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Casino » Tercera parte: La retirada » 20

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Se había tomado Tuinal a punta de pala. Me dijo que se trataba de Tony. Lo soltó directamente. Sin darle importancia. Dijo que habían empezado medio colocados. La iba escuchando y me entraban náuseas.

—Ah, por cierto, va a llamar a las seis —dijo luego.

Me entran ganas de suicidarme. Tendré que hablar con él como si no estuviera al corriente de lo que ella me acababa de decir. Le intenté contar que todos estábamos en peligro. Le dije que no comentara a Tony que me había hablado de ello. De sospechar Tony que yo lo sabía, podía deducir que había montado un cirio en casa y Geri y yo podíamos perder la vida. Conocía bien a Tony. Los dos desapareceríamos. Geri dijo comprender la situación. Había sido una locura.

Conseguiría que saliéramos del embrollo. Necesitaba, sin embargo, tiempo para apartar a Tony. No podía dejar de verlo de la noche a la mañana. Sospecharía que yo lo había descubierto. El plan consistía en dejar que aquello se extinguiera lentamente.

A las seis, sonó el teléfono. Jamás me había parecido tan estridente su zumbido. Geri dijo a Tony que yo acababa de volver a casa, que no me sentía bien y que se pondría en contacto con él por la mañana.

Me contó cómo había ido la cosa. Dijo que llevaban viéndose entre seis meses y un año. Recordé la primera época en que salía con Geri. Una vez que la llevé conmigo a Chicago. Una de las primeras visitas a donde la llevé fue a casa de Tony, Nancy y sus hermanos. Entré en casa de él con Geri. Ella llevaba una elegante minifalda. Recuerdo que él exclamó: «¡La leche! ¿De dónde la has sacado?».

También la llevé a visitar a otros amigos. Fuimos a ver a Fiore en el campo. Me di cuenta de que ella le caía bien, de que aprobaba mi elección.

Pero ahora se había terminado y me quedaba una alternativa. Podía ir a Chicago y ponerme contra Tony, pero intentaba evitar que se desencadenara la guerra. Presentía que no habría vencedores. Se lo comenté a ella. Dijo que lo comprendía, que se había terminado, que se desharía de él.

Le pregunté qué ocurriría en caso de que él no estuviera de acuerdo en dejarla y respondió que no habría problema. Que lo apartaría de su vida. Si la escuchabas, dirías que era muy convincente.

Y en cambio más tarde descubrí que seguían viéndose: en moteles, en el piso que él tenía en Towers, frente al club, donde fuera.

Además, no paraba de hacerme preguntas del estilo de: «¿Ocurre algo? ¿Algún problema?». Él estaba pinchando. Lo conozco bien. Una noche, estoy en el Stardust y uno de los muchachos me dice:

—Va a llamar el colega.

Sabía que llamaría a una de las seis cabinas del fondo del casino. Esperé la llamada.

—¿Qué tal? —me pregunta.

—Muy bien —respondo.

—Quería preguntarte algo —dice, y me empieza a hablar de no sé qué chorrada que no le interesa para nada. Luego va al grano.

—¿Qué tal te va con Geri? —pregunta.

—¿Por qué lo dices?

—Es que quería saber algo.

—¿Qué?

—¿Todavía la quieres? —me pregunta.

—Sí —respondo—. Pues claro. ¿Por qué no habría de quererla?

—No, no —dice él—, no era más que una pregunta.

Evidentemente, ella le había contado que habíamos ido a ver a Oscar. Le había dicho a Geri que pensaba en una separación formal. En el divorcio. Le había dicho que incluso de no haber ocurrido lo de Tony, de lo que nadie estaba al corriente, lo nuestro no funcionaba.

Como afirma Emmett Michaels, agente retirado del FBI:

A finales de 1979 y principios de 1980, no dejamos ni a sol ni a sombra a Spilotro. Era algo rutinario. Él creía que nos despistaba, pero siempre estábamos tras su rastro. En esta ocasión, el helicóptero lo siguió hasta la caravana que tenía en la avenida Tropicana.

Hacía mucho calor, y cuando llegamos allí tuvimos que esperarnos un par de horas. Era el sitio adonde llevaba a las novias. Yo ya sabía que su vida doméstica no funcionaba porque en una ocasión en que tuve que hacerle unas preguntas, pidió a Nancy dinero para comprar tabaco y ella le respondió: «Jódete, arréglatelas tú mismo para buscar tabaco».

