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«No sabes dónde te has metido.»

En 1971, cuando Frank Rosenthal entró a trabajar en el Stardust, el hotel-casino estaba en venta. Dick Odessky, director de relaciones públicas del Stardust, manifiesta:

—Era propiedad de la Recrion Corporation, dueña también del Fremont, y los principales accionistas deseaban venderlo. Habían subido el precio de las acciones y todos pretendían deshacerse de ellas. La Security and Exchanges Comission, sin embargo, tenía sus recelos y les obligó a firmar un acuerdo según el cual no podían vender las acciones.

Aquello era como tener delante un inmenso filete y no poder catarlo. Quien hubiera intentado vender su parte habría tenido problemas con la justicia. De modo que la única solución que les quedaba a los accionistas para recuperar el dinero era vender la empresa como un todo.

Del Coleman —presidente de Recrion— representaba a los principales inversores, y se le presionó mucho para que liquidara y sacara tajada del negocio.

La presión no cedió ni siquiera cuando Al Sachs le relevó en el cargo de presidente. Y por la época apareció Allen Glick.

Allen Glick era más duro de lo que parecía. En 1974, cuando aquel personaje de treinta y un años, agente inmobiliario de San Diego, se convirtió de pronto en el número dos en la explotación de casinos de la historia de Las Vegas, la mayor parte de agentes reguladores del juego del estado y propietarios de casino no podían dar crédito a sus ojos. Hasta entonces, Glick había tenido un peso insignificante en la ciudad. Llevaba tan sólo un año en Las Vegas cuando, junto con tres socios, obtuvo un crédito de tres millones de dólares para construir un aparcamiento para caravanas en el solar donde se hallaba el casino-hotel Hacienda, que se había declarado en quiebra y estaba situado en la zona de renta limitada del extremo sur del Strip.

Tanto el aspecto como el estilo de Glick —era bajito, se estaba quedando calvo y tenía un semblante grave— chocaban con su tenacidad. Muy pocos sabían que aquel hombre juvenil, que se esforzaba por demostrar buen carácter y hablaba tan bajo que a veces apenas se le oía, había pasado dos años en un helicóptero Huey en Vietnam, donde había ganado una Estrella de bronce. Según Glick:

Vietnam me enseñó que la vida era corta. Recuerdo que escribí a mi cuñado diciéndole que no esperaba volver. Por ello, cuando se hizo realidad la vuelta, decidí que no iba a hacer lo que no me apeteciera. En primer lugar, no quería ejercer la abogacía. Había sacado la licenciatura de Derecho en la Universidad estatal de Ohio y la especialidad en la Case Western Reserve, pero tenía claro que no iba a meterme en el oficio. En segundo lugar, quería vivir en San Diego y no en Pittsburgh, donde había pasado mi infancia. Un amigo de mi hermana me consiguió un empleo como asesor legal en American Housing, los principales promotores de viviendas multifamiliares de San Diego, y Kathy, los niños y yo nos fuimos para allá. Allí empecé mi carrera en el campo inmobiliario.

En febrero de 1971, cuando llevaba aproximadamente un año en American Housing, me asocié con Denny Wittman, un tipo estupendo, para un negocio inmobiliario que englobaba una gran extensión de solares, y edificios comerciales.

En 1972 tuve mi primer contacto con Las Vegas. A Denny Wittman le habían hablado de unos terrenos de veinte hectáreas en la parte sur del Strip que podían convertirse en un excelente aparcamiento para caravanas. El único problema que presentaba la propiedad era el hotel Hacienda, en bancarrota, edificado allí, y su casino, sobre el que pesaban tres gravámenes de Hacienda. No sé cómo se me ocurrió, pero tuve la idea de que en vez de derribarlo y montar el aparcamiento tal vez podríamos conseguir dinero suficiente para resucitar el hotel y el casino. Ahora bien, Denny Wittman no quería invertir en un casino. Era una persona con creencias religiosas. Para él aquello constituía un problema y por tanto descartó la idea.

Por la época, yo disponía de veintiún mil dólares a mi nombre, pero con una serie de truquillos y la ayuda de Denny para exagerar el valor del capital de nuestra pequeña empresa podíamos hacernos con los tres millones de dólares del First American Bank de Tennessee, con el que habíamos trabajado anteriormente y en el que teníamos amigos.

Tenía que conseguir una licencia de la Comisión del Juego de Nevada como propietario de un casino en Las Vegas, y he aquí que a los veintinueve o treinta años me convertí en presidente de un casino de Las Vegas. De la noche a la mañana, todo el mundo en la ciudad me ofrecía negocios.

Al cabo de unos cinco meses, Chris Caramanis, que llevaba el servicio de chárters que utilizaba el hotel, comentó que el King's Castle del lago Tahoe se había declarado también en bancarrota y la caja de pensiones del Sindicato de Camioneros había ejecutado una hipoteca sobre él; sugirió que podíamos conseguir el dinero y encargarnos del King's Castle tal como habíamos hecho con el Hacienda.

