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Casino » Segunda parte: Aceptar la apuesta » 11

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«¿Sabes quién soy? En esta ciudad mando yo.»

Cuando Tony Spilotro en 1971 llegó a la ciudad, Las Vegas era una ciudad relativamente tranquila. Los jefes habían reunido tanto dinero con sus propios negocios ilegales, como las apuestas fuera de la ley, los préstamos con usura y los chanchullos en los casinos que la propia mafia se había puesto de acuerdo para mantener la ciudad limpia, segura y tranquila. Las reglas eran simples. Había que solucionar pacíficamente las peleas. No podían producirse tiroteos ni explosiones de coches en la ciudad. Los cadáveres no había que dejarlos en el portaequipajes del coche en el aeropuerto. Los asesinatos autorizados se llevaban a cabo fuera de la ciudad o bien los cadáveres desaparecían para siempre en el amplio desierto que la rodeaba.

Antes de la llegada de Tony, las cuestiones del hampa se gestionaban con tal suavidad que Jasper Speciale, el prestamista más importante de Las Vegas, llevaba su negocio en su pizzería La Torre Inclinada y sus camareras hacían pluriempleo encargándose de las recaudaciones una vez finalizado el trabajo. Los delincuentes menores de la ciudad —traficantes de drogas, corredores de apuestas, macarras e incluso estafadores de naipes— trabajaban por libre. Las Vegas era una ciudad abierta: los gángsters procedentes de las distintas familias del país no necesitaban permiso alguno para deambular por allí, extorsionar a los jugadores importantes, llevar alguna operación de crédito fraudulento en un casino y volver para casa. Allí nadie había oído hablar del sistema de impuesto callejero establecido por la mafia en Chicago.

Bud Hall junior, el agente jubilado del FBI que durante años estuvo al cargo de las escuchas telefónicas en el domicilio de Spilotro, puntualiza:

Tony cambió todo aquello. Cambió la forma de llevar los negocios en Las Vegas. Tomó el relevo. Lo primero que hizo fue llevar a allí a algunos de sus hombres e imponer un impuesto callejero a cada corredor de apuestas, prestamista, traficante de drogas y macarra de la ciudad. Unos cuantos, como un corredor de apuestas llamado Jerr Dellman, se resistieron a ello, pero él mismo acabó acribillado en un atraco en pleno día en el garaje que tenía detrás de su casa. Nadie intentó esconder el cadáver. Era el mensaje de que había llegado un auténtico gángster a la ciudad.

Tony comprendió enseguida que podía gobernar Las Vegas de la forma que le apeteciera, pues los jefes estaban a dos mil quilómetros de allí y en Las Vegas no había los confidentes que abundaban en Elmwood Park.

Según Rosenthal:

Cuando Tony llegó por primera vez a Las Vegas, muy pocos sabían quién era. Recuerdo que conmigo trabajaba un tipo de lo más arrogante, John Grandy, que se ocupaba de todo lo referente a construcción y compras. Nadie le tomaba el pelo a John Grandy. Cuando alguien le preguntaba algo, respondía: «¿Por qué coño me molestas? ¡Vete a dar un barrigazo por ahí!». Yo lo trataba con sumo cuidado.

Una mañana vino Tony a verme. Grandy estaba allí dando órdenes a tres o cuatro empleados que organizaban unas mesas de blackjack para los croupiers. Llevaba un montón de material de construcción en los brazos; echó un vistazo, vio que Tony se acercaba a mí y le dijo:

—¡Eh, tú, ven aquí! ¡Aguántame eso! Ya te diré dónde tienes que colocarlo.

Nunca olvidaré aquella escena. Lo que estaba sujetando pesaría entre quince y veinte kilos. A Tony le sorprendió muchísimo que lo aguantara siquiera durante un segundo.

—Oye —respondió Tony—, eso lo llevas tú, a mí qué me cuentas. ¿Quién cojones te has creído que eres? La próxima vez que salgas con una de ésas, te arrojo por la puta ventana.

—Ni más ni menos.

Grandy me mira a mí. Yo miro a Tony. Tony está hecho un basilisco. Grandy hace lo que le dice Tony. Recoge de nuevo el material y no dice ni mu. Tony me cita en la cafetería y se va.

Cuando se ha ido Tony, Grandy dice:

—¡Eh! ¿Quién coño es el menda ése? ¿Qué se ha creído?

—El menda ése no trabaja aquí —respondí—. Déjalo correr.

Pero Grandy sabe que allí pasa algo. Baja al casino, encuentra a Bobby Stella y lo arrastra hacia la cafetería a buscar a Tony.

—Bobby, ¿quién es el menda que está allí? ¿Qué cojones se ha creído?

Grandy está que echa humo.

Bobby, al darse cuenta de que se está refiriendo a Tony, intenta calmarlo.

—Despacio. Tranquilo.

—¿Qué significa eso de «despacio»?

—Es Tony Spilotro —dice Bobby.

Grandy se quedó allí plantado y exclamó:

—¡Copón bendito! ¡Copón bendito!

Al parecer, conocía el nombre pero no el rostro. Se fue directo a Tony y estuvo cuatro o cinco minutos disculpándose:

—Lo siento muchísimo. No tenía intención de insultarte. Las cosas se habían complicado un poco y no sabía quién eras. ¿Querrás aceptar mis disculpas?

Tony dijo que sí y miró hacia otro lado. Grandy echó a correr.

