Casino

Casino


Casino » Primera parte: Apostar sobre la línea » 4

Página 9 de 31

4

«Daría la mitad de lo que tengo por ser honrado como tú. Sigue así.»

El Zurdo era probablemente el empleado más joven que había tenido en su vida Donald Angelini, el Mago de las Probabilidades. Angelini y Bill Kaplan llevaban el despacho de apuestas más popular y mejor conectado de Chicago. Tenían como socios a los jefes del hampa y como protectores a la policía de la ciudad. Sus clientes o bien eran los propietarios de la ciudad o bien los que la dirigían. Quien trabajaba para Angel-Kaplan tenía que ser un veterano aguerrido de la batalla de las apuestas. El despacho estaba atestado de viejos que mascaban puros del día anterior, deshechos de Guys and Dolls, jugadores que se habían pasado la vida compitiendo con timadores de todo pelaje. El Zurdo se encontraba allí en el paraíso. Él mismo afirma:

Llevaba un par de años trabajando en Angel-Kaplan cuando Gil Beckley alquiló dos grandes suites en el hotel Drake y me invitó allí. En la ciudad se preparaba un combate importante. No recuerdo exactamente quién participaba en él, pero me sentía el dueño del mundo. Me acababa de invitar a una fiesta el corredor de apuestas y el compensador más importante de los Estados Unidos de América.

Era consciente de que estaba ganando fama en los últimos tiempos y tuve la sensación de que aquélla era la forma que tenía Gil de hacerme participar en el club.

En la fiesta no había ningún cliente. Ningún jugador importante. Nada de eso. Todo eran profesionales. La crema del negocio. Corredores de apuestas, pronosticadores, compensadores. Y un par de jugadores profesionales que vivían de apostar en los deportes. Ningún gilipollas, ningún político.

Jamás había visto a Gil Beckley. Llevaba un par de años hablando con él por teléfono. Hablábamos seis o siete veces al día, en un plan muy amistoso.

Cuando lo conocí en persona, comprobé que era muy agradable. Le sorprendió que tuviera poco más de veinte años. En la fiesta había unas quince personas, y todas me llevaban veinte, treinta o cuarenta años.

Beckley me coge por su cuenta y me presenta a todo el mundo. Aquello es algo espectacular. Había comida y titis a manta. Él se ocupó de las titis.

Cuando ya llevaba un rato en la fiesta, va y me dice:

—Zurdo —porque me llamaba Zurdo, no me llamaba Frank—, tengo que decirte algo. Tú eres muy joven. Tienes un brillantísimo futuro. Te diré algo que tienes que tener muy en cuenta durante el resto de tu vida. Daría la mitad de lo que tengo —dijo; y era un hombre muy rico entonces— por ser honrado como tú. Sigue así. Eres inteligente. Tienes habilidad —siguió diciéndome—. ¡Sigue siendo honrado!

Nunca lo he olvidado, aunque en aquel momento no sabía exactamente a qué se refería. No respondí. Pero me decía que jugara con calma, que no me dejara pillar. Que vigilara mi reputación. Que no me pusieran etiquetas.

No le escuché. No sabía lo importantes que eran sus palabras. Era un jodido imberbe. Tenía demasiada energía. Había demasiado ego. El reto era demasiado importante. Quería convertirme en el mejor. ¿Qué importa que te detengan? ¿Por corredor de apuestas? Una multa de cincuenta dólares. Una condena condicional de diez días. A tomar por culo la poli.

Pero Gil Beckley lo sabía. Y además sabía todo lo que yo sabía. Sabía el precio que hay que pagar para ser conocido. Me estaba advirtiendo que jugara sobre seguro. Que me mantuviera en segundo plano. Que me apartara de los focos. No lo dijo exactamente, pero intuí que se refería a que no tuvieran que asociarme con el mundo del hampa.

Me limité a escuchar a Beckley y a asentir con la cabeza. Pero yo estaba lleno de energía. Dispuesto a desafiar al mundo. Sabía lo que hacía. Era capaz de controlarlo.

