Celina

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   El mesero de una taquería era el último testigo y, al igual que los demás, no supo qué contestar al ver a uno de los asesinos presentarse como ministerial. Al final no declaró nada.

   Talavar, Rodríguez y Vargas regresaron a su auto sonriente, habían desanimar a cualquier testigo que pudiera identificarlos. Consiguieron la asignatura del caso, pensaban reportar como un crimen de narcos que, en la confusión, no podían resolver. Sólo esperaron que los peritos terminaran su trabajo para retirarse.

   — ¿Cómo se enteraron de que transportarían dinero los narcos?— preguntó Vargas indiferente, para pasar el rato.

   —Lo comentó un conocido: Carlos, antes trabajada aquí. Les ayudaba a los dueños a vender drogas y estaba atento a todo lo que pasaba— aclaró Talavar encendiendo un cigarrillo—. Se enteró que enviaban drogas a otros cinco antros y recolectaban el dinero por semana. Una vez por mes un narco importante, en una camioneta gris de lujo, los visitaba para llevarse el dinero. La operación se realizaba en varias horas, tenía que contar los billetes, que siempre pasaban de un millón de pesos… Carlos dijo que sería fácil asustarlos y quitarles el dinero, porque sólo tres matones mal armados llevaban el efectivo… Decidimos robarlos, de todos modos los narcos son unos idiotas que se creen malos… Le pedimos a Carlos que vigilara el antro y en cuanto viera la camioneta gris de lujo me avisara.

   —Sí, Carlos nos llamó esta mañana. La camioneta gris estaba estacionada en el lugar y decidimos chingarlos de una buena vez — concluyó Rodríguez indiferente.

   — ¿Cómo reaccionará la gente del Cártel? — preguntó Vargas.

   — Les daremos a Carlos como chivo expiatorio. Lo mataremos dentro de un rato y diremos que él y otro cómplice realizaron el robo y que el dinero se lo llevó el ladrón que escapó.

   Se impuso un silencio indiferente.

   Era cerca de media noche cuando los peritos terminaron su trabajo. Talavar circulaba por la avenida periférica en una patrulla, Vargas y Rodríguez lo seguían de cerca en un auto de lujo. Tenían un plan simple para reunirse con Carlos. Un población pequeña a dos horas de la ciudad les serviría para encontrarse y dividir entre los cuatro el dinero que habían conseguido.

   En la plaza principal del pueblo encontraron a Carlos esperándolos con entusiasmo. Era un joven blanco, regordete y adicto desde los catorce años. Las drogas le habían robado muchas cosas, su familia, una juventud normal, noviazgos inocentes y amigos leales; pero la más importante era que le impedían un razonamiento claro… No podía darse cuenta del peligro en que se encontraba.

   En cuanto vio a los ministeriales corrió hacia ellos gritando en actitud de triunfo.

  — ¿Dónde está el dinero? —preguntó Talavar en cuanto se bajó del auto.

   —En la cajuela—dijo el joven señalando su auto viejo y sin dejar de sonreír—. Es un millón y medio. Somos ricos.

   —Buscaremos un sitio tranquilo para repartir el dinero, donde no nos vean.

—o0o—

Pasé buena parte del día con las dos mujeres. Una se llamaba Perla, la otra, la amante de Rodríguez, era Alicia. Tratamos de hacer una amistad sincera con una plática informal. Salimos del centro comercial y nos dirigimos a comer. Después a un bar. Cuando insistí para volver a ver a Alicia ella dudó al principio, pero sin decir nada me dio su número de teléfono.

   En algún momento de la plática, Alicia comentó que pronto tendría dinero y pensaba mudarse a otra casa en una buena colonia. Por error pregunté de dónde sacaría el dinero, ella se mostró un poco aprensiva y Perla intervino de inmediato, cambiando de tema.

  Regresé al hospedaje un poco alcoholizado y me preparaba para dormir. Pero Celina llamó, con cierto tono de cansancio en su voz.

   —Te necesito— dijo con tristeza—. Me siento culpable. Parece que es una enfermedad, que te estoy usando para no sufrir, pero no quiero dejar pasar un solo día sin verte.

   —Seguí a un posible testigo y perdí todo el día… También te extrañé.

