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Casino » Tercera parte: La retirada » 20

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«Reconozco la voz. La conozco de toda la vida. Es la de Tony.»

Según El Zurdo:

Geri bebía y tomaba pastillas. No parecía darse cuenta de la tensión a que yo estaba sometido. Una noche, la úlcera me martirizaba y me había metido en la cama, arriba. La llamé por el interfono y le dije que me preparara la cena. El dolor se agudizaba.

Al cabo de un rato, insistí de nuevo por el interfono:

—¿Ya está lista, Geri?

—Enseguida, cariño —dijo.

Pero lo que no precisó es que estaba borracha como una cuba y ni siquiera había entrado en la cocina. Luego, presa de pánico, preparó de cualquier forma unos huevos pasados por agua, chamuscó una tostada y me subió la bazofia.

Miro aquello y el dolor va en aumento. Le pego una bronca. Me incorporo en la cama. Geri está frente a mí y pega un bote hacia la vitrina.

Me echo boca abajo. Intento, como puedo, casi rodando, saltar a su lado, pero ella coge antes que yo el tirador de la vitrina. Probablemente por cuestión de una fracción de segundos se me adelanta y coge la pistola.

Nos pegamos un coscorrón: yo empiezo a sangrar por la frente y ella, por la nariz. Le había dado justo en el caballete.

Aparecieron los dos críos que estaban en las habitaciones del fondo. Vieron que nos estábamos peleando.

—¡Geri! ¡Geri! ¡Los niños! ¡Basta!

Por fin apartó la pistola, pero no había forma de detener la pelea porque llevaba una curda de miedo.

Llamé a Bobby Stella diciéndole que viniera enseguida a ayudarme con los niños, con la sangre, con todo. Le dije también que llamara al médico, quien apareció enseguida. Nos llevó a su consulta, donde a mí me curó con cierta facilidad pero a ella tuvo que ponerle un par de puntos de sutura.

Ella iba mascullando que le había roto la nariz.

—Oye Geri, ¿qué pensabas hacer con la pistola? —le pregunté.

—Nada —respondió—. Había bebido. No tenía que hacerlo. No tengo que beber.

Cuando llegamos a casa, ya reinaba la calma.

A la mañana siguiente, me voy a trabajar y me acompaña hasta el coche; la perfecta ama de casa de un barrio residencial.

—Cuídate mucho —me dice, y me da un beso.

Cuando llevo una hora en el trabajo, llamo a casa. Le pregunto cómo se encuentra y me dice:

—Estupendamente. ¿Y tú como estás, amor mío?

Por la voz detecté que había bebido.

Cogí el coche y volví para casa. Aparqué en la esquina y entré a hurtadillas. Quería comprobar qué sucedía. Geri estaba al teléfono. Creo que hablaba con Robin, su hija. Oí que decía:

—Tienes que ayudarme a matar a este cabrón. Por favor, ayúdame.

—No podrá ayudarte, Geri —dije, entrando en la sala—. Aquí estoy.

Por poco se muere.

—No hace ni dos horas me has dicho que me querías y ahora quieres matarme.

Colgó el teléfono.

—Fíjate lo que me hiciste en la nariz —me dice, acercándose a mí. Siempre tenía la última palabra. Llevábamos ya unos años así.

Luego, cada vez que volvía a casa, lo hacía con extrema cautela. No sólo por la pistola de ella, sino porque pensaba que podía contratar a alguien.

Como recuerda Barbara Stokich, hermana de Geri:

Geri y Frank tenían muy mal carácter. Allí se organizaban batallas campales. En el techo había catsup y mostaza. Geri era una niña consentida. Ya de niña, cuando cogía una rabieta, se ponía a chillar, se echaba al suelo y pegaba puñetazos y patadas como una posesa.

Era muy terca. Para ella, la vida era una calle con un solo sentido. Ella tenía que dictar las normas. Y Frank era exactamente igual.

Un día, en mi casa, después de una de las peleas, admitió que no siempre era culpa de Frank. Aceptó que no siempre jugaba limpio con él. Pero dijo también que Frank quería que dejara la bebida pero ella prefería morir antes que hacerlo.

Creo que el plan que tenía Geri al principio era el de divorciarse de Frank cuando las cosas no funcionaran, pero a los nueve meses de la boda tuvo a Steven y el niño lo era todo para ella. Lo adoraba. No había comprendido que podían cambiar las cosas cuando tuviera un hijo. Luego vio que sería incapaz de abandonar a Steven.

Se sentía sola. A veces me llamaba a las tres de la madrugada. ¿Por qué no estaba su marido en casa con ella y los niños? El Zurdo se pegaba la gran vida. Le habían contado que salía con coristas. Ella estaba al corriente de ello. Había encontrado facturas de joyas en sus bolsillos al llevar los trajes a la tintorería.

Venía a casa, se desahogaba y decía que si él podía echar una cana al aire, ella también lo haría. Y lo hizo.

Según El Zurdo:

Geri se llevó los niños de vacaciones a la costa. Cuando se marchó, las cosas no iban muy bien entre nosotros. Cuando llevaba dos días fuera, estaba tan borracha que no pudo ponerse al teléfono. Estuve dos días más sin llamar.

Luego, poco antes de la fecha en que tenían que regresar, seguía sin noticias de ella. Llamé al hotel y me dijeron que se habían ido hacía dos días. Empecé a asustarme de verdad. No conseguí localizarlos en ninguna lista de embarque de líneas aéreas.

