Celina

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   —Nadie entiende nada en realidad. Todos creemos saber quiénes fueron los que lo mataron y por qué lo hicieron. No tenemos pruebas, pero todos nos imaginamos lo qué ocurrió. Nada más.

   Deslizó su mano entre la cicatriz y sus cabellos canosos, la cual se le vio más profunda, demostró cansancio. Dijo con voz apagada:

   —A mí me molestan las pendejadas. Yo también fui traicionado por los compañeros para proteger a un grupo de ladrones. Y estoy vivo porque mejor me quedé callado, no pedí explicaciones, ni busqué culpables. Acepté que perdí y nada más, consideré el tiempo en el hospital y las cicatrices como parte del juego, eso es todo.

   Entendí que, en su momento, él luchó por sus ideales contra el mismo mundo de corrupción con el que se enfrentaba Gustavo. Pagó un precio alto, no quiso seguir arriesgándose más y lo respeto por eso.

   Esperaba salir de las oficinas de los ministeriales sin otro problema, pero en el corredor principal me esperaban.

   — ¿Qué quieres, Arena? — gritó Ignacio Ruiz acercándose en compañía de tres ministeriales que no conocía—. ¿A ti también te tienen en la nómina los Delta? ¿Seguirás deteniendo cargamentos de los narcos del Norte?

   La actitud de los policías me sorprendió, no lo esperaba. Pero no podía pasar por alto esa forma prepotente de hablarme.

   —Déjense de estupideces—contesté con actitud de reto—. ¿Por qué tanto interés? ¿No serás tú el vendido?

   —Sabemos que estuviste en los archivos. ¿Qué quieres?... No interfieras en nuestro caso. Deja en paz la muerte de tu amigo.

   Peleamos de nuevo y después de unos cuantos golpes los propios compañeros de Ignacio nos separaron.

   —No te metas con nosotros, Arena, o te pondremos en la madre—, fue una de las últimas amenazas que gritó Ruiz.

   En ese momento Jesús Álamo salió de su oficina e impuso orden a gritos. Pidió explicaciones.

   —Este cabrón lo único que conseguirá es complicar la investigación—dijo Ignacio.

   —Preferimos que Ulises no se entrometa con la investigación—aclaró un ministerial que no pude ver.

   — ¡Vamos! —protesté enojado—. Lo único que quieren es echar tierra al asunto. No piensan resolver el asesinato, sólo hacer tiempo y esperar que el caso se olvide para encubrir a los culpables.

   Siguió otro intenso forcejeo y muchos gritos. Pero no me pudieron tocar. Álamo tuvo que imponerse de nuevo.

   —Déjense de estupideces. Cualquiera puede realizar una investigación sí le da la gana. Conocen la ley y tenemos que seguirla todos.

   De la comandancia salí molesto y decepcionado de los ministeriales.

—o0o—

La lluvia fue imponiéndose despacio. Algunas gotas aisladas se estrellaron en el parabrisas, fueron aumentando en número y tamaño hasta volverse un aguacero. Reduje la velocidad del auto y, de nuevo, circulé por la ciudad sin rumbo. Esperando no pensar, no quería enfrentar a los recuerdos, pero fue inevitable, como sí mi subconsciente estuviera obligado a recordar al amigo muerto. Mientras las calles parecían desfilar indiferentes ante mi falta de atención.

   A González lo conocí al entrar como novato a la Judicial. Yo también iniciaba como investigador privado, éramos jóvenes entonces y un idealismo ingenuo estaba presente en nuestra manera de pensar. Esperábamos acabar con el mal, hoy sólo espero sobrevivir un día más sin corromperme. Una de mis primeras comisiones fue vigilar a la esposa infiel de un funcionario menor del gobierno federal.

   Cuando empecé como investigador no era muy bueno. Al tercer día la mujer que vigilaba sospechó por mi presencia cerca de su casa. Ella misma alertó a las autoridades de mi presencia en la calle, y el propio González y uno de sus compañeros se encargaron de investigar mi presencia en los alrededores de la casa.

   Su actitud fue prepotente, pero prudente por si estuviera relacionado con algún influyente.