   —Ven mañana por la tarde a visitarme.

   —No sé. Tu esposo acaba de morir y te puedo estar dañando.

   Mi excitación creció con rapidez.

   —Ahora no podemos decir qué estamos haciendo, pero sé que lo necesitamos y espero que pronto sean sentimientos más fuertes… Además es nuestra intimidad, es nuestra forma de amar— aclaró Celina.

 

CAPÍTULO VII

   La carretera aparecía en medio de la oscuridad según las luces del auto la descubrían al recorrerla. Las señales del camino pasaban de ser figuras difusas a realidades brillantes y después no importaban. Talavar manejaba a toda velocidad de regreso a la ciudad. Acababa de matar a Carlos y su conciencia no estaba tranquila. En ese momento la maleta con el dinero se encontraba a su lado. Extrañas sensaciones se mezclaban en su alma, una de temor y arrepentimiento por la muerte; la otra, de dicha, que burbujeaba en su sangre con miles de posibles placeres que el dinero puede comprar.

   Lo seguían Rodríguez y Vargas en su auto, contentos por el dinero que acababan de conseguir. Nunca se sintieron así, importantes, con una oportunidad de ser alguien, aunque fuera mientras durara el dinero.

   —Después de repartirlo apenas alcanzará para un buen carro o una casa— respondió Vargas a los gritos entusiastas de su compañero.

   Entre los tres cargaron el cuerpo de Carlos y lo arrojaron a un río cerca de la carretera. Esperaron para ver como se lo llevaba la corriente; no hubo palabras, sólo ese silencio incómodo de indiferencia y miedo.

   —De todos modos Carlos era un adicto perdedor que no hubiera vivido mucho— concluyó Vargas cuando el cuerpo se había perdido en la oscuridad del rio y los tres volvían a sus autos.

   Talavar tenía tristeza en los ojos, aunque la oscuridad la ocultaba. En una tarde acabó con cuatro vidas y el pretexto fue el dinero. Recordó la alegría de Carlos cuando mostró la maleta con billetes, para él también ese dinero significaba una nueva oportunidad para cambiar su vida. Una extraña opresión en el corazón le recordó que todos estaban atrapados en realidad. Carlos era un idiota, no esperaba la traición. Al inclinarse a sacar la maleta de la cajuela Talavar le disparó en la nuca, cayó de bruces sobre el auto y se fue deslizando despacio hasta llegar al asfalto, dejando su sangre embarrada en la carrocería. El plan fue de él, los convenció de participar después de insistirles mucho, pero era un adicto que tarde o temprano hablaría sobre ese robo a sus compañeros y los narcos se enterarían, no podían dejarlo vivir. Por un momento todos miraron el cuerpo inerte; no era un amigo, pero confió en ellos. En esos breves momentos de meditación todas las razones que antes parecían buenas no alcanzaban a justificar por completo la necesidad de matar a Carlos.

   Antes, Talavar era sólo un ministerial menor. Apenas ganaba para vivir. Siguiendo los consejos de algunos compañeros empezó a extorsionar a ladrones y prostitutas. Los lujos en su casa y en su persona aparecieron despacio, casi con timidez. Por fin, un día llegó un auto de lujo y ya no había vuelta atrás, necesitaba seguir chantajeando para poder vivir bien. Cuando lo invitaron a participar en el narcotráfico, hacía dos años, todo cambió, tuvo dinero, autos, mujeres. Sabía que existían riesgos, pero él era demasiado inteligente para que lo atraparan los narcos o la policía. Esperaba manipular la situación hasta tener suficiente dinero para retirarse y empezar una nueva vida.

   Timbró el teléfono celular. No reconoció el número pero sabía que Félix, el jefe del Cártel del Norte, trataría de comunicarse con él. Desde las primeras palabras del narco se notaba desesperado.

   — Nos robaron dinero ¿Sabes quién lo hizo?

   —Fue Carlos Romero y otro cabrón. Trabajó en la discoteca algunos años y sabía del movimiento del dinero.

   — ¿Dónde está Carlos?

   —Lo acabamos de matar, trató de huir. No encontramos el dinero. Se lo debió haber llevado el cabrón que le ayudó. No sabemos dónde está.