Llamé al novio de Robin. Era un buen chaval. Le dije que estaba buscando a mi esposa y a mis hijos. Al principio respondió que no sabía nada de ellos. Luego confesó que Geri y los niños estaban con Leni Marmor y Robin. Me dio su número de teléfono.

Lenny Marmor contesta al teléfono. Lo noto cortante. Astuto. Habla tranquilamente. Finge un ligero acento del sur.

—Oye, Lenny, soy Frank Rosenthal —le digo—. Quiero hablar con Geri.

Me dice que no está.

—Lenny —repito—, quiero hablar con Geri. Es muy importante. Quiero ver a los niños. Que me los mande por avión enseguida.

—Oye, Frank, de verdad que no sé dónde está —responde, con toda sinceridad—. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos?

—De acuerdo —respondo, y cuelgo.

Y se acabó. Se largaron todos. Geri, Robin, mis hijos y Marmor.

Aquella noche Geri llama a Spilotro. Él me localiza inmediatamente y me dice que Geri teme que yo los haga seguir y los mate.

Él le dijo:

—No puedo ayudarte. Manda a los niños inmediatamente. Frank está desesperado.

Geri llama:

—Hola.

—Hola.

Le digo que no pienso preguntarle dónde está; que se limite a mandarme a Steven y Stephanie por avión lo más rápido posible. Que me llame luego para concretar la hora de la llegada. Y que, a partir de aquí, haga ella lo que quiera.

—Si decidiera volver, ¿me perdonarías? —me pregunta luego.

Le digo que no lo sé. Que puedo intentarlo. Soy consciente de que aún me importa, pero digo:

—Ahora mismo lo que tienes que hacer es mandarme a los niños.

Colgó y habló con Lenny y Robin. ¿Y qué le dijo Lenny? Le dijo que sacara el dinero de una caja de seguridad que tenía yo en un banco en Los Ángeles, se tiñera el pelo y se fuera con él llevándose los niños a Europa. Geri le dijo que no porque me conocía y sabía que iniciaría la busca y captura hasta encontrarlos. Me llamó de nuevo diciendo que me mandaba a los niños. Hizo una segunda llamada para darme el número de vuelo. Me fui al aeropuerto con el ama de llaves y recogimos a los dos niños.

Poco después, llama Geri. Me tantea. Le digo:

—¿Verdad que no has ido a por la caja fuerte?

No responde. Añado:

—¿Qué ha sucedido con el dinero, Geri?

Dice que ha cometido un error.

—¿Un error serio?

—Serio —responde.

Hay más de dos millones en efectivo en la caja.

—¿Cuánto falta? —pregunto.

—Veinticinco —dice.

—¿Veinticinco mil?

—Sí —dice ella.

Le ha comprado ropa, un reloj nuevo. Chorradas. Rollos de macarra.

—No te preocupes. No es nada —respondo—. En un par de horas te mando un Lear para que te recoja. Tú guarda la llave. Que Lenny no se acerque a ella. Si te la coge, abrirá la caja.

»Has perdido veinticinco mil dólares con el macarra —añado—. Puede soportarse pero se acabó.

Según Geri, cuando dijo a Robin que volvía conmigo, ella respondió que tenía la sensación de no tener madre. Robin se había sentido más inclinada hacia Lenny Marmor, su padre.

Len nunca se había casado con Geri. Se había casado tres veces, pero nunca con Geri, la madre de su hija. Sin embargo, ella le era más fiel que a nadie. Era algo inconcebible.

Unas horas después recibo una llamada del piloto, precisándome la hora exacta del aterrizaje, me voy al aeropuerto y ella baja tambaleándose del avión. Luce una amplia sonrisa. Como si nada hubiera sucedido.

De camino a casa, hablamos de la caja. Dice que no ha conseguido sacarle la llave a Robin. Pero que no hay peligro porque los bancos están cerrados.

Empezamos a discutir de nuevo. Llegamos a casa y suena el teléfono. Es Spilotro.

—¿Qué tal están las cosas? —quiere saber.

Le digo que bien. Interviene Geri:

—¿Es Tony? ¿Puedo hablar con él?

Respondo que no.

—Pásamela —dice Tony.

Repito que no.

—Quiero hablar con ella. ¿Me oyes? —dice Tony. Lo noto algo duro.

Le repito que no y le doy las gracias por su ayuda, pero me interrumpe:

—Te he dicho que quiero hablar con ella —dice.

Le cuelgo el teléfono.

—¿Era Tony? —pregunta Geri—. Quería hablar con él.

Le digo que yo lo que quiero es hablar del dinero de la caja. A la mañana siguiente esperamos una llamada de Robin. Yo no me puse al teléfono porque no quería meterle miedo.

Robin dice que Lenny ha intentado que ella le dé la llave de la caja.

—Te lo pido por lo que más quieras. No lo hagas —dice Geri—. No hagas caso a tu padre.

Geri llora por teléfono mientras suplica a Robin. Un espectáculo terrible. Robin cede... Promete que no asaltará la caja.

En palabras de Barbara Stokich, la hermana de Geri:

Cuando el matrimonio se hacía pedazos, Frank la apaleaba y ella venía a casa. Llevaba un ojo amoratado. La cara llena de moratones y cardenales. Las costillas igual. Una noche, el espectáculo era tan lamentable que incluso hicimos fotos. En mi casa.