Frank Cullotta salió de la cárcel tras cumplir una condena de seis años por un asalto a un camión Brinks, y Spilotro se fue en avión a Chicago para la fiesta de bienvenida. Cullotta lo explica:

Me presentaron un pastel de cumpleaños que decía, «Por fin libre». Todo el mundo asistió a la fiesta, todos me entregaron sobres, y al final de la velada tenía en el bolsillo unos veinte mil dólares, pero lo que me hizo sentir mejor fue comprobar que tenía a mucha gente conmigo que me apreciaba. Seguía en libertad vigilada; por tanto, no podía salir de Chicago en aquellos momentos, pero Tony me dijo que en cuanto consiguiera la definitiva, me llevaría a Nevada.

Cuando llegué allí, Tony ya dirigía la ciudad. Tenía a todo el mundo en nómina. Había situado a un par de tipos en la oficina del sheriff. Tenía gente en los juzgados que le entregaban actas del Gran Jurado y a unos cuantos en la compañía telefónica que le informaban sobre las escuchas instaladas.

Tony tenía la ciudad cubierta. Todos los días salía en los periódicos. Tenía chavalas que aparecían en Rolls-Royces con la única intención de salir con él. Todo el mundo quería estar alrededor de un gángster. Estrellas de la pantalla. Todos sin excepción. No entiendo qué provoca el maldito atractivo pero iba así. Apuesto a que es la sensación de poder. La gente tiene la sensación, no sé, de que estos tipos son triunfadores, y de que si les hace falta algo, ellos se lo resolverán.

Él sabía que yo era un ladrón profesional y me dijo que juntos podíamos sacar mucho dinero. A Tony siempre le hacía falta el dinero. Lo fundía con mucha rapidez. Le gustaban las apuestas en deportes y nunca estaba en casa. Siempre iba rodeado de gente. Se encargaba normalmente de pagar la cuenta en los establecimientos. Le daba igual que fuéramos diez o quince personas, él siempre pedía la nota.

—Oye, móntame un grupo. Me importa un bledo lo que tengas que hacer con los colegas, siempre tendrás mi aprobación. Lo único que quiero es mi parte. Por lo demás, tienes carta blanca —me dijo.

Mandé llamar a Wayne Matecki, a Larry Neumann, a Ernie Davino, a una pandilla de malhechores de este estilo, y empezamos a meter a todo el mundo en cintura. Corredores de apuestas, usureros, traficantes de drogas, macarras. Todos pasaron por el aro, ¡vaya que sí! Les apaleamos. Disparamos contra sus malditos perros guardianes. ¡Qué más nos daba! Tenía el visto bueno de Tony. A decir verdad, la mitad de las veces Tony nos indicaba a quién asaltar.

Luego, en cuanto les habíamos robado y asustado, acudían a Tony a pedir protección para que no siguiéramos a sus talones. Jamás supieron que era Tony quien nos mandaba actuar contra ellos.

Sacamos mucho dinero revolviendo casas. Siempre efectivo y joyas. Me estoy refiriendo a treinta, cuarenta, cincuenta mil dólares en billetes de veinte y de cien guardados en las cómodas de la habitación. En una ocasión encontré quince billetes de mil dólares junto a la cama de un individuo. ¿Cómo leches iba a cambiarlos? Es bastante difícil deshacerse de un billete de mil dólares. Si intentas cambiarlo en un banco, te exigen el nombre. Decidí, pues, colarlos en el Stardust. Los entregué a Lou Salerno, los metió en un cajón y me dio el cambio en billetes de cien.

¿Cómo pensáis, si no, que reuní dinero para montar el restaurante de Upper Crust? En dos días lo tuve. Wayne, Ernie y yo asaltamos a dos maîtres de hotel y les sacamos sesenta mil dólares. Los maîtres cobran veinte dólares a la gente que les pide una buena mesa. Pues los de veinte fueron para nosotros. Uno de ellos incluso llevaba un reloj Patek Philippe de treinta mil dólares, y se lo vendimos a Bobby Stella por tres mil. Bobby se deshizo de él regalándolo.

Sacábamos la información de la gente del casino. Encargados del hotel, recepcionistas, oficinistas, personal de la agencia de viajes. Ahora bien, los corredores de seguros eran nuestras mejores fuentes de información, pues ellos vendían las pólizas del material que nosotros robábamos. Nos ofrecían todo tipo de información: del tipo de joyas y de la cantidad por la que las habían asegurado, dónde las guardaban en las casa, qué tipo de sistema de alarma utilizaban. Cuando contratas un seguro, tienes que incluir todos estos datos en la póliza.

Cuando las puertas, ventanas y sistemas de alarma presentaban algún problema, entrábamos por la pared. Eso de atravesar paredes fue idea mía. Lo inventé yo. Es muy fácil. Casi todas las casas de Las Vegas tienen las paredes exteriores de estuco. Tan sólo hace falta un mazo de dos kilos para practicar un agujero por el que se pueda pasar. Luego se utilizan unas tijeras de podar para cortar los alambres que utilizan para encofrar. Pegas un par de mazazos más hasta romper la plancha de yeso y ya estás dentro de la casa.

Es algo que sólo puede hacerse en Las Vegas, porque las casas son de estuco y están rodeadas por unos altos muros para proteger la intimidad. En el interior, tienen piscinas y rollos, y no quieren que nadie les moleste. Los vecinos no se conocen entre sí. Es una ciudad de esas. Un lugar donde, cuando la gente oye ruido en la casa de al lado, desconecta. Hicimos tantos trabajos con este método que los periódicos ya nos llamaban la banda del agujero en la pared. La poli nunca descubrió quiénes éramos.

—Unos puñeteros cerdos, eso es lo que sois —decía Tony, orgulloso de la banda—. Fijaos la que habéis armado.

Conocíamos bien el paño. Entre la entrada y la salida de la casa pasaban de tres a cinco minutos. Cuando realizábamos uno de estos trabajos siempre dejábamos a un colega fuera de la casa en un coche con una emisora que captaba las llamadas de la policía. Disponíamos también de un desmodulador para sintonizar con el FBI. Tony nos proporcionó los desmoduladores y también las frecuencias de la policía.

