Catalina

Catalina


Capítulo primero

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Míster Brock alcanzó un completo éxito diplomático, pues una vez que los hijos del párroco, después de haberse paseado a caballo, se retiraran con sus padres, otros chicuelos de más humilde rango en el lugar fueron montados también sobre «Guillermo de Nassau» y «Jorge de Dinamarca», mientras el cabo entretenía a los demás circunstantes, los ya maduros, con chistes e historietas divertidas… A tal punto derramando simpatía, que las mujeres, a pesar de su edad, de su nariz colorada y una cierta bizquedad de uno de sus ojos, decían que era una joya, al propio tiempo que no era menor su popularidad entre los hombres…

—Vamos a ver, tú, Tomás Clodpole —dijo Brock a uno de aquellos lugareños, al que Catalina le habla indicado como uno de sus pretendientes, el que reía con más ganas todos sus chistes—; vamos a ver, ¿cuánto te pagan por semana?

Míster Clodpole, cuyo verdadero nombre era Bullock, confesó que su salario eran tres chelines y medio.

—¡Tres chelines y medio!… ¡Qué barbaridad! ¿Y para eso trabajas como los galeotes que yo he visto en Turquía y en América?… Y eso aquí, señores, en el país de Prester John; ¡y te levantas tiritando en las frías mañanas de invierno para cortar el hielo que necesitan los señores para sus bebidas!

—¡Qué le voy a hacer! —repuso Bullock sin salir de su apoteosis, al ver la detallada información que acerca de él tenía el cabo, el cual prosiguió:

O te dedicas a limpiar las pocilgas o a llevar el estiércol al prado… o haces de perro de pastor y cuidas del ganado, o te pasas los días guadañando los pastizales… y cuando el sol te hace casi saltar los ojos de las órbitas, te derrite las mantecas, y has dejado el alma en la tierra… vuelves a tu casa… ¿para qué?… ¡para tres indecentes chelines y medio por semana! Y di, ¿te dan pudin todos los días?

—No; solamente los domingos.

—¿Te pagan lo justo?

—Ni mucho menos.

—¿Te dan bastante cerveza?

—¡Oh, nunca! Ni probarla.

—Pues chócala, querido Clodpole; como me llamo Brock, que hoy vas a poder beber toda la que quieras. Aquí hay dinero, muchacho; en este bolso tengo treinta monedas de oro; ¿cómo te figuras que las he conseguido y cómo crees que tendré otras tantas cuando éstas se concluyan? Pues sirviendo a su majestad: ya ves si es fácil. ¡Viva su majestad! ¡Abajo el rey de Francia!

Bullock, algunos hombres y dos o tres chiquillos dieron un hurra como para aplaudir esta breve soflama del cabo; pero fue de notar que la mayor parte de ellos comenzaron a retirarse por el foro, mientras las mujeres les cuchicheaban al oído y miraban desconfiadas al cabo.

Como éste lo observara, dijo:

—Ya veo lo que ocurre, señoras mías. Ya estáis asustadas y creéis que yo soy el señuelo que ha venido a robaros vuestros prometidos. Pues no hay tal. Peter Brock no es capaz de semejante fechoría. ¿Queréis que os diga una cosa? Pues que Jack Churchill en persona ha estrechado esta mano mía y ha bebido una jarra conmigo; y ¿le creéis capaz de estrechar la mano de un sinvergüenza? Lo que pasa es que Tomás Clodpole no sabe lo que es hartarse de cerveza, pues aquí estoy yo, que tengo el capricho de convidarle a él y a otros caballeros. ¿Es que mi compañía los deshonra acaso? Yo tengo dinero y gusto para gastarlo. ¿Qué mal hay en ello? ¿Por qué habría yo de cometer ninguna acción indigna… verdad, Tomás?

No tuvo el cabo la ingenuidad de esperar una satisfactoria respuesta a su interrogación: así es que no extrañó el mutismo en que Bullock continuara; el caso es que, al final de la discusión, tanto él como otros dos o tres lugareños más estaban plenamente convencidos de las buenas intenciones de su reciente amigo, y le acompañaron adentro del mesón a regodearse con la ofrecida cerveza. Entre los invitados había uno que, a juzgar por su indumentaria, había venido al mundo para algo mejor que aquellos otros desharrapados que acompañaban a Brock. De todos ellos, acaso éste era el único que no prestaba gran crédito a las historias del cabo; pero al ver que Bullock aceptaba la invitación, dijo:

—Bueno, Tomás; si tú vas, yo iré también.