Luego Geri y Robin se enojaron muchísimo conmigo porque no quería entregarles las fotos. Pretendían llevarlo a los tribunales. No se las entregué porque las fotos no demostraban que era Frank la que la había pegado. Demostraban sólo que la habían pegado. Recuerdo que me deshice de ellas. Ella creía que podría utilizar las fotos para demostrar que la pegaba cuando llevara el caso a los tribunales. Robin me tenía al corriente de todo lo que sucedía. Hasta que se volvió contra mí cuando no quise entregarles las fotos.

Según testimonio de un agente del FBI retirado, que conocía bien el caso:

El Zurdo le hacía la vida imposible. La engañaba constantemente y le daba igual que ella lo descubriera. Empezó a controlarla como si fuera una esposa Stepford versión Las Vegas.

Por la mañana le hacía una planificación del día, que pegaba al frigorífico, y quería saber lo que hacía a cada minuto. También la obligaba a establecer contacto con él varias veces al día.

Incluso le compró un busca para localizarla cuando le apeteciera, pero ella siempre lo «perdía», lo que acababa de envenenar a Frank. En una ocasión, llegó media hora tarde a casa con los niños. Dijo que había estado en un atasco a causa de un tren de carga que circulaba a última hora de la tarde. La obligó a permanecer de pie a su lado al lado del teléfono mientras él llamaba a la compañía ferroviaria para confirmar a qué hora circulaba dicho tren.

Pero le hiciera lo que le hiciera, ella nunca lo abandonaba, pues siempre había regalos. Era una puta de la vieja escuela. Él la compró cuando se casaron y así siguió.

En palabras de El Zurdo:

Visto con perspectiva, me doy cuenta de que en nuestro matrimonio apenas hubo tres o cuatro meses de paz. Y se acabó. Fui un estúpido. Un ingenuo. Deseaba realmente tener una familia. Nunca me di cuenta de que era incapaz de controlarla.

Una noche, estaba en el Jubilation presentando mi espectáculo televisivo y Geri se encontraba entre el público. Me doy cuenta de que Tony también está. Veo que ella se va al lavabo. Me fijo en que Tony intenta detenerla pero ella se lo sacude. No sé por qué, pero aquello no me cuadraba. No dije nada.

En palabras de Frank Cullotta, colega de Tony Spilotro:

Geri era un desastre. Bebía como una cosaca. Esnifaba coca por un tubo, tomaba estimulantes, tranquilizantes, de todo.

Consiguió avergonzar muchísimo El Zurdo en el momento en que tenía sus propios problemas con la Comisión del Juego.

El Zurdo no caía bien a nadie. Era egoísta, entraba en un local público sin saludar a nadie. Era arrogante. El Zurdo pagó sus cuotas a Chicago pero siempre se comportó como si él ya no tuviera que tener en cuenta a Tony.

Según testimonio de Murray Ehrenberg, gerente del casino Stardust:

Eran hacia las dos de la madrugada y aparece Tony en el Stardust con otro tipo; los dos van servidos. Tony no debería estar allí, pero todos simulan no conocerlo.

Se dirige a una mesa de blackjack de cien dólares y empieza jugando a cinco negras (500 dólares) la mano. Está jugando solo y pierde. En veinte minutos veo que saca del bolsillo diez mil dólares.

Empieza a maltratar al croupier. Le da una carta, no le gusta, se la tira por la cara y pide otra. El jefe de la zona de las mesas indica con la cabeza al croupier que siga. No le gusta la segunda, la arroja de nuevo y le dice al croupier que se la meta en el culo. Casi rezamos para que le salga alguna de su gusto, pero las va rechazando una tras otra, y cada vez se va exaltando más. Nosotros lo único que intentamos es acabar la noche con vida.

Luego Tony pide al jefe de mesas que le preste cincuenta mil dólares. Es consciente de que él no está autorizado para tal suma y al cabo de poco ya me veo implicado en ello.

—Llama al que te dije y consígueme el dinero —dice Tony.

Llamé a El Zurdo a través de la línea especial que habíamos instalado. Le dije que teníamos allí al Enano y pedía prestados cincuenta mil. Añadí que el pájaro ya había perdido los diez mil que llevaba encima.

El Zurdo se puso furioso. Todo el mundo sabía que Tony no tenía que poner los pies en el Stardust y no digamos ya jugar o pedir dinero prestado. El Zurdo me dijo que Tony se pusiera al teléfono y le puntualizó que iba a ofrecerle un trato equitativo. Le devolvería el dinero que había perdido. Eso sí, le ordenó que saliera del casino inmediatamente, antes de que alguna de las ratas que teníamos por allí camufladas avisara al Departamento de Control y nos metieran en un buen lío.

Tony no estaba tan borracho como era de esperar. No iba en plan guerrero. A causa del desvío de dinero, la licencia de El Zurdo y todo lo demás, el Departamento de Control se estaba poniendo duro con el Stardust.

Di el visto bueno a los diez mil que, por cierto, nunca reembolsó, pero al Zurdo le dio igual. Lo único que le interesaba era que no constara el nombre de Tony en ningún impreso de solicitud de crédito o bien otros papeles del casino.

Tony salió del local realmente enojado, pero tuvo que aguantarse. En el fondo, seguro que sabía que El Zurdo tenía razón, aunque no le gustara.