   — ¿Cómo te enteraste tan rápido del robo?

   —Interrogué a los testigos que trabajan en los negocios cercanos a la discoteca. Conocían a Carlos, lo reconocieron con facilidad.

  —Encuentra al otro cabrón, quiero mi dinero rápido.

   Después de colgar Talavar sonrió con satisfacción:

   —Jodidos pendejos. Se creen importantes— dijo para sí, mientras conducía.

―o0o―

Esa noche yo no pude dormir, salí a meditar en un pequeño patio central. El aire fresco y los suaves murmullos de la noche me tranquilizaron.

   García ya tenía tiempo en ese lugar, al acercarme guardamos silencio mientras me sentaba sobre una fuente en ruinas. Las miradas se concentraron en un firmamento opaco.

   — ¿Cuántas cervezas llevas?

   —Nunca las suficientes. Apenas llevo seis.

   — ¿Dónde podemos conseguir más?

   Caminamos por las calles vacías, a las tres de la mañana, buscando un depósito. Gracias a las influencias de García nos vendieron cerveza en la tienda pequeña. Regresamos al patio cargando las cervezas y nos sentamos en los restos de una antigua fuente. Con los primeros tragos surgieron las bromas y los comentarios sin importancia. Pero afloraron mis preocupaciones:

   —Siento que estoy enamorado de nuevo. Es una sensación extraña, la he sentido muchas veces, pero cada vez se impone con la misma intensidad. Pensé que a mi edad no se daban esas estupideces. Que uno ya era inmune al sufrimiento que dejan las mujeres.

   — ¿Y sientes como que tu culo te quiere hablar?... Estás como un adolescente calenturiento…Que te valga madre las mujeres. Son para usarlas, nada más, no las andes idolatrando… ¡Cabrón! Si les das mucho aprecio se te trepan. Deja de calentarte la cabeza con malos pensamientos. Ponte a trabajar y no pienses, distrae tu mente en otras estupideces.

    — ¿Y tú qué? Solo y tomando cervezas todos los días.

   —Sí, pero tuve lo mío con dignidad y no lloriqueando como niñita histérica... Ponte a trabajar, disfruta de la vida y del placer sin andar metiendo sentimientos en tu manera de pensar. Lo único que haces es volverte un pendejo.

   Con ese regaño se acabó la plática sobre los sentimientos. Y siguieron temas más oscuros. García se acordó que combatió a los terroristas comunistas de otros tiempos. “Eran unos cabrones buscando el poder por medio de las armas, entrenados en países con dictadores perversos y luchando por imponernos el mismo tipo de tirano.” Los abusos y asesinatos de ambos bandos mencionados en su plática no parecían tan nefastos en forma de anécdota divertida.

   Cuando los dos estábamos alcoholizados el gesto divertido de García desapareció.

   —Cuando uno es joven la vida parece que durará una eternidad. A uno le daban órdenes, y de joven uno es medio pendejo, imaginábamos que los superiores eran valientes y buenos. Ahora me parece que realmente eran igual de pendejos que nosotros… Hacíamos estupideces sin pensar en las consecuencias, en lo que nos iba a pasar después. Pero no, los malos recuerdos se quedan adheridos como cochambre a lo conciencia. Están latentes, esperando un momento de calma para aparecer, nos demuestran que todo se paga… Y te desesperas y lo único que te queda es alcoholizarte cada vez que puedas, si no para olvidar, al menos para que te valga madre tú pasado por un rato.

   El monólogo se fue opacando despacio, según las palabras se volvieron más tenebrosas, más secretas, hasta que sus propias emociones lo contuvieron y quedó el suave silencio de la noche que parecía envolverlo en un aura de resignación.

   —Creo que me estoy enamorando—, volví a decir sin pensar.

   — ¡Qué pinche problema el tuyo!

   Cerca de las nueve de la mañana el celular me despertó. Lo busqué con movimientos torpes entre la ropa, atrapado por la somnolencia.

   —Arena. Estas muerto y la familia de González también. Todo por tu culpa, por no dejar las cosas como estaban… Todos están muertos.

   —Te voy a encontrar, puto, tarde o temprano te encontraré y entonces sabrás lo que son amenazas.