   Al detenerme me bajaron del auto con algo de maltrato y me registraron, lanzando preguntas en tono molesto.

   — ¿Qué chingados haces aquí? — preguntó González mientras su compañero revisaba el auto.

  —Espero a mi novia— contesté.

   Tenía instrucciones de no reconocer que era investigador privado y de no mencionar jamás el nombre de la agencia en la que trabajaba.

   —No te hagas el loco, llevas tres días vigilando la casa.

  El otro judicial se acercó para darme un golpe en la boca del estómago.

   —Estabas vigilando la casa para robarla, o eres guerrillero y pensabas secuestrar a los dueños de la casa— preguntó el otro, mientras me encontraba sofocado por el golpe.

   — ¿Por qué no traes identificaciones?... te va a llevar la chingada—dijo González.

   Otro golpe.

   —Te arrestamos por sospecha de asesinato y lo que resulte—concluyó su compañero.

   No podía discutir con ellos, de nada serviría. Sabía que a donde me llevaran recibiría más golpes. Por fortuna me trasladaron a la comandancia de la judicial. Me condujeron a empujones hasta un cubícalo aparte. El lugar medía dos por tres metros, sin ventanas y el olor a sudor y orines era penetrante. Dos judiciales tenían a otro supuesto criminal contra la pared, golpeándolo, exigiéndole que confesaran. El tipo se resistía, entre lamentos y rabia, a confesar un crimen que tal vez no cometió.

   —Cuidadito con gritar— dijo uno de los judiciales momentos antes de darle un golpe más.

   También fui torturado durante media hora, fue mi bautismo de fuego en la investigación privada.

   Esa noche la pasé en la celda. A primera hora de la mañana llegó González para llevarme al cubículo.

   —Ya me interrogaron anoche. ¿Qué pasa…? —protesté.

   —Bueno, vas a decirme que chingados hacías allí o te mato a golpes— dijo ya frustrado.

   —Ya te dije.

   —No te hagas pendejo. Anoche una compañía de detectives privados trató de pagar tu fianza. ¿Estabas vigilando a la esposa del General Urrieta?

   Ya no contesté.

   — ¿Quién era el amante de la esposa de Urrieta? —preguntó y tiró un manotazo a mi cabeza.

   Únicamente lo vi en dos ocasiones al amante, era el segundo al mando del secretario de Gobernación: El general Ochoa. Ese militar, que en aquel momento traicionaba a un amigo, años después traicionaría al país. Moriría llevándose consigo todos los secretos de los malos manejos de dos o tres presidentes, a los cuales sirvió en varios puestos. Fraudes, robos millonarios y asesinatos, Ochoa lo sabía todo, pero decidió que con su silencio le era leal a unos cabrones y le dio la espalda a todo un país.

   —Lo vi una vez, pero sé que es alguien importante.

   En el gesto de González apareció la preocupación.

   —Esta madrugada apareció muerto el general Urrieta en la entrada de la casa que vigilabas.

   Me molesté, supuse que el cliente llegó en mal momento a su casa. Ochoa siempre visitaba a su amante con uno o dos guardaespaldas. Cuando el general Urrieta quiso entrar a su casa a la fuerza para ver a la mujer los guardaespaldas del amante lo mataron.

   — ¿Estaba la esposa de Urrieta en la casa cuando llegaron? —pregunté para confirmar mis sospechas.

   —No, aún no la hemos podido localizar. Fueron los vecinos lo que dieron aviso a la policía cuando escucharon los disparos. Vieron poco, sólo dos autos negros de lujo alejándose de la casa.

   — ¿El arma con que mataron al general era una cuarenta y cinco?

   —Sí, le dieron tres tiros en el pecho. Urrieta trató de sacar su pistola pero los asesinos dispararon primero.

   Los guardaespaldas usan ese calibre. Estaba seguro de que ellos lo mataron.

  — ¿Tú sabes quién era el amante de la señora? —volvió a preguntar González.

   —Son gente de muy arriba, es mejor que tú ni lo sepas y que yo ni me acuerde.

