Celina

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   Es fácil desorientarse con la contaminación de ideas ilusas. Al principio arriesgaba todo por un concepto de justicia que no existía en realidad. Aunque no era cuestión de justicia, nunca lo fue, era un deseo de orden. Pero también había vanidad, quería demostrar mi poder, saber que podía atrapar a cualquier persona por poderosa e influyente que fuera. Al final la justicia la aplica Dios y, siempre, con mis esfuerzos, sólo he podido complicar más la situación.

   No recuerdo la hora en que llegaron, eran cuatro sicarios en un carro modesto. No hubo violencia, uno de ellos bajó y me invitó a subir con indiferencia, seguí sus instrucciones sin pensarlo. Me vendaron los ojos y se impuso el silencio. El subconsciente alertó a los demás sentidos para captar todo lo que pudiera de la ruta.

   Fue un recorrido largo, que terminó con un frenado violento y mi salido del auto a empujones y jalones para que me moviera rápido.

   La venda la quitaron cuando llegamos a un reducido cuarto dónde seis asesinos esperaban ver temor en mi rostro. No conocía a ninguno, pero entendía que eran del Cártel del Norte y, por sus miradas, sabía que ni Celina ni yo sobreviviríamos. Busqué a Celina en cuanto mis ojos se acostumbraron a la luz.

   — ¿Dónde está la señora? — pregunté de inmediato.

   Se miraron entre sí con sonrisas maliciosas y alguno abrió la puerta del baño. Pude ver a Celina, atada a una silla, con la boca cubierta y los ojos llenos de pánico. La tenían preparada para cortarle la cabeza con un alambre de acero atado al cuello y una varilla trabada en el cable, serviría para torcer el alambre, estrangularla y una vez muerta continuarían apretando hasta desprender la cabeza.

   Su belleza y sensualidad ya no estaban, se las arrancaron a golpes, ahora sólo era un ser humano más, atrapado en la crueldad del crimen organizado. Los temores, que extrañaba antes, en ese ahora se volvieron gigantescos. Actué de forma inconsciente, traté de llegar hasta ella de un salto, pero fui sujetado al instante. La puerta se cerró rápido y recibí los primeros golpes.

   Me llevaron a una silla para continuar golpeándome.

   — ¡¿Quieres vivir, pendejo?! ¿Quieres que esa mujer sigua viviendo? — preguntó uno de los matones a gritos—. ¿Quieres vivir?

   Otra andanada de golpes y de nuevo la pregunta estúpida. Tuve que contestar con insultos: “Chinguen a su madre”.

   —Ya nos pusiste en la madre… Te estuvimos buscando, pero estabas bien escondido, no nos quedó otra que traer a tu pinche mujer para hacerte salir… Demuestra lo chingón que eres… ¿Quién es el informante que llevaba chismes a la policía sobre nosotros?

   —Marcos Vargas, él era el soplón. Conseguía información de ustedes y la llevaba a González. Los Delta lo tenían en su nómina.

   Se impuso la sorpresa en forma de un silencio breve. Por un momento la fuerza con la que me sujetaban disminuyó. Era obvió que no se lo imaginaban.

   —Ya mataron a uno de nosotros por tus pendejadas. Ahora tienes que matar al jefe de los Delta, si quieres volver a ver entera a esa mujer… Tienes un día para matarlo. Si para mañana, a las nueve de la noche, no has destripado a ese cabrón, nosotros llevaremos la cabeza de ella a sus hijos.

—o0o—

Sangraba de la cara, tenía fuertes dolores en todo el cuerpo y dificultades para ponerme en pie; la llovizna se transformó en una lluvia ligera y la gente que circulaba apresurada por la calle ni siquiera volteaba a verme. Pero en mi mente, nublada por el dolor, tenía una idea fija como obsesión: buscar al jefe Delta.

   Los golpes no fueron enérgicos, no podían maltratarme mucho si esperaban que encontrara al jefe de sus enemigos. Después de las últimas amenazas, volvieron a cubrirme los ojos y me arrojaron en una calle del centro de la ciudad.

   Mientras daba los primeros pasos comprendí que el único que podía llevarme con los Delta era Vargas. Tenía que encontrarlo y presionar hasta sacarle la información.

