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Casino » Tercera parte: La retirada » 23

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«En realidad, ya no lo considero amigo mío.»

Ésa fue la época más peligrosa. Años de vigilancia y escuchas telefónicas se habían empezado a traducir en procesos. Además de los procesos contra la Banda del agujero en la pared, se encausó a Allen Dorfman, Roy Williams y Joey Lombardo por intento de soborno al senador de Nevada Howard Cannon.

Se inculpó a Nick Civella, Carl Civella, Joe Agosto, Carl DeLuna, Carl Thomas y otros por participar en el desvío de dinero del Tropicana, y se esperaba que Joe Aiuppa, Jack Cerone y Frank Balistrieri y sus hijos, entre otros, fueran acusados del desvío de dinero del Stardust. A Allen Glick, diversos jurados de acusación le habían concedido la inmunidad en compensación a su declaración, pero hasta entonces sus abogados habían mantenido a raya a los fiscales.

Era un momento en que los acusados y sus abogados pasaban meses estudiando detenidamente horas de escuchas telefónicas y volúmenes encuadernados de transcripciones mecanografiadas. Los abogados buscaban alguna escapatoria. Los acusados buscaban posibles testigos para asesinarlos.

Era una época en que el mero hecho de ser sospechoso de cooperar con el gobierno era motivo suficiente para que te asesinaran. Y aunque no hubieras cooperado y hubieras pasado una buena temporada en la cárcel, seguías en peligro, porque entonces se te consideraba mucho más susceptible de aceptar las apetecibles proposiciones del gobierno.

Según Cullotta:

Les oí circulando por una habitación. «Joe, ¿qué piensas de Mike?» «Mike es fabuloso. Los tiene bien puestos.» «Larry, ¿qué piensas de Mike?» «¿Mike? Un jodido marine. Hasta el final.» «Frankie, ¿qué piensas de Mike?» «¿Mike? ¿Bromeas? Mike pondría la mano en el fuego por ti.» «Charlie, ¿qué piensas de Mike?» «¿Por qué arriesgarse?» Y ése fue el final de Mike. Así ocurrió.

Son momentos peligrosos porque los capos de la mafia saben que, además de las escuchas telefónicas —que los abogados podían discutir—, los fiscales necesitaban testigos o elementos que hubieran participado en la conspiración que puedan explicar lo que sucedió realmente, que puedan señalar con el dedo, que puedan traducir la indescifrable verborrea taquigrafiada de la mayor parte de escuchas.

Sigue Frank Cullotta:

Charlie Parsons, el tipo del FBI, vino a verme. Fue unos ocho meses después de que nos detuvieran a todos en Bertha.

—Tenemos información —dice— de que a tu amigo Tony Spilotro le han encargado que te mate.

Era un viernes. Me limité a asentir al tipo. Estoy pensando en lo que ocurrió hace unas semanas. Yo estaba durmiendo. ¡Pum! ¡Cataplum! ¡Pum! ¡Pum! «¿Qué coño pasa?— dije. —¿Qué demonios son esos tiros?» Me levanté de un salto. Miro por la ventana. Pasan unos individuos dentro de una camioneta. Disparan al tipo del piso de al lado.

El tipo iba a su casa. La puerta de al lado. Es un tipo honrado. ¿Qué coño es todo esto? Y me volví a dormir. En ese momento tenía que haberlo creído a pie juntillas, pero empecé a pensar en ello.

Después, Parsons me pone una cinta. Se oía con gran dificultad. Pero pude oírla. Pude oír a Tony pidiendo la aprobación.

La verdad es que, cuando piden la confirmación, no dicen: «Eh, ¿me cargo a Frank Cullotta esta noche?». Sino que más bien es algo así: «Tengo que ocuparme de la ropa Sucia. El tipo no la ha lavado de la manera correcta, lo cual ocasiona el problema que te he comentado...».

Soy yo. Yo soy el problema porque era el único que podía vincular a Tony con todo. Sal Romano, el puto chivato, no habló nunca con Tony. Sal habló conmigo, y yo hablé con Tony. Así es como lo establecimos desde el principio. Mis chicos nunca hablaban con Tony de ningún tema. Ellos ni siquiera sabían que tuve que dejarle participar en una cuarta parte de los beneficios; lo sospecharon porque operábamos sin interferencias.

Pero tengo que pensar que Tony sabe que me enfrento a un largo período. Está claro que soy un delincuente. Me van a caer treinta años. Tony debe pensar por qué no le delataría yo a cambio de un trato. El tipo no es estúpido. Yo hubiera pensado lo mismo.

Y el colega de Tony con el que habla acerca de la ropa sucia sabe perfectamente de qué habla Tony.

Oigo que el tipo dice: «Muy bien, ocúpate de ello. Lava la ropa. No hay ningún problema».

