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Casino » Tercera parte: La retirada » 18

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«Lo cierto es que Allen R. Glick nunca ha estado ni estará vinculado a algo que no sea perfectamente legal.»

A veces lo llamaban el Genio y otras el Calvo; lo llamaran como lo llamaran, Allen Glick había representado un error y la mafia quería deshacerse de él. Al principio, Glick había dado la impresión de ser el blanco perfecto, pero resultaba que en vez de resolver los problemas los creaba. De entrada, era el objetivo ideal: a la prensa le encantaba azuzarlo, divertirse a costa de su falta de experiencia, burlarse de su seriedad y dar por supuesto que tanta gestión resultaba sospechosa. Por otro lado, era mucho más listo de lo que habían esperado los del fondo de pensiones del Sindicato.

En 1976, el American Stock Exchange, como parte de una investigación rutinaria en la solicitud de Glick de conseguir capital adicional para compensar a los propietarios de las obligaciones, descubrió que Glick había prestado diez millones de dólares del capital de Argent a algunos de sus socios subsidiarios, sin haber planificado la devolución de dicho dinero. Más tarde, en 1977, la Comisión de Garantías y Cambio descubrió que al cabo de una semana de recibir el préstamo del Sindicato en 1974, Glick había utilizado 317.500 dólares de éste para restaurar su casa y pagar deudas personales. La Comisión acusó a Glick de utilizar Argent «como fuente particular de financiación, desatendiendo de forma flagrante su deber de garante ante los propietarios de obligaciones de Argent». Según el Wall Street Journal, Glick había cobrado más de un millón de dólares por sus servicios de gestión y había cargado dicha suma a la deuda que tenía con Argent, reduciendo así de forma unilateral su montante. La Comisión acusó asimismo a Glick de malversar fondos de Argent en una serie de negocios improductivos, entre los que se contaba un proyecto de urbanización para el gobierno en Austin, Texas.

«Allen Glick, el propietario prodigio de casinos de Las Vegas» se había convertido en «el acosado propietario de casinos de Las Vegas». La Comisión de Garantías y Cambio había presentado una demanda contra Argent; el desvío de dinero de las máquinas tragaperras seguía bajo control; no se había resuelto el asesinato de Tamara Rand. Se había pagado por adelantado 300.000 dólares a una agencia de publicidad por unos anuncios en un periódico de Las Vegas, Valley Times, algunos de los cuales jamás se habían publicado. Se habían entregado aportaciones a determinados candidatos políticos, y éstos las habían devuelto haciéndolo público.

Los problemas de Glick se agravaron al hundirse el imperio del Sindicato de Camioneros; él no era más que una nota a pie de página en dicho hundimiento, pero una nota con mucho jugo. La desmedida soberbia de Glick pedía a gritos un castigo justo. «Lo cierto es que Allen R. Glick nunca ha estado ni estará vinculado a algo que no sea perfectamente legal», anunció Allen R. Glick al Wall Street Journal.

Uno de los que leyeron el artículo del Wall Street Journal sobre los préstamos que Glick se otorgaba a sí mismo fue Nick Civella, el jefe el hampa de Kansas City, a quien había acudido aquél a visitar cuatro años antes en la habitación de la bombilla solitaria. Civella montó en cólera al enterarse de que Glick metía mano en la caja. Bastante duro resultaba ya sablear a un casino como para encima tener que soportar que se te adelante el dueño. Civella habría llamado directamente a Glick para decírselo de no ser por un pequeño inconveniente: estaba en la cárcel cumpliendo una corta condena por haber efectuado apuestas ilegales a través de una llamada telefónica interestatal (tenía el teléfono controlado). Pero durante una comunicación con su hermano, Carl Civella, El Corcho, ordenó que se hiciera algo con Glick. Así pues, Carl Civella y su principal lugarteniente, Carl DeLuna, El Curtido, emprendieron una serie de viajes a Chicago para reunirse con otros mafiosos, socios de Argent del grupo de Kansas City. El plan consistía en echar a Glick o bien obligarlo a entregar a la mafia millones de dólares en efectivo.

El hombre clave de la operación fue DeLuna, atracador a mano armada y asesino a sueldo, a pesar de que tenía alma de contable: tomó unas meticulosas notas de sus viajes y pormenorizó todos los gastos en pequeñas fichas y blocs de notas. Escribía los nombres de las personas en código pero podían descifrarse con facilidad. A Allen Glick lo llamaba el Genio, a Rosenthal el Zurdo o el Loco, que ortografiaba como «Loko». Joe Agosto del Tropicana era Caesar, ortografiado « Ceasar».