   Trató de sacarme la información, ya con un trato menos violento, pero decidí guardarme el secreto. Con gesto de preocupación Gustavo me llevó de nuevo a la celda. Fui liberado esa misma mañana. Mi jefe inmediato casi dio un brincó en su asiento al recibir la información.

   —Son pendejadas muy importantes, mejor ni meternos— concluyó.

  Al día siguiente ya me encontraba vigilando a otra esposa infiel. Por lo que me enteré días después, las autoridades fabricaron un culpable para encubrir el crimen y a González no lo vi en muchos meses.

—o0o—

Celina se encontraba nerviosa, me llamó durante el recorrido nocturno, quería que la visitarla de inmediato. Se negó a hablar por teléfono, quería verme.

   Cuando llegué a su casa era cerca de la media noche, los niños se encontraban dormidos y ella me esperaba en la puerta de entrada. Me hizo pasar al recibidor, se notaba cansada y se veía en su rostro que no había podido dormir.

   —Ya no quiero que investigues. Es muy peligroso, a ti también te puede matar y no me lo perdonaría.

   — ¿Te han amenazado por teléfono?

   —Sí, pero no es la primera vez, no me asustan pero tampoco puedo confiarme. Tengo que olvidar todo esto y salir adelante con mis hijos, y con tantas preocupaciones no sé si podré.

   Ya sentados en la sala de estar ella vaciló un momento.

   —Si es dinero del narco no lo quiero. Prefiero batallar con mis hijos a darles un dinero que viene manchado de sangre— protestó Celina de forma molesta.

   — ¿De qué hablas? —pregunté confundido.

   Celina pensó un momento, se veía dudas en su mirada. Se llevó las manos a la cara y dijo:

   —Sé que Gustavo no era así, no podía aceptar sobornos. Pero hace rato saqué su ropa del armario y encontré esto.

   Ella colocó sobre la mesa de centro un maletín negro de plástico. Lo abrió con rapidez dejando al descubierto varios paquetes gruesos de billetes. Me apresuré a tomar uno para asegurarme de lo que veía. Eran billetes de cien dólares, cada paquete contenía diez mil dólares. Estaba sorprendido.

    —Deben ser más de cien mil dólares. Pero no quiero ese dinero. Llévatelo— continuó Celina con tono de cansancio.

   Caminé a la ventana para mirar la lluvia. La imagen de un González corrupto y aceptando dinero no la podía admitir. Pero sólo miré la lluvia, las calles llenas de agua y mis malos pensamientos parecían negarse a escurrirse de mi mente, como la hacía el agua de lluvia en la calle. Estaba decepcionado.

   —Espera. Déjame averiguar qué pasó, de dónde salió ese dinero. Tal vez lo quería para ustedes. Consérvalo, escóndelo, mientras investigo— dije por fin sin poder apartar la vista de la lluvia.

   — ¿Pero si es dinero de los narcos?— preguntó.

  —No. Con su muerte purificó el dinero. Además creo que lo consiguió para sus hijos y no sería justo negárselos después del sacrificio de su padre.

   —Pero mis hijos sabrán que es dinero malo.

   —Ellos sabrán que es la herencia de su padre… Él no era corrupto. Algo estaba pasando y no sabemos qué ocurrió… Tal vez el dinero lo tengas que devolver. No sabemos. Espera a terminar la investigación para decidir lo que haremos después.

—o0o—

Estuve seguro que la guerra entre narcos estaba fuera de control cuando mataron a un comandante de la ministerial en la ciudad. Sólo esperaron en una avenida, por donde siempre pasaba, para balear la camioneta. Se dio un escándalo en los medios, pero no pasó nada más. Los rumores internos aclararon que fue asesinado por ser honrado, no recibía sobornos, y estuve seguro que la situación empeoraría con el paso de los días.

   Pero entonces se reportaban todos los días varias ejecuciones, y la ciudadanía ya mostraba temor por la violencia, algunos civiles terminaban siendo víctimas inocentes del fuego cruzado. Las imágenes desagradables poblaban las primeras páginas de los periódicos, la peor de todas fue una foto mostrando tres cabezas arrojadas en un lugar muy concurrido.