Como lo cuenta El Zurdo:

Era un viernes o un sábado por la noche. Había terminado el programa de televisión y yo estaba en el Jubilation. A mi lado estaba Joe Cusumano. Nadie respondió. Son las dos de la madrugada y no responden al teléfono.

Dije a Cusumano que me iba a casa. Total eran cinco minutos en coche.

Al llegar allí comprobé que Geri y Steven no estaban. Habían atado a mi hija por el tobillo a la cama con una cuerda de tender la ropa.

Me parece increíble. Desato a la niña y suena el teléfono.

—¿Qué tal? —Es Tony.

—Mal. ¿Qué pasa?

—Tranquilo. Tranquilo. No ocurre nada. Ella está bien. Os habéis peleado. Ella quería hablar de los problemas que tenéis.

Dijo que Geri había dejado a Steven con unos vecinos. Dijo que tenía que tranquilizarme e ir al Village Pub.

Conduje hasta allí hecho una furia. El local estaba a tope. Tony me esperaba tras la puerta de entrada. Intentó calmarme.

—No hagas una escena —dice. Se queda de píe entre la puerta y yo, pero lo conozco demasiado. No voy a pasar rozándolo para que se ofenda. Le digo que estoy perfectamente y entro pasándole por detrás.

Ya dentro, veo que ella está en un compartimiento de espaldas a la puerta. Tengo que ir hasta donde está ella y dar la vuelta a la mesa para colocarme delante. Me siento.

Le canté las cuarenta. Ella actuaba con tiento. Llevaba un buen globo. No dejaba de repetir que la dejara tranquila. Al cabo de poco, me la llevé. Al salir, Tony me dijo que no me pasara con ella.

—Está intentando salvar vuestro matrimonio —dijo.

Como recuerda Suzanne Kloud, amiga de Geri y maquilladora del programa televisivo de El Zurdo:

Geri era una persona encantadora, pero él la empujó a la bebida. Él hubiera empujado a quien sea a la bebida. Llegaba a su casa a las tres o las cuatro de la madrugada, después del programa, la sacaba de la cama a empujones y se ponía a hablar por teléfono durante un par de horas con alguna de sus novias.

Nunca tuvo en cuenta los sentimientos de Geri. Siempre andaba follando con alguna de las bailarinas y haciendo alardes de ello. Geri me contó que una vez El Zurdo se fue a Los Ángeles y se gastó catorce mil dólares en Gucci para regalos para unas bailarinas y a otra le compró un collar de diecisiete mil dólares.

Ella contaba que encontraba las facturas en los bolsillos de los trajes cuando los llevaba a la tintorería. La verdad es que no puede decirse que El Zurdo fuera exactamente del estilo de los que sólo ansían una velada tranquila en casa.

Siempre la maltrataba, casi como si la odiara. Una noche, después del programa, ella esperaba ir a cenar con él. Lo encontró rodeado de todos sus pelotas y fue a interrumpirlos.

Lo agarró por el brazo. Quería que le dijera, delante de toda aquella gente, cuándo iban a marcharse. Fue una estupidez. El se deshizo de ella como pudo.

—¡A mí no me toques, leche! —dijo a su propia esposa delante de todos.

Yo la cogí y nos fuimos las dos a cenar. Le pregunté por qué hacía aquello, si sólo servía para montar una escena. Pero al parecer Geri siempre le montaba escenas. Sabía exactamente lo que podía sacarlo de sus casillas y sin embargo no se reprimía. Me confesó que no sabía por qué lo hacía. Se veía impulsada a ello.

Ahora bien, por muy despreciable que fuera El Zurdo, siempre le llevaba regalos. Le compró las joyas más fantásticas del mundo. Por ejemplo, un collar de coral rosa y diamantes, y otro con un solitario rodeado de diamantes. Los collares valían doscientos y trescientos mil dólares. Aquello la hacía vivir. Éste es el dios que persigue una buscavidas.

En palabras de El Zurdo:

Recuerdo que estaba viendo un partido de fútbol y ella sabía que yo estaba preocupado.

—Me voy a casa de mi hermana —dijo. Añadió que dejaría a Steven con unos vecinos y se iría a casa de Barbara con Stephanie.

Me preguntó si de vuelta quería que me trajera unas hamburguesas de McDonald's. Dije que tal vez. Sabía que me gustaban. Me dejó el número de Barbara. Yo no tenía el número de su hermana. Me importaba un bledo su hermana. Dejó el papel junto al teléfono y se fue.

Al cabo de un buen rato decidí llamar a su hermana. Iba a decirle que me trajera algo de McDonald's.

Llamé y Barbara me dijo que estaba en McDonald's comprando algo para Stephanie.

Respondí que vale, que me llamara cuando volviera.

Volví a centrarme en el partido, pero pasó media hora y seguía sin noticias de Geri, y el ordenador mental iba marcando el tiempo.

Llamé de nuevo a Barbara y le pregunté si Geri había vuelto.

—No —responde.

Me empiezo a mosquear. Tenía que haber ido a buscar algo a McDonald's para Stephanie y no lo había hecho. ¿La dejaría sin comer?

—Que me llame en cuanto vuelva —le digo a Barbara.

Pasan quince minutos. De Geri, nada.

Vuelvo a llamar.

—Oye, Barbara —digo—, coge el coche y tráeme a mi hija a casa. Luego me voy a buscar a Steven, Barbara me trae a Stephanie y, con los críos ya en casa, intento localizar a Geri.