Así fue como conocí a Al Baron, el gestor de los fondos de pensiones de la central del Sindicato de Camioneros. Chris me lo presentó. Yo tenía la idea de encontrarme con el banquero típico que se ocupa de los fondos de una caja de pensiones multimillonaria. En lugar de ello, se presentó ante mí un individuo rudo, de los que mascan puros, y me dijo:

—¿Qué coño haces aquí?

Por aquellos días, Al estaba muy irritado porque se había ido al garete un trato que se había establecido para arrebatarle al fondo de pensiones del Sindicato la bancarrota del King's Castle.

Cuando le dijeron que yo había conseguido capital para comprar el Hacienda, preguntó:

—¿Tienes líquido?

—No, pero puedo conseguir un préstamo —respondí.

Baron tenía tantas ganas de borrar de la contabilidad del fondo de pensiones la bancarrota del King's Castle que dijo que al cabo de quince días volvería a Las Vegas y yo podría presentarle una propuesta.

Cuando volvió, se la presenté y él se enojó muchísimo.

—No tengo tiempo para leerlo —dijo.

Todo lo que quería de mí era que consiguiera el dinero de la hipoteca y que la caja de pensiones del Sindicato quedara fuera de la historia.

En fin, el trato no se materializó, pero poco después me vi envuelto en la urbanización de un gran complejo de oficinas gubernamentales en Austin, Texas, en el que iban a instalarse despachos de Hacienda, oficinas del Congreso y distintos organismos. Se trataba de un negocio de tal envergadura que no podíamos financiarlo con los típicos préstamos bancarios, y entonces pensé, «Voy a llamar a Al Baron». Le llamé tres veces, le dejé mensajes y él no se puso en contacto conmigo. Después, pasados cuatro días, su secretaria me dijo que no volviera a molestarle llamándolo de nuevo.

Le dije que vale, pero que quería informarle de que el Gobierno se había puesto en contacto conmigo y tenía que hablar con él. Me llamó al cabo de tres segundos. Cuando le conté que el Gobierno me había propuesto la edificación de un inmenso complejo gubernamental se puso a insultarme a diestro y siniestro. Utilizaba las palabras e imágenes más groseras que uno pudiera imaginarse.

Pero entre tanto juramento tal vez logré colar que se trataba de un proyecto del Gobierno federal y una oportunidad inmejorable, pues finalmente dijo:

—Vale, hijo de la gran puta, preséntame el jodido montante del préstamo.

A Baron y a los del Sindicato les encantó aquel proyecto para el Gobierno que yo les presenté, porque era algo totalmente legal y al mismo tiempo Denny Wittman, nuestros socios de Austin y yo hicimos todo el trabajo, mientras el Sindicato era el dueño del proyecto.

Más tarde apareció el negocio de Recrion. Yo había oído decir que el Recrion estaba en venta y que Morris Shenker, el propietario del Dunes, estaba en negociaciones para comprar la empresa a Del Coleman. Resultó que Shenker ofrecía tan sólo a Coleman participaciones de cuarenta y dos dólares. Mis contables examinaron las cifras y se dieron cuenta de que se podía pedir el préstamo que fuera para comprar el Stardust y el Freemont y seguir disponiendo de efectivo para cubrir los costes.

Era el negocio de toda una vida. Llamé inmediatamente a Del Coleman en Nueva York para organizar una reunión. Cogí un vuelo nocturno y lo primero que hice aquel viernes por la mañana al llegar fue presentarme en su casa, en la calle Setenta y siete Este. Del Coleman era un hombre de un gusto exquisito y creo que por aquella época estaba casado o comprometido con una modelo famosa.

Le dije que quería comprar toda su participación en la empresa. Le conté que era el propietario del hotel y el casino Hacienda y que mi empresa me apoyaba en una oferta que yo sabía que por lo menos era dos dólares superior por participación que la que le había ofrecido Shenker. Añadí que necesitaba un poco de tiempo para conseguir el dinero pero que estaba seguro de poder conseguirlo.

Coleman dijo de entrada que estaba en negociaciones con Morris Shenker. Es más, que los abogados estaban redactando los documentos en aquel preciso instante, algo que yo ignoraba. Me dijo que si yo podía poner en sus manos el dinero él se vería obligado a comunicarlo a los accionistas, lo cual significaría que podía encontrarme en la posición adecuada para la oferta pública.

Dijo que si yo iba en serio disponía de tiempo hasta el lunes a las doce del mediodía para entregarle dos millones de dólares en un pago en efectivo no reembolsable, y que él me concedería ciento veinte días para conseguir el resto. Me mostré de acuerdo con el trato pero tragué saliva. Tenía que entregar dos millones de dólares en efectivo a Coleman el lunes al mediodía, y aun en el caso de poder reunir tal suma, era viernes por la tarde y los bancos cerraban durante todo el fin de semana. Llamé a Denny Wittman. Le dije que necesitaba un préstamo de dos millones de dólares. Él sabía lo que significaba aquello y me planteó que dispusiera de dos certificados de depósito de quinientos mil dólares que tenía nuestra empresa en el First National Bank de Nashville, Tennessee. Luego añadió que podía conseguir una póliza de crédito de un millón de dólares del mismo banco, con el que teníamos excelentes relaciones.

Telefoneé a Steven Neely, el presidente del banco, y le dije lo que necesitaba.