Llamábase el personaje en cuestión John Hayes, y era de profesión carpintero.

—Yo sabía que vendrías —dijo Tomás—; tú irás siempre donde esté Catalina, sobre todo… pudiendo ir de gorra.

—Nada de eso; tengo un chelín para gastar… y mi dinero es, por lo menos, tan bueno como el del cabo aquí presente.

—Un chelín para guardarle en una media, querrás decir; ni aun por todo lo que te tiene chalado dentro del mesón, serías tú capaz de gastarte en el mostrador un penique; tú no habrías entrado si no fuera porque yo entro y el capitán convida.

—Vaya, entren ya, señores; basta de disputas —dijo Brock—; si éste simpático mozo viene con nosotros, bien venido sea; lo que hace falta es que haya licor bastante, que por dinero no se ha de dejar. Amigo Tomás, venga tu brazo; míster Hayes, por lo que veo, eres un gallito… y ésos son los hombres que a nosotros nos agradan. Entrad, mis queridos agricultores, que míster Brock va a tener el honor de invitaros a todos.

Y con éstos, míster Brock, acompañado de Hayes, Bullock, Blacksmith, Baker, Butcher y otros dos o tres, penetró en el mesón, mientras los caballos eran conducidos a la cuadra.

Habrá visto el lector que sin anuncios de trompeta ni comienzos de nuevos capítulos nos las hemos arreglado lo mejor posible para presentarle a míster Hayes; y aunque a primera vista un simple aprendiz de ebanista no haya de parecer muy digno del conocimiento de los lectores, muchos de los cuales hubieran preferido conocer a algún degollador, salteador de caminos, o ratero, cuando menos, debemos advertir que las acciones y palabras de este personaje deben ser tenidas en consideración por el público, toda vez que en el transcurso de esta novela ha de reaparecer varias veces, en circunstancias muy extrañas y con muy dignas aptitudes. Las palabras del rústico Juvenal-Clodpole inducen a creer que Hayes era, al mismo tiempo, un cuidadoso guardador de su dinero y un apasionado adorador de Catalina, cosas ambas muy puestas en razón por cierto. El padre de Hayes era considerado como un hombre que poseía una modesta fortuna, y John, que estaba haciendo su aprendizaje en el lugar, no cesaba de hablar de sus aspiraciones de riqueza, de la próxima escritura que debía hacer para entrar en sociedad con su padre y de la magnífica casa y extensa propiedad rústica en que viviría como una reina su futura esposa. Así es que, para el barbero y el carnicero de la aldea, y aun para su propio maestro, era objeto de admiración, y no debemos negar que todas estas demostraciones de riqueza habían llegado a impresionar algo a Catalina, en quien había puesto sus ojos enamorados el joven aprendiz de ebanista. De haber sido de regular apariencia nada más, en vez de raquítico y pálido como era; si hubiera sido feo, pero al mismo tiempo espiritual, es probable que Catalina se hubiese sentido algo más inclinada hacia él. Pero era una pobre criatura enteca, que no se podía comparar con el bueno de Tomás Bullock, quien le llevaba, por lo menos, nueve pulgadas; por lo demás, era tan tímido, egoísta y tacaño, que había de experimentarse cierta vergüenza en aceptar sin recato sus declaraciones amorosas; de suerte que Catalina sólo podía corresponderle, procurando que nadie se enterase.

Pero no siempre son prudentes los mortales; y el hecho era que Hayes, que sólo se preocupaba de sí mismo, había hecho cuestión de amor propio conseguir a Catalina y estaba enamorado de ella desesperadamente, con un anhelo y ansia voraz de poseerla, lo cual hace a veces que las pasiones por las mujeres conviertan en hombres sin razón ni mesura a los más fríos y razonables. Sus padres —cuya sobriedad había heredado— trataron en vano de apartarle de tal pasión, y habían hecho varias tentativas inútiles para casarle con mujeres que tenían dinero y buscaban maridos; pero Hayes seguía impertérrito, sin prestar la menor atención a sus atractivos, y emperrado en lograr el amor de Catalina, aun sin dejar de reconocer lo absurdo de su pretensión por una pobre sirvienta de hostal.