Aquel día Geri se había llevado mi coche. Era mayor que el suyo. Llevaba teléfono móvil. Llamo al móvil por si acaso. Lo cogen, pero es la voz de un hombre. Disimulada. Tapando el auricular. Pero la reconozco. La conozco de toda la vida. Es la voz de Tony. La reconocería como fuera.

Cuelgo enseguida. ¡Vaya! ¿Con qué ésas tenemos? Para andar sobre seguro, marco de nuevo el número, pero ahora me responde la operadora diciendo que ese número de teléfono móvil no opera en este momento.

Soy incapaz de mirar el partido de fútbol. Se me presenta un grave problema. Serán ya las siete o las ocho de la noche. Ni rastro de Geri. Por fin me llama su manicura.

—Frank —me dice—, Geri está histérica. Se ha quedado sin gasolina y han tenido que remolcarla. Tiene la impresión de que te lo vas a tomar a mal.

Yo mantenía la calma.

—Ningún problema —dije—. Que se ponga al aparato.

Está llorando.

—Te quiero. Lo siento.

Daba la impresión de que estaba mal; creo que no estaba al corriente de que era yo quien había tenido contacto con Tony por el teléfono móvil, pero en aquel momento no quería sacar el tema.

Al día siguiente, yo tenía que estar unas horas en Los Ángeles. Le dije si quería acompañarme. Hacer unas compras. Dijo que no le apetecía. Quería hacerse la manicura. De modo que me fui y ella se quedó en casa.

Cuando volví aquella tarde, seguía en casa y me fijé en sus manos.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Y la manicura?

—No —dijo—. No me apetecía. Llovía.

—¿Qué has hecho?

—Pues nada. Comer con mi hermana.

—¡Qué bien! —dije, pero estaba prácticamente seguro de que me la jugaba—. ¿Dónde?

Yo lo decía como quien no quiere la cosa pero notaba que ella captaba el tema.

—En el club.

—¿Qué has comido?

Me habló de una ensalada o algo.

—¿Qué ha comido Barbara?

Me lo contó.

—Vale —dije—, llama a tu hermana. Quiero preguntarle qué ha comido.

Geri coge un papel, escribe el número de su hermana y va hacia la escalera para mandar al ama de llaves que llame a Barbara.

Le agarro el papel.

—¿A que no has comido con Barbara?

—Sí —dice ella.

—De acuerdo —digo—, pues voy a llamarla.

Cojo el teléfono.

—Vale, vale —dice, algo molesta—. No he comido con Barbara.

—¿Qué has hecho pues?

—Ir por ahí con unas colegas. Como no te gustan, no quería decírtelo. Nada más.

—Oye, Geri —le digo—, creo que será mejor que me cuentes las cosas como son. Tengo la impresión de que has estado con alguien. Es más, lo sé. Los dos lo sabemos. Lo único que espero es que no hayas estado con uno de los dos.

—¿Qué dos? —me pregunta, mirándome a los ojos. Casi con una sonrisa.

—Tony o Joey —digo. Se limita a mirarme con una media sonrisa—. Oye, Geri —añado—, esto no es un puto juego. A partir de ahora se acabó la comedia. O pasas por el tubo ya o sales pitando de aquí.

Le digo que si me la vuelve a jugar, puede despedirse del matrimonio.

Se había tomado Tuinal a punta de pala. Me dijo que se trataba de Tony. Lo soltó directamente. Sin darle importancia. Dijo que habían empezado medio colocados. La iba escuchando y me entraban náuseas.

—Ah, por cierto, va a llamar a las seis —dijo luego.

Me entran ganas de suicidarme. Tendré que hablar con él como si no estuviera al corriente de lo que ella me acababa de decir. Le intenté contar que todos estábamos en peligro. Le dije que no comentara a Tony que me había hablado de ello. De sospechar Tony que yo lo sabía, podía deducir que había montado un cirio en casa y Geri y yo podíamos perder la vida. Conocía bien a Tony. Los dos desapareceríamos. Geri dijo comprender la situación. Había sido una locura.

Conseguiría que saliéramos del embrollo. Necesitaba, sin embargo, tiempo para apartar a Tony. No podía dejar de verlo de la noche a la mañana. Sospecharía que yo lo había descubierto. El plan consistía en dejar que aquello se extinguiera lentamente.

A las seis, sonó el teléfono. Jamás me había parecido tan estridente su zumbido. Geri dijo a Tony que yo acababa de volver a casa, que no me sentía bien y que se pondría en contacto con él por la mañana.

Me contó cómo había ido la cosa. Dijo que llevaban viéndose entre seis meses y un año. Recordé la primera época en que salía con Geri. Una vez que la llevé conmigo a Chicago. Una de las primeras visitas a donde la llevé fue a casa de Tony, Nancy y sus hermanos. Entré en casa de él con Geri. Ella llevaba una elegante minifalda. Recuerdo que él exclamó: «¡La leche! ¿De dónde la has sacado?».

También la llevé a visitar a otros amigos. Fuimos a ver a Fiore en el campo. Me di cuenta de que ella le caía bien, de que aprobaba mi elección.

Pero ahora se había terminado y me quedaba una alternativa. Podía ir a Chicago y ponerme contra Tony, pero intentaba evitar que se desencadenara la guerra. Presentía que no habría vencedores. Se lo comenté a ella. Dijo que lo comprendía, que se había terminado, que se desharía de él.

