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Casino » Primera parte: Apostar sobre la línea » 8

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«No es como un hijo; es mi hijo.»

Rosenthal El Zurdo tenía cuarenta y un años. Se había cansado de trabajar por cuenta propia. Llevaba un despacho de apuestas de nombre Rose Bowl y en un periodo de tiempo de cuatro meses lo habían detenido seis veces. Estaba harto de las jornadas de dieciocho horas y del continuo hostigamiento a que le tenía sometido la poli. Tenía que dejarlo. Conseguir un trabajo estable. Sentar la cabeza. Claro que tal vez Las Vegas sea la única ciudad del mundo donde sentar la cabeza equivale a trabajar en un casino. En palabras de Rosenthal:

En 1971 la tensión llegó al punto en que Geri me pidió que dejara el juego y buscara un trabajo normal. Que la familia tuviera algo de respetable, ahora que teníamos un hijo. Quería una vida normal. Geri se sentía marginada. Decía que Steven se sentía marginado. Yo tenía la sensación de que le debía cuando menos intentar vivir una vida normal por una temporada. Me dijo: «Utiliza en un casino la energía que aplicas en las apuestas semanales». Respondí que de acuerdo y rellené unas cuantas solicitudes. Tenía unos amigos en el Stardust y conseguí un empleo de supervisor. La categoría inmediatamente superior a la de croupier. Me pagaban sesenta dólares al día. Hacía un turno de ocho o nueve horas. Tenía bajo mi control cuatro mesas de blackjack.

El hotel y casino Stardust fueron construidos en 1959. Fue el primero que se edificó en un rascacielos, y según los agentes federales había tenido distintos propietarios, todos ellos conectados con la mafia de Chicago. Era famoso sobre todo por su rótulo —tan sólo la A contenía 932 bombillas eléctricas— y porque en su interior se hallaba el Lido Show. Se consideraba un establecimiento exento de emoción, un lugar en el que los jugadores perdían de una forma lenta y progresiva y no espectacular; los jugadores punteros acudían al Caesar's y al Desert Inn.

El tipo que me asignaron la primera noche fue Frank Cursoli, encargado del blackjack. Bobby Stella, vicepresidente del Stardust, a quien yo conocía de Chicago, me llevó a ver a Cursoli para presentármelo. Éste me soltó una delirante retahíla de palabras sobre los casinos y en ningún momento supe de qué coño me estaba hablando.

Luego, en mi primera noche, resulta que me llamaban por los altavoces. Yo desde el lugar donde estaba no podía acudir, pero vi que la mirada de Cursoli decía: «¿Quién coño es éste?» y también que preguntaba a Bobby Stella: «¿Quién es ese tipo? ¿A qué viene tanto lío de localización?».

Y Bobby le respondió: «Tranquilo. Tranquilo. Tú no sabes quién es. No te preocupes». Es decir que Bobby intentaba hacerle comprender a Cursoli que yo no era un empleado normal y corriente.

Cuando le pedí un descanso a Cursoli —se me estaba despertando la úlcera—, él me miró bastante mal. «Veremos qué se puede hacer», me responde como si yo fuera imbécil. Volví a mi puesto realmente hecho un basilisco. No estaba acostumbrado a tenérselo que suplicar a nadie cuando necesitaba un vaso de leche.

Vi pasar por allí a Bobby Stella. Le hice señas. Vino hacia mí. Le dije: «Oye, Bobby, ¿está pirado el tío ése? ¿Qué problema tiene?». «Tranquilo, tranquilo», y se va hacia Cursoli y me concede un cuarto de hora libre.

Al final del primer turno, cuando mi esposa me recogió, apenas me sostenía de pie. Las piernas me dolían. Le dije: «Geri, se acabó».

Pero ella me convenció de volver. Y a medida que me fui metiendo en el ajo, fui reduciendo las apuestas en deportes. A finales del primer año, las apuestas se reducían a la liga nacional de fútbol americano. Incluso había abandonado el baloncesto.

Nunca me había pasado por la cabeza la idea de trabajar en un casino hasta que me lo sugirió mi esposa, pero en cuanto me vi allí, aquello me intrigó. En mi vida había visto un negocio en el que la gente estuviera tan dispuesta a entregarte su dinero. Les proporcionas una copa y un sueño y ellos te entregan la cartera.