Al cabo de una semana de la fiesta vi a Hymie y a El As. Sabía que le habían invitado pero no apareció. Le dije que se había perdido una gran fiesta. Le conté que por fin había conocido a Gil Beckley y que era un tipo estupendo.

El As me miró como si estuviera apestado. No quería oír hablar de la fiesta. No le importaba quien se hubiera reunido allí. Ni Gil Beckley ni nadie. De todas formas, El As nunca quería que le contaras nada. No le interesaba el cotilleo ni el mundo del hampa ni nada que no fuera su baloncesto. El As nunca iba a ninguna fiesta. Nunca entraba en restaurantes y bares que frecuentaban las bandas. Como consecuencia, no lo pescaron en su vida.

El 26 de mayo de 1966, cuando Gil Beckley tenía cincuenta y tres años, fue detenido junto con diecisiete personas más, entre las que cabe citar a Gerald Kilgore, director del J.K. Sports Journal de Los Ángeles, y Sam Green, quien dirigía el Multiple Sports Service de Miami, tras una investigación de sus operaciones de compensación, para las que, según el FBI tenía sucursales en Nueva York, Maryland, Georgia, Tennessee, Carolina del Norte, Florida, Texas, California y Nueva Jersey. Fue juzgado, se le declaró culpable de transgresión de las leyes interestatales de regulación del juego y se le condenó a diez años. En 1970, antes de que se celebrara la vista de apelación a la sentencia, desapareció. El FBI considera que fue asesinado, pues los jefes de la organización temieron que pudiera hablar al enfrentarse a tan larga condena.

A principios de los sesenta, Tony Spilotro estaba completamente integrado en la vida del hampa. Ganaba mucho dinero y lo invertía en la calle. Por cada mil dólares que prestaba sacaba un beneficio de cien dólares a la semana. Tenía a su servicio unas bandas que se dedicaban al robo —al igual que Frank Cullotta— actuando por toda la ciudad, que le pasaban entre el diez y el veinte por ciento de sus beneficios. Tony trabajaba básicamente en el principal negocio de la organización mafiosa: asegurar impunidad. Evidentemente, Tony tenía que desviar un tanto por ciento del montante que conseguía hacia los capos y sus lugartenientes que estaban por encima de él, hacia individuos como Joe Lombardo, El Payaso, y Phil, el de Milwaukee.

Tony era asimismo un ladrón avezado. Conocía a los mejores maestros de la ganzúa, sorteadores de alarmas y peristas. Era capaz de poner un grupo a trabajar y dejar el objetivo limpio como una patena. Trabajaba básicamente con joyas. Conocía perfectamente las piedras. Podía haber sido joyero. De hecho, más tarde, abrió una joyería.

En verano de 1964, Tony y su esposa, Nancy —que había trabajado en una guardarropía—, hicieron un viaje de vacaciones a Europa con sus amigos John y Marianne Cook. John Cook tenía un negocio de esquí acuático en Miami, pero en los registros del FBI constaba como ladrón de joyas internacional. Los Spilotro y los Cook tomaron un vuelo hasta Amsterdam, alquilaron un Mercedes Benz y se fueron a Amberes, Bélgica, la capital europea de los diamantes. La Interpol y la policía del país siguieron sus pasos.

La policía belga puso vigilancia en el hotel donde se hospedaban. Observó como Spilotro y Cook hacían una ronda de inspección por las grandes joyerías y mayoristas del ramo. Comprobaron que examinaban los sistemas de alarma, escaparates y sistemas de seguridad. Visitaron asimismo la tienda de Salomon Goldenstein, joyero de la ciudad, de quien despertaron las sospechas cuando Cook utilizó un nombre falso y una dirección de hotel equivocada al intentar efectuar una compra con tarjeta de crédito. El joyero activó una alarma silenciosa y Spilotro y Cook fueron detenidos al salir del establecimiento. La policía descubrió que Cook llevaba un efectivo tirachinas y cojinetes, una pequeña palanca y llaves maestras para cerraduras Yale.