—Yo soy un imbécil, ya lo sé —solía decir—; y sé que además ella no me quiere; pero si no me casara con ella, me moriría de pena…, y nos casaremos, pese a quien pese.

En honor de Catalina debemos decir que ella había declarado más de una vez que únicamente el matrimonio podría llegar a unirlos, rechazando con las más enérgicas protestas de indignación los ofrecimientos de otra naturaleza que la había hecho.

El pobre Tomás Bullock era otro de sus adoradores, y también le había ofrecido casarse con ella; pero tres chelines y medio por semana no eran muy del agrado de la muchacha, y Tomás había sido rechazado con sarcasmo. Cuando Hayes le hizo una proposición de casamiento en toda regla, Catalina no dijo en redondo que no; fue demasiado perspicaz: dijo que era todavía muy joven y que podía esperar, que aún no le quería lo bastante para casarse con él, dándole a entender que, si en pocos años no se presentaba ninguno mejor, tal vez consentiría en ello. Lo cual, como se ve, no era una de las perspectivas más risueñas para el pobre Hayes. Mientras tanto, ella se consideraba libre como el pájaro y se permitía cuantas inocentes expansiones puede permitirse una coqueta. Flirteaba con todos los solteros, viudos y aun casados, con una habilidad asombrosa para sus escasos años, aun cuando la edad no influye mucho en estas inclinaciones, pues sabido es que las mujeres son coquetas, por lo general, desde su más tierna infancia.

La mocosa de tres años juega a marido y mujer con el rapaz de cinco primaveras; las chiquillas de nueve se hacen las interesantes con mozalbetes de doce, y a los diez y seis, una señorita, bajo favorables auspicios, ya bien que sea bonita entre vas hermanas mayores y feas, ya hija y heredera única, o una humilde sirvienta lugareña, como nuestra preciosa Catalina, está en la flor de su coquetería y es capaz de dejar al más plantado con dos palmos de narices, con un aplomo y un aire de sencillez infantil que no hay mujer madura que le mejore.

Nuestra Catalina era, pues, una franca y verdadera coqueta, y John Hayes, un desgraciado. Éste había pasado lo mejor de su vida hasta entonces en un vendaval de pequeñas pasiones, de amargos celos y de ataques frustrados al corazón roqueño de Catalina, que no había logrado conmover con toda su tempestad amorosa… ¡Oh, crueles angustias de amor no correspondido, que lo mismo atormentan a los bellacos despreciables que a los más grandes héroes!, ¿qué hombre habrá que no las haya sentido? ¿Quién no se ha postrado de hinojos, adulado, suplicado, llorado, maldecido, y delirado en vano? ¿Quién no habrá pasado noches de claro en claro, teniendo por toda compañía los fantasmas de las perdidas esperanzas… las sombras de los fenecidos recuerdos, que salen de sus tumbas nocturnas, murmurando: «Ahora estamos muertas; pero hubo un día en que vivimos y os hicimos felices; ahora venimos a burlarnos de vosotros; desesperaos, enamorados; desesperaos y morid.»? ¡Oh, crueles angustias! ¡Oh, noches de pesadillas! Ahora un taimado espíritu demoníaco se introduce cautelosamente bajo vuestro gorro de dormir y murmura a vuestro oído aquellas palabras suaves y dulces, aromadas de esperanzas, que fueron proferidas en los atardeceres inolvidables… Allí, en el cajón de la cómoda, reposa la flor ya marchita que Amelia Guillermina llevara en su seno en un baile memorable… cadáver ahora de una muerta esperanza que entonces pareció habla de ser eterna realidad… ¡tan fuerte era, tan llena de alegría, tan brillante! Más allá, en el escritorio, en medio de una porción de cuentas sin pagar, está el ya mugriento pedazo de papel, sellado con el dedal, que acompañaba al par de mitones que ella misma había hecho —la pobre era hija de un carnicero, y hacía lo mejor que le era posible—, suplicando «te los pongas cuando te vistas con el traje nuevo, y pienses en la que»… se casó con otro tres semanas después, y ya no se preocupa por ti ni más ni menos que lo que se preocupa por el chico que hace los recados de la carnicería… Pero ¿a que multiplicar los ejemplos o a tratar de descubrir las angustias del pobre y apocado John Hayes? No hay error tan grande como el de creer que las intensas emociones del amor sólo puedan ser experimentadas por individuos virtuosos o exaltados… A veces se me ha ocurrido pensar, viendo al triste y pálido trapero que despierta los ecos de las calles con su voz gangosa, al pregonar la ropa vieja que comprar, que además de la carga de chaquetas y pantalones usados, bajo los que se tambalea, soporta otro enorme peso sentimental… y ¿quién sabe qué otras voces de desesperación resuenan en su triste pecho?

