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«Tony sabía cómo chinchar a la gente.»

Tony Spilotro tenía diez años menos que su amigo Frank Rosenthal, pero en 1971 sus vidas seguían un curioso curso paralelo. Ambos eran personajes públicos, por razones negativas, evidentemente. Ambos habían sido detenidos muchas veces; en el caso de El Zurdo por una serie de infracciones sin importancia, en el de Tony, por una serie de infracciones a las que se había otorgado una importancia mucho menor de la cuenta. Los dos habían conseguido la libertad demandando a las autoridades. Al estar tan quemados, ambos habían decidido cambiar de vida trasladándose al oeste.

En 1971, Tony seguía en Chicago, donde en poco tiempo se había convertido en una persona capaz de triunfar en el mundo específico del hampa. Como cuenta Frank Cullotta:

Tras derrotar a Billy McCarthy y Jimmy Miraglia, Tony subió como la espuma. Primero trabajó como recaudador para Sam DeStefano, El Loco, un prestamista completamente chalado que en una ocasión esposó a su cuñado a un radiador, le pegó una paliza de campeonato, incitó a los compinches a que se le mearan encima y luego se lo llevó a una cena familiar.

Luego Tony quedó bajo las órdenes de Phil Alderisio, el de Milwaukee, aunque debería decir que fue Phil quien metió a Tony en la historia. Phil tenía una buena fuente de ingresos. Es el primer tipo al que se le ocurrió sangrar a los corredores de apuestas de deportes. Antes de que apareciera Phil el de Milwaukee, únicamente pagaban el impuesto callejero los corredores de apuestas de caballos. Phil cambió el panorama y empezó a reclutar elementos de la calle a diestro y siniestro.

Hacia 1962-1963, Tony se dedicó a avalar fianzas. Realmente. Recorría todas las salas de justicia del condado de Cook. Accedía a los despachos. Ojeaba los expedientes. Los muchachos de su equipo se lo facilitaban. Trabajaba con Irwin Weiner en South State Street. Weiner era el fiador de todo el mundo. Se ocupaba de las finanzas de los muchachos de Phil el de Milwaukee, y de las de Joey Lombardo y Turk Torello.

Tony tenía a seis o siete tipos que apostaban por él en distintos locales y se dedicaba al prestamismo. En una ocasión, Tony apareció por casa y me entregó seis mil dólares de una operación en la que habíamos trabajado juntos. Me dijo:

—Oye, Frank, esto es un montón de dinero. ¿Por qué no lo inviertes, como yo, en la historia del prestamismo? Ahora mismo yo tengo dinero en la calle. No te estoy pidiendo que lo inviertas todo, pero podrías poner, por ejemplo, cuatro de los grandes. Sacarías cuatrocientos dólares a la semana y dispondrías siempre de los cuatro mil, para cuando te hicieran falta.

La verdad es que no me apetecía lo más mínimo entregarle los cuatro mil dólares, así que le ofrecí invertir dos mil. Tony dijo que de acuerdo, pero comentó también que estábamos en 1961, que el dinero escaseaba y aquello implicaba que existía una gran demanda. Creyó que era una broma.

En fin, le di los dos mil y los puso a trabajar en la calle. Cada semana yo recibía doscientos dólares en efectivo. Además, teníamos las cuentas de los préstamos y conseguíamos un porcentaje de las ganancias, es decir que aquello funcionaba a todo tren. Yo también gastaba a todo tren. Siempre me han gustado los coches nuevos y flamantes. De modo que me desprendí del Ford del sesenta y uno de potente motor y me dirigí al representante del Hope Park Cadillac, al que le compré un cupé de Ville azul: el coche que había deseado siempre.

Una noche, Tony me llevó al Steak House de la North Avenue con Mannheim Road, que era propiedad de la organización. Allí Tony quería presentarme a unos cuantos peces gordos. Aquella noche decidí pasarme a otra banda.

Jackie Cerone estaba en la barra con Sam DeStefano, El Loco, y una rubia. Los tres estaban borrachos y no hay nada peor que Jackie Cerone cuando ha bebido demasiado. Cuando entramos, pregunté a Tony quién era el menda calvo que hablaba a gritos en la barra.

Supongo que hablé demasiado fuerte, pues Tony me dijo que bajara la voz y me contó quiénes eran los dos tipos. En aquel preciso instante, Jackie Cerone cogía del brazo a la camarera y le decía que le chupara la polla. La chica se negó y él le pegó un bofetón en la cara y la echó del local.