—Está loco —me contestó.

Le repliqué que era el negocio de toda una vida.

—Si me está hablando en serio, tendrá que venir aquí esta misma noche.

Colgué, llamé a la compañía aérea y descubrí que ya no había ningún vuelo que me acercara a Nashville para poder llegar a tiempo.

Cogí un autobús para el aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey, y allí alquilé los servicios de un Learjet para llegar a destino. No llevaba dinero, pero les presenté la tarjeta de crédito y afortunadamente disponía de crédito suficiente para pagar el viaje.

Cuando aterricé en Nashville y Neely me vio salir del Lear me preguntó de dónde había sacado el avión; respondí que me lo había prestado un amigo. No me interesaba decir que había utilizado la tarjeta de crédito. Nos fuimos a su casa y estuvimos toda la noche trabajando, calculando las participaciones y garantías de la póliza de crédito.

Al día siguiente, llegó Whitman en avión. Presentó las garantías que yo necesitaba, el banco me concedió el crédito y todo quedó listo el domingo por la mañana. Volví en avión a Nueva York.

Llamé a Coleman desde el aeropuerto:

—Ya tengo su dinero, Del, y no me apetece esperar hasta el lunes por la mañana.

—¿Tiene dos millones de dólares? —preguntó.

—En el portafolios —respondí.

Me acerqué a su casa, rellenamos los papeles y Coleman dijo que el lunes por la mañana notificaría la operación a la Comisión de Seguridad e Intercambio y paralizaría la operación del Recrion.

Volví a San Diego en avión el lunes de madrugada y me dispuse a confeccionar listas con posibles inversores. Llamé a Al Baron, pues el fondo de pensiones llevaba las hipotecas del Stardust y el Fremont, aparte de que sabía que les había complacido la operación de urbanización para el Gobierno que les había puesto en la mano. Se me ocurrió que podían estar interesados en el negocio.

Cuando conté a Al Baron lo que había hecho y que me disponía a licitar las acciones del Recrion, saltó:

—Escúchame bien, voy a darte el mejor consejo que has recibido en tu vida: olvida este negocio. Anula el trato. No sabes lo que haces. No sabes dónde te has metido.

Dijo que él no se metía ni loco en aquel embrollo. Visto con perspectiva, me doy cuenta de que me previno con todos los medios a su alcance.

Puesto que la caja de pensiones del Sindicato no se prestó a mis propósitos, intenté que otras personas del campo de la inversión me consiguieran fuentes de financiación diferentes. Uno de mis contactos en Los Ángeles me proporcionó a un tal J. R. Simplot, un inversor de Idaho interesado en la operación. Fui a verle. Se mostró muy contemporizador. Llevaba un traje de doscientos dólares. Dijo tener participaciones en hoteles y estar dispuesto a avanzarme el dinero, con la condición de acceder al cincuenta y uno por ciento de la propiedad.

No tenía la menor idea de quién era aquel individuo. Al volver al despacho llamé a Kenny Solomon del Valley Bank y le dije que me investigara a un tal Simplot. Respondió que no hacía falta investigar, que el señor Simplot podía entregarme 62,7 millones de dólares con sólo rellenar un cheque de su cuenta personal. Simplot era el productor de patatas más importante de los Estados Unidos, y tal vez McDonald's no freía una sola patata que no procediera de sus explotaciones.

De todas formas, a mí no me interesaba ceder el control de la empresa. Así pues, volví a llamar a Al Baron para decirle que a la mañana siguiente se iba a enterar de que me había convertido en socio de J. R. Simplot, de que íbamos a comprar las acciones del Recrion y a apoderarnos de la parte que tenía el Sindicato en el Stardust y el Fremont.

—No hagas ningún movimiento hasta que te llame.

Me llamó de nuevo diciéndome:

—Ven a Chicago a una reunión.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Vas a concederme el préstamo?

Dijo que aún no lo sabía.

Al día siguiente cogí el avión hacia Chicago, me fui a la oficina de la caja de pensiones y allí encontré a Al Baron.

—Ahora que te has metido en el juego, tendrás que utilizar el bate.

Luego me explicó cómo funcionaba aquello.

Me dijo que tenía que conocer a un administrador de fondos de inversiones, pues sólo ellos pueden formular propuestas de préstamo. Por lo visto, dichos administradores entregaban las propuestas al gestor de bienes para las diligencias requeridas; seguidamente, las peticiones pasaban a una comisión ejecutiva, que podía o no darles el visto bueno, y luego todo el consejo de dirección tenía que votarlas.

Luego, Baron me llevó a dar una vuelta por el edificio y me presentó a Frank Ranney, quien acababa de comer con Frank Balistrieri. Baron me contó que Ranney era el síndico del fondo de pensiones del Sindicato de Milwaukee, uno de los tres miembros de la comisión ejecutiva que supervisaba todos los créditos que se concedían al oeste del Mississippi, lo que incluía también a Las Vegas.

Baron me dijo que Balistrieri podía ser mi enlace con Frank Ranney. Balistrieri era un hombre muy apuesto y discreto. Me dijo que estaría encantado de echarme un cable y que la próxima vez que fuera a Las Vegas nos reuniríamos.

