Celina

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   Al regresar a mi asiento, sentí sus miradas, todos los ministeriales, en uno u otro momento me vieron, midiendo mis fuerzas, calculando mi valor; y aceptando la posibilidad que hubiera un enfrentamiento entre nosotros por la investigación. En algunos de ellos, era sólo curiosidad, los sentía como indiferentes, los enemigos tenían dudas.

   En la madrugada salí a la calle a tomar aire fresco y a pensar en la muerte. Yo también sería asesinado, no quería que fuera de otra manera. Vi morir a muchos amigos, también conocidos o simples estúpidos. Consideraba al asesinato como parte de la cuota cobrada por el mundo a los desesperados. Aunque parecía un costo elevado cuando eran personas buenas las exterminadas, cuando los corruptos y culpables seguían vivos e impunes.

   Para las ocho de la mañana se encontraba de nuevo llena la funeraria y la actividad me sacó despacio de la melancolía. Entre los dolientes no había políticos, ni jefes mayores y los reporteros ya no le dieron importancia a la última parte de la vida y muerte de Gustavo. Quedaron sólo compañeros y parientes.

   Durante el medio día siguió una larga procesión que terminó en la tumba. Sacó el féretro la misma guardia de honor.

   En la iglesia se llevó a cabo el servicio religioso. Permanecí en el portón de entrada. Miré la cruz en la parte superior del altar. Parecía que el gran Cristo en su cruz, con el rostro inclinado y desde lo alto, escuchaba a González, perdonándolo y aceptándolo entre los suyos.

   El sacerdote empezó el servicio llevando su ritual. El sermón tuvo un valor especial en esos momentos. Todavía recuerdo algunas palabras:

   —La mayor muestra de amor que un hombre puede dar al prójimo es su sacrificio. Gustavo demostró amor a Dios y a sus semejantes al entregar su vida. Es una muestra del verdadero valor, no la cobardía de la violencia, sino el afrontar el peligro con fe en Dios y en su gente… Es Dios quien decide sobre la vida o la muerte, pero es el hombre quien dedica su vida a servir o no.

   La tristeza de los hijos de González y el llanto apagado de Celina me conmovieron. Ya en el panteón Celina se mantuvo controlada, aunque el entierro se volvió largo y doloroso.

   Por fin todo acabó, González ya no se encontraba en este mundo y yo tenía un trabajo que hacer. Caminé entre la gente que se dispersaba con gesto serio. Buscaba a algún policía, cualquiera, para iniciar los interrogatorios informales. Pero Celina hacía señales para acercarme, pensé que quería despedirse.

   — ¿Por qué no pensó en nosotros antes de arriesgarse tanto? — dijo con tristeza en cuanto estuvo cerca.

   No lo sabía, sólo la abracé.

   —Encuéntralos. Que paguen por haber matado a mi esposo.

   —Los encontraré, ellos pagarán— le aseguré y le pedí no preocuparse.

   —No quiero venganza, quiero justicia… Quiero respeto para los hombres buenos… Que los policías malos no le den la espalda a sus compañeros honrados… Se les hace fácil traicionarlos… No, debemos encontrarlos… Por las personas buenas que todavía quedan— dijo Celina con voz quebrada y su mirada llena de lágrimas.

   — Debes ser fuerte, afrontar lo sucedido como algo irremediable.

   —Estaré bien por mis hijos.

   — ¿Tienes dinero?

   —Poco, pero alcanzará para sobrevivir hasta que me den la pensión.

   Celina fue a reunirse con sus hijos y algunos parientes.

   Tres ministeriales se acercaron sonrientes. Los conocía poco, aunque los había visto muchas veces. Uno de ellos era Luis Talavar, con cerca de cincuenta años, regordete, moreno y de actitud amable, pero con una inconfundible fama de corrupto y agresivo. También Arturo Rodríguez, de treinta y tantos años, el que me sacó del pelito en el SENEFO, de fisonomía media, blanco y de mirada penetrante. Era discreto en su vida privada, aunque se sabía que trabajada para el Cártel del Norte, parecía distante y molesto. Otro, Vargas, un ministerial simplón, menor de cuarenta años, de estatura baja y, aunque venía con ellos, no se integró a la plática, se mantuvo a unos metros de distancia.