Una noche cogí el coche y fui a Henderson a cenar tranquilamente con alguien. Era un lugar pequeño. Había una mesa de dados y dos de blackjack. Allí se detuvo una caravana y de ella salió un tipo con toda la familia. Estaban a casi cincuenta kilómetros de Las Vegas, pero era su primera parada.

Se habían detenido allí porque fuera vieron un letrero que decía: COMIDAS A 49 CENTAVOS DURANTE LAS 24 HORAS DEL DÍA. Aquel individuo se metió en el establecimiento para comer barato y se puso a jugar al blackjack. Tan sólo durante el tiempo que permanecí yo allí sentado, él dejó dos mil cuatrocientos dólares. Ni siquiera llegó a Las Vegas. Metió de nuevo a la familia en la caravana y se volvió para casa.

El Zurdo nunca olvidó aquel incidente. Le fue obsesionando la idea de aprender todo lo posible en aquel negocio. Decía:

Tenía miles de preguntas, pero ninguna respuesta. Los veteranos no querían contarme nada. Para ellos, todo era secreto. No tendría más remedio que aprender por mi cuenta.

Y lo que aprendí fue que no había secretos. Era casi imposible no hacer dinero en un casino. Algunos de éstos tenían que duplicar o triplicar el dinero, porque quienes los llevaban o eran demasiado holgazanes o no tenían un pelo de honradez.

Vi a muchos directores de casino que se tumbaban a la bartola. Se lo tomaban todo a la ligera. Mi trabajo consistía en circular por la zona de las mesas; ahora bien, en las noches más ajetreadas me paseaba por la parte exterior, por detrás de los croupiers, les observaba desde detrás y comprobaba si levantaban demasiado las cartas. Entonces me acercaba a ellos y decía: «Un flamante diez de picas veo por aquí».

Descubrí que una de las prácticas más corrientes en los casinos en los que no se iba a por todas, consistía en situar a un buscavidas detrás de un croupier poco contundente que mostraba las cartas y aquél se dedicaba a indicar el juego a su compadre, que estaba jugando en la mesa de dicho croupier. Se hacían señales con la cabeza, con los ojos y las manos, incluso utilizaban transmisores de impulsos. Algunos eran elementos de cuidado —estafadores de casino profesionales—, fichados y con foto incluida en la lista negra. Aparecían por allí con barbas, pelucas y narices postizas. Llevaban colegas que contaban las cartas, rociaban con un líquido la rueda de la ruleta, echaban algo sobre la mesa de los dados y utilizaban unos imanes especiales para sacar las monedas de las máquinas tragaperras. Se las arreglaban para montar el número que fuera para que uno de ellos pudiera hacer deslizar el mecanismo que sostenía las barajas sobre la mesa de blackjack —algo que normalmente sólo puede hacerse con la complicidad del croupier y el jefe de mesas— y acababan llevándose unos cuantos de los grandes, que nadie volvía a ver.

Intenté detectar las señales más insignificantes. Pistas. Aprendí que cuando quien tira los dados no abre las manos al soltarlos, puede que esconda alguno trucado. Pasa por allí gente tan rápida que resulta imposible ver cómo introducen dados trucados sobre la mesa. Es gente que trabaja en equipo, especialistas. A veces resulta que la persona que suelta uno de esos dados es una viejecita encantadora. No suele hacerlo el tirador. El que utiliza un dado trucado suele abandonar la mesa poco después. Uno no puede evitar que un experto introduzca dados trucados en la mesa, pero el jefe de mesas o el de turnos debería detectarlos antes de empezar el juego.

En poco tiempo uno aprende todos los trucos. Aprendes a estar ojo avizor ante cualquier movimiento de distracción. Con la gente que vierte una copa. Los que piden un cigarrillo al croupier. El que empieza a discutir con éste. Quien le detiene pidiéndole cambio. Aprendí a detectar un submarino, una especie de largo calcetín cosido con disimulo al pantalón del croupier, donde éste desliza las fichas que roba de las mesas. Tienes la pista del submarino cuando el croupier corrupto se toca constantemente la ropa. Me fijaba en si las botas del croupier se abrían algo por fuera del pantalón. Le quitas las botas a uno que las lleva de esta forma y en el noventa por ciento de los casos encuentras fichas dentro. Durante la primera semana que trabajé en el casino, pesqué a un croupier despistando fichas bajo su cronógrafo de pulsera.