Volví a ver a Balistrieri cuando apareció en el Hacienda. Hablamos del crédito y del montante de la solicitud y me dijo que me ayudaría. Me dijo que en cuanto hubiera presentado la petición en Chicago me acercara a Milwaukee donde conocería a sus hijos. No sabía exactamente cómo o de qué forma encajaba Balistrieri en todo aquello, pero las cosas que no quería plantearme no me las planteaba, y Baron había precisado que Balistrieri era mi contacto clave con Frank Ranney, el síndico y miembro de la comisión ejecutiva encargada de mi crédito.

Una vez presentados los papeles, me fui a Milwaukee, donde conocí a sus dos hijos, John y Joseph. Ambos eran abogados. Balistrieri dijo que le complacería que sus hijos entraran como fuera en el negocio. Puntualizó que Joseph había colaborado con él en la gestión de unos cuantos cafés teatro, que era experto en el tema del espectáculo y podía encargarse de este apartado en el Stardust. No quise comprometerme. Repetí que podíamos discutirlo en cuanto se hubiera cerrado el trato.

Al llegar a casa, llamé a Jerry Soloway. Trabajaba como abogado con Jenner y Block, un bufete con el que yo había tenido tratos. Le pedí que me investigara a un tal Frank Balistrieri. Le conté lo que yo sabía y colgué. Tenía que acudir al despacho del Control del Juego. Shanon Bybee, uno de los de la junta, había dejado caer que tenía una «sensación extraña» en cuanto a mi compra de una de las principales empresas del Estado, teniendo en cuenta que no llevaba allí más de un año, y me preguntó si sería tan amable de pasar la prueba del detector de mentiras. Mi abogado repuso que era algo injustificado e innecesario; Bybee estuvo de acuerdo con él, pero añadió que dormiría más tranquilo sabiendo que yo estaba limpio. Yo era consciente de que lo estaba y acabé aceptando aquella prueba de dos horas que se utiliza en casos de crimen capital, y para mí fue coser y cantar. El resultado convenció a Bybee y me concedió la licencia imprescindible para efectuar la compra.

Dos días después de pasar por la máquina de la verdad recibí una llamada urgente de Jerry Soloway. Parecía estar histérico. Me hizo repetir el nombre de Frank Balistrieri. Le confirmé que aquel era el nombre. «¿Qué haces con él?» exclamó.

Le conté que había cenado con él. Que me había venido a ver al Hacienda. Que había estado en unos cuantos restaurantes con él. Que había ido a su casa, conocido a sus hijos, que había acudido al bufete de ellos.

Soloway salió de sus casillas. Dijo que nadie tenía que verme con Balistrieri. Dijo que el FBI lo tenía fichado como el jefe de la mafia de Milwaukee. Que si alguien me veía hablando con un personaje tan importante en el mundo del hampa mi licencia de juego corría peligro.

Respondí a Jerry que allí tenía que haber algún error. Yo había conocido a Balistrieri en las oficinas de la caja de pensiones del Sindicato. Precisamente él venía de comer con Frank Ranney, uno de los síndicos.

Dijo que le daba igual donde hubiera conocido a Balistrieri, que aquel hombre era el jefe del hampa de Milwaukee.

Aquella noche apenas pude conciliar el sueño. No podía quitarme de la cabeza qué habría ocurrido de haber hablado con Jerry antes de pasar la prueba del detector de mentiras. Luego recordé que había estado hablando con Balistrieri por teléfono casi todos los días, comentando el curso del crédito. Me habían visto con él también por todas partes.

Por otro lado, poco podía hacer ya. ¿Qué iba a decirle, ya sé que eres el jefe de la mafia de Milwaukee, o sea que no me ayudes a conseguir el crédito? Sentía una inmensa desconfianza, pero tenía la sensación de poderlo controlar todo.

La siguiente vez que contactó conmigo por teléfono, noté que se sentía feliz. Dijo que había conseguido la aprobación de la comisión ejecutiva para el crédito de compra fijado en 62,7 millones de dólares, pero que Ranney le había comentado que existía discusión en cuanto a la segunda parte del préstamo de 65 millones de dólares. Bill Presser, el síndico de Cleveland, se oponía a la segunda parte. Nosotros necesitábamos la suma adicional para restaurar y ampliar el Stardust.

Balistrieri dijo que quería reunirse conmigo en Chicago para tratar del tema de la segunda parte del crédito. Me aterrorizaba pensar que pudieran verme con él. Pero quería que la solicitud siguiera su camino. Me citó en el hotel Hyatt, cerca del aeropuerto O'Hare. Allí acudí. Entré en su habitación y me dijo que la comisión ejecutiva estaba estudiando la segunda parte del crédito: el primer plazo de veinte millones de dólares para empezar la renovación. El resto se concedería un poco más tarde, y habría que utilizarlo para ampliar el Stardust y construir una lujosa torre para los huéspedes. Todo aquello se había estudiado minuciosamente y se había llegado a un acuerdo, pues la propiedad necesitaba unas obras importantes para poder competir en el mercado.