   Al principio sólo hablaron de González, lo buen amigo y compañero que era, de lo lamentable de su muerte y que siempre lo tendrían presente. Siguió un momento de silencio vacilante, enseguida, y sin previo aviso, Luis soltó la pregunta que le molestaba:

— ¿Investigarás la muerte de González?

   Estaba obligado a hacer el trabajo, por amistad, por lealtad. Ante mi silencio Rodríguez intervino con frases apresuradas.

   —Él tomó muchos riesgos, le dijimos que dejara a los federales el trabajo peligroso. Que se cuidara, que no se dejara manipular por los soplones… Le dijimos, ¿verdad que le dijimos? —preguntó señalando a Talavar, el cual asintió con un movimiento leve de cabeza—. Los narcos lo querían matar desde el primer cargamento de drogas que pudo decomisar.

   —Los federales tratarán de atraer el caso de la muerte de González—interrumpió Luis—. Te puedes meter en problemas si te descubren investigando.

   —Vamos Arena, morir en este trabajo es un riesgo que todos tenemos— dijo Rodríguez, con gesto serio.

   —A González lo entregaron sus propios compañeros— dije molesto—. Hicieron mal y no quiero que se sientan seguro. Los encontraré y sabrán lo que es traicionar a un amigo… ¿Por qué tanto interés?

   Ambos se miraron extrañados y Arturo dijo:

   —Porque si continúas investigando encontrarás más basura. ¿Qué te imaginas? ¿Qué vivimos tranquilos? ¿Qué tenemos la vida asegurada? No, estamos en medio de una guerra, la corrupción está en todas partes y somos nosotros los que ponemos los muertos. Si mueves el avispero muchos compañeros más pueden morir y sólo por una estúpida venganza personal tuya.

   —A González lo traicionó él mismo que le daba información—intervino Luis Talavar, tratando de calmarnos—. El soplón lo entregó. ¿Sabes de algún informante de González?

   Realmente no sabía de ningún soplón. Y de nuevo el silencio incómodo.

   —Queremos atrapar al chismoso. Si llegas a saber algo del traidor nos avisas— habló Arturo.

   Ante mi silencio ellos se mostraron decididos, sabía que un pacto a muerte se acababa de cerrar con un gesto de disgusto muy discreto.  Los miré alejarse a sabiendas que ellos serían los principales sospechosos en la lista de posibles traidores.

   Manuel Vallarta, otro ministerial novato que fue entrenado los primeros días de trabajar por González, se alejaba del lugar tratando de no toparse con nadie. Tal vez deseando desahogarse en privado. Vestía de traje negro, usaba bigote y aunque era blanco tenía la piel quemada por el sol. Sabía que se podía confiar en él.

   — ¿Qué pasó? —pregunté sin pensar.

   Vallarta perdió su mirada en el horizonte para no demostrar su amargura.

   — Actuaba sólo, no confiaba en nadie, fue fácil tenderle una trampa… Estoy seguro que compañeros corruptos lo traicionaron. Lo estaban vigilando desde la incautación de los cargamentos de droga.

   Su estado de ánimo se reflejaba en la mirada dolida y esquiva. Su gesto era impreciso. Pero por un momento tomó valor, su mirada se detuvo en un punto en el infinito y el gesto se endureció.

  —Tú lo sabes. Entiendes lo qué pasa en la policía…—continuó el joven ministerial—. Desconfiaba de todos, después de que desaparecieron un cargamento de drogas decomisado por él. Se sabía que varios compañeros lo estaban bloqueando… Hasta le levantaron cargos de corrupción y lo presionaban para que renunciara… Pinches pendejos, lo único que consiguieron fue hacer que se aferrara más a detener droga… Como si fuera algo personal… Se dedicó a hacer mejor su trabajo y ocasionó más broncas a los narcos.

   — ¿Quién está con los narcos?

   —No lo sé con seguridad— comentó triste—. Son muchos. Tal vez hasta los propios políticos.

   Por un momento sus sentimientos se desbordaron, pero sentía que debería sufrir en silencio, simplemente hizo un esfuerzo para mantener su mirada indiferente perdida a lo lejos, y la plática siguió a pesar de todo.

   — Si hubiera confiado en mí tal vez estaría vivo— reconoció con tristeza—. Pero se empeñaba en alejarse, no platicaba nada personal y nunca respondía a mis llamadas.