   Con el celular llamé a Vallarta, sólo en él confiaba. Le pedí encontrarnos en un cruce de calles, cerca de donde estaba. Se escuchó molesto cuando preguntó por qué, aunque sólo le aclaré que era urgente.

   Tuve que esperar cerca de veinte minutos. El joven llegó enojado, acababa de dejar a su novia y esperaba que el motivo fuera lo suficientemente bueno.

   — ¿Qué te pasó? —preguntó en cuanto vio los moretones en mi cara.

   —Los asesinos del Cártel del Norte tiene a la esposa de González—dije en cuanto subí al auto—. Me pidieron encontrar y matar al jefe de los Delta para liberarla.

   — ¡No puede ser!... No puede ser… ¿Cómo esperas encontrar al Jefe Delta?

   —Por medio de Vargas. Él tiene contactos con los Delta… Pero debemos apresurarnos. Los asesinos ya están buscando a Vargas y si lo encuentran antes que nosotros lo matarán.

   Vallarta recordó que tenía el número de teléfono de Vargas, lo marcó en varias ocasiones pero no respondió. “Tal vez esté en el edificio de la ministerial” dijo el joven y nos dirigimos hacia allá.

   A medio camino timbró mi teléfono. Era la hermana de Celina muy preocupada.

   — Ha desaparecido. Salió a comprar algunas cosas y ya no regresó. Encontraron su auto en la farmacia, pero nadie sabe qué le pasó a Celina.

   —No te preocupes. Te aseguro que regresará bien, yo me encargo de ello. Pero llévate a los niños a tu casa, lo más rápido que puedas. Celina se comunicará con ustedes en cuanto pueda.

   Con esa respuesta conseguí preocupar más a Aurora, se notó en su voz quebrada y entrecortada.

   Cuando corté la llamada el joven me miró preocupado.

   —Ojalá puedas cumplir tu promesa.

   —Si no la cumplo moriré intentándolo.

   Nos dirigimos de inmediato a la Ministerial. Por media hora estuve haciendo preguntas entre los agentes y llamando a cualquiera que supiera algo de Vargas. Pero sabíamos que nadie iba a hablar en presencia de los demás compañeros, aun sí supieran dónde estaba.

   Los rumores se extendieron rápido. Rodríguez llamó por el celular en cuanto se enteró de lo que estaba ocurriendo.

   — ¡No digas nombres! — fue lo primero que dijo—. Estás haciendo mucho escándalo. ¿Para qué quieres a Vargas?

   Caminé hasta el estacionamiento donde pude hablar con confianza. Le expliqué rápido lo ocurrido.

   —Mira, ese cabrón se encuentra en un edificio de departamentos en el sur de la ciudad. Muchos lo saben pero no dirá nada, prefieren esperar para ver qué pasa.

   — ¿Cómo te enteraste?

   —Con toda la gritería histérica que estás haciendo es difícil no enterarse. Me llamó alguien que sabe dónde está Vargas pero no quiere que se enteren sus compañeros. Quiero estar con ustedes cuando interroguen a esa mierda— dijo Rodríguez.

   —Nos reuniremos en media hora e iremos a sacar lo que sepa ese traidor.

   Eran cerca de las once de la noche cuando llegó Rodríguez a la plaza pública, donde nos citamos. Con actitud entusiasmada subió a nuestro auto y empezó a dar instrucciones para llegar al refugio del policía corrupto.

   —Es difícil que Vargas sepa dónde se encuentra el Jefe Delta—aclaró Rodríguez—. Pero al menos él conoce a algún cabrón que lo puede saber.

   —Después de la muerte de Félix debe estar bien escondido— dijo Vallarta mientras conducía.

   Mi preocupación hizo parecer el trayecto muy largo.

   Llegamos a una gran área de edificios de departamentos de interés social.

   —Vargas se encuentra en el edificio D, departamento ciento catorce— dijo Rodríguez bajando del auto—. Vamos, tenemos que apresurarnos.

   Obligué a correr a mis compañeros por los descuidados pasillos entre los edificios. Con señales claras de cansancio llegamos hasta uno de los cientos de departamentos que refugiaban familias humildes. Encontramos la puerta y llamé.

   Fue el propio Vargas, cargando en su mano derecha una pistola, quien atendió.

