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Casino » Segunda parte: Aceptar la apuesta » 12

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«Es uno de los problemas que tiene el casarse con una mujer diez, incluso con una nueve.»

Después de dos o tres años, el matrimonio con El Zurdo parecía una mala apuesta. Geri había dado a luz a un hijo, Steven, a quien adoraba; pero encontró que la vida doméstica que El Zurdo le exigía era terriblemente limitada, especialmente porque él se negó a jugar siguiendo las mismas reglas que esperaba que siguiera ella. El Zurdo trabajaba día y noche en el casino, y Geri empezó a sospechar que salía con otras. Dijo a su hermana que había encontrado facturas de joyas y regalos en sus bolsillos cuando llevaba sus trajes a la tintorería. Cuando le acusó de tontear por ahí, él le dijo que estaba loca. La acusó de emborracharse y tomar demasiadas pastillas.

Así que Geri empezó a salir. A veces estaba fuera toda la noche. A veces desaparecía durante un fin de semana. En más de una ocasión, El Zurdo contrató a detectives privados para que la siguieran. Era capaz de hacer la ronda por sus bares preferidos y pedirle que volviera a casa. Finalmente amenazó con divorciarse de ella. Mantuvo una reunión con ella en el despacho de Oscar Goodman y presentó declaraciones juradas que atestiguaban su adicción al alcohol y las pastillas. Le puso en claro que habían acabado sus días de poder y riqueza y que también podía perder la custodia de su hijo. Según su hermana, Barbara Stokich:

Geri no lo quería perder todo, pero El Zurdo sólo la admitía de nuevo si estaba de acuerdo en tener otro hijo y hacer un gran esfuerzo por alejarse de las pastillas y el alcohol. Estoy convencida de que Geri no quería otro hijo, pero era la única forma de no encontrarse en la calle. Ella me comentaba que él era un hombre muy influyente. Que tenía comprados a jueces y tribunales. Que contra él no había nada que hacer.

Así pues, cedió, y en 1973 tuvieron a Stephanie, aunque aquello no resolvió sus problemas. A decir verdad, en muchos aspectos empeoró las cosas; pues Geri se sentía herida por haberse visto obligada a tener a Stephanie. Steven era maravilloso. Era un niño. A Geri le encantaba tener un niño. Pero aquello de que la forzaran a volver a dar a luz, con el resultado de una niña —una niña que hacía la competencia a su hija Robin— afectó mucho a Geri. Era incapaz de mostrarse cariñosa con Stephanie. Creo que nunca le perdonó a Frank aquel segundo embarazo.

Según El Zurdo:

Ya sabía que en casa las cosas no iban a las mil maravillas, pero estuve mucho tiempo sin enterarme de hasta qué punto iban mal. Geri seguía siendo bastante imprevisible. Algunos días se levantaba contenta y otros era imposible estar cerca de ella. Todo lo que decías era motivo de pelea.

No le gustaba que me metiera con ella por la bebida, como tampoco le gustó cuando la regañé por dejar que Steven, que tenía siete años, pegara a Stephanie, que tenía sólo tres.

Geri adoraba a Steven. Lo malcriaba muchísimo. Era su trofeo, un muñeco precioso. Siempre lo trataba mejor que a su hermana.

Además, Geri era muy independiente. Le importaba un rábano lo que pensara o dijera la gente. Y la gente que nos conocía a los dos intentaba no hacer ningún comentario sobre lo que sabía de nosotros.

Yo no tenía idea, por ejemplo, de los poderes hipnóticos que seguía teniendo Lenny Marmor sobre ella mucho tiempo después de casarnos. Era consciente de que seguían en contacto a causa de Robin, pero lo que no sabía era que Geri, cuando iba a Berverly Hills de compras con Kathy, la mujer de Allen Glick, se citaba allí con Marmor.

Geri y Kathy cogían el Lear de Argent una o dos veces al mes. En el aeropuerto de Burbank les recogía una limusina y se iban a algunos almacenes a dar una vuelta. Al cabo de unos minutos, Geri desaparecía. Ni siquiera le decía a Kathy a dónde iba. Se marchaba y luego, tres o cuatro horas más tarde, encontraba a Kathy en algún sitio, ya fuera el aeropuerto u otro lugar, y volvían juntas. Ninguna explicación. Nada de nada.