Entonces se nos acercó Sam DeStefano, El Loco, y se puso a hablar de lo gilipollas que era Jackie Cerone. Sam también iba servido aquella noche. De pronto aparece de nuevo Jackie Cerone y pregunta a Tony quién es su amigo, refiriéndose a mí. Tony me presenta a Sam y a Jackie. Así fue como conocí a Jackie Cerone.

Permanecimos allí una hora poco más o menos. Ellos montaron un gran jaleo y mucho ruido en el local. El tal Jackie Cerone era un tipo realmente ignorante. Metía mano a todas las chicas que entraban. Le daba igual que fueran acompañadas o no.

Era bastante incómodo estar cerca de él, porque siempre tenías que andar alerta. Vigilar lo que decías. Nos quedamos allí como pasmarotes. Riéndole las gracias a Jackie para que se sintiera importante. Por fin nos largamos. Nos metimos en el coche y nos fuimos a algún otro local simplemente para alejarnos de él.

Dejé que mi dinero circulara por la calle un par de meses más, pero me fue exaltando aquello de tener que lamerles el culo, andar con tanto cuidado y la bronca constante de que tenía que deshacerme del coche. Tony sí que quería llegar a ser alguien importante en el tinglado. Yo, no.

O sea que finalmente me dije: «¡A tomar por culo el barrio! ¡A tomar por culo los mendas ésos!». Y le solté a Tony:

—Yo me lío la manta a la cabeza y me voy al este.

—¿Pero qué dices? —respondió él.

Y le comenté que quería seguir en contacto con los suyos, pero que no hacían gran cosa y yo necesitaba actividad. Seguimos siendo muy amigos, pero como yo necesitaba acción, me empecé a relacionar con una banda de atracadores del East Side.

Según William Roemer, agente del FBI retirado, que siguió la carrera ascendente de Spilotro durante los sesenta y escribió sobre ella en su libro The Enforcer:

Tony sabía cómo chinchar a la gente. Por aquella época era fiador, yo me percaté de que me seguía al salir del gimnasio. Iba en un Oldsmobile verde. Lo hacía bien. Se mantenía bastante alejado de mí, pero hizo un par de giros que me confirmaron que iba por mí. Le permití que me siguiera hasta Columbus Park, donde lo esperé en una zona desierta.

Sabía lo que quería. Intentaba descubrir a quién veía, qué informadores tenía, porque habíamos presentado cargos contra Sam Giancana y Phil, el de Milwaukee, y ellos sabían que teníamos informadores dentro. Eso es lo que hacía para la banda, paseándose todo el día por las salas de justicia.

Me perdió de vista un rato, pero siguió en su intento. Cuando estaba a unos diez metros de mí, le apunté con la pistola gritando:

—¿Me estabas buscando, colega?

El sobresalto le duró un segundo. Se recuperó en el acto.

—Estaba dando un paseo. Es un parque público, ¿no?

Eché una ojeada al tipo. En aquel momento no sabía que se trataba de Spilotro. Llevaba un sombrero flexible. Del estilo de los que llevaba Sam Giancana. Vestía pantalón gris, jersey gris, corbata y mocasines negros. Era terriblemente bajo, si bien de lo más eléctrico. Musculoso. No se le veía enclenque. Al contrario.

Cuando me hube identificado y le pedí el carné, me dijo:

—¡Y a ti qué coño te importa quién soy yo! Me da igual quién seas, cabrón; a mí no tienes por qué preguntarme nada a menos que tengas una orden de detención.

Le dije que evidentemente me importaba, lo agarré por el brazo izquierdo, se lo mantuve levantado hacia atrás y le cogí la cartera. Su permiso de conducir iba a nombre de Anthony John Spilotro. Tenía que haberlo imaginado. Lo había visto fuera de la casa de Sam DeStefano. Le pregunté por DeStefano y respondió que no tenía ni idea del tipo. Quise saber por qué me seguía y dijo:

—¿Quién te está siguiendo? Yo me paseaba por el parque. —Y cuando añadí que no me lo creía, concluyó—: Me importa un carajo lo que tú creas.

Tony era así. En lugar de seguir la corriente, camelarme, intentar hacerse el simpático, me salía con patas de gallo. Yo incluso intenté ser amable con él. Le dije que aún era joven. Era un fiador. Podía librarse del embrollo en el que estaba metido.