Al ser interrogado, explicó a la policía que llevaba las llaves maestras por temor a no poder abrir la puerta del coche y que el tirachinas y los cojinetes eran para su hijo.

Cuando la policía llevó a Spilotro y Cook de vuelta al hotel, encontró a las dos mujeres esperando con las maletas preparadas. Registraron el equipaje y encontraron más cojinetes.

Las autoridades belgas expulsaron a los Spilotro y los Cook del país.

Las dos parejas abandonaron Bélgica y siguieron sus vacaciones; viajaron en coche por los Alpes suizos, entraron en Mónaco para pasar dos días en Montecarlo y fueron a París antes de volver a casa.

Spilotro y Cook no supieron que les habían estado siguiendo desde Bélgica. Al llegar a París, los gendarmes los detuvieron de nuevo. En esta ocasión, la policía francesa encontró montones de ganzúas.

Cuando los Spilotro volvieron a Chicago tuvieron que pasar un registro de aduana en el que los agentes encontraron una fortuna en diamantes, dos de los cuales estaban cosidos a la cartera de Spilotro. En la aduana se les confiscó el botín, en el que además había ganzúas y herramientas para el robo. Según Frank Cullotta, que por aquel entonces se había convertido en la mano derecha de Spilotro:

Fui a recoger a Tony al aeropuerto. La poli revolvió todo su equipaje. Tony quedó totalmente sorprendido, pero Nancy estaba que mordía. No creo que él supiera que venía señalado desde París. No creo que supiera que estaba quemado y que la cosa iba a más.

Cuando llegamos a casa, recuerdo que dieron de comer a Vincent, su hijo, y luego Tony sacó una toalla blanca y la extendió en la mesa de la cocina. Seguidamente Nancy inclinó la cabeza sobre la mesa y se fue sacando uno a uno los diamantes que llevaba en el pelo. Iban saltando uno tras otro. Él se los había hecho esconder allí. Los de aduanas les habían confiscado algunos diamantes, pero las piedras más valiosas pasaron ocultas en el moño de Nancy.

Dos meses después, la policía francesa descubrió que Spilotro y Cook habían asaltado un apartamento en el Hotel de Paris de Montecarlo la noche del 7 de agosto, del que habían sacado 525.220 dólares en joyas y 4.000 dólares en cheques de viaje. Había alquilado dicho apartamento una acaudalada americana casada que había permanecido allí con un joven y por tanto estaba poco dispuesta a prestarse a una investigación. Cuando decidió hacerlo, Spilotro y Cook ya habían vuelto a los Estados Unidos.

Spilotro y Cook fueron declarados culpables en ausencia por la Audiencia de Monaco y sentenciados a tres años de cárcel si decidían volver a dicho país.

Según Cullotta:

Llevaba cinco años en la banda de Tony y jamás había visto a Rosenthal El Zurdo. Yo trabajaba con sus desvalijadores y gorilas. El Zurdo actuaba en su rollo de apuestas. Sam El Loco se ocupaba del tinglado del prestamismo y romper la crisma al personal. A Tony le gustaba mantener cada cosa en su sitio.

Cuando quería que le llevaras a algún sitio, por ejemplo, nunca te decía a quién encontrarías allí ni nada de nada. Tenías que limitarte a hacerlo y luego, tal vez, te contaba el próximo paso. Además, al llegar al sitio, te dabas cuenta de que el que estaba allí no tenía la menor idea de que se iba a encontrar contigo.

Y así, aquella tarde recibo una llamada de Tony y me dice que pase por su piso. Yo sabía que me necesitaba para hacer algo; no dice el qué ni nada de nada. Tampoco espero que lo haga. Y me voy para allá.

