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Casino » Tercera parte: La retirada » 19

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«Caballeros, éstos son los riesgos del negocio. A veces incluso esta gente te roba a ti.»

El 28 de noviembre de 1978, Carl Thomas y Joe Agosto llegaron a Kansas City para reunirse con Nick Civella. Poco antes habían encargado a Thomas el desvío de dinero en el hotel Tropicana y en aquellos momentos se planteaba un problema: Civella consideraba que lo estafaba precisamente el personal al que Carl Thomas había encargado dicho desvío. Don Shepard, el gerente del casino —conocido por el sobrenombre de Bee Bee y uno de los más fieles manipuladores de la sala de contabilidad que tenía Thomas— había perdido 40.000 dólares en efectivo en una partida de cartas; en cuanto Civella se enteró de ello, inmediatamente dedujo que Shepard no podía haber acumulado tal cantidad de dinero a menos que lo robara; la idea consistía en desenmascarar el goteo: si las ganancias de la casa no aumentaban en la cantidad que normalmente se desviaba, Civella y Agosto tenía que concluir que los desviadores desviaban el desvío. Pero después de seis semanas, la moratoria se había demostrado no concluyente, y Civella había decidido anularla. El problema que se planteaba era cómo controlar el desvío cuando se iniciara de nuevo. ¿Habían investigado todos los posibles métodos de desvío? ¿Existía algún sistema para evitar que personas como Shepard robaran?

Ese era, evidentemente, un problema tan trillado como el propio desvío. Como cuenta Murray Ehrenberg, ex gerente de El Zurdo en el Stardust:

Al principio contaban el dinero los propietarios de los casinos.

Pero el estado no tardó en darse cuenta de que no presentaban cuentas exactas en el pago de impuestos y aprobaron una ley que prohibía a los propietarios entrar en sus salas de contabilidad. Aún hoy en día el propietario tiene prohibido su acceso a la sala de contabilidad.

Dicha legislación significó que los propietarios eligieran a unos hombres de paja que llevaran a cabo dicha tarea por ellos, y al cabo de poco, los hombres de paja se preguntaron: «¿Por qué contar para que se aproveche otro?». Poco después, las cuentas reales no salieron de la sala.

Existieron hombres de paja como Charlie Rich, El Cubo, íntimo amigo de Cary Grant, quien poseía una caja fuerte tan atestada de pilas de diez mil dólares formadas por fajos de billetes de 100 dólares que en una ocasión en que yo estaba presente en su apertura, la tapa saltó disparada. Aquella caja fuerte contenía a buen seguro tres o cuatro millones de dólares.

En la primera época, cuando no había crédito, durante los cincuenta, los sesenta e incluso principios de los setenta, la gente acudía a Las Vegas con dinero en efectivo. Todo el mundo jugaba con dinero contante y sonante. Resultaba casi imposible meter la espátula en la ranura de la mesa de los dados por tantos billetes de cien dólares que se habían acumulado en las cajas de recogida.

Precisamente por esta razón los hombres de paja, que mandaban en la ciudad, consiguieron que se aprobara una ley para expulsar de ésta a los listos, que por otra parte eran los propietarios reales por aquella época. Los hombres de paja se pusieron de acuerdo con los políticos y la poli para que los propietarios de hecho, el hampa, no pudieran pisar la ciudad.

Ciertos hombres de paja como Jake, hermano de Meyer Lansky, fueron los primeros en llevar las cuentas para los de Nueva York. Moe Dalitz fue el primero que las llevó para los del Oeste Medio y Cleveland. Y los jefes, que permanecían en su ciudad, los que constaban en la lista negra de Nevada, no podían moverse y tenían que confiar en sus hombres de paja en las cuentas del dinero.

Ése era el juego. El primer recuento estableció veinte para el Gran Tony y treinta para el sur, directo al bolsillo. Al cabo de poco: «¿Por qué decirle al Gran Tony que son veinte?»

La gente del hampa podía ser dura en su medio, pero fuera de él se les podía manejar fácilmente. Podemos remontarnos hasta Bugsy Siegel. Del Webb cobró a Bugsy cincuenta dólares por un tirador de puerta de cinco dólares y le vendió hasta seis y siete veces las mismas palmeras. Tenía asimismo un grupo de croupiers de blackjack griegos procedentes de Cuba, con un montón de familiares, que en un solo año sacaron suficiente dinero del Flamingo para abrir casinos en todas las islas. Los superjefes de fuera jamás se enteraron.

Aun cuando uno está al corriente de lo que puede suceder, resulta casi imposible controlar el goteo de efectivo de un casino. En el Stardust, por ejemplo, tenemos a un croupier que saca cincuenta dólares al día. El que controla el Ojo, cien dólares al día. Y por la sala circulan millones de dólares. La gente, ¿no acude al trabajo con todo ello en la cabeza? El hampa tiene miles de espías y, a pesar de todo, deja cabos sueltos.

