Celina

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   Siguiendo las instrucciones dadas por mis sentidos llegamos hasta una colonia obrera. Estábamos frente a la casa, que supuse, era donde tienen secuestrada a Celina. Pero había dudas. Esperaba algún indicio más para tener la completa seguridad.

   Entre los recuerdos de mi captura se encontraba una escalera, por la cual fui arrastrado a una planta alta y llevado hasta un dormitorio dónde descubrí a Celina. La casa que señalaba como la más probable era la única en esa calle que tenía segundo piso.

   —No puedo estar seguro. Tenemos que entrar.

   Para las siete de la mañana Rodríguez, ya ebrio, se había quedado dormido en el auto. Vallarta revisó su arma y aclaró:

  —Como soy ministerial, yo entro primero y tú me sigues. Si nos equivocamos pedimos disculpas y nos retiramos rápido. Si no, será mejor llevar el arma por delante.

   Llegamos hasta la puerta, algunos vecinos testificaron nuestros movimientos vacilantes y tal vez supusieron que escondíamos armas, pero no demostraron verdadero interés. Como un vendedor, llamamos a la puerta desvencijada.

   La espera de minutos obligó al joven policía a ser insistente. Cuando por fin abrieron la puerta saltamos al interior, derribando a un sorprendido narco. El tipo cayó de espaldas, medio dormido y vestido tan sólo con ropa interior. Vallarta se colocó casi encima de él, le apuntó a la cara y le ordenó que no hiciera ruido. Yo tuve que arrancarle la pistola de las manos que, afortunadamente, el asesino no pudo usar por la sorpresa.

   Otro narco, en un cuarto cercano, preguntó a gritos por su compañero. Salí a localizarlo de inmediato, esperando sorprenderlo todavía. El traficante se encontraba cocinando, vestido con pantalones y zapatos. Al verme brincó para tomar un rifle R15 apoyado a un lado de una mesa. Por eso disparé. Se desplomó de inmediato, con dos orificios de nueve milímetros en la cara. No quise asegurarme que estuviera muerto, sólo lo dejé ahí.

   Vallarta estaba en alerta cuando regresé y preguntó enojado:

   — ¿Ya mataste a otro cabrón?

   —Se me escaparon los tiros.

   Dejé a Vallarta deteniendo al tipo y subí las escaleras con rapidez, tratando de prepararme para cualquier cosa. Llegué hasta el dormitorio, reconocí la habitación donde escondían a Celina. El dormitorio se encontraba vacío y corrí al baño. Ella se encontraba allí, atada a la silla, con una cinta en la boca, el alambre y la varilla colgando del cuello y sus ojos demostrando una profunda desesperación. En cuanto me vio, trató de gritar a pesar de la cinta en su boca.

   — ¡Tranquila! —dije acercándome con preocupación para quitarle la cinta de la boca.

   — ¡Vámonos, vámonos rápido! ¡Pueden volver! —pidió ella con ansiedad.

   Al dejarla libre me abrazó con fuerza. Después salió corriendo lo más rápido que pudo, para seguirla tuve que apresurarme. Vallarta la miró pasar sorprendido y algo trató de preguntar al mirarme, pero sólo nos siguió cuando comprendió que habíamos rescatado a Celina, sin importar el tipo que había dejado atado.

   En la calle, Celina siguió corriendo sin saber a dónde se dirigía. La alcancé y tuve que imponerme para subirla al auto. Olía a orín y se notaba muy demacrada. Tuve que callarla abrazándola, hablándole al oído y besándole la frente. Pero ella tenía sus preocupaciones:

   — ¿Dónde están mis hijos?

   —Le pedí a Aurora que los escondiera. No sé dónde los llevó.

   — No puede ser. Les pueden hacer daño—dijo Celina a punto de caer en un ataque de histeria.

   — ¿Sabes el número de celular de Aurora? —pregunté entregándole mi teléfono—. Llámala.