   Corté la llamada. Traté de dormir de nuevo pero el celular volvió a timbrar.

    — ¿Cómo estás?

    — ¿Celina, estás bien?

    —Sí, claro. Te llamo porque te extraño y quiero saber cómo estás.

   —Bien. Crudo, pero bien.

   — ¿Nos vemos esta tarde?

  Le aclaré que no podía faltar, y al final ella recordó algo importante:

   —Hace una hora la persona que daba informes a Gustavo llamó. Dijo tener información. Un cargamento de drogas llegará a una bodega en la parte norte de la ciudad. La bodega se llama Empresas del Llano. Me dio la dirección… Me parece peligroso. Así traicionaron a Gustavo… ¿Investigarás?

   —No, no tiene caso, sólo atraigo atención sobre mí. Dejemos pasar el cargamento por ahora y después ya veremos.

   —Una cosa más. También llamó Rodríguez esta mañana. Quiere verte. Dice que ya mataron a los asesinos de Gustavo.

   —No lo creó.

—o0o—

Rodríguez refleja en su vida personal lo que son los cuerpos policíacos. Todos tienen un inicio bien intencionado, ayudar y proteger. Pero la decepción dejada por sus compañeros y el desprecio de la gente lo terminó amargando. La corrupción se impone de golpe. Nada más tomó esos primeros mil pesos para permitir que un político saliera de la escena de un crimen en un prostíbulo y todo empezó. Siguió habiendo situaciones parecidas y los testigos de las tragedias se ofrecían solos. Después, él se les insinuaba, y con los años aprendió a exigirlo. La mayoría aceptaba dar los mil o dos mil pesos por no verse involucrados en un crimen. Pero con el tiempo, al testigo que se negaba a dar dinero lo detenía como presunto implicado. La comisión de Honor y Justicia lo investigó en varias ocasiones, pero a la larga el mismo sistema lo ignoró, como si toda fuera una farsa.

   Rodríguez sonrió con satisfacción, ya no tendría que soportar a sus jefes ni a los compañeros. Por primera vez en su vida tenía suficiente dinero para darse la gran vida, se lo había ganado a los narcos con astucia. Pensaba en largarse a una ciudad a un lugar donde no lo encontraran los matones.

   La última parte del plan era esconder el dinero en un departamento que él tenía en unos condominios de interés social, sólo tomarían una parte para salir de apuros y divertirse. El resto sería guardado por mucho tiempo, hasta que el asunto se olvidara o que se cansaran de la vida que llevaban.

   Según avanzaban por la carretera, el amanecer anunciaba un buen día para los tres ministeriales.

—o0o—

Desperté cerca de medio día, con un fuerte dolor de cabeza y con la sensación extraña de que un hecho importante acababa de ocurrir. Me bañé con prisa y terminé desnudo en la cama, atrapado por recuerdos de Celina.

   El teléfono celular timbró, era Rodríguez y se escuchaba preocupado. Sabía que la llamada tenía que ser importante.

   —Tenemos informes nuevos, es importante. ¿Qué tal si no vemos a las tres de la tarde en el restaurant Las Cazuelas? —aclaró por fin, demostrando entusiasmo.

   Acepté y Rodríguez aseguró que la información valía la pena.

   Media hora después, García fue a buscarme con una invitación a almorzar. Cocinaba en un cuarto pequeño, a un lado de la oficina. Comimos huevos con chile mientras las anécdotas del ex judicial se imponían entre cada taco. Aunque se le ocurrió una pregunta:

   — ¿Pues en qué estás metido? Debe ser algo grande para esconderte aquí.

   Le expliqué lo ocurrido.

   —Una persona honesta no deja de serlo por dinero. Apuesto que existe algún otro motivo—dijo García cuando finalice.

   —Nadie sabe nada, sólo los decomisos de drogas y ese dinero que su esposa encontró en la casa… Muchos piensan que se volvió corrupto, pero aparentemente no tenía ninguna razón para cambiar.

   —Te aseguro que debe existir algún motivo oculto.

   En ese momento hizo ruido el celular, lo contesté molesto. Era el encargado del edificio donde tenía la oficina. Se escuchaba nervioso.