En el Fremont, la sala de contar el dinero estaba en el primer piso, y los guardias de seguridad recogían las cajas de debajo de las mesas, las cargaban en unas carretillas y las llevaban arriba para contar su contenido. Pero, de camino, en el montacargas, con la puerta cerrada, como quiera que disponían de una copia de la llave que abría las cajas, agarraban un puñado de billetes. Nunca cogían una cantidad excesiva de ninguna de las cajas y solían alisar el montón.

Era gente lista. Siempre que podían, daban una vuelta por la sala para comprobar qué mesas estaban más calientes y luego recogían el dinero de las elegidas.

Nadie les habría pescado de no haber sido por la ocasión en que agarraron sin querer un recibo (el justificante de las fichas solicitado por las mesas al cajero), y entonces los auditores, al descubrir que faltaba un justificante de una de las cajas, se dieron cuenta de que alguien metía mano en ellas y se acabó la historia. En el Stardust teníamos técnicos que se hacían de oro. Circulaban por todo el casino sin levantar la menor sospecha. ¿Quién iba a cuestionarles algo? Comprobaban las tuberías, los circuitos eléctricos, el aire acondicionado. ¿Estaban ocupados? ¡Quién sabe! ¿A quién le importa?

Pues bien, uno de los puntos que tenían que controlar continuamente los técnicos era el Ojo; subían hasta allí y si no encontraban a nadie —los jefes eran tan indolentes que no estaban allí las veinticuatro horas controlando— bajaban con una tarjeta azul en el bolsillo. Si encontraban algún control allí, bajaban con una tarjeta roja. La tarjeta azul era la señal para robar. El técnico se quedaba con una parte de lo que robaba el croupier que seguía la señal.

Hoy en día, la estafa en un casino es un delito mayor, por el que se llegan a cumplir entre cinco y veinte años. Pero en aquella época, cuando pescaban a alguien, le pegaban una paliza y lo echaban.

Agosto y Thomas se reunieron para discutir el desvío de dinero del Tropicana con Civella, su hermano Carl y Carl DeLuna en casa de Josephine Mario, cuñada de Carl Civella. La casa de Mario estaba a unos pasos de la de Civella en un barrio italiano, y poseía una gran ventaja: se podía entrar por el garaje, cerrar la puerta de éste y meterse en la casa a partir de ahí, evitando así las miradas de vecinos u otros que pudieran merodear por la zona. Ahora bien, como quiera que el FBI sabía que Civella utilizaba la casa de Mario para las reuniones, había conseguido autorización para instalar en ella unos micrófonos en el comedor del sótano.

Nadie estaba al corriente de ello. La reunión empezó a las diez de la mañana y acabó a las seis de la tarde, y cuando se levantó la sesión se habían grabado siete cintas que constituyeron un hito para las fuerzas del orden: los hermanos Civella, DeLuna, Agosto y Thomas comieron espaguetis, bebieron vino y elaboraron las pautas para el desvío de dinero en un casino. Las grabaciones de casa de Mario constituyeron un extraordinario documento, esclarecedor, divertido, impresionantemente ingenuo; representó la puntilla que puso fin a la influencia de la mafia en Las Vegas. En él, Carl Thomas explicaba cómo funcionaba el desvío en el Tropicana y cómo había funcionado en Argent. Fue explicando a los de Kansas City las ventajas e inconvenientes de los distintos métodos de desvío, empezando por su favorito, simplemente robar el efectivo y acabando con el que menos le convencía, rellenar por triplicado los justificantes y luego retirar el dinero. Habló sobre las formas de alterar el peso de las monedas y los bancos auxiliares. Describió el método que utilizaba en Slots O'Fun, el pequeño casino que funcionaba bajo su control en el Strip, y explicó por qué no podía funcionar en un casino mayor. Filosofaba hablando de que los hombres en los que has depositado la confianza para que roben para ti se ven obligados a robar algo para ellos mismos. Él mismo afirmó en un momento dado de la reunión:

Caballeros, éstos son los riesgos del negocio. A veces incluso esta gente te roba a ti... Tengo dos tipos (en el Slots O'Fun) que diariamente me cuentan el dinero. Y sólo sacamos cien dólares al día. Pero cien dólares son cien dólares, treinta mil dólares al año; para nosotros, es mucho dinero. Un garito de nada. Soy consciente de que los tipos se llevan cien al día. Tal vez ciento treinta. Pero te volverías loco intentando averiguar a cuánto asciende el pico. Uno tiene que darse cuenta de que: ¿y si los pescan, Nick? ¿Sabes a lo que se exponen? A no volver a trabajar en su vida... Les estamos pidiendo que pongan en peligro su modus vivendi. Ahora bien, Nick, sabes lo que te aprecio, sabes que somos íntimos, pero tú eres más consciente que nadie de que cada vez que vengo a verte estoy arriesgando todo lo que tengo... Y a los muchachos les pasa igual. Se quedan con el dinero porque son nuestros muchachos. Tenemos que darles cierto margen de libertad.

Carl Thomas siguió hablando y hablando. Tal como afirmó años más tarde, tras ser condenado a quince años de cárcel a raíz de aquella tarde:

Se me habían cruzado los cables, seguro.