A finales de 1977, DeLuna y Carl Civella tomaron el avión para Chicago para reunirse con el jefe, Joe Aiuppa, y el subjefe, Turk Torello. «Corrían rumores de que el Genio se estaba adueñando de todo», escribió DeLuna en una de sus tarjetas, documentando así el primer intento de la mafia de desprenderse de Glick después de entregarles el dinero. Quien formuló la propuesta a Glick fue Rosenthal El Zurdo, tal como aquél declaró años más tarde.

P: Permítame una pregunta, señor Glick, ¿usted y Frank Rosenthal tuvieron alguna discusión a propósito de Frank Rosenthal y la empresa Argent?

R: Sí.

P: ¿Cuándo tuvieron lugar aproximadamente estas discusiones, si es que lo recuerda?

R: Creo que fue hacia 1977.

P: ¿Y cuál fue la naturaleza de estas discusiones?

R: El señor Rosenthal se presentó una tarde en mi despacho y me informó de que tenía el consentimiento de los socios para proponerme la compra de todas las participaciones, una compra por parte de los socios. Y precisó lo que a él le parecía que podía resultar aceptable para los socios.

P: ¿Y cuáles eran las condiciones?

R: Dijo que consideraba que había que ofrecer unos 10 millones de dólares en efectivo a los socios a fin de recuperar su 50% de la propiedad.

P: ...¿Quién, si es que se identificó a alguien, actuaba como representante de los supuestos socios?

R: El señor DeLuna, Carl DeLuna. Tal como declaramos el señor Rosenthal, el señor Thomas... yo diría que el señor Dorfman...

P: ¿Se planteó seriamente la propuesta, señor Glick, de adquirir la empresa Argent a sus socios, los supuestos socios por 10 millones de dólares?

R: ...Mis intenciones eran serias en cuanto al señor Rosenthal. En cuanto a la idea de lo que me propuso, no lo consideré en serio.

P: ¿Se tomó en serio Frank Rosenthal tales sugerencias?

R: Me permito remitirme a lo que acabo de decir. Lo tomé en serio porque procedía del señor Rosenthal. No lo tomé en serio como algo factible o plausible. Pero sí, él se lo tomó muy en serio.

P: ¿Cómo se dio cuenta de que Frank Rosenthal se tomaba en serio las discusiones con usted?

R: Un tiempo después de esta discusión en concreto, acudió de nuevo a mí y dijo que por parte de las personas que él representaba —utilizó la palabra «socios»— era una propuesta aceptable.

P: ¿Y qué le respondió usted al señor Rosenthal?

R: Le dije que no veía forma de negociar algo así. No me interesaba ni quería involucrarme en una operación de este tipo, pues me estaba hablando de 10 millones de dólares en efectivo sin declarar. Dije que no quería complicarme con ello. Él replicó que representaba a los socios con los que yo había estado de acuerdo, cuya representación yo había sancionado para un acuerdo de ratificación respecto a esta compra del total de las acciones según lo calificaba él. No sabía qué pensar de ello, pues por la relación que yo tenía con él consideraba al señor Rosenthal como un mentiroso patológico y un psicópata, y trataba con él a diario teniendo siempre en cuenta el tipo de persona que tenía delante.

P: ¿Cómo reaccionó el señor Rosenthal a su rechazo a la transacción de los 10 millones de dólares?

R: Se disgustó muchísimo y dijo que sus socios verían con muy malos ojos mi respuesta negativa. De nuevo, las amenazas se hicieron patentes en todas sus frases al detallar la réplica que podían decidir los socios. Amenazas que yo me tomé en serio a pesar de considerarle un mentiroso patológico en otras condiciones...

P: En la idea primigenia, en la discusión que llevaron usted y el señor Rosenthal, ¿qué papel imaginaba para sí mismo el señor Rosenthal si es que preveía alguno?

R: ...el de jefe ejecutivo, dirigir la empresa como presidente de hecho.

P: ¿Y tendría algún título de propiedad?

R: Sí. Dispondría de un interés de propiedad del 50%...