   La comunicación le permitió saber que sus hijos se encontraban escondidos en la casa de su hermana. La subí al auto casi a fuerza. Se notaba mucha angustia en su rostro cuando pedía a Vallarta que condujera más aprisa. Sólo Rodríguez, en medio de su inconciencia, protestó por el olor de Celina. Cuando llegamos, tuve que detener a Celina cuando corría a la casa de Aurora ya en la calle. Quería hablar con ella:

   — ¿Cómo te sientes?

   — No sé, todavía estoy asustada. Tuve tanto miedo, estaba segura que moriría, me sentí tan indefensa, y tenía miedo por mis hijos. Me volvía loca por la desesperación— dijo a punto de llorar.

   Quise preguntar si fue atacada sexualmente, pero me contuve por temor de escuchar una respuesta que doliera demasiado. Justifiqué mi silencio diciendo que no quería hacerla recordar momentos de desesperación.

   —Cálmate. No quiero que tus hijos te vean así, alterada—dije tomándola de los hombros—. Debes ser fuerte para demostrar tranquilidad. No es bueno que los niños se imaginen lo que acaba de pasar.

   Me abrazó con fuerza y dijo:

   —Estos días han sido una pesadilla. Quiero desahogarme, gritar, salir corriendo. No sé, no sé.

   —Tranquila. Ahora todo está bien. Lo peor ya pasó— dije tratando de controlarla.

   — Nosotros nos iremos, pero tú seguirás aquí.

   —Sé defenderme. Mi trabajo ya terminó. Me prometí a mí mismo hacerlos pagar por el asesinato de Gustavo, eliminé a dos cabecillas del crimen organizado en la ciudad. Ahora los cárteles deben de estar preparados para reorganizarse… No estarán buscando venganza, no pueden, al menos por unos días.

   —Tengo miedo.

   —No te preocupes. Ve con tus hijos y prepara la salida de la ciudad. Yo estaré bien.

   Caminó hasta la casa rápido, ya más tranquila. No pude evitar sentir preocupación, pero en esta ciudad se tiene que vivir con temor, es parte del precio del progreso. Regresé al auto a tratar de aclarar los últimos puntos de ese día.

   — ¿Qué vamos a decir? —preguntó Vallarta molesto en cuanto subí al auto—. Matamos a cuatro personas, dejamos huellas, testigos y matones vivos. Tarde o temprano darán con nosotros.

   —Tal vez sí, pero hubo más de cien muertos en tres meses. Son muchos, no pueden investigara todos. Los únicos testigos que nos pueden señalar son los propios matones y ellos no quieren hablar con la policía. Además eran sólo narcos. En realidad no importa, eran basura.

   Rodríguez despertó y se movió en el asiento trasero con rapidez y preguntó sorprendido:

   — ¿A qué hora vamos a ir por esos cabriones? Yo mismo les pongo en la madre a todos.

   —Ya pasó todo. Puedes seguir dormido—aclaré.

   Ebrio, cómo estaba, acomodó la maleta negra como almohada y prosiguió dormido.

—o0o—

—Debió tener dolores de cabeza muy fuertes en los últimas semanas—dijo el joven médico que trabajada como forense para la Agencia Ministerial Publico.

   El informe elaborado por el forense era común, como tantos otros que he visto. Aclaraba al principio los datos generales de González. Enseguida destacó que la causa de la muerte fue por múltiples impactos de bala. Numeró, una a una, las lesiones en todo el cuerpo, dando ángulos de tiro, destacando los orificios de entrada y salida. Quedó claro que la mayor parte de los disparos los recibió estando de pie y de frente a los agresores. Y al final de las tres hojas aparecía una sección agregada por el médico, escrita con rapidez, una aclaración que no siempre aparece.

   —A mí también me sorprendió—dijo el médico señalando ese párrafo en particular—. Si no hubiera sido porque se desprendieron la parte occipital y parietal derecha de su cráneo a mí también se me hubiera pasado.

   Nos encontrábamos en un pequeño cubículo, desordenado, que hacía las funciones de oficina del forense. Llegué a la hora de la comida y, aunque el forense estaba a punto de probar una hamburguesa, la dejó de lado y, de buena gana, accedió a mostrarme la copia del informe que entregó después de la autopsia al cadáver maltrecho de González.

   En ese párrafo se remarcaba la presencia de una formación cancerígena de cerca de dos centímetros de diámetro en el centro del cerebro.