Eso sí, por muy bien que nos salieran las cosas, siempre necesitábamos más dinero. El dinero del robo se va volando. Siempre teníamos que hacer cuatro partes: para mí, para mis dos colegas y la de Tony. De un trabajo de cuarenta mil dólares, Tony se llevaba diez mil. Por quedarse sentado en su casa. Le tocaba una parte igual y siempre.

A veces, cuando no teníamos líquido y las cosas iban lentas, organizábamos asaltos directos. De esta forma atacamos el Rose Bowl. Por aquella época, el propietario del Rose Bowl lo era también del Chateau Vegas; Tony me proporcionó toda la información y luego me dijo:

—Vas a necesitar a un tipo que no esté quemado.

Importé pues a un chaval de Chicago limpio como una patena. No podíamos utilizar a alguien conocido porque se suponía que ninguno de nosotros se dedicaba a eso. Si los jefes descubrían que Tony organizaba robos a mano armada en plena ciudad, duraría poco en Las Vegas. Pero en nuestra ciudad natal nadie sabía que nos dedicábamos al robo y al asalto. Aquél era nuestro pequeño secreto.

La tipa que llevaba el Rose Bowl y su guardaespaldas salieron del aparcamiento posterior tal como había previsto Tony, con una bolsa llena de dinero. Ella se va hacia el coche. El guardaespaldas se queda vigilándola. El chaval que yo había reclamado de la ciudad se va directamente a ella, le apunta con un revólver y le quita la bolsa de la mano.

El individuo que la había estado cubriendo intentó hacerse el héroe y mi chaval le pegó un revés que lo dejó sentado en el suelo. Mi muchacho era durillo. Ahora está en la cárcel por no sé qué. Cumple una condena de cuarenta años.

El chaval sale corriendo por la manzana paralela al Strip. Allí hay una capilla. Ernie Davino lo estaba esperando. Larry Neumann estaba en el aparcamiento, justo al lado, como apoyo por si el muchacho necesitaba ayuda. Cuando éste se mete en el coche con Ernie, Larry ya había llegado por detrás. Mientras salen de la calle, yo hago lo mismo. A cuatro manzanas de allí, estábamos repartiendo el dinero cuando oímos que la policía llegaba al aparcamiento del Rose Bowl.

Pensándolo bien, ahora me doy cuenta de las locuras que hacíamos. Estábamos en Las Vegas, teníamos mil sistemas para conseguir pasta de forma ilegal y Tony nos metió en el negocio de los robos en domicilios particulares, asaltos a mano armada en locales 7-Eleven. Una insensatez.

Todas las industrias prósperas crean puestos de trabajo, y las actividades de Spilotro no constituían una excepción. En un año, Spilotro proporcionó puestos de trabajo no sólo a su propio equipo sino a montones de agentes que tuvieron que seguirle, instalar escuchas en su entorno e intentar atraparlo mediantes sofisticadas celadas. Llegó un momento en que Spilotro apostaba 30.000 dólares semanales en una correduría de apuestas que no era más que una celada del fisco; le había atraído el hecho de que ofrecían las mejores probabilidades de la ciudad. Cuando el agente del fisco que estaba al cargo de la celada tuvo la osadía de pedir garantías a Spilotro, éste le respondió sacando un bate de béisbol. «¿Sabes quién soy yo? —le dijo—. En esta ciudad mando yo.»

Spilotro había trasladado su joyería de Circus Circus a la avenida West Sahara, junto al Strip. La joyería Gold Rush era un edificio de planta y piso con acera y plataforma y unos pilares de amarre de imitación. Tal como cuenta Bud Hall.

Teníamos la causa verosímil y necesaria e instalamos un micro en el techo de la sala del fondo del Gold Rush. La sala delantera se utilizaba estrictamente para la venta de anillos y relojes de pulsera. Arriba, Tony disponía de mecanismos de intercepción de vigilancia, desmoduladores telefónicos, prismáticos de barco de guerra para poder captar un supuesto control a más de un kilómetro, y también radios de onda corta capaces de captar las llamadas de la policía e incluso desmodular las frecuencias del Bureau. Tony consiguió la información sobre las frecuencias a través de unos agentes de la poli metropolitana que tenía en nómina. Contaba también con un experto en electrónica de Chicago, Ronnie DeAngelis, Cabeza de Globo, que venía en avión a la ciudad cada dos o tres semanas y limpiaba el lugar de aparatos de escucha y derivaciones. Todo quedaba perfecto cuando DeAngelis abandonaba la ciudad. «El Cabeza de Globo dice que lo ha dejado limpio como una patena», anunciaba orgullosamente Tony, y todo el mundo respiraba.

Tony era un ser humano con una gran capacidad de concentración. Se despertaba por la mañana sabiendo exactamente qué iba a hacer aquel día. Recibía un gran número de llamadas en el Golden Rush. Tenía todo tipo de negocios funcionando a la vez. Controlaba distintos grupos, cientos de personas, un millón de proyectos, y todo ello en distintos estadios de desarrollo. Y a pesar de que muchos no conseguían el resultado esperado, tenía que dedicar entre dieciséis y dieciocho horas al día a la coordinación de sus asuntos.

Le habría resultado más difícil hacer lo que hacía si hubiera contado con secretarias, sistemas de archivo, fotocopiadoras y utilización del teléfono con plena libertad. Pero Tony seguía el sistema de la improvisación y de tenerlo todo en la cabeza. Tan sólo anotaba algunos números de teléfono, y lo hacía escribiendo en letra tan minúscula que sólo podía leerse con la ayuda de una lupa; cuando nos hicimos con ellos, descubrimos que alteraba el orden de los números o bien escribía la mitad o tres cuartas partes al revés.

