduje en mi cinto.

CAPÍTULO II

   Regresé a mi casa a las diez de la mañana, esperaba dormir un poco antes de continuar el trabajo. Pero el vacío y la soledad que sentía me perturbaron mucho. Con ese estado de ánimo los planes se hicieron y se desvanecieron con la misma velocidad. Dejando sus huellas por toda la casa. La cama quedó en desorden cuando traté de dormir. Pensé en comer pero sólo quedó el bistec sobre la sartén, en la estufa apagada. La idea de hacer ejercicio me vistió con cortos y camiseta. También traté de acomodar el archivo personal, pero sólo dejé legajos y papeles regados en la sala. Al cabo de dos horas me encontré sentado en el sofá, esperando una paz interna que no llegó.

      Recordé una plática vieja, de hace muchos años, de un amigo en común, cuando acababa de conocer a Gustavo, que resultó profética:

   —Mira, (González) es demasiado íntegro, va a pasar toda su vida como ministerial sin llegar a ninguna parte. Para subir en la política interna de la policía se tiene que ser corrupto… La tranza es mala, pero todos somos tranzas, nos conviene serlo. Salimos de los problemas legales o de broncas de tráfico rápido. Nos ahorramos mucho tiempo dejando de hacer colas y además podemos juntar buen dinero concediendo ciertos favores o dejando pasar alguna cosa… Los policías honrados, que desean hacer bien su trabajo, terminan estorbando a todos y tarde o temprano tendrán problemas…

   Siempre he pensado que las personas que son los honrados los que mantienen en funcionamiento el sistema judicial.

   —Arena— dijo en una de tantas ocasiones González, para justificar su rectitud—. Todos, corruptos y decentes, necesitan de las personas honradas. En ocasiones se verán obligados a actuar de acuerdo a la ley… y en quién confiaran entonces, ¿en un tranza? Claro que no. Buscarán a los honestos, son tan necesarios para el sistema como lo son todos los corruptos.

—o0o—

Timbró el teléfono celular. ¿Cuándo? ¿Sería cuándo me bañaba o al tomar cerveza del refrigerador o cuándo estaba recostado en la cama?

   — ¿Ulises Arena? No me conoce—habló una voz distorsionada por el celular—. Soy el que informaba a González sobre los cargamentos de droga… Sólo le quiero decir que los propios compañeros lo mataron, llevaron un matón del Cártel del Norte para asesinarlo. Me lo dijeron gente de mucha confianza.

   Estaba sorprendido, no sabía cómo reaccionar.

   — ¿Quiénes fueron los asesinos?

   —No importa, él tenía que morir. Lo importante es que sí decides investigar la muerte de tu amigo, a ti también te mataran.

   — ¿Por qué eligieron a González? Deben de tener muchos infiltrados en la policía para hacer el trabajo.

   — Él nos buscó, habló con un amigo que trabaja para los Delta. Quería recibir dinero, mucho dinero, no aclaró para qué, se ofreció a lo que fuera. Lo usamos para atacar los cargamentos de drogas del Cártel del Norte… A todos nos extrañó, pero hizo buen trabajo decomisando carga.

   — No me convences. No sé lo que pasó pero lo averiguaré… ¿Quién eres?

   La llamada se cortó de inmediato, pensé que el tipo que llamó, y que daba informes a Gustavo, era alguien cercano a la policía que esperaba pasar inadvertido.

   Las horas siguieron consumiéndose y mis recuerdos se volvieron más melancólicos. Decidí salir. Al principio sólo tomé el auto para recorrer la cuidad. Para contemplar el caos de las calles, que en algunos momentos parecía bello. Llegué al centro y seguí el recorrido de siempre. Sentía el cansancio, por la falta de sueño, como un distante dolor de cabeza, con el cerebro lento y mis ideas confusas.

   Durante la tarde hice varias actividades y consideré el paseo terminado.

   ¿Cómo lo pudieron llevar a una trampa si no confiaba en nadie? ¿Un amigo? ¿Alguien que lo engañó para guiarlo a la muerte? ¿O simplemente porque él quería que fuera de esa manera?