Según él, Bill Presser seguía oponiéndose a ello, y quedaban tan sólo dos semanas para la aprobación de todo el montante. Ahora me doy cuenta de que él estaba presionando.

Luego me recordó que le había prometido que sus hijos tendrían cargos en la nueva empresa, a lo que respondí que todo se solucionaría en cuanto hubiéramos conseguido el crédito. Balistrieri me planteó entonces ir con él a Milwaukee a ver a sus hijos.

Me mostré de acuerdo. Al día siguiente nos encontramos en el bufete de sus hijos y Balistrieri dijo que le gustaría formalizar algo. Abandonó la sala, y sus hijos, Joe y John hablaron de un acuerdo, mejor dicho, de una opción de acuerdo, según la cual, por veinticinco o treinta mil dólares, no recuerdo la cantidad exacta, ellos tendrían derecho a comprar el cincuenta por ciento de la nueva empresa en caso de que yo decidiera en algún momento vender.

—Sin eso —dijo uno de los abogados— se rechazará la operación.

Planteé si podíamos discutirlo más tarde, después de cerrarse el trato.

Respondieron que no.

Yo había declarado ya bajo juramento al Departamento de Control del Juego que no tenía ningún socio. Sabía que los Balistrieri jamás conseguirían la licencia.

Les dije que lo haría con mucho gusto, pero que había firmado ante el Estado que no disponía de socios. Sugirieron que fechara con posterioridad la opción.

Les pregunté si consideraban que podían conseguir la licencia y ambos respondieron que aquello no representaba ningún problema para ellos. Tenía la impresión de que aquella gente vivía en un mundo de fantasía. Parecía que no sabían quiénes eran ni qué lastre llevaban. O tal vez sabían que yo estaba al corriente de todo y estaban montando un espectáculo absurdo. Me sentía como Alicia en el país de las maravillas.

Les dije que firmaría con la condición de que me prometieran que no utilizarían la opción. Estuvieron de acuerdo.

Aquella noche cambié de opinión. Llamé a Joe y le dije que no podía aceptar la opción de acuerdo. Que si el Departamento de Control lo descubría, ponía en peligro toda la operación. Lo perdía todo.

Añadí que si el trato dependía de la opción, sintiéndolo mucho, tendría que retirarme del trato. Dije que respetaba a su padre y le agradecía lo que había hecho por mí, pero que no me podía jugar todo lo que tenía, incluyendo el Hacienda. También le dije que podían seguir como abogados míos —finalmente quedaron como asesores cobrando cinco mil dólares al año—, pero que la opción podía destruirlo todo.

Al cabo de unos minutos me llamó él.

—Va a llamarte mi padre y te dirá que es el «tío John» —me dijo—. Quiere hablar contigo.

¡El tío John! Nunca había utilizado conmigo un nombre en clave.

¿Por qué lo hacía? No tenía ni idea y tampoco podía mostrarme sorprendido, pues no quería que supieran que yo estaba al corriente de quienes eran ellos.

Llamó Balistrieri, se identificó como el tío John, y me dijo:

—No puedes echarte atrás.

—Por supuesto, tal como están las cosas —respondí.

—¿Estás seguro de ello? —preguntó.

—Sí, y tendré que atenerme a las consecuencias.

—Me decepcionas —dijo Balistrieri. Lo noté triste.

Poco después llamó su hijo diciendo que iban a destruir los papeles de la opción y que ya estudiaríamos algo en cuanto se hubiera cerrado el trato.

Le dije que no los rompiera, que me los mandara a mí. Yo ya había destruido mi copia y no quería que circulara otra, que por casualidad podía ir a parar al Departamento de Control.

—¿No confías en mí? —dijo Joe, muy resentido.

Le dije que no era una cuestión de confianza. Que se trataba de un negocio. Respondió que iba a mandarme la copia pero evidentemente nunca llegó a mis manos.

Al cabo de una semana, aproximadamente, se discutió el crédito. Obtuve la aprobación de toda la junta. En definitiva, la discusión sobre mi crédito no duró más de dos minutos. Al final, Bill Presser, el jefe de la caja de pensiones del Sindicato de Chicago, quien se había mostrado el más reacio de todos los síndicos, concluyó: «¡Suerte!», y eso fue todo.

Había conseguido los 62,7 millones de dólares del crédito del Sindicato en sesenta y siete días.

El veinticinco de agosto de 1974, más del ochenta por ciento de los accionistas del Recrion ofertaron sus acciones a Argent, la empresa de Allen Glick. El nombre de dicha empresa correspondía las siglas de Allen R. Glick Enterprises y, evidentemente, significaba «dinero» en francés, lengua que no dominaba ninguno de los que tenían relación con el negocio. El mismo Glick recuerda:

Joe Balistrieri me llamó y dijo que su padre venía a Chicago e iba a organizar una cena de celebración.

Respondí que no me parecía una buena idea, pero Joe insistió diciendo: «No puedes decirle que no a mi padre».

No quería que nadie me viera con él ni siquiera en un restaurante de las afueras de la ciudad, pero acabamos en el Pump Room del hotel Ambassador de Chicago. Él era muy conocido allí. Camareros, chefs, todos vinieron a saludarle. Pidió Dom Pérignon. Durante toda la cena no dejé de pensar que si aquella noche el FBI nos seguía ya podía despedirme de mi vida en Las Vegas.