Kathy Glick se lo contaba a su marido, pero Allen, por miedo a complicaciones o lo que fuera, jamás me comentó nada. De modo que yo no sabía lo que estaba sucediendo. Geri estaba convencida de que nadie la delataría, y estaba en lo cierto.

Dos de mis mejores amigos, Harry y Bibi Solomon, tal vez las personas más honradas que he conocido en mi vida, por fin me avisaron. De vez en cuando salían con Geri cuando yo estaba trabajando. Una noche les reservé mesa en el hotel Dunes. Era el restaurante más distinguido. Música, baile, platos de gourmet.

Más tarde, Harry se me acercó y me dijo que tenía que confesarme algo. Era un tipo así. Me dijo:

—Ya sé que no vas a perdonármelo, pero te lo diré de todas formas. Tenía que habértelo comentado antes. Es algo que me tiene alterado.

—Vamos, Harry, al grano —respondí.

—Voy a contarte lo que sucedió —dijo—. Estábamos cenando y sonaba la música. Aparece un individuo en la mesa, pregunta a Geri si quiere bailar y yo le digo que se vaya por ahí. «¿Estás loca?», le dije a ella. Y ella me respondió: «Tú a lo tuyo». Se levantó de la silla, se fue hacia el tipo y le dijo: «Encantada».

Harry se puso negro. No sabía qué hacer. Pidió la cuenta. Cuando acabó el baile, le dijo a Geri: «Oye, eso no se lo voy a contar a Frank. No pienso sentarme más en una mesa contigo si no está Frank». A Geri le dio igual. Pensó que estaban todos chalados.

Geri siempre había vivido su vida. No quería cambiar. Pensándolo bien, creo que siguió con Lenny Marmor todos aquellos años —y cabe recordar que el fulano jamás le mandó una tarjeta de cumpleaños— porque él nunca le impidió hacer lo que le apetecía.

Aquél era el poder que tenía sobre ella. Le daba igual lo que hiciera con tal de que sacara dinero. Y me da la impresión de que a Geri le gustaba más eso que alguien como yo, que siempre le estaba encima con esto, aquello y lo de más allá.

Cuando Geri se dedicaba a hacer la calle por ahí, Lenny no le decía: «¡Basta! Te quiero. No lo hagas más». Pues no. Lenny le dejaba hacer lo que quería. No le importaba. ¿Beber? Pues claro. ¿Tomar pastillas? Adelante. Lenny nunca le prohibió hacer nada porque Geri sacaba mucho dinero.

Luego aparezco yo, y probablemente por primera vez en su vida se encuentra con un tipo que impone unas normas. La verdad es que Geri no siguió en su vida más normas que las suyas propias.

Tal como cuenta Tommy Scalfaro, el chófer de El Zurdo:

Geri era una bruja del arroyo colgada. Su actitud dependía de lo que se había tomado aquel día. Cuando iba de Percodan, era simpática y cariñosa. Te ofrecía dinero. Se veía obligada a actuar así. Se había ocupado ella misma de los niños y de que no les faltara detalle.

Cuando le faltaba el Percodan, era detestable. Todo era a tomar por culo esto, a tomar por culo lo otro. Le montaba el cirio a El Zurdo. Era capaz de ponerse realmente odiosa.

Empezaba a chillar diciendo que El Zurdo jodía con ésta y con la otra y que ella empezaría a salir y a hacer lo mismo. «Te he visto con Donna —gritaba—. Te he pillado tocando el culo a Mary —decía—. Tú sigue así y verás lo que hago yo.»

¿Quién demonios sabía lo que hacía ella? En definitiva, El Zurdo paraba poco en casa. Llevaba los casinos e intentaba tener bajo control lo de su licencia. Él era muy exigente. Todo tenía que ser perfecto. Tenía la obsesión de que las americanas y los trajes le cayeran impecablemente. Una vez a la semana iba al sastre, y éste cuando lo veía, temblaba. Siempre le estaba chinchando con medio centímetro o veinte milímetros en el lado izquierdo. Durante todo el día se iba ajustando el cuello, las mangas y los puños.

Nadie puede imaginarse la cantidad de trajes que tenía. Tenía un armario de doce metros de largo con todos los trajes colgados. Aparte de los pantalones, camisas y jerseys, que todos tenían que ajustársele a la perfección.