Aquel día, Tony no tenía la menor idea de que el helicóptero le hubiera seguido la pista hasta la caravana y que le estaríamos esperando. Ni siquiera había micrófonos instalados allí. Nos quedamos a la espera en una furgoneta, a unas manzanas, utilizando prismáticos. No se me olvidará nunca. Se abrió la puerta de la caravana, sale Tony e inmediatamente después Geri Rosenthal. Habían pasado allí más de una hora.

Geri era la mejor amiga de Nancy Spilotro. No nos lo acabábamos de creer. Nos íbamos pasando los prismáticos para confirmarlo. Claro que era ella. Era un par de palmos más alta que él. No había error posible. Sabíamos que no podía pasar mucho tiempo sin que se difundiera la noticia de que Tony tenía un asunto con la mujer de

El Zurdo. Porque, ¿quién podía guardar un secreto como aquél?

En palabras de Mike Simon, agente del FBI retirado:

Aun cuando Spilotro intentaba ser discreto, ella lo desbarataba todo. Era el secreto peor guardado de la ciudad. Enseguida lo supo todo el mundo. Geri empezó a alardear en la peluquería y el gimnasio de los regalos que decía procedía de su nuevo patrocinador, palabra del lenguaje de la prostitución que equivale a querido o protector.

Se dedicó también a contar a sus amigas que su nuevo patrocinador era Tony Spilotro. Geri no tenía ninguna pretensión.

Kent Clifford, jefe del servicio de inteligencia de la policía de Las Vegas afirmó:

Spilotro hacía gala de su relación con Geri como demostración de poder. Podía conseguir miles de mujeres más jóvenes y guapas que Geri Rosenthal, pero el poder es afrodisíaco.

Ahora bien, el ego de Spilotro entorpeció su camino. Estoy convencido de que Spilotro se decía a sí mismo: «Soy capaz de ello y nadie podrá detenerme. Geri es mi novia, mi ja». Fue una de sus estupideces.

Como cuenta Cullotta:

Me voy a Chicago y allí han oído campanas.

—¿Qué coño sucede allí? —pregunta Joey Lombardo—. ¿A qué se dedica ése? ¿A follarse a la mujer del otro?

Mentí. Dije que no. Me hice el loco. Aseguré que no sabía nada al respecto. ¿Qué podía decirles, que Tony se cepillaba a la mujer de

El Zurdo y que el FBI y la policía local estaban pisándoles los talones a todos?

—Esperemos que no sea así —dijeron, pero me di cuenta de que estaban inquietos.

Luego me encuentro con Joe Nick, es decir con Joe Ferriola.

—¿Qué pasa con el puñetero judío? —dice—. Está pirado. Porque... ¿No se estará follando a la mujer el Enano? Porque, si es así, va a haber problemas.

Mentí de nuevo. Dije que no. Que todo estaba tranquilo. Que el tipo estaba como una regadera. Podían haber llamado a Tony y haberlo eliminado por enmarañarlo todo, pero se habían convencido de que

El Zurdo era un psicópata. Sólo los

capos, como Joey Aiuppa, apoyaban

El Zurdo, y eso porque lo conocían de hacía tantos años.

Aquella noche, ya tarde, estaba en el restaurante Rocky's, en la North Avenue con Melrose Park, el garito de Jackie Cerone; estaba en la barra con Larry Neumann y Wayne Matecki, dos asesinos a sueldo de aspecto espeluznante, y se me acerca Cerone.

—¿Hay algún problema con el judío y su parienta? —me pregunta.

«¡Arrea!», digo para mis adentros, lo sabe toda la ciudad. Alguien les ha ido con la historieta y el único que se me ocurre que puede haberlo hecho es

El Zurdo.

Le dije a Cerone que

El Zurdo y su parienta se peleaban constantemente pero que la cosa no iba más allá. Él me miró a los ojos y me preguntó:

—¿Se la tira el Enano?

Dije que no. ¿Qué podía decir? Jackie Cerone era un jefazo y odiaba tanto a Tony como a

El Zurdo.

—Vale —dice Cerone—, pero no nos gustaría que nuestros amigos estuvieran en peligro.

Cuando volví a Las Vegas, se lo conté a Tony y se puso hecho una furia. Paseábamos arriba y abajo por West Sahara, delante del Gold Rush, y él se tapaba la boca porque la pasma utilizaba prismáticos y expertos en leer los labios.

—El mamón del judío —dijo—. Le faltó tiempo para ir a gimotear allí. El puto judío hará estallar la guerra. Tendré que meditarlo.

Como comentaba El Zurdo:

Di por sentado que Geri había roto con Tony, pero cuando empecé a sospechar que seguía viendo a Lenny Marmor, mandé pinchar el teléfono de casa. Coloqué las escuchas porque cuando llegaba y ella estaba hablando por teléfono, colgaba inmediatamente o bien decía: «Ya te llamaré luego». Y lo que yo no quería era que intentara secuestrarme de nuevo a los niños.