Le pregunté qué ocurriría en caso de que él no estuviera de acuerdo en dejarla y respondió que no habría problema. Que lo apartaría de su vida. Si la escuchabas, dirías que era muy convincente.

Y en cambio más tarde descubrí que seguían viéndose: en moteles, en el piso que él tenía en Towers, frente al club, donde fuera.

Además, no paraba de hacerme preguntas del estilo de: «¿Ocurre algo? ¿Algún problema?». Él estaba pinchando. Lo conozco bien. Una noche, estoy en el Stardust y uno de los muchachos me dice:

—Va a llamar el colega.

Sabía que llamaría a una de las seis cabinas del fondo del casino. Esperé la llamada.

—¿Qué tal? —me pregunta.

—Muy bien —respondo.

—Quería preguntarte algo —dice, y me empieza a hablar de no sé qué chorrada que no le interesa para nada. Luego va al grano.

—¿Qué tal te va con Geri? —pregunta.

—¿Por qué lo dices?

—Es que quería saber algo.

—¿Qué?

—¿Todavía la quieres? —me pregunta.

—Sí —respondo—. Pues claro. ¿Por qué no habría de quererla?

—No, no —dice él—, no era más que una pregunta.

Evidentemente, ella le había contado que habíamos ido a ver a Oscar. Le había dicho a Geri que pensaba en una separación formal. En el divorcio. Le había dicho que incluso de no haber ocurrido lo de Tony, de lo que nadie estaba al corriente, lo nuestro no funcionaba.

Como afirma Emmett Michaels, agente retirado del FBI:

A finales de 1979 y principios de 1980, no dejamos ni a sol ni a sombra a Spilotro. Era algo rutinario. Él creía que nos despistaba, pero siempre estábamos tras su rastro. En esta ocasión, el helicóptero lo siguió hasta la caravana que tenía en la avenida Tropicana.

Hacía mucho calor, y cuando llegamos allí tuvimos que esperarnos un par de horas. Era el sitio adonde llevaba a las novias. Yo ya sabía que su vida doméstica no funcionaba porque en una ocasión en que tuve que hacerle unas preguntas, pidió a Nancy dinero para comprar tabaco y ella le respondió: «Jódete, arréglatelas tú mismo para buscar tabaco».

Aquel día, Tony no tenía la menor idea de que el helicóptero le hubiera seguido la pista hasta la caravana y que le estaríamos esperando. Ni siquiera había micrófonos instalados allí. Nos quedamos a la espera en una furgoneta, a unas manzanas, utilizando prismáticos. No se me olvidará nunca. Se abrió la puerta de la caravana, sale Tony e inmediatamente después Geri Rosenthal. Habían pasado allí más de una hora.

Geri era la mejor amiga de Nancy Spilotro. No nos lo acabábamos de creer. Nos íbamos pasando los prismáticos para confirmarlo. Claro que era ella. Era un par de palmos más alta que él. No había error posible. Sabíamos que no podía pasar mucho tiempo sin que se difundiera la noticia de que Tony tenía un asunto con la mujer de El Zurdo. Porque, ¿quién podía guardar un secreto como aquél?

En palabras de Mike Simon, agente del FBI retirado:

Aun cuando Spilotro intentaba ser discreto, ella lo desbarataba todo. Era el secreto peor guardado de la ciudad. Enseguida lo supo todo el mundo. Geri empezó a alardear en la peluquería y el gimnasio de los regalos que decía procedía de su nuevo patrocinador, palabra del lenguaje de la prostitución que equivale a querido o protector.

Se dedicó también a contar a sus amigas que su nuevo patrocinador era Tony Spilotro. Geri no tenía ninguna pretensión.

Kent Clifford, jefe del servicio de inteligencia de la policía de Las Vegas afirmó:

Spilotro hacía gala de su relación con Geri como demostración de poder. Podía conseguir miles de mujeres más jóvenes y guapas que Geri Rosenthal, pero el poder es afrodisíaco.

Ahora bien, el ego de Spilotro entorpeció su camino. Estoy convencido de que Spilotro se decía a sí mismo: «Soy capaz de ello y nadie podrá detenerme. Geri es mi novia, mi ja». Fue una de sus estupideces.

Como cuenta Cullotta:

Me voy a Chicago y allí han oído campanas.

—¿Qué coño sucede allí? —pregunta Joey Lombardo—. ¿A qué se dedica ése? ¿A follarse a la mujer del otro?

Mentí. Dije que no. Me hice el loco. Aseguré que no sabía nada al respecto. ¿Qué podía decirles, que Tony se cepillaba a la mujer de El Zurdo y que el FBI y la policía local estaban pisándoles los talones a todos?

—Esperemos que no sea así —dijeron, pero me di cuenta de que estaban inquietos.

Luego me encuentro con Joe Nick, es decir con Joe Ferriola.

—¿Qué pasa con el puñetero judío? —dice—. Está pirado. Porque... ¿No se estará follando a la mujer el Enano? Porque, si es así, va a haber problemas.

Mentí de nuevo. Dije que no. Que todo estaba tranquilo. Que el tipo estaba como una regadera. Podían haber llamado a Tony y haberlo eliminado por enmarañarlo todo, pero se habían convencido de que El Zurdo era un psicópata. Sólo los capos, como Joey Aiuppa, apoyaban El Zurdo, y eso porque lo conocían de hacía tantos años.