Y hete aquí que se había casado con una adicta a las pastillas. Él tenía receta para el Percodan, como remedio para su úlcera, y Geri me mandaba a la farmacia cada quince días a buscar más provisiones. El Zurdo prácticamente no tocaba el medicamento.

Cuando conocí a Geri, enseguida me di cuenta de que sería una fuente de problemas. Se refería a El Zurdo llamándolo «señor R.» y me acribillaba a preguntas. Enseguida tuve la sensación de que me estaba preparando para los recados que surgirían más tarde. La verdad es que tardó muy poco en mandarme al Burger King a comprar hamburguesas para los niños, a recoger la ropa de la tintorería. No sólo te mandaba a hacer recados sino que te daba las órdenes con desprecio.

De no haberme plantado un poco, me habría tenido todo el día recorriendo la ciudad. Me quejé de ello a El Zurdo y a partir de entonces ella me odió, pero me importaba un bledo.

Geri frecuentaba los centros comerciales. Se iba de compras a California. La criada y la hija de la criada se ocupaban de los niños.

El Zurdo ocupaba todo su tiempo en el casino o en reuniones con gente del casino. Un par de veces tuve que recogerlo a las tres de la madrugada y llevarlo a un 7-Eleven, donde iba a encontrarse con gente de Chicago.

En pijama, saltaba de nuestro coche y se metía en el de otro individuo. Yo no quería observar muy de cerca, pero muchas veces me dio la impresión de que El Zurdo era quien daba las órdenes y otras que se las daban a él.

En palabras de El Zurdo:

Un año después de que Allen Glick se hiciera cargo de la empresa, organizó una fiesta en su residencia, en La Jolla, y Geri yo acudimos a ella. Allí había tres o cuatrocientas personas.

Organizó seis vuelos en Lear que recogieron a los de Las Vegas y los llevaron a San Diego. Todo eso lo hizo un personaje que nada más hacerse cargo de la empresa tuvo que pedirme prestados siete mil dólares porque no se había formalizado el préstamo. Me los devolvió enseguida, todo hay que decirlo.

Para la fiesta, me ofreció dos jets, tan sólo para mí y mis amigos.

Al llegar allí, descubrimos que Glick había dispuesto que yo me sentara entre él y Geri.

De camino hacia San Diego dije a Geri:

—Ni una puta gota de alcohol.

Llevábamos una temporada peleando por su problema con el alcohol, pero yo no sabía a qué me estaba enfrentando.

En aquella época de mi vida yo no bebía, no bebía nada. No sabía que se trataba de algo que una persona no puede controlar. Tampoco tenía idea de los estimulantes y los tranquilizantes. En realidad era muy ingenuo. Era un pardillo. Ni un solo trago. «Esto son negocios», le dije. Sí, sí...

Y empieza la fiesta, aparece un camarero con una bandeja con champán Dom Pérignon y ella coge una copa. Yo digo para mis adentros: «La puta». A nuestro alrededor hay trescientas personas. No tengo ganas de subirme a la parra y montar una escena.

Geri se acaba la copa. Yo no la pierdo de vista, pero ella no dice ni mu. Creo que ni siquiera se da cuenta de que la estoy mirando.

Alguien la invita a bailar. Se levanta y baila. Entonces veo que la copa ya le ha hecho efecto. Nadie más se da cuenta de ello, pero yo la conozco tan bien que advierto el impacto.

Después del baile, se sienta de nuevo, pasa otra vez el camarero con la bandeja y ella asiente con la cabeza. El camarero le deja una copa de champán delante.

—Oye, bruja, atrévete a acercar los labios a la copa y saltas de la silla del bofetón que te doy —le murmuro.

—No tienes cojones de hacerlo —responde mirándome a los ojos.

—Por supuesto que sí —digo.

Me doy cuenta de que Glick me está mirando, pero no oye lo que estamos diciendo.

—Me da exactamente igual el lío que se pueda montar, incluso soy capaz de jugarme el empleo, pero acerca los labios a la copa y verás como saltas de la silla —le digo.

Coge la copa con los dedos. La levanta. Me daba cuenta de la que se iba a armar, de forma que me incliné un poco hacia Glick y le dije que no tenía intención de molestarlo, pero que me hiciera el favor de intentar convencer a Geri para que dejara la copa pues de lo contrario tal vez obligaría a hacer algo de lo que tendría que arrepentirme durante el resto de mi vida.