Otra práctica habitual es la de «volver la cara», como dicen los que se dedican a estafar en las tragaperras. Recibe este nombre porque hacen volver la cara al encargado de sala con preguntas como: «Disculpe, ¿dónde está el servicio?», mientras sus compinches se colocan alrededor de las máquinas, obstaculizando la perspectiva, y uno de ellos la abre o bien le coloca dentro un imán que hace expulsar las monedas. Es cuestión de poco tiempo. Un experto puede vaciar una máquina en unos segundos.

Unos años más tarde, cuando yo llevaba el establecimiento, una noche recibí una llamada de Bobby Stella, padre, el director del casino, quien me dijo que un tipo vestido de vaquero nos estaba desplumando. El chaval jugaba en los seis puestos de una mesa de blackjack de cien dólares y tenía ochenta billetes de mil dólares ante él.

Fui para allá y pregunté a Bobby si conocía al muchacho. ¿Se alojaba en el hotel? ¿Sabía su nombre? Nadie tenía idea de él. La gestión de aquel casino era un desastre total. Cuando aparece un jugador de estas características, el jefe de mesas tiene que acudir en el acto para ofrecerle habitación gratis, copas gratis, todo gratis. El tipo tiene que sentirse mejor que en casa. En aquellos momentos es una personalidad y hay que darle jabón, en primer lugar, para que vuelva y pierda y, en segundo lugar, para que tú mismo tengas tiempo de averiguar quién es el hijoputa y hasta qué punto es legal.

Vamos a decir las cosas por su nombre: no vais a encontrar en todo el país un jefe de casino que, al ver a un elemento que gana ochenta mil dólares, no tenga claro, profundamente claro, que el cabrón le está robando. Yo sabía que estaba robando. Bobby sabía que estaba robando. Lo que no sabíamos es cómo lo hacía.

Sabíamos además que se pasaba de listo por la forma que tenía de apostar. Rechazaba lo que podían considerarse buenas manos y apostaba por un fracaso cantado. Arrojaba fichas de quinientos dólares en jugadas estúpidas y ganaba. No caía en los errores típicos, como para demostrar que seguía las normas.

Di las órdenes oportunas para que pudiera seguir a su aire. No quería que los de seguridad lo agobiaran ni que el algún jefe de mesas se pegara al hombro del croupier. Yo buscaba algo. De lo primero que me percaté fue de la forma en que cogía y tocaba las fichas. Antes de apostar aguantaba unas cuantas con los dedos y jugaba con aire nervioso con ellas, como un croupier profesional. O sea que con sólo este detalle comprobé que el hijoputa era un experto. Nos estaba dando el palo y hacía gala de ello ante el público.

Circulé por detrás de la mesa y me fijé en que nuestro croupier era de los poco rigurosos. No arqueaba las manos lo suficiente. Levantaba demasiado la carta cuando tenía que mantenerse firme. Y éste es precisamente el tipo de fallo que buscan los timadores redomados. Merodean de un lado para otro en busca de croupiers de manga ancha igual que el león al acecho del antílope. Bobby y yo subimos a observar el panorama a través del Ojo y allí nos fijamos en otro individuo inclinado sobre la mesa de detrás del croupier del vaquero, que veía la carta de abajo y hacía señas a su amigo. Bajé y me di cuenta de que el observador utilizaba algún aparato electrónico que llevaba en el bolsillo. Reclamé en seguida al señor Armstrong en BJ diecisiete; el mensaje en código que significaba que había que aplicar medidas de seguridad especiales a la mesa de blackjack número diecisiete. No quería que los tipos se largaran con aquel dinero.

Se había reunido mucha gente alrededor de la mesa, y como no queríamos problemas, dispusimos que uno de los de seguridad sin uniforme se situara cerca del ganador mientras otro, también perteneciente al personal de seguridad, distraía a los congregados un momento, aquél apretó una diminuta chapa electrónica —una especie de arma paralizante— contra el pecho del tipo y éste se desplomó.

Lo recogimos rápidamente gritando: «¡Un ataque cardíaco! ¡Un ataque cardíaco!» y le llevamos a uno de los almacenes del fondo. Los de seguridad hicieron como que se ocupaban de sus ganancias y en cuanto lo tuvimos en el suelo, el juego se reanudó como si ni él ni sus ganancias hubieran pasado por allí.