El hecho de escuchar a diario a alguien a través del hilo telefónico es distinto de estar a su alrededor en el trato social. Crea una curiosa relación entre la persona que escucha y la que es escuchada. Te encuentras escuchando su vida, y al cabo de poco estás dentro de su vida. No me refiero a que te inspire simpatía, pero llega un punto en que tan sólo por el sonido de la voz sabes determinar su estado de humor y el lugar exacto de la pieza donde se halla el otro. A veces sucede que tú mismo estás articulando una respuesta antes de que el otro la formule. Llegas a conocerle tan íntimamente que casi pasas a formar parte de la otra persona.

Tony era el gángster más inteligente y eficaz que he conocido en mi vida. Considero que era un genio. El problema más grande era que siempre se rodeaba de gente que le jodía la marrana. Eso oíamos que él lo repetía una y otra vez. Pegaba unas solemnes broncas a su gente y siempre citaba su incompetencia y que no le quedaba más remedio que hacer las cosas él mismo si quería que salieran bien.

Cuando alguien hablaba con él por teléfono, a la tercera o cuarta palabra ya había asimilado el objetivo de la llamada, y al otro más le valía que lo que tuviera que plantearle fueran negocios, que interesaran a Tony a ser posible.

A Tony no se le daba bien la conversación banal. Era capaz de ser simpático, cordial, agradable, pero nadie podía hacerle perder el tiempo. No he conocido a nadie que saliera de sus casillas con tanta rapidez. Y sin transición. Pasaba de una actitud amable a chillar y a violentar la situación en un segundo. Nadie tenía forma de prepararse para aquellos arrebatos. Creo que la velocidad con que te veías amenazado de pronto era tan aterradora como la idea de imaginar a Tony hecho una furia contra ti. De todas formas, una vez pasado, pasado. Lo olvidaba. Volvía a sus asuntos.

Llevaba una vida completamente aparte de Nancy. Compartían su hijo Vincent, pero nada más. Dormía en su propia habitación de la parte baja de la casa, tras una puerta de acero blindada. Cuando se levantaba por la mañana, entre las diez y media y las once, Nancy ya había desaparecido. Él mismo se preparaba el café y cuando recogía el periódico en el peldaño de delante de la puerta o en el sendero del jardín, miraba a uno y otro lado de la avenida Balfour por si había vigilancia. Cuando se disponía a marcharse, jamás decía «adiós» ni «hasta la noche». Cogía su deportivo Corvette azul y daba unas cuantas vueltas a la manzana comprobando que no lo siguieran. El trayecto de su casa al Gold Rush, que podía hacerse en diez minutos, a Tony le llevaba tres cuartos de hora, ya que se libraba de sus seguidores pasando por centros comerciales, parándose en semáforos en verde, pasando los rojos, saltándose las normas y efectuando giros de ciento ochenta grados, sin perder nunca de vista el espejo retrovisor.

Después de pasar tanto tiempo en el Gold Rush y en su casa, decidí que poseía lo que nosotros los marines denominábamos «aptitud de mando». Cuando hablaba, la gente escuchaba. Si entraba en una sala, siempre llevaba la batuta. ¿Pero la batuta de qué? Aquél era su problema.

Un día oímos que Joe Ferriola, uno de los jefes de Chicago, intentaba conseguir trabajo para una parienta suya como croupier en el Stardust. Tony dijo a Joe Cusumano que se encargara del caso. Éste, que era uno de los brazos derechos de Spilotro, se apalancó en el Stardust difundiendo a los cuatro vientos los mensajes de Tony, hasta el punto de que la mayor parte de empleados del casino creyó que trabajaba allí.

Pasó una semana y Tony recibió otra llamada de parte de Ferriola en la que le decían que la muchacha seguía sin el empleo. Tony tuvo un ataque. Cusumano hizo sus comprobaciones y descubrió que el casino no iba a contratarla como croupier al no tener experiencia y que tendría que hacer un cursillo de seis semanas en la escuela de croupiers.

Entonces Tony le dice a Joey que plantee a El Zurdo, quien simulaba estar al cargo de la restauración y la bebida del Stardust, que emplee a la chica como camarera.

Unos días después, Joey vuelve diciendo que El Zurdo no la quiere contratar porque no le parece lo suficientemente atractiva para el puesto de camarera en la coctelería y que además tiene las piernas feas.

Spilotro estalló e hizo algo que no debería haber hecho nunca: llamó personalmente al Stardust. Habló con Joey Boston, un ex corredor de apuestas que El Zurdo había contratado para llevar la parte de apuestas deportivas.

Tony no tenía que haber llamado personalmente al Stardust pues a partir de entonces en el FBI teníamos una cinta en la que Spilotro pedía a un ejecutivo del Stardust que consiguiera un trabajo para una parienta de un capo de Chicago. Aquello era exactamente lo que habíamos estado esperando. El vínculo directo entre el hampa y un casino con licencia que ni una ni otra parte habría deseado hacer público, el tipo de conexión que podía poner en peligro la licencia del casino y cuestionar la propiedad real del centro, así como quién daba la cara.

La familiar de Ferriola entró por fin a trabajar como guardia de seguridad en otro hotel de Las Vegas. Pero el hecho de que Tony Spilotro, el más terrorífico gángster de Las Vegas, no consiguiera un puesto de trabajo en el Stardust para la parienta del capo de Chicago no le ayudó en nada en su reputación.