   La misma bala que desprendió esa parte del cráneo, sacó a la superficie la tumoración. Por eso el forense lo pudo reconocer como cáncer.

   El médico tomó una actitud seria.

   —Debió de sufrir mucho los últimos meses. Es una enfermedad que provoca intensos dolores de cabeza.

   — ¿Por qué no fue a consultar?

   —Tuvo que acudir a un médico, era imposible que simplemente aguantara el dolor. Debió tener radiografías de cráneo y medicamentos fuertes para combatir los síntomas. Pero, al parecer, no dijo nada, supongo que no quería preocupar a su familia.

  — ¿Por qué no trató de curarse? ¿Una operación o lo que fuera necesario?

  —El cáncer, en esa parte del cerebro, es imposible de operar, no se puede extirpar, a menos que quiera perder la mayoría de sus funciones motoras.

  — ¿Crees que su razonamiento estaba alterado?

   —Claro, estaba sufriendo, no podía tener ideas claras. Aunque esa de meterse con los narcos, recibir dinero y buscar que lo mataran, fue decisión muy razonada. Pensó en el futuro de su familia.

   Me sentí culpable por haber dudado de la integridad de Gustavo. Los actos de corrupción de mi amigo tenían un fin simple, poderoso y fácil de entender ahora.

   —Murió como un héroe, rápido y con valor. Fue mejor así— aclaró el médico.

   En ese momento acepté lo que ocurrió como lo mejor que pudo pasar.

—o0o—

Puse atención en los sonidos lejanos de la ciudad, no podía hacer nada más sentado en una banca de una plaza pública. El murmullo era como un coro donde se encuentran reunidas todas las voces de una sociedad que se balancea en una cuerda floja tratando de equilibrarse para sobrevivir un día más.

   La lluvia se anunciaba con fuertes vientos y truenos, la tormenta disipó todo sonido, dejando sólo el canto de las gotas de agua que me adormecía. Subí al auto y circulé por la ciudad. Estaba distraído, sentía un cansancio interno que parecía venir del alma. En esos momentos ya no había resentimientos, ni deseos de venganza, ni injusticia, ni soledad; había quedado un vacío que se confundía con la resignación.

   El asesinato de Gustavo resultó ser un espejismo creado por mí para justificar la violencia en la que caí y la que provoqué. En ese momento, los asesinatos parecieron normales, como una brutalidad cotidiana en la que tenemos que vivir, a la que nos hemos acostumbrado, la que nos acompaña siempre.

   No tenía planes, sólo manejar sin rumbo buscando eso que sentía faltaba en mi alma. La lluvia había vaciado las calles. Acaso algún auto ocasional, paseantes corriendo para escapar del agua y algunos más parados debajo de cualquier techo para esperar que la lluvia pasara.

   Antes tenía un amigo en el cual podía confiar, pero con él muerto y sus asesinos acabados, sentía que sería difícil confiar en alguien más. Conseguir nuevos amigos exigía tiempo y muchas pruebas, ¿pero valdrá la pena volver a confiar en alguien?

   Para mí, González murió por causas naturales, sin importar todo lo demás, y así lo recordaré.

—o0o—

—Ya no se puede ser pendejo a mis años—dijo García en cuanto me vio entrar a la pensión—. No pasaste aquí la noche, estás golpeado y tienes la mirada triste: ¿Te pegó la mujer?

   Reí de buena gana. Entré a su oficina y le expliqué lo ocurrido de forma muy general.

   —Estás vivo de milagro—observó García admirado.

   —Lo bueno es que ahora podrás regresar a tu vida cotidiana.

   —No se puede ser un jodido optimista como tú. Las guerras no son para siempre, acabarán de alguna manera. Pero las drogas seguirán circulando por las calles… Nada puede cambiar mucho en realidad. Pasados unos días todo volverá a la normalidad de siempre—dije con algo de cansancio.

   García hizo una pausa para tomar del refrigerador dos cervezas y me entregó una.

   — ¿Y ahora qué? Todos los matones están muertos y tú con muchos problemas—dijo el viejo después de dar el primer trago a la lata.