   Cuando Vallarta se marchó el panteón se encontraba casi vacío, únicamente seis policías se hallaban en el estacionamiento, hablando, riendo, comentaban detalles graciosos en una plática informal. Como si el funeral hubiera sido parte de un pasado remoto.

   Entre ellos se encontraba el Jefe de Grupo de homicidios de la ministerial: Jesús Álamo. Aparentaba más de cincuenta años, le escaseaba el cabello, tenía arrugas profundas y un abdomen prominente. Lo conocía bien y entendía su actitud parcial hacia la corrupción. No molestaba a los narcos pero tampoco estaba muy comprometido. Diría que aceptaba poco dinero a cambio de no ver mucho y de que los traficantes no lo molestaran.

   El silencio se impuso en el grupo ante mi presencia. El cansancio me hizo plantear mi petición de manera directa: leer los expedientes de las detenciones de drogas que realizó González.

   —Bueno, que los civiles lean los archivos está prohibido, pero por tratarse de usted les pediré a los compañeros que le dejen estudiar las copias de los expedientes que González entregó a los Federales. Que ellos decidan— dijo Álamo, en actitud ambigua, como siempre.

   Esperaba una respuesta así, era parte de su carácter, lo que le había permitido permanecer tanto tiempo en la corporación, sin tomar compromisos, ni permitir interferencias. El silencio en el cual nos envolvimos todos obligó al Jefe de Grupo a continuar con su monólogo.

   —A cualquiera le puede pasar. Estamos en una guerra contra el narcos. Cada determinado tiempo ellos mismos organizan una guerra para liberarse de su propia basura… Lamento mucho la muerte de González, pero él conocía sus riesgos... ¿Ya leíste el informe del forense?

    —No, pero vi los agujeros de bala en el pecho de Gustavo.

—o0o—

Mientras conducía recibí otra llamada amenazante por el celular.

   —Si sigues investigando vamos a violar a la esposa de González y a los hijos, y después los mataremos despacio— dijo la misma voz distorsionada—. Y tú serás el único responsable… Hijo de la chingada… No te hagas el héroe porque a ti también te podemos hacer lo que queramos. 

   Sólo apagué el celular. Pensé que los mismos ministeriales impedirían a los narcos tocaran a la familia del compañero caído. Pero me sentí preocupado, por medio del tacto localicé mi arma debajo del asiento y la introduje en mi cinto.

CAPÍTULO II

   Regresé a mi casa a las diez de la mañana, esperaba dormir un poco antes de continuar el trabajo. Pero el vacío y la soledad que sentía me perturbaron mucho. Con ese estado de ánimo los planes se hicieron y se desvanecieron con la misma velocidad. Dejando sus huellas por toda la casa. La cama quedó en desorden cuando traté de dormir. Pensé en comer pero sólo quedó el bistec sobre la sartén, en la estufa apagada. La idea de hacer ejercicio me vistió con cortos y camiseta. También traté de acomodar el archivo personal, pero sólo dejé legajos y papeles regados en la sala. Al cabo de dos horas me encontré sentado en el sofá, esperando una paz interna que no llegó.

      Recordé una plática vieja, de hace muchos años, de un amigo en común, cuando acababa de conocer a Gustavo, que resultó profética:

   —Mira, (González) es demasiado íntegro, va a pasar toda su vida como ministerial sin llegar a ninguna parte. Para subir en la política interna de la policía se tiene que ser corrupto… La tranza es mala, pero todos somos tranzas, nos conviene serlo. Salimos de los problemas legales o de broncas de tráfico rápido. Nos ahorramos mucho tiempo dejando de hacer colas y además podemos juntar buen dinero concediendo ciertos favores o dejando pasar alguna cosa… Los policías honrados, que desean hacer bien su trabajo, terminan estorbando a todos y tarde o temprano tendrán problemas…

   Siempre he pensado que las personas que son los honrados los que mantienen en funcionamiento el sistema judicial.

   —Arena— dijo en una de tantas ocasiones González, para justificar su rectitud—. Todos, corruptos y decentes, necesitan de las personas honradas. En ocasiones se verán obligados a actuar de acuerdo a la ley… y en quién confiaran entonces, ¿en un tranza? Claro que no. Buscarán a los honestos, son tan necesarios para el sistema como lo son todos los corruptos.