   — ¿Qué chingados quieres? —preguntó en actitud de reto en cuanto nos vio.

   La desesperación que sentía me obligó a saltar sobre él, empujándolo con ambas manos hacia dentro del departamento. Sentía el frío del cañón de su arma en la cara, pero ni siquiera pensé en el peligro que me encontraba.

   Mis compañeros me sujetaron. Pude darme cuenta de la presencia de más personas en el lugar. Eran dos, uno lo conocía como ministerial y el otro parecía narco. También entraron en la discusión.

   — ¡Qué pendejo eres! ¡Pude haberte matado! —dijo Vargas todavía apuntándome a la cara.

   — ¡¿Dónde está el jefe de los Delta?! —pregunté furioso.

   — ¡Lárguense a la chingada, pendejos!

   Traté de abalanzarme sobre él pero me sujetaron con más fuerza. Rodríguez intervino en ese momento, eran amigos, lo fueron por mucho tiempo, si alguien podía sacarle la verdad era él. Lo apartó un poco para explicar la situación. La plática entre ellos fue apagada, nadie se enteró lo que dijeron, pero Vargas se negó.

   — ¡¿Qué compromiso tienes con esos cabrones?! Dime dónde está—grité.

   — ¡Crees que soy pendejo! ¿Qué ganaría con hacerme enemigo de los Delta?

   — ¡Seguirías vivo!

   Por alguna razón se descontroló la situación. Repentinamente estábamos peleando entre todos. Disparos ocasionales imponían una pequeña tregua, que se disipaba en cuanto todos nos aseguramos que nada malo había pasado. La calma sólo se impuesta con las armas, apuntando entre sí, inmovilizándonos unos a otros.

   Yo tenía a Vargas sujeto del cuello, contra el suelo, preguntándole con rabia dónde estaba el Jefe de los Delta.

   Vargas estaba pálido, nada podía hacer para liberarse.

   —¿Dónde se encuentra el Jefe de los Deltas? —volví a preguntar furioso.

   La presión lo obligó a vacilar un momento, sus ojos, con dudas y temores, voltearon a ver una mesita con un teléfono sobre ella, fue sólo un momento, pero para mí fue suficiente.

   Tomé el arma que Vargas había perdido en el forcejeo, una pistola nueve milímetros, y la arrojé a otro cuarto, mientras él seguía en el suelo tratando de recuperarse. Caminé hasta la mesita, pero lo único que encontré fue una libreta de direcciones, la tomé para leer, pero el policía corrupto saltó sobre mí.

   Otro disparo, el narco cayó de bruces en el acto. La tensión se volvió a imponer, todos hicieron movimientos cortos, expectantes, dispuestos a disparar y con miedo.

   — ¡¿Por qué chingados disparaste?! —preguntó Vallarta furioso.

   —Iba a matarme. Lo vi en sus ojos. Estaba listo para dispararme—contestó Rodríguez sin dejar de apuntar al otro—. Baja tu arma o también te mueres.

   El compañero de Vargas que quedaba con vida se veía asustado y mejor tiró su arma.

   — ¡Vámonos! —gritó Vallarta.

   Salimos corriendo a los pasillos entre los edificios, sentimos las miradas atentas de los vecinos, alertados por los disparos. En medio de la carrera Vallarta y Rodríguez discutían por ese disparo inconsciente que mató a uno de los traficantes. Vargas, furioso, desde las escaleras de entrada a su departamento, salió para dispararnos, lo que impuso el pánico entre la gente y nos obligó a correr con más rapidez.

   — ¿Estás seguro que en la agenda se encuentra la dirección del jefe de los Delta? —preguntó Vallarta mientras conducía.

   —No puedo saberlo ahora. Es lo único que tenemos para encontrarlo— contesté hojeando la agenda.

   — ¿Qué vamos a hacer? — preguntó Rodríguez—. Se antoja una cerveza.

    Llegamos a un bar cercano, a las doce de la noche. En un ambiente de festejo, impuesto por Rodríguez, empezaron a tomar. Esperaban, quizá, que nada más pasara esa noche. Rechacé la invitación de cervezas y me concentré en leer cada una de las direcciones y números telefónicos que aparecían de forma desordenada en la libreta. En la primera revisión no había nada que llamara la atención. Empecé de nuevo y en el medio de la libreta encontré algo importante.