Pero los chicos con que contaba Tony para el trabajo fallaron. Si me hubiera tenido a mí en el caso, todo hubiera salido bien, pero ¿quién sabe a dónde se dirigió para el trabajo, ahora que toda mi banda está enterrada?

Encargó hacer el trabajo fuera, y mataron al hombre equivocado. Dispararon contra el tipo de la puerta de al lado.

Pensé: «Eh, ese individuo intentaba dispararme en la cabeza». Si ahora voy con el cuento al FBI, lo máximo que podrá hacer es conseguir una sentencia de diez años: cumplir seis y a la calle.

No le hará ningún daño. Es un chaval joven; saldrá. ¿Cómo podría perjudicarle? No le aplicarán los cargos federales de crimen organizado que conllevan largas condenas en la cárcel. Nunca podrían aplicárselos y dejarlo vivo. Tony era demasiado inteligente para eso.

Tres días después, el lunes por la mañana a las ocho y cuarto, el agente del FBI Parsons recibió una llamada telefónica.

—¿Reconoce mi voz? —preguntó Cullotta.

—Sí —respondió.

Al cabo de veinte minutos, Cullotta se hallaba en una casa segura protegida por media docena de agentes. Empezaron a redactar el informe de la operación y le llevaron a Chicago para que se presentara a una vista.

No sé cómo acabé con aquella inmunidad de negociación, pero así fue. Es la mejor clase de inmunidad que se puede conseguir. En otras palabras, cuando tienes inmunidad de negociación, no se te puede procesar por nada de lo que dices. Independientemente de lo que se trate. Ahora bien, el juez de Chicago me ofreció este tipo de inmunidad y yo ni sabía qué coño estaba haciendo al proporcionármela. ¿Qué sé yo sobre la inmunidad? Salgo de la sala de justicia y el del FBI dice: «Creo que el juez se ha equivocado».

Se escandalizaron.

Después de que obligaran a Rosenthal a dejar el Stardust, podías ajustar el reloj siguiendo su horario. Y, asimismo, una bomba lapa en el coche.

Se levantaba temprano por la mañana para llevar a los niños al colegio. Después pasaba la mayor parte del día en casa trabajando en los pronósticos para el fin de semana y sacando algunas acciones en las que se había interesado. Dos o tres días a la semana iba al Roma's, el restaurante de Tony en East Sahara Avenue, y a las seis de la tarde se encontraba con sus viejos colegas de apuestas Marty Kane, Ruby Goldstein y Stanley Green. Solían quedarse en la barra y tomar un par de copas mientras discutían las opciones deportivas de la semana y, poco después de las ocho, El Zurdo encargaba unas chuletas para llevar. El grupo solía separarse hacia las ocho y media o bien cuando el pedido del Zurdo estaba a punto. Entonces Rosenthal salía del restaurante, se metía en el coche y llegaba a casa antes de que los niños se fueran a la cama.

El 4 de octubre de 1982, El Zurdo siguió su rutina habitual. Pero cuando entró en el coche con la comida, explotó. Recuerda que vio unas llamas diminutas que salían de las rejillas de ventilación del coche, y también recuerda que el interior del coche quedó invadido por las llamas mientras luchaba por abrir la puerta.

Agarró el tirador de la puerta y se arrojó a la acera, rodando por el suelo durante unos momentos porque sus ropas estaban ardiendo. Después se puso de pie y vio que el coche ardía por completo. De pronto, dos hombres se precipitaron hacia él y le obligaron a tirarse al suelo, diciéndole que conservara la calma y se cubriera la cabeza.

En cuanto los tres se tiraron al suelo, las llamas alcanzaron el depósito de gasolina y el Cadillac El dorado de mil ochocientos kilos se elevó a más de un metro del suelo. Una bola de fuego de piezas destrozadas de metal y de plástico salió disparada a unos ciento cincuenta metros de altura, empezó a caer una lluvia de fragmentos ennegrecidos y el concurrido aparcamiento de cientos de metros cuadrados quedó cubierto de hollín. (Los dos hombres que obligaron a El Zurdo a tirarse al suelo resultaron ser dos agentes del servicio secreto que acababan de cenar.)

La explosión fue tan intensa y ruidosa, según Barbara Lawry, que vivía enfrente, que «parecía que un tren hubiera atravesado el tejado». Lori Wardle, la cajera del restaurante Marie Callender, enfrente del Roma's de Tony, dijo: «Corrí afuera y el aparcamiento estaba atestado de coches. El coche de Rosenthal voló por los aires y las llamas llegaron a una altura de dos pisos. Fue una explosión enorme. Se rompieron los cristales de la parte trasera del restaurante».