   Pero, sobre la marcha, la idea de visitar la escena del crimen fue tomando fuerza. Me dirigí a la fábrica abandonada. La colonia Olimpia es un viejo sector industrial, que con el crecimiento de la ciudad quedó demasiado céntrico, la contaminación y el escándalo obligaron a las autoridades a cerrar la mayoría de las empresas. Ahora las construcciones ruinosas surgen como fantasmas imponentes, reflejando una importancia ya perdida.

   El número 547 en la calle Amistad resultó ser una pequeña fábrica con un letrero oxidado donde todavía se leía: “La Mar, productos químicos para el hogar”. Estaba abandonada, detrás de sus muros sobresalían tanques de almacenamiento y torres de enfriamiento mohosas y viejas. Era el escenario perfecto para una trampa, para traer a Gustavo con engaños.

   Esperé en el auto hasta que la noche se impuso. La calle casi no tenía tráfico, pero la sola presencia de mi auto en una calle solitaria atraía las miradas de los pocos que pasaban.

   En cuanto consideré que la oscuridad tenía suficiente espesor decidí entrar y, con linterna por delante, salté el portón.

   Me encontré en un lugar tenebroso. La penumbra era completa, sólo distantes haces de luz pública, llegados desde la calle, disipando la oscuridad.

   Avancé despacio por un estacionamiento saturado de basura, hasta la nave industrial en ruinas. La luz de la lámpara encontró unos muebles no desgastados. Y en el suelo había muchas huellas de vehículos y pisadas, impresas en el polvo. Entendí que el lugar era usado con frecuencia por los narcos.

   Del lado izquierdo se hallaba una puerta que conducía a un patio lateral con grandes tanques de acero oxidados. Salí con la linterna para descubrir un pequeño patio y dos grandes tanques en el fondo. Trazados en el pavimento, se encontraban pequeños círculos blancos marcados con tiza, donde supuse que se encontraron las evidencias del tiroteo. Encontré tres grupos de marcas amontonadas en sitios distintos del patio, separadas por algunos metros; eran los lugares escogidos por los asesinos para disparar. En la parte trasera del patio había otro grupo de marcas, más numerosas y algunas contra la pared de un tanque, traté de leer en ellas los signos que describían los últimos momentos de la vida de mi amigo. La sangre se veía oscura pero todavía reconocible por la luz de la lámpara. Los círculos blancos se concentraban delineando el contorno de un cuerpo, eran demasiados y se disipaban al alejarse de las marcas de sangre. Uno de los tanques tenía muchas perforaciones, de varios calibres, su sangre y sus restos todavía se encontraban aferrados al metal viejo.

   Era obvio que él sabía que era una trampa, llegar hasta el tanque sin sospechar nada era un acto demasiado ingenuo para cualquiera que viva de la investigación policíaca. Quizá fue sorprendido por algún error o él mismo buscó el enfrentamiento. Se notaba que se defendió al sentirse atrapado.

   Fastidiado del ambiente sombrío que me rodeaba salté el muro para volver al auto. Sentí la ciudad apagada, la noche y el escaso movimiento me hizo sentir cansancio. Circulé por la calles sin rumbo, esperando que alguna idea iluminara mis pensamientos oscuros.

   Tenía cerca de tres meses sin ver a Gustavo y casi seis meses sin sostener una plática. Realmente no sabía nada sobre lo que ocurría con él. En alguna ocasión traté de comunicarme pero no me devolvió la llamada, lo consideré como una grosería nacida de la confianza y no le di importancia. Ahora resulta obvio que tanto distanciamiento era producto de los problemas que enfrentaba.

   El alba trajo cansancio y regresé a mi casa. Dormí hasta las tres de la tarde. De hecho fue el teléfono celular el que me despertó.

   —Señor Ulises, habla Vallarta. Tenemos que platicar. Me he enterado de información interesante y me gustaría comentarla con usted, para saber su opinión.

   — ¿Qué tienes? — pregunté interesado.

   —Dijeron que González recibía dinero y mencionaron que el siguiente en la lista de muertes del narco es usted.

Decidimos reunirnos en media hora, en un restaurante que se encuentra en el centro de la ciudad. Cuando llegamos estaba lleno, pero pudimos encontrar una mesa. Después de ordenar la comida se inició la plática.

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