   — !Espera¡ Aquí está anotada una dirección que conozco.

   Los compañeros dejaron su plática simple para mirar intrigados esa página. Vallarta notó de inmediato que no había nombres ni números telefónicos. Eran sólo tres direcciones escritas con rapidez en el centro de la página del mes de agosto.

   —La primera es del rancho El Palomito, González tenía anotado este lugar en su agenda de investigaciones. No creo que esté allí, pero las otras dos direcciones pueden ser casas de seguridad—aclaré.

   —Una de ellas se encuentra en una buena colonia con casas grandes—aclaró Rodríguez—. Si pedimos un orden de registro podremos sacar algún provecho.

   —No, lo que hagamos lo tenemos que hacer ahora y nosotros mismos. No tenemos tiempo para esperar un día por una orden de registro—protesté de inmediato.

   —La tercera dirección es una colonia humilde. Nadie imaginaría que un narco importante se esconde en ese lugar—dijo Vallarta.

   —También pienso lo mismo—dije listo para salir a buscar esa dirección.

   —Esperen. Pidamos otra cerveza para llegar bien decididos—opinó Rodríguez.

   Cerca de media noche nos encontramos estacionados frente a una gran mansión, fortificada con altos muros, en medio de una colonia muy humilde. Suponíamos que detrás de los muros se encontraban un grupo de asesinos bien armados, y quizá, el líder de los Delta, confiado de que nadie lo podría encontrar ahí. La soledad de la calle y los ruidos de fondo, que llegaban en forma de ladridos y de autos lejanos, nos hacían dudar.

   —¿Cómo la hacemos para entrar ahí? — preguntó Rodríguez, después de mirar el muro y antes de dar otro sobro a la cerveza.

   —No podemos entrar nosotros solos— contesté molesto y pregunté: — ¿Conocen a algún jefe militar?

   Vallarta sólo tomó su teléfono para llamar. El teniente Andrade, un militar conocido del joven ministerial, tardó en contestar.

   —Encontramos una casa de seguridad en una colonia del sur de la ciudad. Tenemos buenas razones para suponer que un jefe Delta se encuentra escondido ahí ahora— dijo Vallarta al teléfono después de los saludos.

   Dio la dirección de la casa de seguridad y terminó la llamada sin cortesías.

   —Dijo que estaría aquí en veinte minutos.

   —¿Qué hacemos mientras tanto? — preguntó Rodríguez. — ¿Cantamos una canción?

   —No, lo que haremos será circular por las calles cercanas, atentos a cualquier cosa que pudiera indicarnos que existe otra casa de seguridad.

   Vallarta encendió el auto y volteo a verme, pedí que recorriéramos las casas alrededor de la cuadra. Los narcos podrían tener una vía de escape para emergencias. Miramos molestos el gran portón y el muro, al pasar de largo. Ya no hubo comentarios, continuamos avanzando despacio al doblar la esquina. Nuestras miradas se clavaron en cada detalle de las casas humildes, esperando reconocer alguna señal que nos permitiera tener una sospecha, pero la larga hilera de casas permaneció indiferente a lo largo de toda la cuadra.

   Volvimos a vigilar los altos muros de la mansión, decidimos, por medio del silencio, esperar la llegada de los soldados. Y de nuevo esa calma que parecía ser eterna

   Los soldados llegaron apresurados, un oficial dio señales a sus hombres para ocupar lugares estratégicos a lo largo de la calle. Después se acercó a nosotros caminando tranquilo.

   —¿Es aquí dónde se esconden los perros? —preguntó el soldado mirando la mansión.

   —Sí— contestó Vallarta.

   —Estás seguro de que ahí se encuentra Honorio Rangel?

   —No lo puedo asegurar. Lo que te aseguro es lo que tú ves, una gran casa de seguridad.

   —Bueno, veremos qué encontramos en la casa— dijo el oficial.

   —Nos moveremos al otro lado de la cuadra. Por si estos cabrones tratan de escapar por la parte de atrás de la casa— aclaró Rodríguez.

   El oficial sólo se alejó para reunirse con algunos soldados. No retiramos de la entrada, dimos la vuelta y nos estacionamos al lado opuesto de la cuadra, poco antes de que empezara el tiroteo. La calle estaba desierta, pero en realidad nada de lo que nos mostraban nuestros ojos nos importaba, era los sonidos lo que tratábamos de entender.