—Vaya, como tú, capullo —me responde—. No sabré yo cómo vives. He visto tu casa. ¡Vaya potentado! Vives en una barriada de mala muerte allí en la siderúrgica. ¿Eso es lo que tendría que hacer yo?

Tal como decía antes, Tony sabía cómo chinchar a la gente. Le advertí que si alguna vez lo veía cerca de mi casa, me lo tomaría como algo personal. Pero él, a lo suyo:

—¡Que te la pique un pollo! —respondió.

Yo, allí entre los árboles, apuntándole con una pistola. Yo que mido metro ochenta y peso cien kilos. Si me ha estado siguiendo, está al corriente de que todos los días voy a practicar boxeo en el Y. Él no llega a metro sesenta y cinco, pesa sesenta kilos y me está hinchando las pelotas en un lugar solitario del parque. Tony era así. Te desafiaba a que lo mataras.

Le pegué un empujón y lo arrastré hacia el aparcamiento.

—¡Lárgate de aquí, puto renacuajo! —le dije; se fue hacia el coche y se marchó.

Tras el incidente, siempre que me referí a Spilotro, hablando con mis amigos de la prensa, lo hice llamándole «puto renacuajo». Sandy Smith del Tribune, Art Petacque del Sun Times y más tarde John O'Brien del Trib empezaron a utilizar «el renacuajo» cuando escribían sobre él. Creo que en aquella época la palabra «puto» no resultaba adecuada para la prensa.

En 1970, Spilotro aparecía todos los días en los periódicos. Hacía muecas y burla a las cámaras al entrar y salir de las vistas del Comité contra la Delincuencia. Incluso insistía en demandar a la policía y al fisco por los 12.000 dólares que le habían confiscado en un registro. La policía afirmó que el dinero procedía de una operación de juego y el fisco se quedó la suma como derecho de retención contra posibles irregularidades en el pago de impuestos.

Spilotro perdió el proceso; y para colmo de males, la ley permitió a los agentes federales acceder a su historial de Hacienda. En poco tiempo consiguieron acusar a Spilotro por una solicitud de crédito hipotecario para su vivienda cuando afirmaba trabajar para una empresa de cementos. Los agentes del fisco demostraron que había declarado que sus únicos ingresos durante el año, 9.000 dólares, eran fruto exclusivo de ganancias obtenidas con el juego. No constaba ingreso alguno procedente de una empresa de cementos.

—Tony no podía salir a la calle sin tener una sombra detrás —dijo Cullotta—. La poli estaba al acecho. Muchos de su banda, incluyéndome a mí, teníamos ya un pie en la cárcel, lo mismo que él, a menos que abandonara la ciudad. En mi fiesta de despedida —me habían condenado a seis años por una serie de atracos, robos y asaltos—, Tony dijo que él, Nancy y el crío se iban de vacaciones al oeste. Comentó que tal vez se instalaría en Las Vegas y que yo podía ir a verle en cuanto me soltaran. Me quedé con la idea y me fui a pasar los seis años a la sombra.

Durante la primavera de 1971, la época en que Frank Rosenthal se planteó trabajar en el Stardust, Tony Spilotro alquiló un piso en Las Vegas, y, el seis de mayo de 1971, un camión de mudanzas de Transworld Van Lines, con el correspondiente personal, aparcó frente a la casa de Spilotro en Oak Park y se dispuso a cargar el vehículo con todas sus pertenencias. Unos minutos después, dos coches con inspectores de Hacienda aparcaron en la calle y empezaron a tomar nota de todo lo que iba saliendo de la casa.

Spilotro sospechó en seguida que, en cuanto hubieran cargado el camión con las propiedades familiares, los inspectores iban a retener el camión como garantía de embargo. Así pues, ordenó a los de Transworld Van Lines descargar el camión y colocar de nuevo en la casa todo su contenido. Seguidamente llamó a su abogado y presentó una demanda contra Hacienda; las autoridades federales le habían acosado hasta hacerle abandonar la ciudad, según él, y ahora le negaban el «derecho constitucional de viajar e instalarse en cualquier estado de los EE.UU.».