Matt Marcus, un corredor de apuestas ilegales, que pesaba más de 150 kilos y solucionaba buena parte del expediente a Spilotro, explica:

Siempre me hallaba cerca de Tony y sé que a él le preocupaba que la gente pudiera escucharlo. A veces estábamos en el Food Factory de la calle Twain, un establecimiento en el que tenía participación, y se comunicaba conmigo a través del lenguaje corporal. Se echaba hacia atrás, encogía los hombros, giraba la cabeza y fruncía el ceño. Siempre tomaba té. Nada de café. Siempre lo veías sentado, la bolsita del té colgando fuera de la taza, inclinándose, encogiéndose de hombros, haciendo muecas y poniendo aire ceñudo. Estaba convencido de que el siguiente que pasaría por delante de él sería del FBI. Cambiaba constantemente de coche. El Departamento de Inteligencia estaba constantemente comprobando sus placas de matrícula. Se acercaban a los coches y anotaban los números.

Según Frank Cullotta:

Tony parecía tener la obsesión de rivalizar en ingenio con el FBI, pero no era estúpido. Cada vez que tenía algo que decirte, dábamos un paseo por algún aparcamiento vacío o al borde de la carretera en el desierto. Cuando le decías algo, casi siempre se limitaba a responder con una mueca, fruncir el ceño, sonreír y con ello te comunicaba lo que pretendía que hicieras. Incluso cuando hablaba, se cubría la boca con la mano por si los federales tenían observándole con prismáticos a algún experto en leer los labios.

Llegó un momento en que el FBI se sintió tan frustrado con las escuchas telefónicas y el micrófono instalado en el Gold Rush, tan prometedor en principio, que instalaron una cámara de vigilancia en el techo de una sala situada al fondo del restaurante de Cullotta, donde sospechaban que Spilotro iba a celebrar una de sus reuniones claves.

Según el propio Cullotta:

Nos llegó el chivatazo de que allí había algo y subimos al falso techo y lo arrancamos. Era como una pequeña cámara de televisión que ponía «Gobierno de los Estados Unidos» o algo así, y habían rascado el número de serie. Cogí un cabreo de mil demonios. Quería hacer añicos el maldito invento, pero Tony nos mandó llamar a Oscar para devolverlo. Creo que le gustaba la idea de ver a los federales con el sombrero en la mano recogiendo el aparato.

En cuanto el FBI constató que más de dos años de vigilancia electrónica habían fallado en la trampa tendida a Spilotro, mandaron a un agente de paisano, Rick Baken, al Gold Rush con el falso nombre de Rick Calise.

Como parte de la estratagema, Baken, unos meses antes, les había hecho la pelota perdiendo a las cartas con John, el hermano de Tony. En el curso de aquellas partidas, Baken había dejado caer que acababa de salir de la cárcel por unos robos de joyas, que necesitaba dinero en efectivo desesperadamente y que tenía la intención de deshacerse de unos diamantes robados de gran valor. El Bureau, qué duda cabe, había proporcionado a Baken el historial necesario para sostener su pasado delictivo en caso de que Spilotro hiciera alguna comprobación. Pero Baken, incluso después de conocer a Spilotro, descubrió que Herbie Blitzstein, el machaca de Tony, procuraba mantenerlo alejado de la conversación directa con el jefe.

Pasaron once meses de trabajo de tapadillo, tan infructuoso como peligroso, y los federales vieron tan frustradas sus esperanzas que pusieron en marcha una operación desesperada. Utilizando un micrófono oculto, como de costumbre, Baken acudió directamente a Spilotro diciéndole que el FBI lo había detenido, interrogado y amenazado con meterlo en la cárcel a menos que les hablara de las actividades de él.

Baken tuvo la sorpresa de comprobar que Spilotro le sugería ir a ver a su abogado, Oscar Goodman.

El siguiente paso que le tocó afrontar a Baken fue acudir al despacho de un abogado con un micrófono conectado y simulando ser un atracador. Goodman escuchó el relato de Baken durante un cuarto de hora y luego le proporcionó unos cuantos nombres de abogados a quienes podía llamar. Posteriormente, Goodman se lo pasó muy bien exagerando el incidente para aparentar que el FBI había intentado violar la prerrogativa abogado-cliente llevando a cabo una escucha entre un posible acusado y su abogado.

A medida que iba pasando el tiempo, Spilotro cada vez dedicaba menos atención a su esposa Nancy. Cuando estaban juntos, se peleaban, y el FBI escuchaba. Nancy se quejaba de que Tony había perdido el interés por ella. Lo acusaba de tener aventuras. Él nunca estaba en casa. Nunca hablaba con ella. Por la mañana, el FBI grababa el sonido del silencio mientras Tony preparaba su café y Nancy leía el periódico. Luego se marchaba a la tienda sin ni siquiera despedirse.

Alguna vez Nancy tenía que llamarlo al trabajo para pasarle un encargo; según Bud Hall, Tony siempre se mostraba grosero:

Nancy solía decir: «No sé si es algo que puede esperar, pero ha llamado fulano de tal». «Puede esperar», respondía él, con cierto sarcasmo, y colgaba. A veces le respondía en tono exasperado: «Estoy ocupado, Nancy», y colgaba. Nunca se comportaba como un caballero con ella, y Nancy se quejaba de ello a Dena Harte, la novia de Herbie Biltzstein, que llevaba las ventas del Gold Rush. Nancy contaba a Dena que Tony la pegaba y también sus sospechas de que andaba con fulana o zutana, y ésta la informaba de lo que hacía Tony.

En una ocasión, Dena llamó a Nancy, a casa, y le dijo: «Ha venido la bruja». Nancy cogió el coche a toda velocidad y en un instante se plantó en la tienda y empezó a chillar a Sheryl, la novia de Tony, llamándola coño podrido delante de todo el mundo.