   —¿Por qué tenemos que esperar aquí, escondidos? — pregunto Rodríguez molesto.

   —Porque los golpes de las balas duelen muchos y pueden ocasionar la muerte— contesté.

   —No. Yo soy hombre de acción, quiero estar en el tiroteo— protestó Rodríguez.

   Vallarta nos calló con una señal de su mano. Se escuchaba a la distancia los goles sobre el portón metálico, siguieron algunos gritos y un breve silencio. Los disparos se impusieron de golpe, cientos de ellos, electrizaron el ambiente. En las casas humildes no hubo movimiento, aunque sabíamos que todos los habitantes despertaron asustados.

   Escuchamos una explosión y el estrepito del portón al caer. Siguieron una serie de detonaciones, que supusimos eran de granadas, y de nuevo disparos.

   A nuestra espalda se encendieron luces.

   —Tenemos movimiento en la esquina— previno Vallarta.

Volteamos para ver salir, de entre la hilera de casuchas, una camioneta negra.

   —¡Vamos, rápido! Honorio tiene que estar en la camioneta— dijo Rodríguez ansioso.

   El auto salió rechinando las llantas, giró rápido sobre la calle angosta, avanzó en sentido contrario para seguir la camioneta. El auto deportivo de Vallarta corrió a toda velocidad por la colonia, siguiendo al vehículo de los narcos en la oscuridad, guiados por las luces rojas distantes.

   —¿Qué haremos cuando alcancemos a los narcos? ¿Los detendremos con nuestra impactante personalidad? — preguntó Rodríguez.

   —Lo que sea necesario para atraparlos— contestó Vallarta.

   —Ellos deben de tener armas largas y, quizá, hasta lanzagranadas. En cuanto vean nuestras pistolas se morirán de risa.

   —Preparemos las armas que tenemos. Los enfrentaremos como podamos— dije y tomé mi pistola.

   De improviso nos encontramos siguiendo la camioneta en medio de una amplia avenida. Nos acercamos a la camioneta negra, de una ventanilla en el centro del cristal trasero surgió una pistola y dispararon sobre nuestro auto. Se escucharon los golpes de las balas en la carrocería y el parabrisas, astillándolo.

   —Van a destrozar mi auto— protestó Vallarta—. ¡Contesten el fuego¡

   Por la ventanilla disparé la pistola sobre la camioneta, pero de nada sirvió. Mientras cambiaba el cargador Rodríguez continuó disparando, cerca de mi oído, pero sólo pude protestar cuando se acabó la carga de la pistola.

   Pasado algunos segundos Vallarta preguntó extrañado:

   —¿Por qué no están disparando?

   —Sólo me queda un cargador lleno. Si lo descargas lo único que podré hacer con el arma es tratar de impresionarlos —contesté.

   —A mi me quedan dos cargadores, uno lo gastaré aquí y el otro lo guardaré para mi uso personal— aclaró Rodríguez con indiferencia.

   Vallarta nos mira enojado, acelera a fondo para alcanzar al vehículo. Embiste la camioneta, dándole un golpe fuerte en la defensa trasera. El vehículo se desestabiliza, empieza a derrapar en medio de un estruendo, hasta volcarse y dar varios giros antes de detenerse al chocar con un poste. El vehículo queda humeante y balanceándose sobre su cabina.

   Nuestro auto tuvo que frenar de improviso para no golpear la camioneta destrozada. Rodríguez saltó del auto y corrió a la camioneta. Tuvo que inclinarse para ver a través de la ventanilla ya sin cristal. Al notar que el conductor estaba vivió, atado al asiento con los cinturones de seguridad, sólo disparó en dos ocasiones a la cabeza del narco.

    —No mates a los pendejos así. Es un asesinato— protestó Vallarta al bajar del auto.

    —Este mugroso es sólo un asesino enfermo. Le hacemos un favor al mundo y a él mismo al matarlo.

   Se inclinó más y metió la mano entre los resto de la cabina, buscando algún objeto de valor.

   Vallarta notó algo extraño.

   —El otro cabrón trata de escapar.