Apenas tres meses después de la reunión en casa de Mario, Shea Airey, agente del FBI y Gary Jenkins, del Departamento de Inteligencia de la policía de Kansas City, llamaron a la puerta de Carl DeLuna con una orden de registro que les permitía inspeccionar archivos y papeles. Durante meses, el Bureau había estado controlando cómo DeLuna utilizaba las cabinas telefónicas del hotel Breckinridge; le habían oído hablar de la entrega de «bultos» y «bocadillos»; le habían visto arrancar notas de los envoltorios de los cartuchos de monedas.

Había llegado el momento de registrar su casa. Encontraron en ella paquetes de dinero en efectivo: cuatro mil dólares en el cajón de la ropa interior de Sandra DeLuna; ocho mil dólares escondidos bajo la ropa interior de DeLuna, quince mil dólares en un ropero. Encontraron asimismo cuatro pistolas, un manual sobre envenenamientos, una radio para captar la frecuencia de la policía, una peluca negra, un aparato para fabricar llaves, ciento treinta llaves para copias y un libro para fabricar silenciadores. Encontraron todo tipo de cosas pero ningún archivo o papel. Luego bajaron al sótano. Y tal como precisa un agente de policía de Kansas City:

A veces uno va a casa de un pariente y se da cuenta de que allí hace muchos años que nadie tira nada. Aquel sótano era algo así. El propietario tenía que ser de los que comentan: «Nunca se sabe cuando te hará falta».

En una habitación cerrada con llave del sótano, los agentes encontraron blocs de notas, cuadernos taquigrafiados, tacos de facturas de hoteles, ficheros, todo ello lleno de notas manuscritas con una caligrafía clara en tinta roja o negra, fechadas, en las que se pormenorizaban a la perfección los gastos de DeLuna. Las notas estaban en clave, pero ésta pudo descifrarse con facilidad al confrontarla con las conversaciones que se habían grabado. Las notas demostraban el fin y la distribución del desvío de dinero: al 22, o Joe Aiuppa de Chicago; al Cazador de Ciervos, o Maishe Rockman de Cleveland; a Berman, o Frank Balistrieri de Milwaukee; a ON, o Nick Civella de Kansas City.

Según William Ouseley, agente del FBI:

Por lo que se refiere al registro, DeLuna se comportó como un perfecto caballero. Su mujer preparó café y trajo galletas.

Mientras Airey y Jenkins examinaban las notas, los agentes del FBI detenían a Carl Carusso —El Tenor— al aterrizar en el aeropuerto de Kansas City procedente de Las Vegas. El negocio legal de Carusso consistía en suministrar productos lácteos a Las Vegas; al mismo tiempo, llevaba el dinero desviado de Joe Agosto, del Tropicana, a la banda de Civella. Aquella noche llevaba 80.000 dólares en los bolsillos de la americana, dinero que le había entregado Joe Agosto, a quien a su vez se lo había entregado Don Shepard.

Se presentaron también órdenes de registro a Joe Agosto de Las Vegas, a Deil Gustavson, accionista del Tropicana, a Don Shepard, y en Kansas City, a Nick y Carl Civella. Uno de los agentes comentó:

Nick Civella era consciente de la orden de registro y se libró del golpe. Creo que nunca le habían registrado la casa. No encontramos en ella nada relevante. Lo único que encontramos fueron diamantes. Bolsas llenas de diamantes tallados. Tal vez en eso había invertido el dinero. Encontramos también un recorte de una publicación desconocida que nunca olvidaré. Al parecer, Civella lo había recortado —no llevaba fecha ni firma— y lo había guardado por su significado. Cuando lo leímos nos quedamos paralizados. Comprendimos hasta qué punto se tomaba en serio los principios de su tierra natal y sus negocios. Decía: «Este monstruo —el monstruo que han engendrado en mí— volverá para atormentar a su creador, se levantará de la tumba, del infierno, del infierno predestinado. Y me arrojará con violencia a la existencia futura. El descenso al abismo no va a cambiarme. Volveré arrastrándome para seguir su rastro eternamente. No conseguirán que fracase mi venganza. Jamás, jamás».

Dos días después del registro, DeLuna se entrevistó con tres de su banda en el Wimpy's, un restaurante de Kansas City. Los micrófonos del FBI instalados en el restaurante captaron toda la conversación, en la que DeLuna incluso admitía que contaba con que lo condenarían a unos años de cárcel. Éstas eran sus palabras:

Pero creo que con el tiempo, pude pasar un año, un año y medio, todos acabaremos con tres o cuatro. Es lo que tengo previsto. Ya he empezado a hacerle un lavado de cerebro a Sandy.

Incluso animaba a los demás para que prepararan a sus esposas.

DeLuna fue condenado finalmente a treinta años de cárcel. Su detención y la recuperación de sus notas proporcionaron al FBI el plan de la conspiración respecto al desvío del dinero; en realidad no exageraríamos si dijéramos que a raíz de la reunión en casa de Mario y de las notas de DeLuna se eliminó la mafia de los casinos de Chicago.

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