Se le ve, por ejemplo, regatear con un mayordomo acerca de un viejo vestido, y se piensa que pone toda su alma en el regateo…; sin embargo, la tiene muy lejos de allí…, en una calle lejana, donde mora la ingrata de sus pensamientos, que le ha convertido el corazón en un infierno peripatético. Y mil ejemplos más; baste uno, el del carnicero del pasadizo de San Martín. Cualquiera que le viera diría que goza de una calma perfecta: parece haber pasado cientos de años imperturbable ante el mismo solomillo; tal vez, cuando las puertas y ventanas de los demás establecimientos están cerradas por completo y todo el mundo entregado al reposo, él sigue silencioso cortando, cortando siempre; entra uno en su casa, le compra la carne que desea y se marcha, y él sigue inmutable, atesorando las ganancias de los bueyes infinitos. Se piensa que, si alguna vez la pasión hubo de fracasar en conquistar algún corazón, había de ser al estrellarse contra el de este hombre… Pues yo lo dudo mucho… y daría cualquier cosa por conocer su verdadera historia… ¿Quién sabe qué furiosas llamas se desencadenan en el Etna de su pecho, bajo la superficie calmosa de su montaña de carne? ¿Quién sería capaz de afirmar que semejante calma no es señal de desesperanza, o la desesperanza misma?

    Si el lector no ha comprendido por qué Hayes accedió a beber de la cerveza ofrecida por el cabo, debe leer las siguientes observaciones, que son bastante explícitas, y si aun así no las comprende todavía, no le queda más que compadecer a su inteligencia misma. Es claro como la luz meridiana. Hayes no podía soportar que Bullock tuviera ocasión de ver y tal vez de hacer el amor a Catalina en ausencia suya; y aunque la mocita no sólo no ponía coto a sus coqueterías delante de él, sino, por el contrario, las aumentaba, experimentaba una triste satisfacción estando cerca de ella, a pesar de sentirse tan empequeñecido.

En la presente ocasión, el pobre enamorado apuraba el cáliz del dolor hasta las heces, pues Catalina no se dignaba dedicarle ni una sola de sus miradas, ni una palabra, reservando sus más encantadoras sonrisas para el apuesto extranjero, propietario del caballo negro. Respecto al pobre Tomás Bullock, conviene consignar que su pasión nunca fue violenta, y que por lo tanto se daba entonces por satisfecho con poder suspirar y beber cerveza. Suspiró y bebió, volvió a suspirar y a beber, bebió de nuevo… y así sucesivamente, hasta trasegar una cantidad de licor que hubo de permitirle aceptar una guinea del cabo, de suerte que, al volverse otra vez razonable y sobrio, se encontró siendo soldado de la reina Ana.

Imposible seríanos contar la agonía de Hayes cuando, sentado con los amigos del cabo en un extremo de la cocina, vio al capitán en el sitio de honor y pudo observar las sonrisas que la rubia doncella le dirigía, cuando ella, un tanto arrebolada, pasó cerca de él con la cena del capitán, y, mostrándole el guardapelo, le dijo: «Mira lo que me ha regalado su merced, John», cuando ella, al verle palidecer y enrojecer de ira y celos, soltó el trapo y clamó alegremente: «Voy, milord», con una voz vibrante de triunfo, que le dejó a Hayes el alma transida de dolor y a punto de que le faltara el aliento.