—o0o—

Todavía estaba lloviendo cuando llegué a la oficina. De nuevo estaba viendo la lluvia por la ventana. Me encontraba relajado, mirando con indiferencia la señal de la última amenaza dejada en la ventana. Alguien disparó desde la calle hacia mi ventana, dejando un cristal dañado, con muchas cuarteaduras y un orificio pequeño con señales de astillas blancas a su alrededor. Era una advertencia para alejarme de la investigación de Gustavo.

   Permanecí frente a la ventana por casi una hora. Esperando otro disparo, un intento más de intimidación, pero nada pasó, y los minutos se mezclaron con la melancolía de mis recuerdos. Miraba las escasas gotas que entraban por el orificio de bala y escurrían por el cristal.

   En ocasiones tengo miedo. Son muchos enemigos que se hacen como investigador. Afronto atentados contra mi vida de vez en cuando, los acepto como parte de mi realidad. Y tal vez, cuando llegue mi momento de dejar este mundo, ni siquiera tenga la seguridad de por qué me atacaron.

CAPÍTULO III

   En el informa de Gustavo sobre el primer decomiso, no aparecen los detalles. Las palabras eran escuetas y planas. Tuve que esforzarme para poder comprender qué pasó en esa ocasión y sólo lo puedo imaginar así:

  Gustavo González miraba preocupado la autopista en ambos sentidos. Esperaba un camión de carga que contenía kilos de cocaína. A su espalda un restaurante en medio de la soledad de la carretera y dos patrullas federales estacionadas a su lado. Los cuatro policías platicando con indiferencia cansados de la espera.

   El día anterior Gustavo recibió una llamada anónima, según escribió en el informe, donde le explicaban que un cargamento de latas de conservas, conteniendo drogas, pasaría a las tres de la tarde por el kilómetro veinticuatro de la carretera nacional, precisamente frente al único restaurante en esa parte del camino.

   Gustavo consideró la llamada como una broma frente a sus compañeros, pero era su obligación asegurarse de que lo fuera. Llamó a un amigo federal para que lo apoyara. Como siempre, al principio se negaron, pero logró convencerlos de enviar dos patrullas y cuatro elementos. El retén fue colocado desde el medio día.

   Para las tres de la tarde ya se encontraban intranquilos, sus miradas buscaban en la distancia cualquier característica en los camiones que les permitiera sospechar. Ya habían inspeccionado a cuatro vehículos pero fue inútil. Pasaron tres horas y los federales mostraban señales de cansancio y de molestia por el calor. González suspiró con alivio al ver aparecer el primer camión parecido a la descripción dada de forma anónima.

  —Ése es el bueno — dijo González a los federales.

  Los cinco se acercaron a la carretera e hicieron señales a la unidad para que se detuvo, arrastrándose pesadamente por la cuneta el vehículo se detuvo. Indiferentes se aproximaron todos a la cabina.

   —Policía Federal. Revisaremos su cargamento para asegurarnos de que todo esté en regla — dijo uno de los federales.

   El chofer bajó contrariado llevando algunos documentos y dijo saludando a todos con mucha familiaridad:

   — ¿Cómo están, compañeros? El comandante Barrón me encargó que se comunicaran con él si tuviera algún problema.

   González ignoró el comentario y pidió los papeles del cargamento. Uno de los federales se dirigió a la patrulla para hablar por radio.

   —Inspeccionemos la caja del camión— aclaró González.

   —No, mejor esperamos al comandante Barrón para no tener dificultades— sugirió uno de los federales apartándose del camión.

   —Déjense de tonterías. Abran la caja de una vez.

   — Espere, Jefe. Los sellos no los puede romper, tendría que mostrarme algún orden judicial con autorización— dijo el Chofer preocupado.

    —No chingues cabrón, ahora para buscar drogas tengo que pedirte permiso.

   El chofer, moreno y alto, protestó de forma pausada ante los federales, pero González rompió el candado. Al abrir la puerta de la carga quedaron al descubierto cientos de cajas de cartón acomodadas en orden, las cuales contenían latas de conservas con chile jalapeño.