Hacia el final del banquete me dijo que si tenía alguna pregunta con respecto al crédito —en concreto sobre los sesenta y cinco millones de dólares adicionales para renovación y ampliación— tenía que planteársela a él y solamente a él. Que no intentara comentar nada de lo que habíamos hecho con otros administradores o dirigentes de los sindicatos. Afirmó que él y yo habíamos establecido un modelo próspero y que éste era el que tenía que prevalecer.

Luego, cuando ya nos íbamos, Frank me dijo:

—Tendrás que hacerme un favor, Allen. Es sobre un tipo que vive en Las Vegas y ahora trabaja para ti. Estaría bien que le dieras más importancia. Él puede ayudarte.

—¿Quién? —dije.

—Ahora no te lo puedo decir —respondió.

Y así terminó la velada.

Al cabo de una semana recibí una llamada del tío John. Dijo que quería presentarme a la persona de quien me había hablado. Yo me hallaba en La Jolla y Balistrieri me dijo:

—Irá a verte ahí. Tienes que ascenderlo. Y ofrecerle más dinero, ¿vale?

—¿Quién es? —pregunté.

—Se llama Frank Rosenthal —dijo—. Si no te cae bien, me llamas y yo lo solucionaré.

Dijo que determinadas personas de la junta verían con mejores ojos la concesión del resto del crédito si decidía promocionar a Rosenthal. Al mostrarme algo indeciso, noté cómo le cambiaba el tono de voz. Parecía molesto. En cuanto le dije que estaba de acuerdo con ello respondió que intentara recibir a Rosenthal en cuanto me fuera posible.

Inmediatamente después de colgar el teléfono llamé a Rosenthal. Me dijo que había estado esperando mi llamada.

Rosenthal acudió a La Tolla, a mi casa. Me dijo que Al Sachs era un inútil. Consideraba que la empresa prometía mucho. Era alguien excelente. Además, muy inteligente. Puede ser el diablo —personalmente eso opino de él— pero es muy inteligente.

Le dije que estaba al corriente de sus dotes en cuanto al juego y que me interesaba nombrarlo ayudante o asesor mío. Al principio se mostró muy acomodaticio. Dijo que comprendía el caso, que haría lo que yo dijera, que me agradecía la promoción y que pondría todo su esmero en el cargo.

Me pidió constancia del ascenso por medio de un contrato y también un aumento de sueldo. Le ofrecí el contrato y el aumento.

Al día siguiente hablé con el presidente de la Comisión del Juego. Me enteré de que Rosenthal era un genio con los números, un maestro con los pronósticos. Conocía todos los juegos del casino. Me enteré también de que probablemente nunca conseguiría la licencia.

Frank Rosenthal volvió a Las Vegas con una nueva categoría laboral y un aumento de entre 75.000 y 150.000 dólares al año. Empezó inmediatamente a organizar cambios en las actividades del casino. Según Glick:

Prácticamente todos los cargos lo consideraban la persona de autoridad. Se suponía que todo debía aclararlo conmigo, pero nunca lo hizo. Al principio, cuando lo interrogaba sobre todos estos detalles, no se mostraba descortés. Pero día a día iba usurpando más poder. Oí comentar que cuando entraba en el casino, los croupiers se ponían firmes. Era capaz de despedir a uno si no lo veía con los brazos cruzados ante él, incluso en una mesa vacía. Contrataba a quien le parecía. Cambió determinados proveedores. Sin comentármelo, contrató a otra empresa de alquiler de coches, cambió la de la publicidad e intentó introducir su propia agencia de espectáculos en el Lido Show.

Cuando llegaban a mis oídos este tipo de cosas a veces las detenía y otras las anulaba, a pesar de que resultaba complicado preverlas. Yo podía estar desenmarañando algo que había montado él y tenerlo ya en la cocina diciendo a los chefs cómo había que hacer la comida.

Me desplazaba desde mi casa en San Diego a Las Vegas y cada vez que llegaba a la ciudad tenía que oír las historias de todo lo que había hecho él en mi ausencia. Durante unos días acabamos a pelea diaria. Lo vi actuar. Era de aquéllos que se ponen el cigarrillo en los labios y esperan que se lo enciendas. Se mostraba muy altivo con la gente. No utilizaba palabrotas. Nunca levantaba la voz. Pero cualquiera hubiera preferido un buen puñetazo en la boca a una perorata de las suyas.

Se montó un despacho que hubiera causado la envidia de Mussolini. Tenía cuatro veces más espacio que cualquier otro del negocio. No le gustaron los paneles de madera que había encargado y mandó que se los quitaran y le pusieran otros nuevos. Lo único que contaba era su ego. No tenía bastante con ser el jefe entre bastidores; todo el mundo tenía que enterarse de que lo era.

Por fin, en octubre de 1974, le convoqué. Yo acababa de llegar de California. Era un lunes. Me volví a enterar de una serie de cosas que habían sucedido en los casinos durante el fin de semana y pensé que había llegado el momento de hacerle cambiar de actitud.