Sin embargo, Tomás permanecía impávido ante tal coquetería; él y sus dos compañeros estaban ya casi sugestionados por el cabo: esperanza, gloria, cerveza cargada, príncipe Eugenio, ascensos, más cerveza fuerte, su bendita majestad, más cerveza todavía y otros asuntos por el estilo, ya báquicos, ya marciales, daban vueltas en sus aturdidos cerebros con velocidad vertiginosa.

Si hubiera habido un par de hábiles reporteros en el «Mesón de la Trompeta» habrían podido anotar los variantes de una conversación de amor y guerra —siendo los dos temas discutidos por las dos distintas reuniones que ocupaban la cocina—, las cuales, como las particellas, eran cantadas al mismo tiempo, formaban un «

duetto» en el que las armonías se acordaban perfectamente. De manera que, mientras el capitán murmuraba las más dulces insulseces al oído de Catalina, más allá el cabo, a grandes voces, narraba las más fieras batallas.

CAPITÁN. —¿Qué te parecería un precioso recamo de plata, linda Catalina? ¿No crees que una amazona escarlata, con magníficos encajes, te sentaría a maravilla? ¿Y un sombrero gris con una pluma azul, una buena jaca para que la montaras; y al pasar por delante de la compañía que todos los soldados presentaran armas, diciendo: «Aquí viene la señora del capitán…», no estaría de primera? ¿No te gustaría un palco en el teatro de Lincoln o bailar un minué con mi amigo el marqués?…

CABO. —La bala le entró por el codo, y se la extrajeron al día siguiente, ¿a qué no adivinas por dónde?… Pues por el cogote.

CAPITÁN. —Con el collar, un par de preciosas arracadas de diamantes y unos cuantos lunares, que tanto agracian la cara de las mujeres, estarías divina… y si además añadieras un poquito de carmín…, aunque, ¡por Baco!, mejillas como las tuyas no lo necesitan…, vamos… tengo la seguridad de que los pájaros vendrían a picotearte en ellas, tomándolas por fruta…

CABO. —Pues… por encima de la muralla; detrás de mí subieron otros veintitrés camaradas… ¡Por el Papa, amigo Tomás, vaya un día! Tenías que haber visto las caras que pusieron los «musiús» cuando tuvieron delante aquellos veinticuatro demonios, armados con pistola y espada, dispuestos a pinchar y rajar, cayendo como un aluvión en el reducto… ¡Ah, sacre D…! ¡Toma! ¡Oh,

mon Dieu! ¡Y duro con él! ¡

Ventrebleu!, al otro; y le hacíamos «

ventrebleu», no te quepa duda…, porque «

bleu», en francés, significa «abrir», y «

ventre» quiere decir… pues…

CAPITÁN. —Los corpiños, que ahora se llevan demasiado largos; y de las faldas de miriñaque no hay que hablar… Si las vieras… Aun no puedo tenerme de risa por una dama que vino a la fiesta de Warwick con una falda que parecía una tienda de campaña… tan enorme, que te juro hubieras podido sentarte a comer dentro de ella con toda comodidad.

CABO.—… Y allí nos encontramos al duque de Marlborough, sentado con el mariscal Tallard, que trataba de ahogar su pena en vino de Johannisberg… buen vino, ¡voto a tal!…, mas no superior a la cerveza de Warwick… «¿Quién ha realizado esa acción?», dijo nuestro noble general; yo di dos pasos adelante. «¿Cuántas cabezas has cortado?», insistió: «Diez y nueve, mi general… y algunos otros heridos…». Cuando él oyó esto… —¿por qué no bebes, Hayes?—, que me quede ahora mismo sin habla si no se le saltaron las lágrimas, y me dijo… «¡Bravo, mi noble camarada!… Perdonad, mariscal, si me alegro de oír hablar de la destrucción de vuestros compatriotas… Bravo, mi noble amigo… Toma… cien guineas para ti…». Y me las dió. Entonces el mariscal dijo: «El muchacho ha cumplido con su deber…». Y sacando una preciosa caja de rapé, de oro cincelado y diamantes, me regaló…

BULLOCK. —¡Por Cristo, la tabaquera de oro! Eso es suerte, cabo.