Al cabo de una semana, la acusación cedió y la compañía Transworld Van Lines empaquetó de nuevo y cargó los tres mil quinientos kilos de material perteneciente a Spilotro, entre el que se incluían nueve barriles con platos, nueve cajas de cartón con ropa, cuarenta y cinco cajas con utensilios domésticos, una cuna, cuatro mesitas de noche, una mesa de comedor con seis sillas, tres aparatos de televisión, una máquina de coser, un reloj de pared, tres cómodas, un sofá, un canapé, seis espejos, seis sillas sueltas, cuatro mesas y el mobiliario de jardín. Según la nota del cargamento, el material estaba valorado en 9900 dólares, y la mayor parte de éste estaba rayado o astillado.

En la cabecera de la factura del transporte —donde ponía «Contacto de recepción, persona responsable del pago»—, los Spilotro escribieron: Frank o Jerry Rosenthal.

Según Frank Rosenthal:

Tony llegó a Las Vegas de visita con Nancy. Para unas vacaciones. Aquello fue justo antes de decidir trasladarse aquí.

—Vamos a dar una vuelta —dijo.

Salimos en coche de la ciudad, nos fuimos hacia el desierto y charlamos sobre lo que sucedía en Chicago.

Me dijo que el ambiente estaba muy caldeado por allí y si a mí me parecería bien que se instalara en Las Vegas. ¿Por qué me lo preguntaba? Creo que se quedaba conmigo. Quería tener las espaldas cubiertas, así cuando se viera acorralado, podría decir: «¡Rediez, si ya te lo había preguntado!».

Durante el paseo le advertí que aquí era muy distinto que en Chicago. Le comenté que la poli de Las Vegas tenía fama de muy dura. Le dije que los que detenían podían contar primero con verse enterrados en la arena del desierto antes de llegar a juicio.

Tony no respondió. Yo era consciente de que si Tony decidía instalarse en Las Vegas, tenía que portarse bien.

Según el FBI, cuando Spilotro llegó, no disponía de permiso de la organización para empezar a extorsionar a todo el mundo ni para iniciar ningún tipo de operación de prestamismo que pudiera comprometer los turbios negocios de la mafia en los casinos, que constituía su principal fuente de ingresos.

Bud Hall, agente retirado del FBI afirma:

—Tony era inteligente. Sabía hasta dónde podía llegar con los jefes de la organización en Chicago. Joe Aiuppa, por ejemplo, era de los de «no me alborotes el gallinero». Aiuppa pasaba olímpicamente de Spilotro, pero Tony sabía que, en cuanto saliera de allí, podría montárselo bastante a su aire.

Cuando llegamos a casa después del paseo en coche, notamos que Nancy y Geri habían estado bebiendo. Las dos estaban a gusto. Tony hizo el número de rigor. Empezó a gritar a Nancy:

—No me hagas eso. Me estás creando problemas. Si sigues así, Frank no querrá que nos quedemos.

Tenía la idea de camelarme, de hacerme ver que todo iría a las mil maravillas. Que los dos se comportarían.

Pues bien, unas semanas más tarde, llegaron para establecerse allí, y aquello fue el toque de alerta para el Departamento. Las cosas se pusieron calientes. Empezaron a controlarle a él y a mí. Y en cierta manera, era algo natural. Dieron por supuesto —a todo el mundo le ocurrió lo mismo— que Tony había llegado a la ciudad con instrucciones de Chicago. Que había llegado el capo y yo era la pieza clave de la organización en el interior de los casinos.

Nada más lejos de la realidad, pero Tony se aprovechó de aquel análisis que no correspondía a la verdad. Les siguió la corriente. Hizo todo lo posible para no desmentirlo. Decía a la gente: «Yo soy el asesor de Frank. Su protector».

Incluso Geri creyó que era mi jefe. Un día, entré en el club social con unos cuantos ejecutivos y uno de ellos dijo que en la esquina estaba mi jefe. Eché un vistazo esperando ver a uno de mis jefes del Stardust, y en su lugar vi a Tony jugando a las cartas. Al ver que aquello me irritaba, el tipo dijo que era una broma, que era una idea que circulaba por la ciudad desde el principio.

No llevaba tres días en la ciudad cuando se me presenta el sheriff Ralph Lamb.

—Dile a tu amigo que quiero verlo fuera de la ciudad dentro de una semana —dijo.

Intenté hablar en favor de Tony, diciéndole:

—Ralph, el tipo no está a mis órdenes, pero ya verás como se comporta. Déjalo un poco en paz.

Aquello no cambió nada. Quería que el otro se fuera de la ciudad.