Las cintas tenían una hora de duración. Tenía la grabadora montada en el garaje. Durante los primeros días, encontré muchas conversaciones con Nancy Spilotro. Se grabaron frases como: «¿A que no sabes lo que me ha dicho el Sabelotodo?».

Un día llamó a su padre y le dijo:

—Ojalá pudieras matar a ese hijoputa.

Por la grabación oía el ruido de fondo del tintineo del vaso. Su padre le preguntó si estaba bebiendo.

—Papá —dijo ella—, hace meses que no pruebo el alcohol.

Escuchando aquellas cintas tuve que tragar muchos sapos. Era terrible. Nunca estaba del todo seguro de lo que ella podía estar diciendo a mis espaldas.

Luego, al cabo de unos días, oí la grabación de una conversación con Tony. Geri hablaba muy de prisa. Le decía a qué hora llegaba yo a casa. Eso después de decirme que lo habían dejado. Después de avisarla yo del peligro y de todo. Y mira por dónde escucho con mis propios oídos cómo traman un nuevo encuentro.

—Nos veremos en el campo de béisbol. Vincent juega mañana por la tarde. Nos encontramos en el partido. Él estará trabajando. Frank no aparecerá.

Historias de ésas.

Era incapaz de mirarla; estaba enojadísimo con todo lo que había oído. Geri conseguiría que nos mataran a los dos.

Los niños tenían una competición de natación al día siguiente, se acostaron pronto y aquella noche le dije:

—Oye, Geri, vamos a hablar claro. Si no lo has hecho antes, hazlo ahora, dime la verdad. ¿Sigues viendo a nuestro amigo común?

Y añadí:

—Corres el mismo riesgo que yo. A ti te matarán antes que a mí o a él.

—No te preocupes —responde—. Se acabó.

Pero yo sé por las grabaciones que sigue con sus citas.

—¿No tienes ningún tipo de contacto con él? —le pregunto.

—No, querido —dice.

—¿Seguro? —repito.

—Con todo lo que hemos pasado, no entiendo cómo puedes preguntármelo —dice ella.

—De acuerdo, Geri —digo—. Júralo.

—Lo juro —dice Geri—. Ni se me ocurriría. ¿No serás capaz de quitártelo de la cabeza?

—Júramelo —repito—. Júralo por tu hijo y me lo quitaré de la cabeza.

Me mira de hito en hito. Está enojada.

—Lo juro por la vida de nuestro hijo —dice—. ¿Satisfecho?

—¡Puta! —exclamo—. Te he grabado.

Cogí la grabadora con la cinta, apreté el botón y oyó su propia conversación con Tony.

—¡Apaga eso! —chillaba—. ¡No quiero oír nada más!

—Eres una zorra —le digo. Estoy perdiendo los estribos—. Te voy a arrojar por la ventana.

—¡Steven! ¡Socorro, Steven! —empieza a gritar.

Aparece el pobre chaval medio dormido. Es un niño de nueve años. Geri consigue que me retire.

—Si no me dejas en paz —dice—, llamo a la policía.

Cedí y me fui al casino. Cené, volví a casa y me dormí. Decidí que lo más importante era el concurso de natación de Steven y Stephanie.

El Zurdo

ya había empezado a abordar la separación de bienes cuando Geri volvió de su viaje a Beverly Hills con Lenny Marmor. Había presentado un acuerdo ante los tribunales sobre dicha separación como paso previo a la disolución del matrimonio. De acuerdo con los términos en que estaba redactado el acuerdo, El Zurdo

se quedaba prácticamente con todo: la casa, situada en el 972 del Valley Drive de Las Vegas; los solares 144 y 145 del Club Las Vegas en Augusta Drive; y los cuatro caballos Thoroughbred de la pareja: Isla Luna, Último motivo, Mi Amigo Est

y Míster Commonwealth.

No obstante, las cajas de seguridad guardadas en la sucursal del Strip del First National Bank de Nevada siguieron a nombre de los dos. Él mismo manifestó que alguien tenía que tener acceso al dinero en efectivo si lo detenían o no podía sacarlo por alguna otra razón.

Hizo firmar asimismo a Geri un acuerdo por el que perdía sus derechos sobre «la atención, custodia y control de sus hijos menores si abusaba del alcohol o los barbitúricos».