   —Nada. Sólo seguiré como si nada hubiera pasado.

   El viejo se notaba sorprendido. 

   —Lo más seguro es que estén planeando un ataque contra ti ahora mismo.

   —Los estoy esperando, dispuesto a defenderme.

   García dio otro trago de cerveza con gesto severo.

   Después de dos cervezas decidí dormir, sentía un cansancio triste en mi alma.

   La mañana del día siguiente la dediqué a arreglar los destrozos hechos por el fuego en mi oficina. El temor de ser asesinado al permanecer mucho tiempo en un lugar conocido lo disipé con la actividad física, aunque tenía la nueve milímetros al alcance de la mano. Para las dos de la tarde todo estaba limpio y listo para pintar el lugar, colocaron cristales nuevos en las ventanas y, después, conseguiría muebles.

   Del dinero, que Rodríguez le quito a los narcos, recibí una parte importante, provocado por un arranque de generosidad del policía ebrio, eran dólares, tres o cuatro mil. Le di un adelanto al amigo contratista que realizaba los trabajos de reparación.

   Sabía que estaba eludiendo una actividad dolorosa, explicarle a Celina los verdaderos motivos de la muerte de Gustavo. Pero decidí comer primero.

   Para las cuatro de la tarde la lluvia volvió a vaciar las calles y aligerar el tráfico. Ya no tenía pretexto para escapar de mi responsabilidad.

   Encontré a Celina en la casa de su hermana. Estaba nerviosa, pero mucho más tranquila, y sin poder apartarse de su hijo menor que cargaba en sus brazos.

   Le pedí hablar en privado. Ella se preocupó, mandó al niño con su hermana y me miró con tristeza.

   La explicación tuvo que ser lenta. Tachonada de dudas, de pausas largas para buscar palabras adecuadas y de recuerdos aún vívidos como para que no contraminara las ideas. Ella guardó un resignado silencio, aunque, en algunos momentos quiso interrumpir con preguntas o protestas, pero mantuvo su calma con una educada atención a mis palabras.

   —No puede ser—dijo cuando ya todo quedó explicado, después de una larga pausa, plagada de tristeza.

   —Padecía una enfermedad que estaba a punto de matarlo. Prefirió morir así, que de cualquier otra forma. Por lo mismo decidió arriesgarse para conseguir todo lo que él pensaba que les haría falta cuando se fuera— aclaré cuando parecía que ella se desmoronaría.

   El llanto se impuso, Celina ya no pudo hablar.

   —Se imaginó que el dinero facilitaría la vida de sus hijos… Es difícil saber qué pasaba por su mente.

   —Algo me imaginé—dijo cubriéndose el rostro con las manos—. Pero estaba demasiado atrapada por la rutina como para darme cuenta de lo que pasaba.

   Su llanto se volvió suave. La resignación ya formaba parte de sus lágrimas, el odio y el resentimiento ya se habían marchado. La dejé poco después, sentía que ahora era una mujer preparada para sacar adelante a su familia, con su alma en paz.

CAPITULO XII

  Pasé la tarde en el hospedaje mirando los noticieros. Buscando información en la imagen elegante del comentarista, que sólo destacó, sin ningún matiz de emoción, una serie de ejecuciones ocurridas durante la noche y primera hora de la mañana en puntos distintos de la ciudad. Fueron contados tres homicidios con arma de fuego. Según la fuente del noticiero, no hubo testigos. Finalizó aclarando que los motivos de los asesinatos fueron ajustes de cuentas entre narcos.

   Sonreí con alivio al comprender que mis asesinatos quedaban diluidos en medio de los cientos de muertes provocadas por el crimen organizado. Aunque mi conciencia cargaba ahora con una culpas más.

   Decidí volver a mi vida cotidiana al día siguiente. Empaqué todo lo que tenía en la pensión y esperé que llegara García para despedirme.

   En los últimos días el celular sólo había servido para traerme problemas y cuando timbró a las nueve de la mañana no podía ser la excepción.

   — ¿Cómo estás, Ulises? —, era Rodríguez y se escuchaba triste—. En estos momentos se está velando a Alicia. Quiero que vayas. Revisa el lugar para ver si asisten los matones. Yo te doy dinero después.