   Al otro lado de la camioneta vimos correr un hombre regordete. Vallarta ya corría tras el tipo, lo seguí de inmediato. Logramos alcanzarlo al narco con dificultad, casi corrimos cien metros. Tenía un arma semiautomática en una mano y en la otra cargaba un maletín negro.

   El cansancio obligó al asesino a detenerse. Volteó a vernos y trató de apuntarnos con el arma, pero lo pensó al ver que ya estábamos cerca. Tiró el arma al suelo y levantó las manos sin soltar el maletín negro.

   Lo rodeamos y le ordenamos que no se moviera.

   — Soy Honorio Rangel. Jefe del Cartel de los Delta. En unos momentos llegará un escuadrón armando para protegerme. Están dispuestos a todo… En la maleta tengo muchos dólares, si me dejan escapar se los daré. No tienen…

   Rodríguez disparó sin advertencia. El líder narco cayó de inmediato, con el cráneo destrozado.

   — ¡No los mates así, ahora no podremos interrogarlo! —protestó Vallarta.

   Rodríguez guardó su arma, tomó la maleta negra, quitó el reloj, algunas joyas y el rifle automático del cadáver.

   —Tenemos que salir de aquí—sugirió el policía cargando todo lo que había tomado.

   —No, debemos esperar a que llegue el agente del ministerio público para rendir declaraciones— protestó Vallarta.

   Escuchamos silbidos y el golpeteo de las balas en el pavimento. Las detonaciones llegaron después, cuando vimos dos camionetas grandes que se acercaban, y un tipo en ellas disparaba sobre nosotros.

   Rodríguez contesto el ataque de inmediato con el rifle automático. Corrimos al auto. Vallarta lo encendió maldiciendo.

—! Vámonos, vámonos ¡—gritó Rodríguez al momento de subir al auto.

   El auto arranco a toda velocidad, pero los asesinos no nos siguieron. Se detuvieron al lado del cadáver. Supuse que pretendían llevarse el cuerpo nada más.

   El amanecer se fue imponiendo despacio. Las luces matutinas se filtraron entre la oscuridad con una lentitud que no se notaba. Esa claridad se volvió un mal necesario que parecía ponernos al descubierto, señalarnos como asesinos ante los ojos curiosos de los escasos peatones.

   Estábamos en el auto estacionados en una calle céntrica. Rodríguez festejaba con cerveza la pequeña fortuna que tenía abrazada en una maleta negra. Vallarta, ya con los efectos del alcohol marcados en su rostro, seguía protestando por los asesinatos innecesarios.

   — No se pudo evitar—contestó Rodríguez.

   Las calles, a nuestro alrededor, se fueron llenando de actividad cotidiana.

   — ¿Y ahora a quién vamos a matar? — pregunto Vallarta.

   —A los que tienen a Celina.

   — ¿Y cómo los pueden encontrar?

   La ciudad no sólo se ve, se siente. Tiene olores y ruidos, y, cuando circulamos en auto, vibra. Los otros sentidos también nos pueden guiar a lugares precisos de la ciudad. El área céntrica siempre huele a contaminación, y el ruido de tránsito es incesante. Las colonias tienen sonidos especiales: de niños jugando, de perros y de charlas escandalosas. Y las zonas industriales tienen sus olores y sus silencios.

   Cuando subí al auto de los narcos me vendaron los ojos, pero olvidaron taparme los oídos y la nariz. En el centro era imposible saber hacia dónde nos dirigíamos por la reducida velocidad, las continuas paradas y el ruido exagerado.

   Cuando circulábamos por una gran avenida sentí el olor característico de una empresa, supe entonces que nos encontrábamos en el Este de la ciudad. Pocos minutos más adelante el auto vibró al pasar sobre una alcantarilla, después giró en forma abrupta hacia la izquierda. Supe que era una colonia humilde por las risas de los niños y los ladridos. El carro no avanzó mucho, saltó sobre un tope y se estacionó.

   — ¿Y por qué no esperas que ellos llamen para liberar a Celina? —preguntó Vallarta.

   —Porque no son albañiles, ni doctores: son asesinos, lo único que hacen bien es matar. Cuando tienen dudas matan. Tenemos que adelantarnos si queremos salvar a Celina.

   — ¿Estás seguro qué ésta es la casa?

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