   —Señor Arena. Se presentaron problemas en su oficina. Hubo un incendio y algunos muebles se quemaron.

—    ¿Cómo pasó?

   —Nadie está seguro, pero algunas personas dijeron que dos tipos entraron a su oficina antes de que se declarara el incendio.  Los bomberos dicen que fue provocado.

   —¿Hubo daños importantes?

   —No, sólo quemaron el escritorio y dos sillones y las ventanas se quebraron por el calor

   —Después iré a la oficina a revisar los daños—contesté.

—o0o—

El restaurante donde me citaron resultó ser demasiado elegante y caro. Me sentí incómodo en medio de tanto lujo. Tuve que esperar en el bar haciéndome acompañar por una bebida exótica.

   Cuando llegaron Rodríguez y Vargas se veían alegres. Saludaron con sonrisas afables y me llamaron “amigo”, lo cual pareció una exageración.

   Ya en la mesa ordenaron lo más caro en el menú haciendo bromas con las palabras en francés.

   —Ya cayeron— dijo Rodríguez en tono de triunfo cuando el mesero se retiró—. Mataron a los asesinos de González. Los mismos narcos se encargaron de ellos.

   — ¿Quiénes eran?

   —Los dueños de algunos antros en el centro de la ciudad. Distribuían drogas al menudeo entre sus clientes. Trabajaban para los del Cartel del Norte.

   — ¿Qué motivos tenían para matar a González?

   —No lo sabemos—aclaró Vargas—. Quizá sólo obedecían órdenes de Félix… ¿Cómo saberlo?

   — ¿Estás seguro que fueron ellos?

   —Tenían las armas con que mataron a González— intervino Rodríguez indiferente—. Las pruebas de balística confirman que fueron las mismas armas. No hay duda, fueron esos mismos cabrones.

   — ¿Quién los mató?

   La explicación de los hechos, del robo y asesinato en un antro del centro, dada con entusiasmo y con firmeza, no la sentí creíble.

   —Me parecen muchas coincidencias. Un ladrón llega a matar a tres narcos como quien mata pichones sin temor a las consecuencias. Parece muy exagerado.

   —El negocio de las drogas es así; todos mueren de una forma u otra— intervino Rodríguez—. Las pruebas indican que fueron ellos. Tal vez se cierre el caso pronto.

   Me sentí furioso, pero no demostré nada, en el fondo ya lo esperaba. Sabría que cerrarían el caso con cualquier pretexto.

   — ¿Piensas seguir investigando? — preguntó con interés Vargas.

   —Seguir buscando sería pérdida de tiempo— aclaró Rodríguez.

   —Por respeto a González, continuaré hasta que sienta que todo está claro.

—o0o—

Los dos matones del Cartel del Norte miraron a través del gran ventanal de un pequeño restaurante hacia la calle. Pudieron ver la entrada al antro, donde la tarde anterior, mataron a tres distribuidores de drogas. El mesero señaló la entrada y volvió a aclarar:

   —Fueron ellos mismos.

   Los matones se miraron sorprendidos. El mesero trató de tomar el billete de quinientos pesos ofrecido por los clientes a cambio de información, pero uno de los narcos lo cubrió con su mano.

   — ¿Quiénes mataron a los dueños del antro de aquí enfrente?— volvió a preguntar el narco más viejo.

   —Los mismos ministeriales. Uno de ellos mató a los tres tipos por la espalda y se quedó a esperar a los demás policías, él otro se llevó una maleta. Al poco rato llegaron el mismo asesino y otros dos policías, vino a preguntar qué había visto. Me sacaron de onda y les dije que no vi nada, para evitar problemas.

   Los narcos eran dos tipos de mirada fría, como esos ojos que parecían ver a través de la gente, con prepotencia indiferente, como si pudieran matar a cualquiera. Ambos, en su tiempo fueron judiciales y, puesto que trabajaban para vivir, pensaron que sería bueno trabajar para los que mejor paguen. Eran rudos, tenían que ser fuertes y la violencia era tan parte de ellos como sus miradas.

   Uno era mayor de cuarenta años, parecía ser tranquilo. El otro tenía cerca de treinta años y se veía más activo, más violento.