CABO. —No… la caja no… Me dió a tomar «un polvo»… ¡Que me ahorquen si no lo hizo!… Hubierais visto la cara de Jack Churchill al ver tal prueba de generosidad.

CAPITÁN. —Y acercándose a ella, le dijo: «¿Puedo tener el honor de bailar este minué con vos, señora?». La sala entera estaba muerta de risa ante la plancha de Jack, porque… como sabes… la pobre lady Susana tiene una pierna de palo… ¡ja, ja!… Habría resultado divertido un minué con una pata de madera… ¿Verdad, preciosa?

CATALINA. —¡Ja, ja, ja!… ¡Oh, capitán… qué tunante sois!…

* * *

Este retazo de conversación es más que suficiente para comprender que cada uno de los dos bizarros militares conducía, hasta entonces, sus operaciones con una perfecta estrategia. De los cinco destacamentos atacados por el cabo, tres se le habían rendido ya. El primero de todos fue Bullock, que se entregó desde los primeros ataques, y que había ignominiosamente dejado caer sus brazos por debajo de la mesa, no habiendo podido resistir más de doce descargas de cerveza; otro, el hijo de míster Blacksmith y un labrador cuyo nombre no hemos llegado a saber; el mismo míster Butcher estaba a punto de ceder, y habría cedido, de no ser auxiliado a tiempo por la furiosa carga de un destacamento que marchaba en su socorro, y que se componía de sus dos hijos y de su mujer, la cual hizo irrupción en el parador como una furia del averno, la emprendió a golpes con él marido y empezó a soltar por aquella boca tal cantidad de sapos y culebras contra el cabo, que éste hubo de creer lo más prudente declararse en retirada.

Entonces ella, cogiendo al marido por los pelos, le sacó a empellones del local…, con lo que el cabo se quedó estupefacto. Su estupefacción fue mayor aún al poder comprobar que su ataque contra John Hayes había fracasado más ruidosamente todavía: el tal Hayes parecía inalterable a la bebida… ya que no al amor; así es que, tomando con toda tranquilidad su sombrero, dio las buenas noches al cabo y se dispuso a partir, no sin antes dirigir una tierna mirada a Catalina, a la cual ella no hizo el menor caso, ya que ni aun le devolvió las buenas noches. Ella estaba entonces sentada a la mesa del capitán, jugando a las cartas con él, y aun cuando no pudiera comparárselo en el juego, él se las componía para perder todas las manos, seguro como estaba de que ganaba más que perdía.

Es de creer que Hayes fué a informar a la señora Score de lo que pasaba en la cocina, pues al salir de ésta se detuvo un momento en el bar, siendo llamada en seguida adentro, encontrándose el conde, al pedir una copa de vino añejo y un vaso de agua con panal, que ambas cosas le eran servidas por la dueña en persona. La consecuencia de ello fue que durante la media hora que necesitó para beber paulatinamente su bebida, el conde de Galgenstein, cuyo humor había ido ennegreciéndose, no cesó de mirar nervioso hacia la puerta por donde acababa de marcharse Catalina…, la cual no volvió a presentarse. Al fin, enojado de mala manera, pidió que le mostraran su alcoba, y se encaminó hacia ella como Dios le dio a entender, porque, a decir verdad, no podía tenerse en perfecto equilibrio sobre sus piernas. Y fue la señora Score quien le condujo, corrió las cortinas y, mostrando con orgullo la blancura de las sábanas, dijo:

—Ésta es una habitación muy cómoda, aunque no la mejor de la casa, que es la que por derecho corresponde a vuestra merced; pero como tiene dos camas, el cabo se ha metido en ella con los tres reclutas borrachos, y la ha cerrado por dentro con dos vueltas de llave; pero ya verá su merced qué lecho más cómodo y bien aireado éste; con deciros que yo he dormido en él durante diez y ocho años.