Aquella noche, ya tarde, estaba en el restaurante Rocky's, en la North Avenue con Melrose Park, el garito de Jackie Cerone; estaba en la barra con Larry Neumann y Wayne Matecki, dos asesinos a sueldo de aspecto espeluznante, y se me acerca Cerone.

—¿Hay algún problema con el judío y su parienta? —me pregunta.

«¡Arrea!», digo para mis adentros, lo sabe toda la ciudad. Alguien les ha ido con la historieta y el único que se me ocurre que puede haberlo hecho es El Zurdo.

Le dije a Cerone que El Zurdo y su parienta se peleaban constantemente pero que la cosa no iba más allá. Él me miró a los ojos y me preguntó:

—¿Se la tira el Enano?

Dije que no. ¿Qué podía decir? Jackie Cerone era un jefazo y odiaba tanto a Tony como a El Zurdo.

—Vale —dice Cerone—, pero no nos gustaría que nuestros amigos estuvieran en peligro.

Cuando volví a Las Vegas, se lo conté a Tony y se puso hecho una furia. Paseábamos arriba y abajo por West Sahara, delante del Gold Rush, y él se tapaba la boca porque la pasma utilizaba prismáticos y expertos en leer los labios.

—El mamón del judío —dijo—. Le faltó tiempo para ir a gimotear allí. El puto judío hará estallar la guerra. Tendré que meditarlo.

Como comentaba El Zurdo:

Di por sentado que Geri había roto con Tony, pero cuando empecé a sospechar que seguía viendo a Lenny Marmor, mandé pinchar el teléfono de casa. Coloqué las escuchas porque cuando llegaba y ella estaba hablando por teléfono, colgaba inmediatamente o bien decía: «Ya te llamaré luego». Y lo que yo no quería era que intentara secuestrarme de nuevo a los niños.

Las cintas tenían una hora de duración. Tenía la grabadora montada en el garaje. Durante los primeros días, encontré muchas conversaciones con Nancy Spilotro. Se grabaron frases como: «¿A que no sabes lo que me ha dicho el Sabelotodo?».

Un día llamó a su padre y le dijo:

—Ojalá pudieras matar a ese hijoputa.

Por la grabación oía el ruido de fondo del tintineo del vaso. Su padre le preguntó si estaba bebiendo.

—Papá —dijo ella—, hace meses que no pruebo el alcohol.

Escuchando aquellas cintas tuve que tragar muchos sapos. Era terrible. Nunca estaba del todo seguro de lo que ella podía estar diciendo a mis espaldas.

Luego, al cabo de unos días, oí la grabación de una conversación con Tony. Geri hablaba muy de prisa. Le decía a qué hora llegaba yo a casa. Eso después de decirme que lo habían dejado. Después de avisarla yo del peligro y de todo. Y mira por dónde escucho con mis propios oídos cómo traman un nuevo encuentro.

—Nos veremos en el campo de béisbol. Vincent juega mañana por la tarde. Nos encontramos en el partido. Él estará trabajando. Frank no aparecerá.

Historias de ésas.

Era incapaz de mirarla; estaba enojadísimo con todo lo que había oído. Geri conseguiría que nos mataran a los dos.

Los niños tenían una competición de natación al día siguiente, se acostaron pronto y aquella noche le dije:

—Oye, Geri, vamos a hablar claro. Si no lo has hecho antes, hazlo ahora, dime la verdad. ¿Sigues viendo a nuestro amigo común?

Y añadí:

—Corres el mismo riesgo que yo. A ti te matarán antes que a mí o a él.

—No te preocupes —responde—. Se acabó.

Pero yo sé por las grabaciones que sigue con sus citas.

—¿No tienes ningún tipo de contacto con él? —le pregunto.

—No, querido —dice.

—¿Seguro? —repito.

—Con todo lo que hemos pasado, no entiendo cómo puedes preguntármelo —dice ella.

—De acuerdo, Geri —digo—. Júralo.

—Lo juro —dice Geri—. Ni se me ocurriría. ¿No serás capaz de quitártelo de la cabeza?

—Júramelo —repito—. Júralo por tu hijo y me lo quitaré de la cabeza.

Me mira de hito en hito. Está enojada.

—Lo juro por la vida de nuestro hijo —dice—. ¿Satisfecho?

—¡Puta! —exclamo—. Te he grabado.

Cogí la grabadora con la cinta, apreté el botón y oyó su propia conversación con Tony.

—¡Apaga eso! —chillaba—. ¡No quiero oír nada más!

—Eres una zorra —le digo. Estoy perdiendo los estribos—. Te voy a arrojar por la ventana.

—¡Steven! ¡Socorro, Steven! —empieza a gritar.

Aparece el pobre chaval medio dormido. Es un niño de nueve años. Geri consigue que me retire.

—Si no me dejas en paz —dice—, llamo a la policía.

Cedí y me fui al casino. Cené, volví a casa y me dormí. Decidí que lo más importante era el concurso de natación de Steven y Stephanie.

El Zurdo ya había empezado a abordar la separación de bienes cuando Geri volvió de su viaje a Beverly Hills con Lenny Marmor. Había presentado un acuerdo ante los tribunales sobre dicha separación como paso previo a la disolución del matrimonio. De acuerdo con los términos en que estaba redactado el acuerdo, El Zurdo se quedaba prácticamente con todo: la casa, situada en el 972 del Valley Drive de Las Vegas; los solares 144 y 145 del Club Las Vegas en Augusta Drive; y los cuatro caballos Thoroughbred de la pareja: Isla Luna, Último motivo, Mi Amigo Est y Míster Commonwealth.