Allen Glick siguió comportándose como si creyera tener algún poder en su propia empresa. Rosenthal intentó obligarle a vender el Lido Show a Joe Agosto, del Tropicana, pero Glick se negó a ello. Como consecuencia, Carl Civella y Carl DeLuna siguieron con sus viajes a Chicago para organizar el complot contra Glick, y DeLuna continuó anotando todo lo que sucedía, creando inconscientemente un extraordinario rastro de papel para los agentes del orden, que finalmente lo descubrieron.

En enero de 1978, se reunieron con Frank Balistrieri, Joe Aiuppa, Jackie Cerone y Turk Torello, que recibía tratamiento por un cáncer de estómago. Según las notas de DeLuna: «No se hablaba más que de sustituir al Genio. El Loko (Frank Rosenthal) debía estar ahí pero no pudo acudir». El 10 de abril se reunió de nuevo con Aiuppa, Cerone, Torello y Tony Spilotro, quien al parecer andaba por la zona y se dejó caer allí. Según las notas: «Se habló de quien iba a ver al Genio. Se decidió que fuera yo». El 19 de abril, De Luna volvió a Chicago con Carl Civella para reunirse con Aiuppa, Cerone y Frank Rosenthal: «Se habló otra vez de que yo tenía que ir a ver al Genio. (De ello habíamos hablado hacía diez días. Nota: ficha del 4-10.) El Loko me dio su teléfono personal. Él y yo quedamos de acuerdo en que la primera reunión sería donde el avocatto (despacho del abogado Oscar Goodman) y establecimos una cita provisional para la semana siguiente. 22 (Joe Aiuppa sugirió esperar a que ON (Nick Civella) estuviera aquí (hubiera salido de la cárcel) pero MM (Carl Civella) dijo que prefería solucionarlo antes (del retorno de Civella). Por ello, el Loko y yo con el Genio la semana que viene». DeLuna anotó meticulosamente sus gastos para el viaje: salida, 180 dólares, vuelta, 180 dólares, aparcamiento, 7 dólares, con un total de 387 dólares, quedando un remanente de 8.702 dólares.

A finales de abril, Carl DeLuna voló hacia Las Vegas y tuvo una reunión que constituyó el capítulo final en la formación de Allen Glick, como el propio Glick declaró posteriormente.

P: Señor Glick, le ruego que centre la atención en la fecha del 25 de abril de 1978 o alrededor de ella pues he de preguntarle si tuvo ocasión de reunirse con Carl DeLuna.

R: Sí, la tuve.

P: ¿Dónde se reunió con Carl DeLuna?

R: Me reuní con el señor DeLuna en el bufete del señor Goodman.

P: ¿Y quién es Oscar Goodman?

R: Oscar Goodman es un abogado de Las Vegas.

P: ¿Conocía usted al señor Goodman con anterioridad?

R: Sí. En una época representó a la empresa Argent.

P: ¿Y quién más había allí?

R: Estábamos yo, el señor DeLuna y el señor Rosenthal...

P: ¿Estuvo presente aquel día el señor Goodman?

R: No, no estuvo.

P: Cuando entró en el despacho, ¿qué observó?

R: Entré en el despacho, donde había una recepción en la que estaba la secretaria del señor Goodman, pasé por delante de ella y fui hacia el despacho particular del señor Goodman.

P: Y cuando entró en el despacho particular, ¿qué observó?

R: Entré en el despacho del señor Goodman y tras el escritorio del señor Goodman estaba el señor De Luna con los pies apoyados en la mesa.

P: Explique a las señoras y caballeros del jurado qué ocurrió en aquel despacho el 25 de abril de 1978.

R: Entré en el despacho del señor Goodman. El señor DeLuna, con voz bronca, utilizando un lenguaje gráfico, me dijo que me sentara. Luego sacó un papel del bolsillo —creo que llevaba un traje con chaleco—, del bolsillo del chaleco... Y se quedó unos segundos mirando el papel. Luego levantó la vista hacia mí y me informó de que le habían enviado sus socios para comunicarme un último mensaje. Empezó a leer el papel. Quiere que yo...

P: Describa como mejor recuerde lo que se dijo e hizo allí prescindiendo de las blasfemias.