Le desgarramos el pantalón y descubrimos el dispositivo electrónico que utilizaba para recibir las señales. Para mí ya era una prueba suficiente. Le pregunté si era diestro o zurdo. Cuando respondió que era diestro, un par de guardianes le agarraron la mano derecha y se la colocaron contra el borde de la mesa mientras otro se la machacaba con todas sus fuerzas con un gran mazo de goma amarillo. «Pues bien, ahora serás zurdo», le dije. Seguidamente cogimos a su compinche y les dijimos que haríamos lo mismo con él a menos que los dos se largaran del Stardust y comunicaran a todos sus colegas que no intentaran entrar de nuevo en nuestro casino. Nos dieron las gracias, se disculparon y aseguraron que lo comentarían a todos sus conocidos. Les hicimos la foto de rigor, les pedimos el carné de identidad y los dejamos marchar. No volvieron más.

Los que jugaban fuerte procedían de cualquier campo. Entre ellos había dentistas, abogados, cirujanos que operaban a corazón abierto, corredores de bolsa, hombres de negocios, comerciantes, fabricantes, toda gente anónima. No solían acudir al Stardust jugadores de primerísima fila y genios del oficio como Adnan Khashoggi.

Claro que allí teníamos el Lido Show y a Khashoggi le gustaba. Entonces, el Lido era la principal atracción de Las Vegas. Nos llamaban del Caesar's y reservábamos la primera fila a Khashoggi. Acomodábamos y hacíamos los honores a las celebridades o artistas, tanto si se hospedaban con nosotros como si no. Khashoggi aparecía con veinte personas o con ocho y le agasajábamos con Dom helado y caviar, con lo que hiciera falta.

Al final de la velada, él ofrecía una de las apuestas a la casa, como cortesía por la hospitalidad. Podían ser unos cientos de dólares o incluso mil. Era un jugador y podía perder desde cinco mil dólares hasta dos millones. Khashoggi era único con los dados. Yo me quedaba allí delante admirado. Su crédito no tenía límite.

En una ocasión entró en la joyería. De la misma forma que nosotros vamos a comprar un yogur. Le compró a una chica una joya de cien mil dólares. La dependienta, al ver que iba a pagar con tarjeta de crédito, pensó adiós negocio, pero al comprobar la Visa resultó que el límite de crédito era de un millón de dólares.

Cuando Khashoggi aterrizaba en un casino, casi todas las beldades de Beverly Hills tomaban el avión. Era un jugador increíble, pero algunos asiáticos estaban a su altura. Superándole incluso. Elementos que aparecían por allí, ponían sobre la mesa dos, tres, cuatro millones y al cabo de unos meses volvían y repetían la operación.

Casi todo el personal del Stardust opinaba que la súbita aparición de Rosenthal El Zurdo como encargado en el casino no podía obedecer al deseo de cambiar de sistema de vida de un hombre maduro a petición de su esposa. Tal como afirma George Hartman, ex croupier de blackjack del Stardust, quien instruyó a El Zurdo en aquellos menesteres:

El Zurdo nunca se comportó como un principiante. Conocía a toda la dirección del establecimiento. Llegó como encargado de sala. Al cabo de una semana, todo el mundo lo trataba como a un jefe, a pesar de que el cargo no se ajustaba a ello. Y la noticia se fue propagando.

Todos sabíamos que Chicago dirigía el Stardust. Alan Sachs era de Chicago. Bobby Stella, el director del casino, y Gene Cimorelli, el jefe de turnos, venían de Chicago, así como la mayor parte de jefes de mesas, supervisores y croupiers. Con la constancia de que El Zurdo procedía de Chicago quedaba más claro que tenía sus conexiones, pero, ¿quién se atrevía a preguntar?

En la época, el problema que tenían casi todos los casinos era que nadie sabía quién era su propietario. Independientemente de lo que constara en la hipoteca, la propiedad de la mayoría de ellos era algo tan enmarañado y se remontaba a tantos años atrás, tantos socios y medio socios silenciosos, tantos titulares y tenedores que desde el exterior nadie era capaz de sacar nada en claro, y desde dentro la mayoría tampoco esclarecía nada.

La importancia y el poder de El Zurdo en el Stardust quedaron tan patentes que, al cabo de dos o tres meses, los agentes del Departamento de Control del Juego empezaron a plantearse si debían exigirle que presentara una solicitud de licencia para un empleo clave.