No obstante, las cajas de seguridad guardadas en la sucursal del Strip del First National Bank de Nevada siguieron a nombre de los dos. Él mismo manifestó que alguien tenía que tener acceso al dinero en efectivo si lo detenían o no podía sacarlo por alguna otra razón.

Hizo firmar asimismo a Geri un acuerdo por el que perdía sus derechos sobre «la atención, custodia y control de sus hijos menores si abusaba del alcohol o los barbitúricos».

Carta de Geri a Robin:

4-5-79

3,12 de la madrugada

Queridísima Robin:

Cariño, no quisiera preocuparte pero no sé si podré resistirlo. Te escribo esta noche con una costilla rota, los ojos amoratados, el cuerpo lleno de cardenales, y creo que no es necesario que te diga quién me ha propinado los golpes. Todo en estas dos últimas semanas. Anoche llegó a casa borracho y me intentó estrangular; perdí totalmente la conciencia. Todo eso no se lo puedo contar a nadie más que a ti, pues a nadie le importa. Lo creas o no, soy capaz de capear el temporal y además alguna noche incluso podría coger la pistola y matarlo de una puñetera vez. Anoche él estuvo a punto de matarme a mí. Cuando recuperé el conocimiento, lo vi de pie a mi lado, borracho perdido y a punto de pegarme una patada. Cuando bebe, no sabe lo que hace ni le importa. Esta noche, cuando ha vuelto, ha empezado de nuevo y yo me he puesto a chillar que se fuera de casa, que me dejara, pero él ha cogido otro de sus ataques y no me ha quedado más remedio que permanecer quieta, oír como vociferaba y deliraba mientras yo iba rezando para que no me apaleara de nuevo. Me tiene terriblemente asustada...

Escríbeme, por favor. Te quiero. No hables conmigo por teléfono, él escucha.

Mamá

Frank Cullotta dice:

Estábamos en el Jubilation y a Tony se le ocurrió la idea de pegar una paliza a El Zurdo. No se refirió a él llamándole El Zurdo, dijo el judío. Dijo:

—El judío, aún no estoy seguro. Pero si no me equivoco, te necesitaré para que me proporciones a un tipo. ¿Se te ocurre alguien?

—Sí, el grandullón —respondo.

—Lo que no quiero es que lo zumbes por la calle —dijo.

—¿A quién? —pregunto.

—Al judío —dice.

—Yo lo preparo y cuando se levante, tú lo recoges. Ya te enterarás donde está el agujero —dice.

—No tendremos más que apartar la plancha de madera contrachapada, dejarla caer en el agujero y tapar de nuevo.

Y luego Tony añade:

—Pero no hagas nada hasta que te avise.

—De acuerdo —respondo.

—Ya te diré algo, hoy por hoy todavía no estoy seguro —dice.

En palabras de Murray Ehrenberg:

Geri empezó a pasar las noches fuera. ¡Quién sabe lo que hacía! La mayor parte del tiempo estaba borracha o colocada. Pero Frank no se portaba mejor. Se cocía cada noche y andaba por ahí con sus bailarinas. Derrochaba dinero. Les compraba esto. Les compraba aquello. Perdió un montón de dinero jugando al blackjack. No sé si era el peor jugador de blackjack del mundo o que se estaba castigando a sí mismo por algo.

Según Frank Cullotta:

Yo era propietario de la pizzería Upper Crust. Servíamos comida, pero el local también era una guarida. Una mañana, a primera hora, cuando estábamos preparando la comida —serían las siete, las ocho, las ocho y media—, aparece Geri. Sale del coche y deja la puerta abierta. Se la ve ojerosa. Era de aquellas mujeres a las que no se puede desafiar en público porque montan unas escenas terribles. Era de las que se debaten, chillan y agitan los brazos. Era alta e imponente, intentar controlarla era una pesadilla.

Entra en el restaurante lanzando improperios.

—¿Dónde coño está? —grita.

—Por favor, Geri —digo—, cálmate. No provoques un alboroto.

—Quiero verlo ahora mismo —dice—. ¿Dónde está? Voy a matar a ese hijoputa. Pero ya.

Le digo a la parienta que no la pierda de vista pues está histérica. La colocamos en un compartimiento y cierro la puerta del restaurante. Ella quiere hablar con Tony inmediatamente.

Llamo a Tony mientras ella, al fondo, va chillando que matará al judío. Por otro lado, sé que si Nancy se entera de lo que hay con Geri, se va a armar una de pronóstico.

Tony nunca conducía en Las Vegas. Siempre se sentaba en el asiento del acompañante. Aquella mañana llega a los dos minutos. Lo acompaña Sammy Siegel. Éste suele aparecer por su casa a primera hora de la mañana y se pasa el día jugando al gin rummy con Tony y lo lleva donde le apetece. Es su trabajo.

Tony entra y me dice que lleve el coche de ella atrás para que nadie lo vea. Se lo mando hacer a Ernie.

Me aparto de allí pero veo que habla con ella, va moviendo las manos como si machacara algo, su estilo de siempre; las lágrimas corren por las mejillas de ella, asiente ligeramente, y por fin Tony le dice que se vaya.

El coche de Geri estaba atrás y cuando se marchó nosotros estábamos fuera. Tony se volvió para mirarme:

—La hemos jodido —dice.

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