Tony y Nancy tenían un bonito piso de dos habitaciones en la cuarta planta de un edificio de Elmwood Park. Llego allí y me encuentro jugando al gin rummy con un individuo alto, delgado, de tez blanca. Era El Zurdo.

Nancy iba de acá para allá preparando café o llamando por teléfono. Me quedé detrás de Tony mientras jugaba unas cuantas manos, pero no abrí la boca. En algún momento me dirigí en voz baja a Nancy, pero me daba cuenta de que Tony le estaba pegando una paliza al otro.

Hay que tener en cuenta que Tony jugaba al gin rummy muy, pero que muy bien. Podía jugar doscientos puntos sin perder. El tipo podía ser perfectamente un jugador profesional de gin rummy. Una noche estaba en el bar de Jerry, en la barra, jugando al gin rummy con Jerry. Al otro le iban interrumpiendo todo el rato los clientes, y por fin Tony me dijo que atendiera yo a la barra.

Hice lo que me decía y estuvieron jugando hasta que Tony le sacó al pobre hombre quince mil dólares. Jerry se cayó del taburete y empezó a llorar.

—Me será imposible pagarlo —le dijo a Tony.

—Vale, me quedo con el bar —respondió el otro.

Jamás vi que Tony tuviera que pagar. Te obligaba a jugar hasta que le abandonaba la suerte. Normalmente, cuando ganaba a alguien, pongamos por caso quince mil dólares, me mandaba a acompañar al individuo al banco, yo tenía que esperarme allí mientras hacía efectivo un cheque y luego me entregaba el dinero para que yo se lo llevara a Tony.

De un montante de quince mil dólares, Tony reservaba tres mil para mí por el trabajo de asegurar que el otro no se escaqueara y por llevarle el dinero en efectivo. Tony era muy generoso. Cuando andaba por la ciudad, siempre pagaba todas las cuentas él. Le daba igual que fueran veinte o treinta personas, la cuenta siempre era para Tony. Y se cabreaba muchísimo con quien intentaba hacerse cargo de las propinas. Éstas también le tocaban a él. Jamás nadie pagó su comida.

Por fin, El Zurdo se levanta. Dice que ya le basta. «Se acabó», dice. Aquellos fulanos sabían latín. El Zurdo soltó tan sólo unos ocho mil y dijo que no llevaba más efectivo, que lo conseguiría y se lo pasaría más tarde a Tony.

Me di cuenta de que eran íntimos porque Tony no me dijo que fuera con El Zurdo a buscar el dinero. Me mandó tan sólo a acompañarlo a una parada de taxis situada entre las avenidas Grand y Harlem, en la frontera entre Elmwood Park y Chicago.

Aquélla era la única razón por la que Tony me mandó ir a su casa. No quería que El Zurdo llamara a un taxi desde allí. No le interesaba que se registrara ninguna recogida en taxi en su domicilio. Así, cuando dejé a El Zurdo en la parada nadie supo de donde venía. Y también por ello él no acudió a casa de Tony conduciendo su coche. No quería que nadie pudiera anotar su matrícula delante del domicilio de Tony. Por aquel entonces, Tony iba con mucho cuidado con este tipo de detalles. Era muy cauteloso.

Durante el trayecto, El Zurdo apenas abrió la boca. Permaneció allí sentado con aire abatido. Creo que no estaba acostumbrado a perder.

El Zurdo era misterioso. No podías leerle el pensamiento. A Tony le encantaba estar con él porque incluso entonces El Zurdo era uno de los mejores pronosticadores del país. Los viernes por la noche solíamos andar por ahí antes de apostar. Tony le preguntaba a veces a El Zurdo: «¿Qué me dices del Kansas?» y el otro se limitaba a responder: «No tengo formada ninguna opinión». Entonces Tony podía decirle: «¿Y el Rutgers-Holy Cross?» Y El Zurdo respondía: «Sin opinión».