Un equipo de reporteros de la televisión local estaba tomando café allí cerca cuando se produjo la explosión, y tomaron fotos de Rosenthal, minutos después de ésta, vagando por el aparcamiento con un aire atolondrado y sosteniendo un pañuelo con el que se secaba la sangre de la cabeza. También le sangraban las heridas del brazo y la pierna izquierdos. Observó que Marty Kane y los demás colegas llamaban a su médico, se aseguraban de que los niños supieran que él estaba bien y de que los llevaran al hospital.

El agente encargado de las licencias de venta de alcohol y tabaco John Rice, que investigaba el caso junto con la policía local, dijo que El Zurdo había tenido «mucha suerte» de haber sobrevivido a la explosión. Según él mismo:

Tenía un noventa y nueve por ciento de probabilidades de morir con una bomba como ésa. Ahora bien, el Cadillac modelo Eldorado lleva instalado de fábrica una plancha de acero en el suelo, delante del asiento del conductor para proporcionar una mayor estabilidad. Lo que salvó la vida de El Zurdo fue esa plancha de acero.

La plancha de acero desvió la bomba arriba y hacia la parte trasera del coche en vez de hacia arriba y adelante. Debería haberse cambiado el apodo de El Zurdo por el del Afortunado.

La prensa y la policía llegaron a la sala de urgencias mientras a El Zurdo le curaban las heridas y las quemaduras. Cuando tuvo la cabeza despejada, miró hacia arriba desde aquella cama de hospital y vio un grupo de rostros con aire preocupado mirando hacia abajo. Tal como comentó Rosenthal:

Todos eran los número uno del FBI y la poli local. Y no estaban allí por amistad.

Todavía me realizaban curas cuando entraron los dos primeros del FBI. Eran atentos. Dijeron: «Dios mío, lo sentimos mucho. ¿Podemos ayudar en algo?».

Yo les dije: «No. ¿Harían el favor de dejarme solo?». Y ellos siguieron: «¿Está seguro?». Yo respondí que sí. Se fueron.

Después vinieron los de la policía local. En esa época, John McCarthy era el sheriff. De todos modos, entraron. Me dijeron: «¿Está listo para hablar ahora?». Yo les respondí: «Lárguense de una puta vez». Son palabras textuales. «Lárguense de una puta vez.»

Tras el tratamiento en el hospital, le dije a mi médico que necesitaba algo más de ayuda. Necesitaba más analgésicos. Realmente sufría unos terribles dolores. De modo que me administró una segunda dosis, y después me ayudó a salir por una puerta trasera que él conocía para poder esquivar a los de la prensa que se agolpaban en el vestíbulo y la entrada del edificio. Al llegar a casa, el ama de llaves estaba allí y me alegré de que los niños ya estuvieran durmiendo.

Al cabo de una media hora de estar en casa, sonó el teléfono. Era Joey Cusumano.

—¿Te encuentras bien? —pregunta él.

—Sí, ¿y tú? —respondo enseguida.

—Gracias a Dios. Gracias a Dios —dice—. ¿Necesitas algo, Frank?

—No, nada, Joe —digo—, pero si necesito algo serás el primero en saberlo.

Yo le sigo la corriente, porque sé que Tony Spilotro está allí con él. Cusumano está al aparato, pero es Tony quien formula las preguntas. Pero en aquellos momentos, me encontraba calmado. Trataba de repasar las cosas. Entonces, el dolor ya no era tan fuerte. La morfina seguía actuando. Intentaba reconstruir lo que había sucedido y trataba de descubrir quién lo había hecho.

La explosión fue una importante noticia. Los periódicos y los noticiarios de la televisión tuvieron pasto durante días. Surgió de inmediato la especulación sobre si Spilotro tenía algo que ver con la bomba y sobre si el odio entre los dos viejos amigos a raíz de la historia de Spilotro con la mujer de la que se había separado El Zurdo podía haber constituido el detonante de la bomba.

El agente del FBI Charlie Parsons comentó a la prensa que Spilotro y la mafia de Chicago probablemente estaban detrás del intento de asesinato. Apuntó que la persistente amargura y el resentimiento entre Spilotro y Rosenthal a causa de Geri fueran probablemente la causa.

Parsons dijo que incluso le había hecho a Rosenthal la oferta de ser testigo del gobierno: «Zurdo, la mafia no se arriesga a que tú no hables. Tienen que matarte. ¿Vas a arriesgarte tú por lo que ellos no van a hacer? Ven con nosotros. Te ofrecemos protección para ti y tus hijos».

Joseph Yablonsky, el jefe del FBI de Las Vegas, dijo que Rosenthal se libró por «milagro» y que «el asesino seguramente no era de la ciudad; si bien en Las Vegas hay personas capaces de fabricar un artefacto de esas características».