—o0o—

Timbró el teléfono celular. ¿Cuándo? ¿Sería cuándo me bañaba o al tomar cerveza del refrigerador o cuándo estaba recostado en la cama?

   — ¿Ulises Arena? No me conoce—habló una voz distorsionada por el celular—. Soy el que informaba a González sobre los cargamentos de droga… Sólo le quiero decir que los propios compañeros lo mataron, llevaron un matón del Cártel del Norte para asesinarlo. Me lo dijeron gente de mucha confianza.

   Estaba sorprendido, no sabía cómo reaccionar.

   — ¿Quiénes fueron los asesinos?

   —No importa, él tenía que morir. Lo importante es que sí decides investigar la muerte de tu amigo, a ti también te mataran.

   — ¿Por qué eligieron a González? Deben de tener muchos infiltrados en la policía para hacer el trabajo.

   — Él nos buscó, habló con un amigo que trabaja para los Delta. Quería recibir dinero, mucho dinero, no aclaró para qué, se ofreció a lo que fuera. Lo usamos para atacar los cargamentos de drogas del Cártel del Norte… A todos nos extrañó, pero hizo buen trabajo decomisando carga.

   — No me convences. No sé lo que pasó pero lo averiguaré… ¿Quién eres?

   La llamada se cortó de inmediato, pensé que el tipo que llamó, y que daba informes a Gustavo, era alguien cercano a la policía que esperaba pasar inadvertido.

   Las horas siguieron consumiéndose y mis recuerdos se volvieron más melancólicos. Decidí salir. Al principio sólo tomé el auto para recorrer la cuidad. Para contemplar el caos de las calles, que en algunos momentos parecía bello. Llegué al centro y seguí el recorrido de siempre. Sentía el cansancio, por la falta de sueño, como un distante dolor de cabeza, con el cerebro lento y mis ideas confusas.

   Durante la tarde hice varias actividades y consideré el paseo terminado.

   ¿Cómo lo pudieron llevar a una trampa si no confiaba en nadie? ¿Un amigo? ¿Alguien que lo engañó para guiarlo a la muerte? ¿O simplemente porque él quería que fuera de esa manera?

   Pero, sobre la marcha, la idea de visitar la escena del crimen fue tomando fuerza. Me dirigí a la fábrica abandonada. La colonia Olimpia es un viejo sector industrial, que con el crecimiento de la ciudad quedó demasiado céntrico, la contaminación y el escándalo obligaron a las autoridades a cerrar la mayoría de las empresas. Ahora las construcciones ruinosas surgen como fantasmas imponentes, reflejando una importancia ya perdida.

   El número 547 en la calle Amistad resultó ser una pequeña fábrica con un letrero oxidado donde todavía se leía: “La Mar, productos químicos para el hogar”. Estaba abandonada, detrás de sus muros sobresalían tanques de almacenamiento y torres de enfriamiento mohosas y viejas. Era el escenario perfecto para una trampa, para traer a Gustavo con engaños.

   Esperé en el auto hasta que la noche se impuso. La calle casi no tenía tráfico, pero la sola presencia de mi auto en una calle solitaria atraía las miradas de los pocos que pasaban.

   En cuanto consideré que la oscuridad tenía suficiente espesor decidí entrar y, con linterna por delante, salté el portón.

   Me encontré en un lugar tenebroso. La penumbra era completa, sólo distantes haces de luz pública, llegados desde la calle, disipando la oscuridad.

   Avancé despacio por un estacionamiento saturado de basura, hasta la nave industrial en ruinas. La luz de la lámpara encontró unos muebles no desgastados. Y en el suelo había muchas huellas de vehículos y pisadas, impresas en el polvo. Entendí que el lugar era usado con frecuencia por los narcos.