Oímos los chillidos a través del hilo; aparece Tony, Nancy empieza a gritar que deje de pegarla. Le estaba dando una paliza de miedo. Llegamos a pensar que iba a matarla. Se organizó un gran barullo. Llamamos al 911 diciendo que estábamos en el restaurante alemán Black Forest y que en el Gold Rush, la puerta de al lado, se había producido una agresión. No podíamos identificarnos ante los polis pues en aquella época daba la sensación de que Tony dominaba la policía metropolitana y nosotros no queríamos poner en peligro nuestra vigilancia. Al cabo de unos minutos, llegó la policía allí y volvió a reinar la calma.

Según Frank Cullotta:

Nancy hacía su vida y Tony lo propio. La de Nancy consistía básicamente en jugar al tenis y andar todo el día vestida de blanco. Tenía a Vincent, a los hermanos de Tony y a sus familias. Una vez a la semana, Tony la llevaba a cenar fuera o a algún sitio. Él no la asustaba. Nancy le gritaba, le armaba broncas y le hacía perder los estribos.

Según me contó él, en una ocasión intentó matarlo. Habían estado discutiendo sobre cualquier tema y él le pegó un puñetazo. Nancy le apuntó con un 38 cargado en la cabeza.

—Si vuelves a pegarme, te mato —dijo ella.

—Piensa en Vincent, Nancy —respondió él.

«Me veía muerto —me dijo él más tarde—. Fui hablando con ella hasta que bajó el arma y a partir de aquel momento escondí todas las armas que tenía en casa.»

En palabras de Rosa Rojas, la mejor amiga de Sheryl:

Sheryl tenía unos veinte años, pero parecía más joven. Era mormona, del norte de Utah, una chica mona y natural. Cuando Tony la conoció, la llamaba «mi novia del campo». Era tan ingenua que cuando le pedía para salir con ella, Sheryl respondía que no a menos que pudiera llevar también a su amiga.

Sheryl y yo trabajábamos en el hospital al que acudía Tony por su problema cardíaco; allí fue donde se conocieron. Salían a cenar fuera, pero él nunca se le insinuó. La mantuvo a distancia durante muchísimo tiempo.

Antes de intimar, él se informó de todo lo referente a ella. Encargó a Joey Cusumano que investigara de dónde procedía, quiénes eran sus amigos y cuánto tiempo llevaba viviendo allí. Quiso saber todo lo referente a ella antes de comprometerse o decidir que podía confiar en la muchacha.

Aquello se produjo mucho tiempo antes de que Sheryl descubriera quién era él. La muchacha empezó a sospechar que sucedía algo raro porque siempre que salían les seguían polis de paisano. El hermano de Tony le contó que existían unos problemas legales y que lo controlaban a él por cuestiones de esas. Tony siempre nos decía que veríamos cosas sobre él en los periódicos, añadiendo que éstos a menudo se equivocaban.

Pasó mucho tiempo antes de que Tony y Sheryl se metieran en la cama. Él siempre fue un caballero. Muy discreto, muy reservado. A veces lo vi hecho una furia, pero ni una sola vez lo oí jurar o utilizar palabrotas.

Por fin, compró a Sheryl una propiedad de planta y piso entre Eastern y Flamingo, con dos dormitorios, por unos sesenta y nueve mil dólares. Estaba equipada con todo lo necesario. Frigorífico, persianas, lavadora-secadora. Tenía garaje, un pequeño patio y una puerta corrediza que conducía abajo; en la planta tenían las habitaciones y una gran sala con lo último en equipo estereofónico y aparato de televisión. Allí era donde pasaban la mayor parte del tiempo: mirando partidos por la tele y escuchando música.

Tony era muy generoso. Dejaba mil dólares a la semana en un bote de galletas con forma de osito que tenían en la cocina. Nunca mencionó el dinero y jamás se habló de que la mantenía, pero cuando le compró un abrigo de visón ella notó que por fin Tony se había comprometido. Sheryl se había enamorado locamente de él.

Estuvo mucho tiempo sin saber que estaba casado. Cuando lo descubrió, lo pasó muy mal. Ella pensaba que no se casaban porque Tony era un católico acérrimo y abandonar a su mujer le causaría problemas. Durante una temporada, incluso quiso que Sheryl se convirtiera al catolicismo. Le regaló libros religiosos. Él conocía bien la Biblia.

Nunca dijo nada en contra de su mujer. Se habían casado por la Iglesia y era una situación delicada. Además, Tony quería mucho a su hijo. Vincent lo era todo para él. Vincent era su alma. Tony siempre iba a su casa a las seis y media de la mañana para preparar el desayuno a Vincent. Sheryl decía que lo hacía incluso cuando estaba en la cama en casa de ella.

Más tarde, Tony le compró un coche: un Plymouth Fury. No era un coche ostentoso.

Cuando Nancy descubrió lo que sucedía, las cosas se complicaron un poco. Sheryl había pasado por el Golden Rush para ver a Tony. Llevaba un collar de diamantes que Tony le había regalado, y cuando apareció Nancy y vio a Sheryl con el collar montó en cólera y quiso arrebatárselo.

Yo llegué allí en el preciso instante en que las dos luchaban en el suelo. Sheryl consiguió que no le quitara el collar. Tony salió de la trastienda, consiguió separarlas y así Sheryl y yo logramos escapar.

Al final, cuando lo de Tony y Sheryl se acabó, él no contestaba a sus llamadas. Ella estaba realmente loca por él, pero tal vez llevó las cosas demasiado lejos. Tony tenía muchos problemas con la poli cuando se separaron y quizás quería protegerla.

Su hermano John le decía que no intentara contactar con él. «No lo llames», le decía. «No te expongas». Pero ella lo vio por televisión en los juicios, se dio cuenta de que había engordado y tenía mal aspecto y culpaba a Nancy por no cuidarlo. Sheryl se empeñaba en que siempre comiera lo adecuado; siempre tenía el frigorífico lleno de fruta, hortalizas y productos saludables, indicados para los que padecían del corazón.