Al día siguiente de la explosión, El Zurdo recuerda que los polis locales y los agentes federales seguían llamando a su puerta con preguntas. El Zurdo estaba preocupado por qué iba a hacer la policía para protegerlo a él y a su familia, pero los polis sólo querían saber cuál era su relación con Spilotro y si los dos tipos tenían alguna pelea entre manos. El Zurdo comentó que Parsons hasta le había ofrecido carta blanca en el programa federal de testigos.

«Después de la típica acción mafiosa que han intentado contra ti —insistió Parsons—, no les debes ningún tipo de lealtad.»

El jefe del servicio de inteligencia Kent Clifford lo planteó sin ningún tipo de rodeos: «Zurdo, eres un muerto andante y no recibirás protección policial a menos que nos proporciones información».

Rosenthal respondió a Clifford con una llamada al sheriff y a los periódicos para quejarse del trato de Clifford, indicando que, como contribuyentes sin ninguna acusación, él y su familia tenían derecho a protección policial independientemente de lo que el jefe del servicio de inteligencia pensara de él a título personal.

Al día siguiente, en los editoriales de Las Vegas se criticó el trato de Clifford hacia El Zurdo, y el sheriff John McCarthy se disculpó públicamente por las observaciones de Clifford. Dijo que Rosenthal tenía derecho a protección policial sin tener en cuenta su personalidad o su falta de cooperación a la hora de ayudar a los agentes de la ley. Los editoriales, tanto en los diarios como en la televisión, se aliaron en la batalla de El Zurdo, señalando que sus hijos pequeños y el ama de llaves podían haber estado perfectamente en el coche en ese momento y que todos los ciudadanos tienen derecho a protección según la ley.

Kent Clifford llevó a cabo una proeza que Rosenthal, El Zurdo, fue incapaz de conseguir en años: lograr que la prensa le fuera favorable.

La atención de los medios de comunicación y de la policía fue tan intensa que El Zurdo decidió realizar una rueda de prensa en su propia casa y dejar así a un lado algunas de las insinuaciones e historias más provocadoras y peligrosas que estaban apareciendo en los periódicos. Recibió a una media docena de periodistas en pijama de seda. Todavía se le veían algunas vendas en la frente y el brazo izquierdo.

Durante los cuarenta y cinco minutos que duró la sesión de entrevista, El Zurdo dijo que los federales y los polis locales habían «sugerido insistentemente» que Spilotro había ideado la bomba lapa del coche. Si bien sabía que la bomba «no procedía de los Boy Scouts de América», El Zurdo se negó a acusar a algún conocido de tal acción.

Dijo que se sentiría «muy desgraciado y se indignaría muchísimo» si resultara que su viejo amigo Tony Spilotro fuera el responsable. El Zurdo comentó que no lo creía posible y que «se trataría de una situación muy perjudicial para todos nosotros». No quiero ni siquiera considerar esa idea. Tal como continuó El Zurdo:

En realidad, ya no lo considero amigo mío, pero tampoco estoy preparado en este momento para creer que Spilotro fue el responsable. No estoy dispuesto a creer que él podría haber hecho algo así. No tenía ningún motivo para pensar que yo o cualquier miembro de mi familia nos hallábamos en peligro, y llevaba una vida como todo el mundo. Obviamente, estaba equivocado. No voy a ponerme en contra de Spilotro. No tengo ninguna necesidad. No es mi estilo de hacer las cosas.

El Zurdo dijo que quería descubrir «quién lo había hecho y asegurarme de que no volviera a suceder... pero no tengo ningún ánimo de venganza. Si dijera que quiero venganza, me estaría situando en un nivel tan bajo como ellos». No consideraba que la bomba fuera un mensaje o una advertencia. «No conozco el motivo de este primer intento. Haré todo lo que pueda para frenarlos. Haré lo necesario para protegerme a mí y a mi familia.»

Existen dos teorías sólidas sobre quién intentó asesinar a Frank Rosenthal. La primera —defendida por el FBI— sostiene que fue Frank Balistrieri. A éste se le conoce como el Bombardero Loco, debido a su costumbre de hacer volar a sus adversarios. Y mediante una escucha telefónica en el despacho de Balistrieri unas semanas antes del atentado quedó grabado que Balistrieri decía a sus hijos que creía que Frank Rosenthal había ocasionado sus problemas. Les prometió que «obtendría una entera satisfacción».

La segunda teoría, generalizada entre la policía local, afirma que lo hizo Spilotro.

Según El Zurdo:

Geri vino a la ciudad después de la bomba. Dijo que quería cuidarme. Protegerme. Pero mi pasión se había apagado. Me dijo: «Sabes que puedo cambiar».

Intentó darme su número de teléfono ese día, pero yo le dije que no lo necesitaba. Ella siempre podía encontrarme.

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