Pasé el recado a Tony, pero creo que se acercaba su cumpleaños o algo así y nada, en vez de largarse aquel fin de semana, llegaron sus cinco hermanos. Toda gente legal. Uno de ellos era dentista. Lo que no impidió que el sheriff Lamb los ligara en cuanto llegaron a la ciudad y los metiera en el calabozo unas horas.

A Tony lo dejaron toda la noche en el depósito de los borrachos. Un agujero cargado de humedad donde te hacen baldeos constantes, pues todos los recluidos allí tienen piojos.

Cuando Spilotro salió por fin de allí, estaba fuera de sí. No hacía más que gritar: «Voy a matar a ese hijoputa». Pero se fue calmando. La verdad es que tenía todo el derecho a permanecer en la ciudad, y se estableció una tregua, aun cuando él y el sheriff Lamb no eran exactamente lo que podría calificarse de amigos.

Ni siquiera creo que Tony hubiera previsto lo que iba a suceder. Tengo la impresión de que no tenía un plan marcado. Yo diría que las cosas fueron tomando su curso a medida que iban pasando los días y, lo que es más importante, lo habían dejado solo para montárselo sin ningún tipo de interferencia.

Tony, Nancy y su hijo de cuatro años, Vincent, se instalaron en un piso, y Nancy se convirtió en la típica esposa de Las Vegas. El Zurdo y Geri los ayudaron en ello: El Zurdo llamó al Bank of Nevada para hablar de Tony y Geri presentó a Nancy sus peluqueros y manicuras del Caesar's Palace. Geri y Nancy se hicieron amigas íntimas. Iban de compras juntas, salían a cenar las noches en que sus maridos estaban ocupados (muy a menudo) y jugaban al tenis tres o cuatro veces por semana en el Las Vegas Country Club, donde El Zurdo consiguió inscribirlas como socios.

A diferencia de los elegantes Rosenthal, con sus coches caros y su casa en el campo de golf, Nancy y Tony vivían modestamente. Llevaban coches normales y corrientes y compraron una casa de tres habitaciones en Balfour Avenue, un barrio de clase media. Nancy matriculó a Vincent en la escuela católica Obispo Gorman, se apuntó a la asociación de padres del centro y acudió a la comisaría de policía cuando a su hijo le robaron la bici delante de casa. Tony asistía con regularidad a los partidos de la liga infantil, donde se instalaba en las gradas o detrás del entrenador con los demás padres que animaban a sus hijos.

Tony abrió una tienda de objetos de regalo en Circus Circus, llamada Anthony Stuart Ltd., y Nancy a veces trabajaba allí. Tony pasaba la mayor parte de su tiempo en la sala de póquer del Circus o en el Dunes prestando dinero a los que habían quedado sin blanca, cobrándoles unos intereses desorbitados. Al cabo de poco, prácticamente hasta el último croupier de los dos casinos le debía dinero.

Sus especulaciones con los préstamos, chantajes y sus juegos sucios iban atrayendo tanto la atención que pronto se desmoronó la comedia de la parejita feliz. Colocó un bloque de cemento junto a la pared trasera de su casa para poder observar por encima de la valla si le seguían aquel día. En general, era así. Los agentes lo pescaron a últimas horas de la noche con las muchachas más jóvenes e ingenuas de la ciudad. Mientras tanto, detuvieron a Nancy por conducir en estado de embriaguez; en aquella ocasión citó el nombre de Geri —no el de Tony— como persona a quien llamar en caso de urgencia.

Tony llevaba apenas quince días en la ciudad cuando los federales recibieron un telegrama a propósito de él. El FBI de Chicago avisaba a Las Vegas de su llegada. Lo siguieron en una de sus primeras reuniones, en pleno desierto, donde se le pidió que introdujera una empresa de productos cárnicos en los grandes hoteles. Más tarde, en un encuentro con los dirigentes del sindicato de hostelería.

Posteriormente, dichos dirigentes sindicales se reunieron con los principales jefes de compras de los hoteles-casino, y a principio de verano, todos los hoteles compraban la carne a esta empresa. Como declara el sargento William Keeton, de la policía metropolitana de Las Vegas:

Lo deteníamos cada tres o cuatro meses como norma general, presentando cargos contra él; Tony alegaba que aquella gente le estaba ayudando a salir de un apuro y entonces lo soltábamos.