   Él revisó la caja del camión, se aseguró de que no hubiera doble fondo, ni señales de drogas escondidas en alguna parte de la caja, pero no había nada. Lo único que faltaba era la carga. Rompió la caja más cercana y sacó una lata de conservas de un litro.

   Buscó por unos momento algo con que abrirla, y al final bajó del camión y estrelló la lata con fuerza contra la suelo. Ésta se deformó y dejó escapar algo de líquido y algunos pedazos de verduras. La revisó un momento y volvió a azotarla hasta que, por la deformación, pudo separar un poco la cubierta y ver su contenido. Dentro, entre los chiles jalapeños, encontró un paquete gris envuelto en plástico que supuso contenía drogas.

    —Te acaba de cargar la chingada— dijo González al chofer en actitud de triunfo.

   Con una navaja continuó abriendo la lata hasta poder sacar el paquete. Un polvo blanco se deslizó de una pequeña cortadura en el bulto.

  —Mejor hablen con el comandante para que se eviten problemas— dijo el Chofer ya asustado.

   De mala gana, los federales, esposaron al chofer y lo condujeron hasta un pasillo. Según anotó en el informe en ese momento empezaron a ocurrir irregularidades. La primera fue la llegada de federales y ministeriales que nada tenían que hacer allí. Al principio revisaron el camión con ansiedad disimulada, buscando dinero o algo que llevarse de botín. Cuando se cansaron de hurgar, miraron con desconfianza al chofer, lo interrogaron en secreto pero de nada sirvió.

   Después la reunión se trasformó en fiesta de cóctel. Hubo pláticas, risas y un ambiente relajado.

   Según el informe, se le acercó un jefe de grupo de los ministeriales, González no lo conocía, ni pudo averiguar quién era. Fingió ser amigo de toda la vida, con gran sonrisa y voz suave.

    —Mira, tengo instrucciones de los altos mandos de dejar pasar el cargamento. No preguntes quién o por qué— dijo el ministerial mirándolo a los ojos con firmeza—. Si el camión continúa su camino ahora no pasará nada. Nadie se enterará y todo quedará entre nosotros.

  —Claro que no— protestó González enojado—. Es una carga importante y lo entregaré al agente del ministerio público federal.

—Te darán una buen dinero si dejas pasar la carga—dijo el tipo olvidando su gesto severo para portarse amigable—. Con una buena cantidad de dinero podrás vivir bien… Déjate las tonterías como principios y honradez, a los pobres sólo nos estorban… Deja ir el cargamento y todo estará bien.

  —El cargamento será entregado al ministerio público y se acabó.

  —Sólo tendrás problemas si detienes el cargamento.

   Al parecer la discusión terminó en un pleito, porque tuvieron que intervenir varios hombres para apartarlos. González fue llevado a una patrulla federal donde trataron de calmarlo.

   En medio del escándalo la patrulla donde se encontraba detenido el chofer del camión desapareció. González quiso interrogarlo.

    — ¿Dónde está el chofer? — preguntó a gritos.

   Nadie supo contestar, simplemente ya no estaba. A pesar de que revisó todas las patrullas y recorrió el área no lo encontró. González anotó en el informe que uno de los muchos policías que llegaron al lugar ayudó a escapar al chofer, pero a nadie podía acusar y de todos sospechaba.

   Permaneció cerca del camión hasta que se lo llevaron a las instalaciones de la Procuraduría Federal.

   Al llegar ya esperaban al camión algunos reporteros y jefes de mando medio. Policías especializados con perros dieron un espectáculo para la prensa revisando el vehículo.

   González fue felicitado por los federales y contestó algunas preguntas a los reporteros, pero su nombre no apareció en los periódicos.

   Para la media noche todas las latas de conservas estaban abiertas y encontraron paquetes de cocaína puro, con un peso aproximado de doscientos kilos. Que, según los papeles encontrados en la cabina, iban dirigidos hacia una ciudad fronteriza.

—o0o—

— ¿Cómo estás, Vallarta? — pregunté al joven amigo de González por teléfono—. Te llamo para saber si tiene alguna información nueva.