Carta de Geri a Robin:

4-5-79

3,12 de la madrugada

Queridísima Robin:

Cariño, no quisiera preocuparte pero no sé si podré resistirlo. Te escribo esta noche con una costilla rota, los ojos amoratados, el cuerpo lleno de cardenales, y creo que no es necesario que te diga quién me ha propinado los golpes. Todo en estas dos últimas semanas. Anoche llegó a casa borracho y me intentó estrangular; perdí totalmente la conciencia. Todo eso no se lo puedo contar a nadie más que a ti, pues a nadie le importa. Lo creas o no, soy capaz de capear el temporal y además alguna noche incluso podría coger la pistola y matarlo de una puñetera vez. Anoche él estuvo a punto de matarme a mí. Cuando recuperé el conocimiento, lo vi de pie a mi lado, borracho perdido y a punto de pegarme una patada. Cuando bebe, no sabe lo que hace ni le importa. Esta noche, cuando ha vuelto, ha empezado de nuevo y yo me he puesto a chillar que se fuera de casa, que me dejara, pero él ha cogido otro de sus ataques y no me ha quedado más remedio que permanecer quieta, oír como vociferaba y deliraba mientras yo iba rezando para que no me apaleara de nuevo. Me tiene terriblemente asustada...

Escríbeme, por favor. Te quiero. No hables conmigo por teléfono, él escucha.

Mamá

Frank Cullotta dice:

Estábamos en el Jubilation y a Tony se le ocurrió la idea de pegar una paliza a

El Zurdo. No se refirió a él llamándole

El Zurdo, dijo el judío. Dijo:

—El judío, aún no estoy seguro. Pero si no me equivoco, te necesitaré para que me proporciones a un tipo. ¿Se te ocurre alguien?

—Sí, el grandullón —respondo.

—Lo que no quiero es que lo zumbes por la calle —dijo.

—¿A quién? —pregunto.

—Al judío —dice.

—Yo lo preparo y cuando se levante, tú lo recoges. Ya te enterarás donde está el agujero —dice.

—No tendremos más que apartar la plancha de madera contrachapada, dejarla caer en el agujero y tapar de nuevo.

Y luego Tony añade:

—Pero no hagas nada hasta que te avise.

—De acuerdo —respondo.

—Ya te diré algo, hoy por hoy todavía no estoy seguro —dice.

En palabras de Murray Ehrenberg:

Geri empezó a pasar las noches fuera. ¡Quién sabe lo que hacía! La mayor parte del tiempo estaba borracha o colocada. Pero Frank no se portaba mejor. Se cocía cada noche y andaba por ahí con sus bailarinas. Derrochaba dinero. Les compraba esto. Les compraba aquello. Perdió un montón de dinero jugando al blackjack. No sé si era el peor jugador de blackjack del mundo o que se estaba castigando a sí mismo por algo.

Según Frank Cullotta:

Yo era propietario de la pizzería Upper Crust. Servíamos comida, pero el local también era una guarida. Una mañana, a primera hora, cuando estábamos preparando la comida —serían las siete, las ocho, las ocho y media—, aparece Geri. Sale del coche y deja la puerta abierta. Se la ve ojerosa. Era de aquellas mujeres a las que no se puede desafiar en público porque montan unas escenas terribles. Era de las que se debaten, chillan y agitan los brazos. Era alta e imponente, intentar controlarla era una pesadilla.

Entra en el restaurante lanzando improperios.

—¿Dónde coño está? —grita.

—Por favor, Geri —digo—, cálmate. No provoques un alboroto.

—Quiero verlo ahora mismo —dice—. ¿Dónde está? Voy a matar a ese hijoputa. Pero ya.

Le digo a la parienta que no la pierda de vista pues está histérica. La colocamos en un compartimiento y cierro la puerta del restaurante. Ella quiere hablar con Tony inmediatamente.

Llamo a Tony mientras ella, al fondo, va chillando que matará al judío. Por otro lado, sé que si Nancy se entera de lo que hay con Geri, se va a armar una de pronóstico.

Tony nunca conducía en Las Vegas. Siempre se sentaba en el asiento del acompañante. Aquella mañana llega a los dos minutos. Lo acompaña Sammy Siegel. Éste suele aparecer por su casa a primera hora de la mañana y se pasa el día jugando al gin rummy con Tony y lo lleva donde le apetece. Es su trabajo.

Tony entra y me dice que lleve el coche de ella atrás para que nadie lo vea. Se lo mando hacer a Ernie.

Me aparto de allí pero veo que habla con ella, va moviendo las manos como si machacara algo, su estilo de siempre; las lágrimas corren por las mejillas de ella, asiente ligeramente, y por fin Tony le dice que se vaya.

El coche de Geri estaba atrás y cuando se marchó nosotros estábamos fuera. Tony se volvió para mirarme:

—La hemos jodido —dice.

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