Pero a Tony le gustaba la publicidad. Era un tipo inestable. Engreído. Tenía incluso cierto encanto. El Comité contra la Delincuencia de Chicago nos había mandado la foto de un individuo a quien supuestamente Tony había fijado la cabeza en un torno de banco. Yo, de vez en cuando, la miraba para recordarme a mí mismo lo peligroso que era. Había encajado la cabeza del individuo en un espacio de unos doce centímetros, entonces le había rociado la cara con un líquido inflamable y le había pegado fuego. Se le habían salido los globos de los ojos.

En septiembre de 1972, lo detuvimos por una orden de arresto por homicidio en Chicago del 1963. Quedó detenido sin que se estableciera fianza —lo normal en casos de homicidio— a la espera de la extradición a Chicago. Supongo que Tony no tenía ninguna intención de pasar la noche en la cárcel, porque en seguida se presentó Rosenthal en el juzgado ofreciendo una fianza para Spilotro. No era lo más inteligente que podía hacer El Zurdo, pero al parecer no tuvo otra alternativa.

Según Frank Rosenthal:

Cuando Tony llevaba aproximadamente un año en la ciudad, un día me llamó por teléfono. Estaba en la cárcel.

—Tendrás que responder por mí. No tienes más remedio —me dijo—. Necesito que atestigües sobre mi buena conducta.

Resultó que lo relacionaban con un homicidio en Chicago de 1963. Le dije:

—No me jodas, Tony, estoy trabajando en el casino. He solicitado la licencia.

Intento hacerle comprender que presentarme ante el tribunal en una vista por homicidio no es lo más adecuado para mí en aquel momento. Sería el toque de alerta para el Departamento de Control del Juego.

—Lo necesito muchísimo —dice—. Tienes que hacerlo.

De modo que me fui al Juzgado. Respondí por él y le fijaron una fianza de diez mil dólares. Tony me juró que no tenía nada que ver con el caso. Era muy convincente. Al día siguiente, leí todos los periódicos para comprobar si aparecía mi nombre en relación con el caso. Tuve suerte. No apareció.

El agente del FBI Bill Roemer declara:

Llevaron a Spilotro a Chicago para el juicio.

Se declaró inocente y dijo que no tenía idea de dónde estaba el día del homicidio. Dijo que sabía que una semana después había sido asesinado el presidente Kennedy y que intentaría tomar la fecha como referencia para reconstruir los hechos y saber dónde estaba el día del asesinato.

Era muy astuto. Dijo que pediría a su familia que lo indagaran. Según él, podían descubrir algo que demostrara que no se hallaba en el lugar del crimen.

Poco más o menos un mes antes del juicio, uno de los otros dos acusados que debían presentarse junto a Tony ante el juez, Sam DeStefano, El Loco, muere en su garaje. Dos rápidos disparos de escopeta. La esposa de éste y su guardaespaldas habían salido media hora antes a visitar a unos familiares.

A Tony le tenía intranquilo Sam El Loco. Había intentado por todos los medios que no lo relacionaran con Sam en el caso. A Sam lo acababan de sentenciar a tres años por amenazar a un testigo gubernamental en un caso de drogas, y se había presentado al juicio en una silla de ruedas, en pijama y con un megáfono. A Tony le inquietaba que Sam pudiera predisponer al jurado contra él. Existían también unos informes que afirmaban que Sam tenía un cáncer y el miedo a morir en la cárcel lo llevaría a traicionar a los demás acusados, es decir, a su hermano Mario y a Tony. Nos enteramos de que Tony había recurrido con gran cautela al jefe de la organización, Anthony Accardo, para decirle que Sam El Loco iba a desprestigiarle.

Spilotro ganó el caso. Su cuñada Arlene, casada con su hermano John, subió al estrado. Declaró que el día del asesinato, ella, su esposo, Nancy y Tony habían estado juntos, comprando muebles y electrodomésticos y que durante la comida habían estado discutiendo sobre combinaciones de colores. El tribunal absolvió a Tony.

Yo estuve allí aquel día. Cuando se hizo público el veredicto, Tony levantó los brazos en señal de victoria. Luego nos dirigió una mirada a nosotros, los de las fuerzas del orden que estábamos allí sentados. Vi una gran sonrisa sarcástica en su rostro. Centró un momento la mirada en mí.

Cuando salía de la sala, ya como un hombre libre, me fui para el pasillo. «Sigues siendo un puto renacuajo —le dije—. Ya te pescaremos», añadí en voz baja.

Tony me miró con una sonrisa en los labios.

—¡Jódete! —dijo.

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