   Esa mañana dejé que el tiempo pasara sin levantarme de la cama. Había despertado tarde y no tenía ánimo para moverme. Al medio día tomé un baño y a la una llamé a Vallarta.

   —Lo de siempre—contestó el joven—. Pero tengo un detalla que quizá no tenga importancia, Gustavo actuaba extraño desde hace meses.

   Lo único que había en el refrigerador para desayunar eran dos cervezas y bebí una mientras hablaba por teléfono. Aprovechaba las pausas en la plática para dar un trago. Pero ese último silencio fue demasiado largo.

   — ¿Qué piensas que andaba mal?

   —No me malentiendas— dijo Vallarta vacilante—. González tenía a todo el mundo en su contra y lo acusaban de corrupción, entiendo que estuviera decepcionado. Un día me dejó de hablar y se aisló de los compañeros. Pensé que se trataba de un malentendido y esperé que él mismo olvidara el asunto… Pero era algo más, tenía la mirada triste, y se enojaba por momentos. Me imaginé que había problemas, busqué a Celina para platicar y aunque ella lo había notado también no sabía el motivo… Un día lo encontré en un bar, lo invité a tomarnos unas cervezas, esperaba que ya bebido contara los problemas que tenía, pero su plática fue desordenada. Deba la impresión de no querer hablar de esos temas, sólo comentó que pronto moriría. Supuse que los narcos lo tenían amenazado desde el principio.

  — ¿Por qué los narcos querían matarlo desde hace meses?

   —No lo sé. Él no lo dijo. Pero tenía esa seguridad.

   Di un largo trago a la cerveza. Mientras consideraba que tal vez los problemas que terminaron con la vida de mi amigo iniciaron antes de los captura de drogas.

   — ¿Cuándo empezó a alejarse de los demás?

   —Cómo hace seis meses.

   La cerveza se acabó y mejor terminé la llamada.

   Escuché las detonaciones en la calle, algunos gritos débiles de mujer, enseguida los silbidos de las balas y el sonido de cristales al romperse. Las balas golpearon el techo y cayeron por allí, en la sala.

   Sabía que era otro intento de intimidación, pero no sentí enojo ni miedo. Aunque la sorpresa hizo que me estremeciera, no quise dejar el sillón, sería arriesgarme mucho asomarme a la ventana dañada después de los disparos en la calle.

   Decidí preocuparme hasta que escuchara ruidos tras la puerta, la señal indiscutible de un ataque directo. Pero no escuché nada a lo largo de los minutos, y la concentración y el temor se fueron disipando por los pensamientos.

   ¿Qué será la muerte? No tengo una completa seguridad de tener fe, pero quiero creer.   Timbró el teléfono. Era una amenaza más.

   —Sigue chingando y te partimos la madre.

   — ¿Y qué esperas?

   Colgó de inmediato, me sentí furioso.

   Minutos después salí a buscar un viejo amigo de González, fueron compañeros en la judicial en los ochenta y le dio los primeros consejos para sobrevivir en la procuraduría cuando todavía era un novato. El viejo amigo creía en la tortura para encontrar culpables y tenía cierta fama de buen investigador entre sus compañeros. Pero también fue corrupto.

   Ahora era un tendero, que ya jubilado desperdiciaba su mirada de águila acomodando mercancía en los estantes de su pequeña tienda de abarrotes.

   —En mis tiempos le puse en la madre a los terroristas y narcotraficantes, y resolví asesinatos muy complejos… Y hoy la pensión apenas alcanza para mantenerme— dijo el viejo Torres acomodando latas con cansancio—. Cuántas veces estuve a punto de que me mataran por las limosnas que me daban de sueldo, fueron demasiado. Y ahora resulta que gano más en mi tiendita que con la pensión.

   Decidí buscar a Torres por la tarde. En dos ocasiones acompañé a mi amigo a visitar la tiendita.

   —Torres es bueno para las deducciones—se justificaba González, cuando le pregunté por qué visitar a un viejo amargado—. Siempre tiene buenas ideas.

   Al entrar tuve que presentarme como amigo de González para deshacerme de su mirada de desconfianza. Me aproximé despacio y dudando en lo que debería decir.

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