R: Dijo que él y sus socios estaban hartos de verme por allí y que ya no iban a tolerarlo más. Me precisó que todo lo que iba a decir sería la última vez que lo oiría yo de boca de alguien, pues no tendría otra oportunidad de escucharlo a menos que me atuviera a lo que él iba a decirme. Me informó de que quería que yo vendiera Argent inmediatamente y dijo que tenía que hacer pública la venta en cuanto abandonara el despacho del señor Goodman tras la entrevista con el señor DeLuna. Dijo ser consciente de que tal vez no había tomado las amenazas recibidas con la seriedad con que se habían proferido. Dijo también que, visto que quizás yo no me consideraba una persona imprescindible, estaba seguro de que la vida de mis hijos sí que sería para mí algo imprescindible. Luego dijo que si no se enteraba en un corto período de tiempo de que yo anunciaba la venta, vería como asesinaban a mis hijos uno por uno. Y siguió con su proceder habitual, vulgar y bárbaro. La entrevista acabó cuando yo admití estar dispuesto a vender, disposición anterior a mi entrada al despacho, y que iba a hacerlo.

P: ¿Hizo algún comentario el señor DeLuna acerca de si él se consideraba imprescindible?

R: Pues sí.

P: ¿Qué dijo?

R: Dijo que si tenía alguna duda sobre si hablaba en serio o por alguna razón pensaba que él podía desaparecer, siempre habría alguien que se responsabilizaría de los socios en tal circunstancia.

Al cabo de unos días de la entrevista con Carl DeLuna, Allen Glick acudió a la Comisión del Juego de Nevada y les comunicó que iba a vender sus participaciones en los casinos. Sin embargo, no lo anunció públicamente; quería esperar a cerrar el trato. Inició una serie de negociaciones desafortunadas: al principio intentó vender estableciendo un acuerdo mediante el cual él mismo pudiera alquilar los casinos; luego negoció con una serie de grupos de futuros compradores, muchos de los cuales, según él mismo, estaban coordinados por Rosenthal. Entre ellos se incluían Allen Dorfman, Bobby Stella y Gene Cimorelli, ejecutivos de Argent fieles a Rosenthal, así como los hermanos Doumani.

Entre tanto, en mayo, se produjo en Kansas City un asesinato que no tenía ningún tipo de relación con los negocios de los casinos. La familia Civella llevaba unos años en guerra con otra familia del hampa local a raíz del control de los bares de top-less en una nueva organización de Kansas City. En noviembre de 1973, se encontró muerto, metido en el portaequipajes de su propio coche, a Nick Spero, integrante del clan familiar rival; en mayo de 1978, sus hermanos Carl, Mike y Joe recibieron unos disparos de bala en un bar, como consecuencia de los cuales Mike resultó muerto. Como consecuencia de ello, el FBI de Kansas City intensificó el control telefónico sobre la familia Civella e instaló escuchas en la parte trasera del Villa Capri, una pizzería de la ciudad.

Según afirma Bill Ouseley, agente retirado del FBI:

Colocamos las escuchas en aquel punto pues buscábamos información sobre el asesinato. En lugar de ello, la noche del 2 de junio de 1978 a eso de las diez y media de la noche, Carl DeLuna y El Corcho, el hermano de Nick Civella se sentaron en una de las mesas del fondo de la pizzería y se pusieron a hablar sobre compras y ventas de casinos en Las Vegas, sobre la orden que había recibido Allen Glick de vender los suyos. Citaron los distintos grupos dispuestos a la compra de los casinos de Glick y precisaron que sus preferencias iban dirigidas al grupo apoyado por su hombre —Joe Agosto, del Tropicana— y no por el grupo que recibía el apoyo de la mafia de Chicago en el que se encontraban Rosenthal El Zurdo, Bobby Stella y Gene Cimorelli.

La conversación —que duró unos quince minutos— precisó por primera vez en voz de la propia mafia la influencia y el poder que ejercía la delincuencia organizada en Las Vegas. Bill Ouseley estaba estupefacto; llevaba años confeccionando gráficos y archivos sobre el hampa, y en la conversación de DeLuna y Civella no se perdió ni en una de las frases pronunciadas a medias ni en uno de los nombres en clave. Además, su madre era italiana, por lo que incluso comprendió las frases en siciliano. Él mismo afirma:

Aquello fue la piedra de Rosetta que aclaró todas nuestras sospechas. Hasta entonces nadie había registrado una conversación entre mafiosos sobre compras y ventas de casinos, sobre a quién puede permitirse o no hacerse con ellos. De todas formas, nos costaba creer que DeLuna El Curtido, con su guardapolvo y su delantal de pizzero, estuvieran negociando la venta multimillonaria de unos casinos en Las Vegas. No tuvimos la certeza de ello hasta ocho días después, el 10 de junio, cuando Allen Glick convocó una rueda de prensa en Las Vegas, en la que anunció que tenía intención de retirarse de la empresa Argent.