Me reuní con él en la cafetería del Stardust, que se llamaba Palm Room.

—Vamos al fondo del bar —dije—. Tengo que explicarte algunas cosas.

Le repetí lo que ya le había dicho en distintas ocasiones: que tenía que controlar un poco su actividad y que se suponía que su trabajo tenía que ceñirse al modelo que yo le había marcado en nuestra reunión de septiembre en California.

Le dije que me había mentido en repetidas ocasiones, que andaba con evasivas, que incluso me había enterado de que había ordenado a mi secretaria que le contara mis movimientos diarios, que lo pusiera al corriente sobre dónde iba yo y qué pensaba hacer. Le dije que aquello me parecía intolerable.

Puso aire de sorpresa. Me preguntó si aquello se lo había dicho mi secretaria. Respondí que sí. Y en lugar de disculparse por espiarme, dijo que iba a despedirla.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba tratando con una persona normal. Nos hallábamos al fondo de la cafetería. Un lugar apartado. Dudó un segundo y luego se levantó y se alejó de la mesa. Volvió al cabo de poco. Noté que su presión sanguínea se disparaba.

—Creo que ha llegado el momento de hablar, Glick —dijo; me llamó por el apellido. Siempre me había llamado Allen. Pero esta vez lo hizo por el apellido como preparando la escena.

—Ha llegado el momento de ponerte al corriente de lo que pasa aquí, de dónde vengo yo y de cuál es tu lugar —dijo—. No me colocaron en este cargo para que te aprovecharas tú sino para que se aprovecharan otros, y tengo órdenes de no aguantar la menor estupidez tuya, aparte de que no tengo por qué escuchar lo que me digas, ya que no eres mi jefe.

Empecé a discutirle todo aquello pero dijo:

—Voy a cortarte de entrada. Cuando te digo que no tienes alternativa, no estoy hablando a nivel administrativo, estoy hablando incluso de la salud. Si te entrometes en cualquier actividad del casino o intentas poner obstáculos a lo que quiera hacer yo, ten por seguro que no te despedirás de la empresa con vida.

Me sentía como si acabara de llegar de otro planeta. Yo era un hombre de negocios, todo lo había llevado con un estilo metódico, y aquello era una subcultura completamente distinta. No sabía cómo tomármelo. Respecto a la conversación que había tenido con Jerry Soloway sobre el tema de Frank Balistrieri, me di cuenta de que me había metido en una trampa.

Le dije que deseaba verlo fuera del hotel. Él respondió:

—He oído lo que me dices, pero será mejor que me escuches atentamente de nuevo. Cuando he dicho que no te despedirías vivo de la empresa, me refería a que las personas a quienes represento tienen poder para eso y para mucho más. Te aconsejo que no lo tomes a la ligera. Eres una persona inteligente, pero no me pongas a prueba.

Conseguí recuperarme pero me encontraba en una especie de estado de shock. Llamé a Frank Balistrieri y le dije:

—Me has metido en algo que yo no había previsto, pues de haberlo sabido no lo habría aceptado. Tenía la impresión de que la inclusión de tus hijos como asesores de la empresa se había hecho de una forma cabal, no veo ningún problema al respecto, pero sí lo veo con lo que te voy a contar.

Le expliqué la conversación que había tenido con Rosenthal y él se mostró muy conciliador. Dijo que me apoyaría. Pero que recordara que con el único que debía tocar el tema era con él. Con Frank Balistrieri. Si hablaba con alguien más, lo haría sin tomar en consideración sus deseos. Era muy tajante. No seguí con el tema.

Al cabo de unos días me llamó Balistrieri. Me explicó por teléfono que se hacía cargo de la situación pero que de momento no podía hacer nada al respecto y que yo debía seguir prestando atención a los consejos del señor Rosenthal y mantenerlo en el cargo.

Le discutí lo que me había mencionado Rosenthal sobre el hecho de ser «socios», y añadí que había comprado la empresa con mis propios esfuerzos, reconociendo, eso sí, que él me había ayudado a conseguir el crédito, pero que allí no había socios.

—Pero lo que te ha dicho el señor Rosenthal es correcto —respondió Balistrieri.

Durante unos meses, Glick estuvo al quite con Rosenthal. Tenía miedo de enfrentarse a él e intentó limitar sus actividades. Lo excluyó de las reuniones. Intentó mantenerlo alejado del círculo del poder. Anuló las órdenes dadas por él. Rechazó sus sugerencias. Y por fin, una noche de marzo de 1975, se hizo realidad la peor pesadilla de Allen Glick. Estaba cenando en el restaurante Palace Court del Stardust cuando llamó Rosenthal. Glick explica:

Dijo que era un asunto urgente. Tenía que reunirme con él. Le pregunté qué clase de urgencia. Dijo que no podía contármelo por teléfono. Que tenía que ir a verlo. Respondí que no era el momento adecuado. Que podíamos tratar de lo que fuera por la mañana.

—Es una urgencia y no tienes otra alternativa.

—De acuerdo, ¿dónde estás?

—En Kansas City —respondió.

Pensé que aquello era ridículo. Le dije que no podía llegar allí antes de las tres o cuatro de la madrugada.