Tony tiene la lista de los partidos universitarios impresa con las probabilidades; es larga como una nota de supermercado y va repasando partido por partido, mostrándoselo El Zurdo, y éste, allí de pie, apoyado contra la barra, tomando su agua Mountain Valley, mirando algún combate en diferido por la tele, va repitiendo su falta de opinión a Tony hasta asesinarlo.

Por fin, Tony explota. Mete la lista entre las manos de El Zurdo.

—Venga, escoge, escoge tú mismo.

Sin apenas apartar la vista del combate, El Zurdo coge la lista de Tony, señala rápidamente un par de puntos con un lápiz y se la devuelve a Tony.

Tony observa la lista, mientras El Zurdo sigue mirando la televisión.

—¡Eh! —dice Tony—. ¿Qué es eso? Aquí tengo cien partidos. El próximo fin de semana juegan todos los equipos de baloncesto del país, ¿y tú me marcas dos?

En el bar todo el mundo permanece en silencio. Nadie quiere meterse con ellos dos. El Zurdo se vuelve hacia Tony como si éste fuera un crío y dice:

—Sólo hay dos buenas apuestas.

—Sí, sí —le responde Tony—. Eso ya lo sé pero ¿y el Oklahoma-Oklahoma State? ¿Y el Indiana-Washington State? Por Dios, fíjate en todos éstos.

—Mira, Tony, te he marcado las dos mejores apuestas de la lista. Olvida el resto.

Tony se exalta y empieza a refregar el papel por la cara de El Zurdo.

—¿Dos apuestas entre cien? ¿Así es como juegas tú?

El Zurdo se lo mira como quien mira a una cucaracha.

—Creía que tenías la intención de ganar —dice.

—Pues claro que quiero ganar, pero también quiero divertirme. ¿Por qué no te relajas un poco? ¿Por el amor de Dios!

—¿Cuánto piensas apostar? —pregunta El Zurdo.

—Un par de los grandes, lo que sea... ¿Tú cuánto apuestas?

—Yo juego mucho más que esto —responde El Zurdo. El Zurdo prácticamente nunca dijo que «apostaba»; siempre «jugaba», «tenía una opinión» o «tomaba partido».

—¿Mucho más que qué? —salta Tony—. Si sólo juegas en dos puñeteros partidos. ¿Qué coño has apostado?

—No quieres saberlo —dice El Zurdo.

—Sí que quiero saberlo.

—¿Sacarás algo si pierdo?

—Vamos, dímelo. Quiero saberlo. Yo te lo he dicho, ¿no?

El Zurdo se acerca a Tony y le habla casi en un susurro, pero yo estoy entre ellos fijándome en sus labios mientras articula estas palabras:

—Nosotros, si no es por cincuenta por barba, no nos movemos.

Llegaría un día en que Tony apostaría cincuenta o sesenta mil dólares en un partido de fútbol o de baloncesto, pero aquél no era el momento. Nosotros teníamos poco más de veinte años. El Zurdo tenía unos treinta. Apostaba por su cuenta y para gente bastante importante, gente de la organización, todos nosotros sabíamos para quién.

—¡Ah, perdone usted! —dice Tony agarrando la lista y examinando de nuevo partido por partido—. Olvidé con quien estaba hablando. No tengo derecho a la vida. Estoy apostando calderilla.

Y en cuanto El Zurdo vuelve la vista hacia la tele, Tony le pregunta:

—¿Y el West Virginia, qué? Tienen aquel africano de dos metros diez. ¿Cómo demonios van a perder?

—No tengo una opinión al respecto —responde El Zurdo sin siquiera volver la vista.

Entonces Tony pierde los estribos. Enrolla el papel de las apuestas y empieza a golpear la cabeza de El Zurdo con él.

—Si pierdo, gilipollas —grita—, nos pagas una cena a todos.

Todos soltamos una enorme carcajada, incluso El Zurdo, y Tony se vuelve hacia nosotros diciendo:

—El gilipollas éste me lo pone todo negro.

Ir a la siguiente página

Report Page