Rosenthal poseía permiso de trabajo, pero la diferencia entre una licencia de juego y un permiso de trabajo es la misma que se establece entre un jugador profesional y uno que se dedica a las máquinas tragaperras. Según Shannon Bybee, miembro del Departamento de Control del Juego en aquella época:

Tanto el permiso de trabajo como la licencia exigen un control de huellas dactilares por parte del FBI; ahora bien, para extender una licencia de juego para la propiedad o dirección de un casino, queremos saberlo todo, incluso todos los lugares donde ha trabajado y vivido la persona desde los dieciocho años. Hacemos una valoración global del individuo, comprobamos sus cuentas bancarias, acciones y créditos. Interrogamos a los directores de banco y corredores de bolsa. Enviamos investigadores a comprobar el activo, esté donde esté. Mandamos investigadores por todo el mundo a verificar las pertenencias del solicitante, y éste debe pagar de antemano la propia investigación.

Jeffrey Silver, asesor del Departamento de Control del Juego en Nevada, se hallaba en su despacho cuando apareció Downey Rice, un agente retirado del FBI de Miami. En palabras de aquél:

Downey buscaba una información clave para un caso en el que estaba trabajando en Florida. Empezamos a charlar, él me preguntó qué sucedía y yo le respondí que no gran cosa, que tenía entre manos un trabajo rutinario sobre un individuo llamado Frank Rosenthal que iba a solicitar la licencia. Downey permaneció allí sentado un momento y luego dijo:

—Ah, te refieres a El Zurdo.

Le pregunté si conocía a Frank Rosenthal y respondió:

—Fui uno de los agentes que trabajó en la investigación que se le hizo en Florida. Disponemos de mucho material sobre él.

Yo ya había recibido unos informes preliminares sobre Rosenthal de manos de nuestro jefe de investigación, si bien se limitaba exclusivamente a su historial en Nevada. En él no se mencionaba ninguno de sus problemas en Florida ni en otros lugares. Estábamos a punto de pasar a la vista pública la licencia cuando por casualidad me enteré del pasado de El Zurdo.

Luego, Downey empezó a hablarme de que se le había acusado de soborno a un jugador de baloncesto en Carolina del Norte y que él se había negado a declarar; me comentó también que se tenía constancia de otro intento de soborno a un jugador y de que tuvo que aparecer ante un comité del Congreso para aclarar estos puntos. Yo seguía en mi silla inmóvil. Me preguntó si disponía de copias del expediente. Respondí: «No». Él dijo que creía tener los expedientes en su garaje, a lo que respondí que me encantaría verlos. Al cabo de una semana, poco más o menos, me llegó un paquete que contenía los típicos libros verdes con las vistas ante el Senado, y en ellos encontré los interrogatorios a que fue sometido El Zurdo con preguntas muy concretas sobre sus actividades.

Lo llevé al jefe de investigación del Departamento y le dije que tendríamos que investigar algo más la vida de Rosenthal; y descubrimos que uno de los atletas a quienes El Zurdo presuntamente había intentado sobornar era abogado en San Diego. Conseguimos una declaración jurada de él y por primera vez reunimos toda la información sobre el caso de su licencia.

Como afirma Rosenthal:

No llevaba más de tres o cuatro meses en las mesas cuando aparecieron los del Departamento de Control del Juego. ¡Caramba! Frank Rosenthal controlando las mesas. Shannon Bybee me somete a un juicio ful e intenta que me echen del establecimiento. Insistían en que tenía que poseer una licencia de empleado de alto rango para poder trabajar en el casino, y mis empeños por conseguirla ante su tribunal de opereta fueron una pérdida de tiempo.

Mientras tanto, empiezo a escurrir el bulto y a escaquearme. Intento mantenerme en la empresa utilizando todos los recursos a mi alcance, con la esperanza de que se cansen y se enfríe el tema del control. Hice otros trabajos. Acepté un puesto en el hotel que no tenía nada que ver con las normativas sobre el juego; con ello no tenía que enfrentarme al Departamento de Control. Me convertí en ejecutivo de relaciones públicas del hotel. Tenía mis propias tarjetas de visita. Trabajaba como relaciones públicas, pero la verdad es que se me escapaba poco de lo que ocurría en las salas y en las mesas.

Se suponía que no tenía que circular por las salas de juego. No podía ofrecer crédito. Se esperaba de mí que no tuviera nada que ver con el juego. Pero, en realidad, era la mano derecha de Bobby Stella. Cuando la gente quería aclarar algo, acudía a mí y charlábamos. Para llevar un casino no hace falta estar en las salas. Y poco a poco me encuentro haciendo casi todo el trabajo de Bobby.

Bybee seguía intentando pescarme. No podía soportar que hubiera dado un corte de mangas al Departamento de Control. Un departamento de este tipo puede llegar a hacer la vida imposible a un casino, y al cabo de una temporada, Alan Sachs, el presidente del nuestro, ya había decidido despedirme. Contó que no le interesaba quemarse.