El FBI de Kansas City acudió a los tribunales para solicitar permiso para ampliar la autorización de las escuchas en la banda de Civella; asignaron un helicóptero de vigilancia sobre DeLuna a fin de presentar al tribunal cada uno de los pasos que realizaba en un día normal y corriente para evitar el seguimiento. Según Ouseley:

Todas las operaciones de evasión, el hecho de que DeLuna y Civella anduvieran de un lado para otro para hacer las llamadas telefónicas, que DeLuna incluso transportara un maletín lleno de monedas de veinticinco centavos, que efectuara maniobras para escabullirse entre el tráfico, como cambios de sentido en la autopista o colarse en caminos particulares, demostraron al tribunal que de estos elementos no podía esperarse nada bueno. El seguimiento sobre DeLuna nos llevó al hotel Breckinridge. DeLuna acudía casi a diario allí, donde había muchos teléfonos públicos. Para conseguir una orden de escucha en un teléfono público teníamos que demostrar a un juez de un tribunal federal —a nivel privado, evidentemente— que DeLuna utilizaba dichos teléfonos con intenciones delictivas y que los propios teléfonos se usaban como parte de la conspiración. Llevamos a todos los de las oficinas al hotel. Teníamos secretarias y contables apostados junto a los teléfonos a fin de que cuando llegara DeLuna e iniciara sus conversaciones pudieran oír lo que pudiera considerarse sospechoso y proporcionarnos una causa para colocar legalmente las escuchas en los teléfonos del hotel.

Los agentes del FBI oyeron a DeLuna hablar de Caesar (Joe Agosto) y del Tenor (el nombre en clave que daban a Carl Carusso, el hombre que más tarde se descubrió que trasladaba el dinero desviado del Tropicana de Las Vegas a Kansas City). Hablaban de C. T. (Carl Thomas) y de investigaciones. Por fin el Bureau consiguió permiso para pinchar prácticamente todos los teléfonos utilizados con regularidad por la banda de Civella, incluyendo el del bufete de abogados de éste.

Según declaró Mike DeFeo, Mike El Hierro, subdirector en 1978 de las Fuerzas de Intervención contra la Delincuencia Organizada del Departamento de Justicia:

Hasta finales de los setenta, se vivió un compás de espera en lo referente a la aplicación de la ley en Las Vegas. Existía corrupción. Algunos jueces dificultaban la tarea. Paul Laxalt, como senador y gobernador, se quejó de que en el estado había demasiados agentes del FBI y del fisco. En nuestras escuchas había fugas. Uno de los jueces desprecintaba actas del gran jurado que nosotros habíamos exigido que se sellaran. En una época, uno de los polis corruptos que trabajaba para Tony Spilotro colocó a su cuñada como responsable administrativa en los juzgados. Todo ello conllevó años y años de frustración en cuanto a la aplicación de la ley. Nos dábamos de cabeza contra la pared.

Por fin llegó el respiro, pero no procedente de Las Vegas sino de la sala del fondo de una pizzería de Kansas City. Fue algo casual, cuestión de suerte. Pero básicamente se debió a que Gary Hart, supervisor de Kansas City, y su equipo estaban al corriente de que había que seguir un hilo y lo hicieron hasta el final. Para quien está a la escucha de uno de los hilos telefónicos, incluso hoy en día, no resulta tan obvio. Los pájaros aquellos tampoco precisaban tanto las cosas. Escuchaban a DeLuna decir a Carl Civella que conseguiría sacar al Genio del Stardust. Nada resultaba tan claro o tan directo. Buena parte de la conversación suele ser indescifrable. Un agente distraído podía perder el hilo con facilidad.