—Si toca esa copa, Allen, tendré que darle un buen sopapo —le dije a Glick.

Glick palideció.

—Si me viene con evasivas —le dije—, la tumbo.

—¿Me harás el favor de escuchar a tu marido, Geri? —le dice Glick.

Ella dejó la copa, se volvió hacia mí casi sin aliento y me dijo:

—Ésta me la vas a pagar hijoputa.

Podéis imaginaros cómo se estaba poniendo la fiesta, aunque no creo que nadie se diera cuenta. Geri era una gran actriz y una borracha. Supo llevarlo. No se tambaleaba.

Cuando me casé con Geri oí un montón de historias. Pero a mí me importaba un rábano lo que hubiera hecho. «Soy Frank Rosenthal —me dije—, y soy capaz de cambiarla».

En opinión de Barbara Stokich:

Tenían unas peleas terribles. Los dos eran testarudos y no cedían. Él la amenazaba con quitarle a Steven porque bebía, pero luego se reconciliaban y él le compraba una bonita joya.

Recuerdo que después de una de sus peleas ella me dijo que prefería morir antes que abandonar el alcohol. Le encantaba ver a Frank con una copa de vino en la mano. Él se tranquilizaba. Ella se tranquilizaba. Estoy segura de que Frank empezó a beber tan sólo para complacerla, pero tenía úlcera y no podía.

Como cuenta El Zurdo:

Un día Tony había venido a casa para una reunión. Estaba a punto de marcharse y se disponía a llamar por teléfono a uno de sus muchachos para que lo recogiera. Geri iba a llevar a Steven y a Stephanie a alguna parte y se ofreció para acompañarlo.

Tony me consultó si me parecía bien y le dije que claro, por supuesto. No me lo pensé dos veces.

Al cabo de una semana o así, Tony me llamó. Dijo que tenía que verme. Lo noté muy serio. Nos citamos entre las doce y la una de la madrugada. Lo recogí en la esquina en que habíamos quedado y seguí conduciendo. Era algo que hacíamos normalmente antes de que nos tuvieran tan controlados.

Me dijo que tenía algo que contarme. Algo que lo inquietaba mucho. Algo que había visto cuando había estado en el coche con Geri y los niños. No me imaginaba lo que iba a decirme. Ponía un aire muy solemne. Un tipo que había hecho de todo y ahora estaba afectado. Seguí conduciendo con el corazón en un puño. Tragándome los nervios.

Dijo que cuando se había metido en el coche con Geri y los niños, Steven había empezado a martirizar a Stephanie. Cosas de críos. Nada serio. Pero que luego, de repente, Stephanie se puso a gritar: «¡Socorro, mamá! ¡Socorro, mamá!». Tony miró hacia el asiento de atrás y vio que Steven estaba pegando unos puñetazos terribles a Stephanie.

—Geri —dijo Tony—, ¿no puedes detenerlo?

—Lo hace en broma —respondió Geri.

Stephanie está chillando en el asiento de atrás. Tony se vuelve y ve que la niña ha caído del asiento y él sigue pegándole puñetazos mientras está en el suelo. Según Tony, por fin tuvo que obligar a Geri a detenerse y acabar con la pelea.

Tony me hizo jurar que no se lo diría a Geri, añadiendo, sin embargo, que le había parecido tan fuerte que me lo tenía que contar. Dijo que le daba náuseas. Que tuvo la impresión de que Geri disfrutaba viendo como le hacían daño a su propia hija.

Una noche, Rosenthal llevó a Geri a bailar al club. Estaba muy atractiva, encantadora. Según El Zurdo:

Estaba muy orgulloso de ella. Adonde quiere que fuera llamaba la atención. Era realmente una mujer de bandera. Es uno de los problemas que tiene el casarse con una mujer diez, incluso con una nueve. Son peligrosas.

En fin, nos hallamos en el club y se nos acerca un joven ejecutivo que yo había contratado, un chaval elegante, de muy buen ver, y me felicita por algo. Ni siquiera recuerdo el tema. Luego se vuelve hacia Geri y le dice:

—Señora Rosenthal, es usted la mujer más bella que he visto en mi vida.

Ella le agradeció el cumplido al chaval. Yo sonreí. También se lo agradecí. A veces Geri hacía estas cosas con la gente. Lo animó una pizca tan sólo. De todas formas, el chaval tuvo agallas. Lo despedí al día siguiente.

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