   Del lado izquierdo se hallaba una puerta que conducía a un patio lateral con grandes tanques de acero oxidados. Salí con la linterna para descubrir un pequeño patio y dos grandes tanques en el fondo. Trazados en el pavimento, se encontraban pequeños círculos blancos marcados con tiza, donde supuse que se encontraron las evidencias del tiroteo. Encontré tres grupos de marcas amontonadas en sitios distintos del patio, separadas por algunos metros; eran los lugares escogidos por los asesinos para disparar. En la parte trasera del patio había otro grupo de marcas, más numerosas y algunas contra la pared de un tanque, traté de leer en ellas los signos que describían los últimos momentos de la vida de mi amigo. La sangre se veía oscura pero todavía reconocible por la luz de la lámpara. Los círculos blancos se concentraban delineando el contorno de un cuerpo, eran demasiados y se disipaban al alejarse de las marcas de sangre. Uno de los tanques tenía muchas perforaciones, de varios calibres, su sangre y sus restos todavía se encontraban aferrados al metal viejo.

   Era obvio que él sabía que era una trampa, llegar hasta el tanque sin sospechar nada era un acto demasiado ingenuo para cualquiera que viva de la investigación policíaca. Quizá fue sorprendido por algún error o él mismo buscó el enfrentamiento. Se notaba que se defendió al sentirse atrapado.

   Fastidiado del ambiente sombrío que me rodeaba salté el muro para volver al auto. Sentí la ciudad apagada, la noche y el escaso movimiento me hizo sentir cansancio. Circulé por la calles sin rumbo, esperando que alguna idea iluminara mis pensamientos oscuros.

   Tenía cerca de tres meses sin ver a Gustavo y casi seis meses sin sostener una plática. Realmente no sabía nada sobre lo que ocurría con él. En alguna ocasión traté de comunicarme pero no me devolvió la llamada, lo consideré como una grosería nacida de la confianza y no le di importancia. Ahora resulta obvio que tanto distanciamiento era producto de los problemas que enfrentaba.

   El alba trajo cansancio y regresé a mi casa. Dormí hasta las tres de la tarde. De hecho fue el teléfono celular el que me despertó.

   —Señor Ulises, habla Vallarta. Tenemos que platicar. Me he enterado de información interesante y me gustaría comentarla con usted, para saber su opinión.

   — ¿Qué tienes? — pregunté interesado.

   —Dijeron que González recibía dinero y mencionaron que el siguiente en la lista de muertes del narco es usted.

Decidimos reunirnos en media hora, en un restaurante que se encuentra en el centro de la ciudad. Cuando llegamos estaba lleno, pero pudimos encontrar una mesa. Después de ordenar la comida se inició la plática.

   — ¿Quiénes son los que dicen que González estaba vendido con uno de los Cárteles de drogas? — pregunté para iniciar la conversación. 

  El joven estaba nervioso, se veía en sus ojos.

   —No lo puedo creer, pero varios testigos lo vieron hablar con el jefe del Cártel de los Delta— dijo Vallarta un poco apenado—. Se encontraron en un restaurante elegante en el norte de la ciudad. Como el jefe de los Delta no confiaba en él llegó con varios guardaespaldas. Dicen que González los buscó.

   —No lo creo… ¿Dónde está el dinero?— dije, tratando de convencer a Vallarta con mi confianza—. El dinero no se puede ocultar.

   — ¿Por qué los narcos aseguran que González estaba vendido?

   —No lo sé. Tal vez lo quieran desprestigiar, así tendrían un motivo para cerrar el caso como ajuste de cuentas entre narcos… No podemos estar seguros de nada hasta terminar la investigación— contesté molesto.

   La discusión se alargó. Daba la impresión que el joven tenía el propósito de convencerme de la culpabilidad de González. En algún momento cambió el tema de conversación.

  —Dicen que te matarán. Está en la lista de los narcos— aclaró preocupado.

   —No será la primera vez— contesté con indiferencia—. Estaré preparado y esperando. Me defenderé, no son tan valientes como todos dicen.

   —Debes esconderte una temporada, procura que no te vean por la ciudad.

   —Es lo que ellos esperan que haga. No puedo detenerme. Seguiré adelante hasta que muera o encuentre a los culpables.

   —Sabes que uno de los que ordenaron la muerte de González es un jefe narco. Son muy poderosos, tiene amigos en la policía y en la política, será muy difícil enfrentarlos.

   Sabía que era cierto, no existía una verdadera justicia para González, al menos que yo se la consiguiera. Lo único que quedaba era matar yo mismo a los asesinos. Tenía un profundo odio que tensaba mis músculos. Dejé que el silencio me calmara.