De las grabaciones de la pizzería Villa Capri. Habla Carl DeLuna:

Pues ya ves, el tipo quiere anunciarlo públicamente. El Genio, el Genio quiere anunciarlo públicamente. Es lo último que me ha dicho Caesar, suponiendo que pueda contar con Jay Brown (el socio del bufete de Oscar Goodman)... Sí, sí, Carl, ya te hablé de lo de anunciarlo públicamente. Recuerda lo que te dije, que el Genio estaba allí la noche que Joe hizo efectivo el cheque, y Jay Brown estaba en el Stardust. El Genio miraba a Jay Brown... igual que Joe. Dijo que el Genio iba a por el trato. Quiere llevarlo adelante. Quiere hacerlo público. Y yo le dije estas palabras: «Tú cumple con tu deber. Haz público que abandonas por la puñetera razón que se te ocurra y lárgate». Le metí eso en la cabeza. Rueda de prensa.

Según Mike DeFeo:

La clave radicaba en interpretar correctamente la conversación, pero en definitiva quien nos facilitó las cosas fue Carl DeLuna. Era un redactor de notas enrevesado y compulsivo. Tomaba notas de todo. Contabilizaba cada fajo de veinte dólares. Todos los desplazamientos. Cada vez que llenaba el depósito. Lo hacía así para que no se le cuestionaran nunca los gastos, para poder demostrar dónde gastaba el dinero. Las notas de DeLuna junto con las escuchas telefónicas en el Gold Rush de Spilotro y posteriormente en la compañía de seguros de Allen Dorfman en Chicago confirmaban lo que sabíamos hacía tiempo —que existía un sólido vínculo entre la mafia, el fondo de pensiones del Sindicato y Las Vegas—, la única diferencia era que nos hallábamos en una situación en la que tal vez podríamos intervenir.

Abrimos brecha en una serie de campos. Iniciamos la investigación en el campo de las escuchas y la instalación de micrófonos ocultos a mayor escala y más complicada de la historia para poner al descubierto la influencia de la mafia en Las Vegas. Se amplió, por ejemplo, la pauta en a cuanto la vigilancia electrónica de quince a treinta días, y conseguimos cobertura para todas las cabinas del Breckinridge a pesar de disponer tan sólo de causa probable en aproximadamente un cuatro por ciento de ellas.

Conseguimos permiso para forzar la puerta del coche de DeLuna para evitar la posibilidad de que descubrieran el micrófono. Conseguimos permiso para entrar a robar en casa de Josephine Mario, familiar de Civella, para coger el mando que tenía en el coche y usarlo para abrir la puerta del garaje e instalar el micrófono que iba a convertirse en el más importante del caso.

Tuvimos que echar mano también de los aspectos de la ley tradicionalmente reservados la intimidad y el respeto.

La norma había establecido siempre que no podían instalarse micrófonos en dormitorios o cuartos de baño, pero durante nuestra investigación descubrimos que Allen Dorfman siempre se iba a hablar al dormitorio o al cuarto de baño. Tuvimos que solicitar permiso para superar aquel inconveniente. Y evidentemente nos metimos en el bufete de Quinn & Peebles.

En Quinn & Peebles el FBI grabó a Nick Civella, que había salido de la prisión federal el 14 de junio de 1978 y había montado su cuartel general en el bufete de sus abogados. Allí lo conocían por señor Nichols. Qué duda cabe que Civella y sus socios se enfrentaban a una crisis: el hotel Tropicana, que había proporcionado miles de dólares en desvío de dinero al grupo de Civella, tenía problemas económicos; durante los trámites para la licencia de un nuevo propietario, la Comisión del Juego había descubierto que el desviador de dinero del Tropicana, Joe Agosto, era en realidad Vincenzo Pianetti, y que el Departamento de Inmigración de los EE. UU. llevaba diez años intentando deportarlo. El propio Agosto complicó las cosas: convocó inmediatamente una rueda de prensa y perdió los estribos, empezando a chillar y gritar en dialecto siciliano. Lo que temía Agosto —que a la larga los problemas de Rosenthal El Zurdo le iban a salpicar— tenía un buen fundamento: en julio, cuando el Departamento de Control del Juego ordenó a Rosenthal solicitar una licencia como directivo clave a pesar de poseer el cargo de director de espectáculos, exigió la misma solicitud a Joe Agosto.

Si bien Civella tenía fama por su cautela, utilizó con la máxima tranquilidad los teléfonos del bufete de abogados para resolver todos estos problemas. Estaba convencido de que ni el FBI podía plantearse grabar las exclusivas conversaciones de un abogado con un cliente.

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