   Me dirigí de inmediato a la funeraria. Eran pocas las personas que acudieron al velatorio, conté seis. Perla, la única amiga que conocía, era una de las más afectadas, los demás mostraban una tristeza leve pero sincera. Y en el aire flotaba un desasosiego, algo en su forma de vida y de muerte dejaba la sensación de injusticia.

   Alicia en realidad me importaba poco, fue una mujer bella que no supo luchar contra los halagos y terminó cayendo en lo que menos esperaba. Aunque sentía como mí deber estar ahí, dando mis respetos a una de tantas víctimas inocentes de la violencia demente.

   Estuve atento todo el tiempo, no pude reconocer a nadie que pudiera señalar como asesino. Cuando llamó Rodríguez le dije con confianza que podía venir a despedir a su amante, que el panteón estaba despejado.

   Al llegar se mantuvo aparte, permaneció a la distancia, cubriéndose detrás de una lápida vieja, cabizbajo, tal vez sufriendo, tal vez indiferente, pero presente. Cuando el entierro terminó Rodríguez desapareció y traté de retirarme rápido, sin prestar atención a los pocos deudos.

   — ¡Señor Arena! —escuché tras de mí, era Perla, vestida de negro y con los ojos llenos de lágrimas—. Me alegro que haya venido, éramos tan poquitos.

   —Es una pena su muerte… ¿Vino algún pariente cercano de Alicia? —pregunté esperando entregar el collar de diamantes que cargaba en el bolsillo del pantalón.

   —No. Aunque les avisé, ninguno se presentó... ¿Qué pasó? ¿Por qué murió así?

   —Se dejó engañar por el lujo y el dinero, no pensó en el peligro que representaba. Ella debió imaginar lo peor cuando tuvo entre sus manos tanto dinero y al ver nervioso a su amigo.

   — ¿Quién tuvo la culpa? ¿Arturo?

   —No importa en realidad. Él también pagará por su estupidez. No pienses en eso.

   —Tengo miedo. Quizá también me maten a mí.

   —Aléjate de Rodríguez y fíjate con quién te juntas.

   Ella, triste, volvió con sus amigos y pude salir del lugar.

—o0o—

Cuando Celina llamó me encontraba en la oficina, viendo como el carpintero daba los últimos toques al nuevo escritorio de madera.

   No esperaba esa llamada. Pensé que se alejaría con discreción, sólo dejaría de hablarme y yo no la buscaría. Ya se veía un distanciamiento, en los gestos, en el tono de voz, todo me decía que algo dentro de ella estaba cambiando. Pero me buscaba para hablar: “Es algo importante que te debo decir en persona”, aclaró antes de colgar la llamada por el celular.

   La tarde estaba cálida cuando me dirigí al centro comercial. Resultó extraño que me citara en ese lugar, pensé que tal vez deseaba ser discreta en esa ocasión.

   Estaba seria y distraída cuando la encontré sentada en una banca apartada de la gente. Vestida de luto, pocas veces la miré con ropa negra.

   —No puedo volver a verte— dijo tajante en cuanto la saludé.

   — ¿Por qué? No te entiendo.

   — Tengo muchas dudas y las ideas se me confunden. Al principio pensé que estabas conmigo porque me amabas. Yo también creía estarlo. Pero no es así.

   Siguió una pausa en la cual sus ojos se llenaron de dudas. Por mi parte no dije nada, esperaba que ella explicara por completo lo que pensaba.

   — Di la verdad. ¿Estás enamorado de mí? —preguntó de golpe.

   No podía decir que “Sí”, tampoco que “No”. Estaba atrapado ante una situación que esperaba se arreglara sola.

   —No lo sé. ¿Qué puedo contestar? Tengo dos semanas de empezar a conocerte.

   Celina me mira molesta.

   —No sigas engañándome. La verdad es que sólo me utilizaste, te aprovechaste de mi situación para obtener sexo gratis. No puedo encontrar otra explicación.

   —No te entiendo—dije confundido y asustado—. Tratas de explicarme que lo ocurrido entre nosotros fue planeado por mí.