   Por órdenes de Félix investigaban la muerte de los dueños del antro donde les habían robado el dinero. Llegaron al lugar en horas de la tarde y pasearon su mirada tranquila por los negocios vecinos. Descubrieron un pequeño restaurante que tenía buena vista de la entrada al bar. Cruzaron algunas palabras y se dirigieron al único mesero que se encontraba atento a lo que pasaba en la calle.

   El mesero no esperaba el billete de quinientos pesos, ni las preguntas que le hicieron los matones. Insistieron en la pregunta:

   —Explícate mejor.

   —Sí, uno de los ministeriales y un empleado del antro llamado Carlos, llegaron y les dispararon por la espalda a los tres hombres que salieron del antro. Después Carlos tomó una maleta y se fue, mientras el ministerial se quedó allí esperando a sus compañeros.

   — ¿Quién es el ministerial?

—o0o—

Luis Talavar fijó, una vez más, su mirada indiferente en el espejo retrovisor de su auto. “Todo está bien” dijo para si e hizo aparecer su mejor sonrisa. “Todo está bien”, volvió a pronunciar entre dientes, esperando controlar un poco sus temores. Estaba nervioso, la llamada de Félix, el jefe del Cártel del Norte, exigiéndole reunirse de inmediato lo asustó. Sabía que los narcos estaban intranquilos por la detención de drogas y ahora, con la pérdida del dinero, deberían estar furiosos. “Son pendejos” volvió a hablar entre dientes mientras se dirigía a la casa de seguridad. Trataría de calmarlos, de restarle importancia a la situación: “Un robo menor. A algún idiota se le hizo fácil”, aclararía llegado el momento. Además si la situación se sale de control pediría un poco de tiempo y entregaría el dinero fingiendo que lo encontró por ahí. Ya todo estaba planeado, no podía fallar.

   La casa de seguridad era elegante por fuera, aunque por dentro estaba abandonada, con pocos muebles y muchos hombres armados. Luis sintió un ambiente extraño entre los presentes, a pocos conocía, pero ninguno lo quiso mirar a los ojos. Aunque respondían de forma apagada a las bromas que el ministerial hacía con su practicada sonrisa.

   Ya en varias ocasiones había entrado en la oficina improvisada que Félix tenía en el segundo piso, pero esta vez la escalera se la hizo larga. Allí estaba el jefe del Cártel del Norte. Era un tipo regordete y de manos grandes, pero su aspecto no reflejaba el monstruo asesino que era. Estaba disfrazado con camisa de seda y grandes joyas, sus ojos eran fríos, indiferentes, distantes; nada ni nadie tenían importancia ante él. Pero su mirada tranquila sólo podía justificarse por su manera de pensar, él no se consideraba responsable de los crímenes que había cometido, era la misma sociedad que lo había guiado por la vida que ahora tenía. Félix se sentía libre de toda culpa.

   Frente al jefe se encontraban sentados dos tipos. Uno de ellos era mayor de cuarenta años, con actitud de líder, él otro era un joven que parecía violento. En cuanto entró Luis los matones se alejan del escritorio y en el bar de la oficina se sirven unas bebidas. En ningún momento miraron al ministerial.

  — ¿Dónde está mi dinero? — preguntó Félix con su mirada de cocodrilo y voz tranquila.

   —No lo sé. Investigamos a un joven llamado Carlos, trabajó en el antro unos dos años. Él mató a los dueños y se robó el dinero. Según los testigos tenía un socio que todavía no hemos podido localizar. 

   A pesar del temor, el tono del ministerial era tranquilo y su voz clara, bien ensayada.

   —Nosotros también investigamos. Sabemos que tú mataste a mis amigos y queremos el dinero de vuelta.

   — ¿Quién se lo dijo? Están tratando de incriminarme.

   Luis se sintió atrapado. Estaba seguro que no lo matarían por ser ministerial, aunque pensó en la tortura y tuvo miedo, pero tenía que mantenerse firme en su engaño.

   —No te hagas pendejo. Hablaron con testigos y te reconocieron a ti.

   Por sorpresa, los dos tipos tomaron a Luis de los hombros y se dio un forcejeo. El ministerial trató de sacar su arma pero los golpes del joven lo privaron de la conciencia.

—o0o—

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