Cuando ella y Tony se separaron, Sheryl trabajó de noche en una coctelería. A Tony no le gustaba aquello, pero ella se había acostumbrado al estilo de vida de él. Necesitaba dinero. Luego se metió de croupier de blackjack. Trabajaba en el MGM en Bally. Tenía el primer turno y sacaba muchísimo dinero. Empezó a salir con jugadores importantes. Se enteró de la historia. Aprendió con la experiencia y empezó a buscar otra tabla de salvación.

Frank Cullotta cuenta:

Un día, en el aparcamiento de atrás del restaurante My Place, Tony va y me dice que mate a Jerry Lisner, que era un traficante de drogas de poca monta y un buscavidas.

—Tienes que hacerte cargo del tipo, Frankie —me dijo Tony—. Roba a borrachos. Es una rata de alcantarilla.

Le dije que me sería difícil hacerlo, ya que acababa de estafarlo con cinco mil anfetas y él y su mujer no confiaban en mí.

Tony se puso a cien:

—Mataré yo al hijoputa ése —me dice—. Tú tráemelo.

Le dije que no fuera a pensar que no lo quería hacer, sino que Lisner desconfiaba de mí. Que me iba a costar acercarme a él.

—¡Quiero que esto se solucione ahora mismo! —dijo—. ¡Pero ya!

No dijo más. Entró en el local. Por aquella época nos seguían constantemente a todos, de modo que me metí en el coche, pasé por casa, preparé una maleta y me fui de Las Vegas al aeropuerto Burbank de Los Ángeles, donde cogí el primer vuelo para Chicago. Nadie supo que había abandonado la ciudad.

En Chicago, me puse en contacto con Wayne Matecki. Tomamos aquella misma noche un vuelo hacia Burbank utilizando nombres falsos, cogimos el coche y llegamos a Las Vegas.

Del aeropuerto nos fuimos directos a la residencia donde yo vivía, desde donde tenía intención de llamar a Lisner. Pensé para mis adentros: «Vamos a hacer una prueba. A ver si está en casa». Pues sí. Le digo:

—Aquí tengo a un primo, de los mejores. Podemos sacarle un montón de dinero.

Le explico que el tipo está en la ciudad. Le hablo de una suma importante.

Me dice que se lo pase. Cogemos un coche de los del trabajo, equipado con antena de detección de la policía y una automática del calibre 25. No disponía de silenciador y tuve que cargarla a medias: vacié la mitad de las balas para que no hicieran tanto ruido.

Dejé a Wayne en el coche con la antena y me metí dentro. Le dije a Lisner que quería hablar con él antes de presentarle al individuo. Tenía que asegurarme que no había nadie más en la casa. Sabía que su mujer trabajaba. Sabía que tenía dos hijos, pero siempre se quejaba de que no los podía soportar.

Mientras entramos en la casa le digo:

—¿Seguro que no hay nadie aquí? ¿Segurísimo? ¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde está tu mujer?

Me responde que está solo y yo insisto en que quiero comprobarlo antes de que entre el primo.

Nos metemos para adentro y le digo:

—Oigo ruido.

Me dice que no es nada. Miro por la ventana del salón hacia la piscina y bajo las persianas. Salimos juntos de su madriguera, saco el arma y le pego dos tiros en la nuca.

Vuelve la cabeza y se queda mirándome.

—¿Qué haces? —dice.

Sale de la cocina y se va hacia el garaje.

La verdad es que miré el arma pensando:

«¿Qué coño he metido aquí? ¿Salvas o qué?» Echo a correr detrás de él y le vacío el cargador en la cabeza. Cada disparo es como una explosión.

Pero no se cae. El mamón corre que se las pela. Es como una pesadilla. Lo persigo alrededor de la casa y le he metido ya todas las balas en la cabeza.

Lo pillo en el garaje. Cuando llego a él ya tiene la mano en el tirador de la puerta, pero se la agarro. Me doy cuenta de que se va debilitando. Lo arrastro de nuevo hacia la cocina.

No me quedan balas. Pienso: «¿Qué hago con el tipo?» Agarro un cordón eléctrico del refrigerador del agua, se lo anudo en el cuello y se rompe. Estoy a punto de coger un cuchillo y acabar la faena cuando aparece Wayne con más balas.

Lisner sigue resollando. Me dice:

—Mi mujer sabe que estás aquí.

Volví a vaciar el cargador en su cabeza. En los ojos. Luego se desplomó, cayó como una rueda pinchada y comprendí que había concluido la faena.

Luego tenía que limpiar la casa. Había sangre por todas partes. La sangre cubría su cuerpo. Me preocupaba dejar huellas en la sangre de su cuerpo o en la ropa.

No me había puesto guantes porque sabía que Lisner no era tonto. No me habría dejado pasar de haber visto que llevaba guantes. Intenté asegurar que no había tocado nada. El único lugar en que había puesto los dedos era la pared, al golpearlo junto al refrigerador de agua. Enseguida lo limpié todo con gran rapidez.

Quedaba, sin embargo, la posibilidad de haber dejado huellas en su cuerpo, y por ello lo agarré por los tobillos —Wayne me abrió la puerta corredera—, lo arrastré hacia la piscina y lo deslicé, con las piernas por delante, hacia el agua. Bajó directo, como un tablón. Parecía que nadara.

Sabía que metiéndolo en la piscina, la sangre se diluiría y desaparecerían las huellas que hubiera podido dejar en su cuerpo. Miré como flotaba el cadáver y constaté que la sangre empezaba a esparcirse.