   —Sí. Aprovechaste que me sentía sola y desprotegida para que te diera placer.

   —Pero si tú empezaste la relación.

   —Es verdad, pero estaba muy alterada, no era del todo consciente de mis actos—aclaró alzando la voz—. Tú debiste controlar la situación y no ayudarme a caer.

   Sabía que tenía razón. Pero actué como pendejo porque deseaba que fuera verdad, que ella me amara. Que toda esa pasión, que arrastraba tantos sentimientos de culpa, estaba justificada por sentimientos. Yo quería sentirme amado. No, fuimos dos los engañados por lo que ella llamaba vulnerabilidad.

   No podía defenderme, no podía acusarla de puta, ni de loca, porque verdaderamente estaba muy afectada.

   —Si. Tienes razón, yo tomé ventaja de tu estado. No lo pude evitar, siempre te he deseado— dije sin poderla mirar a los ojos.

   No pude ver sus gestos, pero el ambiente a nuestro alrededor se llenó de tristeza. “Celina esperaba que yo luchara por nuestro amor”. Su silencio se clavó en mi alma como un arpón.

   Pero yo tenía temas más importantes para tratar.

   —Salgamos de aquí, vamos al auto.

   Ella aceptó apesadumbrada.

   Ya en mi auto sentí temor por lo que estaba obligado a hacer.

   —Tengo muchas dudas. Debo hacerte preguntas difíciles.

   Ella entrecruzó sus manos en señal de preocupación.

   —Sé que amabas a Gustavo. Estoy seguro que nunca le harías daño. Pero no puedo creer que no te hubieras dado cuenta de su enfermedad.

   Siguió el silencio y ella con su mirada perdida en la alfombra del auto.

   —Era demasiado su sufrimiento. Una noche escuché sus quejidos en el patio de la casa. Salí a ver qué pasaba. Lo encontré sentado en una silla, con una pistola apuntándose a la cabeza. Gustavo me dijo, en medio de su sufrimiento, que ya no aguantaba más ese dolor, que prefería suicidarse… No sé por qué lo hice, por amor a él o por odio a los demás…

   Su voz se quebró, las lágrimas aparecieron, ya no pudo hablar. Tuve que abrazarla.

   —¿Qué pasó? ¿Qué hiciste?

   —Días después, cuando él no ocultaba su sufrimiento, me desesperé —continuó Celina, en cuanto pudo controlar sus emociones—. Le pedí que consiguiera dinero para dejarles algo a sus hijos y que muriera como hombre. De nada serviría que estuviera sufriendo impotente… Días después recibió la primera llamada a la casa preguntando por él, estuve segura que Gustavo había decidido morir haciendo su trabajo… Pero yo no pude decir nada… Estaba orgullosa de que él moriría luchando…

   Su llanto regresó y continué consolándola.

   —Cuando timbró el teléfono, la madrugada en que murió Gustavo, no contesté. Sabía que era para avisarme que él había sido asesinado—continuó explicando Celina—. Por un momento me sentí aliviado, pero después comprendí la magnitud de mi canallada. Mi esposo tenía en mí a una traidora que ayudó a sus asesinos… Creí volverme loca… Salí desesperada a buscarte.

   —¿Por qué engañarme, fingir que nada sabía del cáncer, ni del dinero?

   —Estaba avergonzada de lo que había hecho. Deseaba que nadie se enterara de mis actos. Pero sólo me fui hundiendo en mi culpa. Lo más bajo que caí fue al acostarme contigo.

   —¿Estabas enamorada de mí?

   —Al principio sí, pero cuando sentí culpa, comprendí que sólo me utilizabas.

   Celina no dijo nada más sólo se bajó de mi auto con una actitud de dignidad exagerada, pero con lágrimas en sus ojos.

   Ya oscurecía cuando llegué a la pensión busqué a García para tomar. En esos momentos yo también tenía que embriagarme para olvidar un hecho de mi pasado reciente.

    —¿Jodida mujer loca! Mira nomás, salirte con que abusaste de ella— dijo García entre carcajadas cuando se enteró de lo ocurrido—. Acaso no le hiciste un buen trabajo.

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