—Entonces, ¿qué? ¿Pensáis pasar esta noche sentada en él, a mis pies?… Pues no os arriendo la ganancia.

—¡Cómo! ¿Sentada aquí? ¡No, por Dios! Me iré a dormir a la cama de Catalina, porque siempre que hay huéspedes dormimos juntas.

Dicho lo cual, la señora Score hizo su buena reverencia y se retiró.

* * *

A la mañana siguiente, bien tempranito, la activa patrona y su bulliciosa asistenta habían ya preparado el jamón, el tocino frito y la cerveza para el cabo y sus tres secuaces, y puesto un hermoso mantel blanco para el desayuno del capitán. El joven herrero no comió con mucho apetito: pero Bullock y su amigo no dieron muestras de desagrado, salvo las naturales después de una noche como la pasada. Fueron muy contentos a casa del señor Dobbs a que los inscribiera en el registro, pues el párroco era, además, el juez de paz, y después recogieron sus humildes hatillos y despidiéronse sin gran pena de los pocos amigos que tenían.

Eran ya las once de la mañana, y el capitán aún no había bajado. Los demás estaban aburridos esperándole, y, mientras tanto, empezaron a gastar parte del dinero de la reina —ganado la noche antes con la venta de sus cuerpos—. También Catalina le esperaba impaciente, pues más de una vez había querido subir con el Pretexto de llevarle las botas o el agua caliente, y enseñarle el camino a Brock, que a veces se dignaba hacerle de barbero; más en todas estas ocasiones hubo de impedirselo la señora de Score, no riñéndola, sino sonriente y muy afable.

Al fin, con más suavidad que nunca, después de bajar de la habitación del capitán, le dijo:

—Catalina: su merced el conde tiene mucho apetito, y dice que te agradecería mucho poder comerse un buen alón de pollo; anda, hijita, llégate en un momento a la granja de Brigg y trae uno. ¡Ah!, desplúmalo antes de traerlo. Anda… que hagamos un buen almuerzo a su merced.

Catalina cogió su cesto y se fue por la puerta trasera del mesón, pasando por la cuadra; en ésta vio al muchacho del hostal, quien le informó de que la señora Score había inventado aquella trama para alejarla de la casa, pues él estaba arreglando los caballos para llevarlos a la puerta, porque el cabo le había dicho iban a partir en el acto para Stratford.

El hecho es que el conde, en vez de pensar en desayunarse con un alón de pollo, se había levantado con mala boca y sentía horror por cualquiera cosa que de lejos oliese a comida o bebida… a no ser de cerveza ligera; ordenó, pues, que le sirviesen un vaso de ésta, y al mandar que trajeran los caballos, preguntó a la señora Score, aunque con mucha finura, «por qué diablos había subido ella cada vez que llamaba, en vez de enviar a la muchacha»; a lo que la señora Score respondió que Catalina se había ido de paseo con su prometido y que no estaría visible en todo el día. Al oír esto, el capitán pidió inmediatamente los caballos y empezó a echar pestes del vino, de la cama, del mesón, de la patrona y de todo cuanto de cerca o de lejos tenía que ver con el hostal. Llegaron los caballos; toda la chiquillería del pueblo habíase reunido alrededor de ellos; aparecieron los reclutas con perifollos en los sombreros; vino el cabo Brock con aires de gran importancia, y dándole una palmada en la espalda al herrero, le hizo montar en su caballo; los chiquillos prorrumpieron en vítores. Por fin apareció el capitán; Brock le hizo un saludo militar irreprochable, que con pocas mafias y torpemente trataron de imitar los reclutas.

—Yo andaré un rato con estos bravos camaradas, y nos uniremos a vuestra merced en Stratford, más tarde —dijo el cabo.

—Bueno —repuso el capitán mientras montaba.

La dueña hizo una de sus mejores reverencias. Los chiquillos dieron más vítores; el muchacho, que había estado sosteniendo las bridas con una mano y aguantando el estribo con la otra, y que esperaba una buena propina de un noble caballero como aquél, sólo recibió una coz y una maldición cuando el conde, picando espuelas, gritó:

—¡Largo todo el mundo!… ¡Así reventéis!

Y salió al galope…

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