   —No me parece justa la muerte de González, pero nuestras fuerzas tienen un límite, no podemos sacrificarnos la vida a lo fácil— dijo Vallarta con solemnidad.

   Entonces entendí que la forma de hablar no era del joven, eran palabras muy serias para él. Alguien lo persuadió de que viniera a tratar de convencerme, alguien mayor.

   — ¿Quién te mandó a hablar conmigo?

   —Jesús Álamo quería que te previnieran. Sólo yo me animé.

—o0o—

Mi presencia en la comandancia atrajo la mirada de todos, la mayoría era de sorpresa y de desconfianza.

   Cerca de las cuatro de la tarde llegué a la Oficias de la Ministerial para continuar la investigación. Pediría leer los informes de los decomisos de drogas de González.

   Jesús Álamo me recibió preocupado.

   —Los compañeros que investigan la muerte de González no quieren verte en el caso… Dicen que sólo ocasionarás problemas.

   —Tengo que investigar el asesinato, con ayuda o sin ella. Se lo debo a González— reconocí con cansancio.

   —Puedes leer lo que te dé tu gana, pero no me vengas a ocasionar problemas… Y que no se enteren los jefes.

      Me pidió que lo acompañara con cierto aire de disgusto. Nos dirigimos a los archivos donde Bernardo Díaz, con más de cincuenta años, con el cabello canoso y con una gran cicatriz en el rostro, nos recibió con indiferencia. Conocía su historia, fue un buen policía hasta que lo hirieron en la cara, en un enfrentamiento con ladrones, casi muere. Ahora no puede ver bien, escucha con dificultad y tiene fuertes dolores de cabeza. Aunque aceptó la pensión por la herida no quiso dejar de trabajar y le encontraron acomodo en el archivo, escudriña entre legajos, buscando pistas perdidas entre cientos de papeles.

   Hubo una pequeña y discreta discusión entre Bernardo y Jesús. No pude escuchar, pero comprendía que era por mis intenciones. Algo dijo Jesús, con gesto severo, que el viejo salió a regañadientes a buscar entre los archivos amontonados en la oficina un legajo voluminoso.

   —Después de entregar estos informes González andaba muy engorilado. Me dijo que era peligroso hacer su trabajo hoy en día… Espero que encuentres pronto a los asesinos de González para acabar con todos los problemas— dijo Álamo entregándome el legajo y enseguida salió de la oficina de archivos.

   Sentado en un viejo escritorio empecé la lectura el informe. Eran cerca de seis páginas con una serie de datos de poca importancia. Seguía una descripción simple de la serie de hechos que llevaron a la muerte de mi amigo.

  Era la historia de siempre, de corrupción, de enfrentamientos entre corporaciones. Al parecer, una actitud tan descarada de los corruptos sorprendió a González, demostraba en su informe su indignación.

   En cuanto acabé de leer el informe Bernardo casi me lo arrebató de las manos.

   —Disculpa, pero tu cruzada nos puede ocasionar problemas—aclaró llevando el legajo hasta los archivos.

   — ¿Qué más sabes sobre el homicidio de González? — pregunté mientras esperaba que archivara los papeles.

   —Déjate de cosas, Arena. Detrás de todas las estupideces que hacemos están los de arriba, los mismos Jefes que nos dirigen tienen arreglos con los narcos— dijo tratando de darle importancia a sus palabras volviendo grave su tono de voz. —Cada determinado tiempo uno de nosotros muere. Es parte del manejo político del narco—. Continuó diciendo el policía viejo mientras caminaba al escritorio, poniendo la mano en mi hombro. —Es simple, nosotros, para presumir a la prensa, atrapamos cargamentos de drogas que valen algún dinero, claro, con el consentimiento de los narcos. Los narcos quedan bien con sus capos matando a cuanto mugroso pueden, sin pasar de diez muertos al año… Todo está arreglado y la muerte es una manera de limpiar de basura los Cárteles y la policía.

   —Aunque los muertos sean los pocos elementos buenos de la policía.

   —La gente buena no anda con narcos… Bueno, entiendo lo que quieres decir. González era bueno, pero algo cambió en él en los últimos meses.

   — ¿Entonces no sabes nada?— pregunté esperando acabar con la plática que ya molestaba.

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