Entonces, Wayne y yo registramos la casa. Quería asegurarme de que el tipo no había grabado nuestra conversación. Yo me dediqué a la planta baja y Wayne a la superior. Encontré su agenda y me la llevé.

Volvimos a mi casa y me duché con detergente de fregar los platos para eliminar cualquier resto de sangre. Luego nos deshicimos de la ropa que llevábamos. La hicimos jirones, la metimos en unas cuantas bolsas, nos fuimos en coche hacia el desierto y las repartimos por allí.

Wayne cogió un taxi hacia el aeropuerto y volvió a Chicago. Yo pasé en coche por delante de la casa de Lisner y comprobé que no había ningún movimiento. Me dirigí pues al restaurante My Place. Cuando aparcaba, Tony hacía lo mismo con Sammy Siegel.

Le pregunté si tenía un momento.

Nos apartamos un poco.

—Misión cumplida —le dije.

—¿Cumplida? —dijo.

—Me he ocupado de él —respondí.

—¿Te has deshecho de todo? —dijo.

—Sí. Le he metido diez balas en la cabeza y lo he arrojado a la piscina.

Me miró y dijo:

—Perfecto. De lo de hoy que no se hable más.

Y así fue.

Recuerda Rosenthal:

Llevaba a Tony a un lugar a setenta y cinco kilómetros de la ciudad para cenar, porque entre su corazón y mis problemas con la licencia, no nos podían ver juntos en el centro. Todo el camino me habla de que está bajo vigilancia constante y de que él lo único que pretende es ganarse la vida, y llevar una existencia tranquila. Yo sólo puedo decirle «sí, sí». Tony no me decía todo esto para discutirlo. No parecía que ligara el haber estado creándose enemigos entre todo tipo de gente con el hecho de que ellos podían haberse pasado en secreto la noticia de lo que estaba haciendo o dejando de hacer. No creo que comprendiera, de manera correcta o equivocada, que cuando estás quemado como él lo estaba, cada policía del estado tiene tu foto delante en su hoja de servicio. Tiempo después, sus abogados se encontraron con que las unidades de intervención federales tenían fotos de Tony y de toda su familia, amigos e incluso de sus abogados. Los agentes y acusadores tenían la foto de Tony con una pinza en sus carpetas y calificativos insultantes escritos en la mayoría de reproducciones. Esto es lo que te ocurre cuando te conviertes en el blanco. No hay ningún poli del estado que no sepa quién eres y no pretenda meterte en la cárcel o liquidarte.

Cuando llegamos al restaurante de las afueras, dos de sus chicos estaban esperando. Habían cogido un compartimiento en la parte trasera.

Acabábamos de sentarnos cuando un tipo se acercó a la mesa:

—Señor Rosenthal —dijo—, permítame que me presente. Soy el dueño de este establecimiento. He visto su foto en los periódicos y quería que supiera que todos nosotros estamos a su lado. ¿Qué tal el servicio? Espero que le guste la comida.

Le dije que todo iba bien y le di las gracias, precisándole sin embargo que me sentaba fatal que me hubiera identificado. Después, en vez de irse, se volvió hacia Tony:

—Y el señor Spilotray —pronunció así el apellido de Tony—, ¿puedo presentarme yo mismo?

Tony se levantó y puso su brazo en el hombro del tipo y se alejó unos pasos con él, unos cinco metros, justo fuera del alcance de mis oídos.

Veo como Tony estrecha la mano del tipo y observo la cara sonriente de este, cuando después veo que palidece, se da la vuelta y se dirige hacia la cocina.

Cuando Tony se sienta todo son sonrisas.

—¿Qué demonios le has dicho al tipo? —le pregunté.

—Nada —responde.

Lo que sucedió fue que Tony se llevó al tipo aparte y le dijo: «No me llamo Spilotray, hijoputa. No me has visto en tu vida. Y Frank Rosenthal tampoco ha estado aquí. Y si llega a mis oídos que has dicho algo a alguien, este lugar se convertirá en una bolera y tú vas a pasar por el jodido potro de torturas».

Spilotro era vigilado con micrófonos, le pisaban los talones, era hostigado, era detenido, era acusado. Pero nunca fue condenado. En sus primeros cinco años en Las Vegas, se habían cometido más asesinatos que en los veinticinco anteriores. Estaba acusado del asesinato del taquillero del Caesar's Palace llamado Red Kilm, pero el caso no llegó nunca a juicio. Era sospechoso del asesinato del marido de Barbara Mc Nair, Rick Manzi, que estaba involucrado en un negocio de drogas que salió mal pero tampoco pasó nada. A Spilotro le gustaba pasear por los juzgados contoneándose y sonriendo, junto con su abogado, Oscar Goodman, mientras las cámaras de televisión andaban por allí. Decía Frank Cullotta:

Cuantos más periodistas veía Oscar, más lejos aparcaba su maldito coche para tener más tiempo para las entrevistas. Tony tenía absoluta confianza en Oscar. En todos los años que corría por allí no había perdido más de un par de horas esperando en los calabozos para una fianza. Cuando le advertí sobre Oscar, quien en mi opinión lo que buscaba era publicidad, Tony sólo meneó la cabeza y mordisqueó su pulgar. Solía morderse la cutícula del pulgar derecho. A veces tenía el pulgar en carne viva.

Tiempo después, cuando Oscar se hizo rico, Tony contemplaba el alto edificio de ladrillos que había construido en la calle Fourth y decía: «Yo he construido este edificio». Como si se sintiera orgulloso de él. Pero nunca comprendí por qué a Tony le gustaba tanto Oscar. El tipo era un abogado. Había hecho una fortuna gracias a Tony. Yo jamás confiaría en un hombre que lleva un Rolex de imitación.

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