Sachs no vio por qué tenía que mantener a Rosenthal, El Zurdo, por allí. Rosenthal era inteligente. Era un trabajador eficiente. Pero de este tipo se encuentran a montones. Nadie arriesgaría por ellos un enfrentamiento con el Departamento de Control del Juego. Eddy Torres, propietario del Riviera, al otro lado de la calle, había intentado explicar a Sachs que a El Zurdo se le tenía en gran consideración en Chicago. Claro que, ¿a quién no? El propio Sachs era hijo de los primeros mensajeros que trasladaban el dinero desviado de los casinos en la primera época de Las Vegas. Sachs tenía simpatía por El Zurdo. No era una cuestión personal. Lo único que no quería eran problemas.

En medio del follón, aparece un amigo mío. Ha pensado venir a Las Vegas de visita. Yo soy un don nadie. Estoy intentando mantener el puesto de trabajo. Y él me pide que lo meta en el hotel más o menos de incógnito. Por aquel tiempo, la llegada a Las Vegas de un elemento de cuidado como aquél era como una visita papal.

Al Sachs lo conocía de oídas, pero nunca se habían encontrado. Yo me sentí obligado —como cortesía hacia Sachs, porque el nombre del individuo sonaba mucho— a decir como mínimo: «¿Qué te parece si el tipo se aloja en el Stardust?». Añadiendo que si no, él mismo había comentado que podía parar en otra parte. No había problema. Le dije a Al:

—Viene tan sólo con la intención de quedarse unos días. Y quiere verme en mis ratos libres.

Recuerdo que Sachs vaciló un poco y luego dijo:

—No hay ningún problema. Oye, Frank, ¿no crees que yo debería presentarle mis respetos y hablar con él personalmente?

Yo le respondí:

—Sí, Al, me imagino que sí. Pero es cosa tuya. Tú decides.

Al continuaba en su empeño de mantenerse sin tacha y lo seguía a rajatabla.

Cuando mi amigo llegó a Las Vegas se registró en el Stardust como lo habría hecho otra persona, salvo que él lo hizo con otro nombre. Luego me localizó, fui a su habitación, donde estuvimos hablando, poniéndonos mutuamente al corriente de nuestros asuntos.

Entonces le dije que Al Sachs, el director del hotel, quería saludarlo.

—¿Por qué coño voy a hablar con él? No tengo por qué molestarle. ¿Qué necesidad tengo de meterle la pasma en los talones? —me respondió; el tipo era así—. Olvídalo, Frank —concluyó.

—No, creo que va a ofenderse —le dije—. Me imagino que cree que tiene que hacerlo por cortesía.

No hay que olvidar que durante aquella época el tipo tenía un gran peso en Chicago. Así pues, lo convencí de que lo mejor para ambos sería un apretón de manos. Sesenta segundos y listo. Voy al casino y le digo a Sachs:

—Está en su habitación.

Al se emocionó muchísimo y organizó aquel encuentro clandestino de una forma increíble.

He aquí cómo lo montó: se fue a la parte de atrás de la cocina del Aku Aku, que estaba cerrado a aquellas horas. Allí no había nadie. Punto. Yo tenía que acompañar a mi amigo desde el ascensor hacia el comedor del Aku Aku para que nadie lo viera. Pasamos las puertas batientes y nos metimos en la cocina vacía. Allí nos esperaba Sachs.

Yo me quedo junto a la puerta para comprobar que el tipo se sitúa; se acerca a Sachs y veo que éste, que estaba a unos cinco o seis metros de él, se precipita hacia el otro con los brazos extendidos y le da un gran abrazo a mi amigo. No hay que olvidar que Sachs es el director del hotel y el casino Stardust y en su vida ha visto al tipo.

Mientras me alejo, oigo sus voces, pues en la cocina reina un silencio total. Sachs dice:

—Vaya, es un placer. Me alegra muchísimo. Es algo que no olvidaré en la vida. —Y seguidamente añade—: La verdad es que estoy encantado con Frank aquí. Ya sé que para ti es como un hijo.

—Te equivocas —responde mi amigo con gran seriedad.

—¿Cómo? —dice Sachs.

—No es como un hijo; es mi hijo —dice mi amigo.

Y aquello fue lo último que oí. Seguí andando. Al cabo de poco, todo se tranquilizó y recuperé el cargo.

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