—Si no vienes voluntariamente, tendremos que ir a por ti —dijo.

Dijo también que me esperaría en el aeropuerto. Por aquella época, la empresa disponía de un par de Lears, y entre las dos y media y las tres de la madrugada aterricé en Kansas City.

Rosenthal me esperaba en el aeropuerto con un coche, y me presentó al conductor, Carl DeLuna, un hombre de lo más rudo y vulgar. Rosenthal le llamaba por su apodo: El Broncas.

Cogimos inmediatamente la tortuosa ruta hacia donde fuéramos; me di cuenta de que pasábamos una y otra vez por los mismos lugares. El viaje duró unos veinte minutos. Vueltas y más vueltas y nadie abrió la boca. Por fin llegamos a un hotel. Subimos al segundo piso. Una suite con una puerta de conexión entreabierta que daba a la habitación contigua.

La suite estaba bastante oscura. Al entrar, me presentaron a un hombre mayor de pelo blanco llamado Nick Civella. No tenía la menor idea de quién era Nick Civella. Resultó ser el jefe de la mafia de Kansas City. Le ofrecí la mano y me dijo:

—No quiero estrecharte la mano.

Al fondo había una silla y una mesa con una lámpara encima. Me dijo que me sentara. Vi que Rosenthal abandonaba la habitación. Me quedé solo con DeLuna y Civella, aunque oía que entraba y salía gente por la puerta de conexión; yo estaba de espaldas.

Civella me dijo todo lo que puede decirse a una persona en el mundo y luego añadió:

—Tú no me conoces, pero por mí jamás saldrías vivo de aquí. Ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, si escuchas atentamente, tal vez lo consigas.

Cuando me quejé de que la luz me molestaba a los ojos, dijo que tal vez podía solucionármelo arrancándomelos. Luego prosiguió.

—Has faltado al acuerdo. Nos debes 1,2 millones de dólares y ahora vas a permitir a El Zurdo que haga lo que quiera.

Yo estaba totalmente desconcertado. Dije que no sabía a qué se refería. Y era cierto.

Me miró y, dejando un revólver sobre la mesa, dijo:

—O empiezas a contarme la verdad ahora mismo o no sales con vida de esta habitación.

Me preguntó sobre el acuerdo que tenía con Balistrieri y cuando respondí que no tenía ningún acuerdo con Balistrieri, exclamó:

—¿Qué?

Parecía sorprendido. Dijo que quería enterarse del acuerdo que le habían contado que yo tenía con Balistrieri.

Le dije que el único acuerdo que tenía con Balistrieri era el de contratar a sus hijos, y también le hablé de la opción, explicándole, de todas formas, que la opción no tenía efecto, pues íbamos a estudiar algo ahora que se había conseguido el crédito.

Más tarde descubrí que Civella no estaba al corriente de mis tratos con Balistrieri: la contratación de sus hijos y su opción del cincuenta por ciento. Creía que Balistrieri se había quedado con una comisión en efectivo de 1,2 millones de dólares por haberme conseguido el crédito. Como quiera que Civella consideraba que él también me había ayudado en dicho crédito por medio de su síndico —Roy Williams, el jefe del fondo de pensiones de Kansas City y próximo presidente de todo el Sindicato— pensaba que a él también le correspondía la misma comisión.

Balistrieri me había dicho que no hablara jamás con nadie sobre nuestro acuerdo, pero vi que en aquellas circunstancias no tenía otra opción. Empecé a comprender asimismo por qué Balistrieri insistía en que no hablara con nadie sobre ello.

Civella era un tipo duro pero un hombre listo. Cuando me formulaba las preguntas me daba cuenta de que iba atando cabos. De pronto, alguna campana le sonó y se puso de pie. Dijo que seguía teniendo un compromiso con él y que exigía que le pagara el dinero.

Cuando le respondí que no veía cómo la empresa podía pagarle aquella suma dijo:

—Que se ocupe de ello El Zurdo.

Añadió que como yo no le caía bien, se ocuparía personalmente de que no consiguiera los préstamos adicionales del fondo para la renovación y la ampliación.

—Sacadlo de aquí —dijo finalmente y ordenó a De Luna que nos llevara El Zurdo y a mí al aeropuerto y «se fuera inmediatamente a Milwaukee, sacara de la cama aquel maniquí hijoputa y se lo llevara a él».

En aquella ocasión, en cinco minutos llegamos al aeropuerto, y DeLuna estuvo todo el tiempo refunfuñando sobre lo de conducir hasta Milwaukee a recoger a Balistrieri, como si se tratara de un saco de ropa sucia.

A la mañana siguiente, cuando vi a Rosenthal le dije que no podía aceptar las condiciones de Civella en cuanto al dinero y los socios y Rosenthal me respondió que yo ya no tenía autoridad alguna. Dijo que yo ya no disponía sobre mi destino.

Cuando conté a Balistrieri mi encuentro con Civella y le informé de que me había amenazado con negarme los préstamos adicionales, me respondió que ya no podía hacer nada para ayudarme. Dijo que le habían quitado de las manos todas las cuestiones de la caja de pensiones.

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