Casino

Casino


Casino » Segunda parte: Aceptar la apuesta » 11

Página 20 de 37

Nancy solía decir: «No sé si es algo que puede esperar, pero ha llamado fulano de tal». «Puede esperar», respondía él, con cierto sarcasmo, y colgaba. A veces le respondía en tono exasperado: «Estoy ocupado, Nancy», y colgaba. Nunca se comportaba como un caballero con ella, y Nancy se quejaba de ello a Dena Harte, la novia de Herbie Biltzstein, que llevaba las ventas del Gold Rush. Nancy contaba a Dena que Tony la pegaba y también sus sospechas de que andaba con fulana o zutana, y ésta la informaba de lo que hacía Tony.

En una ocasión, Dena llamó a Nancy, a casa, y le dijo: «Ha venido la bruja». Nancy cogió el coche a toda velocidad y en un instante se plantó en la tienda y empezó a chillar a Sheryl, la novia de Tony, llamándola coño podrido delante de todo el mundo.

Oímos los chillidos a través del hilo; aparece Tony, Nancy empieza a gritar que deje de pegarla. Le estaba dando una paliza de miedo. Llegamos a pensar que iba a matarla. Se organizó un gran barullo. Llamamos al 911 diciendo que estábamos en el restaurante alemán Black Forest y que en el Gold Rush, la puerta de al lado, se había producido una agresión. No podíamos identificarnos ante los polis pues en aquella época daba la sensación de que Tony dominaba la policía metropolitana y nosotros no queríamos poner en peligro nuestra vigilancia. Al cabo de unos minutos, llegó la policía allí y volvió a reinar la calma.

Según Frank Cullotta:

Nancy hacía su vida y Tony lo propio. La de Nancy consistía básicamente en jugar al tenis y andar todo el día vestida de blanco. Tenía a Vincent, a los hermanos de Tony y a sus familias. Una vez a la semana, Tony la llevaba a cenar fuera o a algún sitio. Él no la asustaba. Nancy le gritaba, le armaba broncas y le hacía perder los estribos.

Según me contó él, en una ocasión intentó matarlo. Habían estado discutiendo sobre cualquier tema y él le pegó un puñetazo. Nancy le apuntó con un 38 cargado en la cabeza.

—Si vuelves a pegarme, te mato —dijo ella.

—Piensa en Vincent, Nancy —respondió él.

«Me veía muerto —me dijo él más tarde—. Fui hablando con ella hasta que bajó el arma y a partir de aquel momento escondí todas las armas que tenía en casa.»

En palabras de Rosa Rojas, la mejor amiga de Sheryl:

Sheryl tenía unos veinte años, pero parecía más joven. Era mormona, del norte de Utah, una chica mona y natural. Cuando Tony la conoció, la llamaba «mi novia del campo». Era tan ingenua que cuando le pedía para salir con ella, Sheryl respondía que no a menos que pudiera llevar también a su amiga.

Sheryl y yo trabajábamos en el hospital al que acudía Tony por su problema cardíaco; allí fue donde se conocieron. Salían a cenar fuera, pero él nunca se le insinuó. La mantuvo a distancia durante muchísimo tiempo.

Antes de intimar, él se informó de todo lo referente a ella. Encargó a Joey Cusumano que investigara de dónde procedía, quiénes eran sus amigos y cuánto tiempo llevaba viviendo allí. Quiso saber todo lo referente a ella antes de comprometerse o decidir que podía confiar en la muchacha.

Aquello se produjo mucho tiempo antes de que Sheryl descubriera quién era él. La muchacha empezó a sospechar que sucedía algo raro porque siempre que salían les seguían polis de paisano. El hermano de Tony le contó que existían unos problemas legales y que lo controlaban a él por cuestiones de esas. Tony siempre nos decía que veríamos cosas sobre él en los periódicos, añadiendo que éstos a menudo se equivocaban.

Pasó mucho tiempo antes de que Tony y Sheryl se metieran en la cama. Él siempre fue un caballero. Muy discreto, muy reservado. A veces lo vi hecho una furia, pero ni una sola vez lo oí jurar o utilizar palabrotas.

Por fin, compró a Sheryl una propiedad de planta y piso entre Eastern y Flamingo, con dos dormitorios, por unos sesenta y nueve mil dólares. Estaba equipada con todo lo necesario. Frigorífico, persianas, lavadora-secadora. Tenía garaje, un pequeño patio y una puerta corrediza que conducía abajo; en la planta tenían las habitaciones y una gran sala con lo último en equipo estereofónico y aparato de televisión. Allí era donde pasaban la mayor parte del tiempo: mirando partidos por la tele y escuchando música.

Tony era muy generoso. Dejaba mil dólares a la semana en un bote de galletas con forma de osito que tenían en la cocina. Nunca mencionó el dinero y jamás se habló de que la mantenía, pero cuando le compró un abrigo de visón ella notó que por fin Tony se había comprometido. Sheryl se había enamorado locamente de él.

Estuvo mucho tiempo sin saber que estaba casado. Cuando lo descubrió, lo pasó muy mal. Ella pensaba que no se casaban porque Tony era un católico acérrimo y abandonar a su mujer le causaría problemas. Durante una temporada, incluso quiso que Sheryl se convirtiera al catolicismo. Le regaló libros religiosos. Él conocía bien la Biblia.

Nunca dijo nada en contra de su mujer. Se habían casado por la Iglesia y era una situación delicada. Además, Tony quería mucho a su hijo. Vincent lo era todo para él. Vincent era su alma. Tony siempre iba a su casa a las seis y media de la mañana para preparar el desayuno a Vincent. Sheryl decía que lo hacía incluso cuando estaba en la cama en casa de ella.

Más tarde, Tony le compró un coche: un Plymouth Fury. No era un coche ostentoso.

Cuando Nancy descubrió lo que sucedía, las cosas se complicaron un poco. Sheryl había pasado por el Golden Rush para ver a Tony. Llevaba un collar de diamantes que Tony le había regalado, y cuando apareció Nancy y vio a Sheryl con el collar montó en cólera y quiso arrebatárselo.

Yo llegué allí en el preciso instante en que las dos luchaban en el suelo. Sheryl consiguió que no le quitara el collar. Tony salió de la trastienda, consiguió separarlas y así Sheryl y yo logramos escapar.

Al final, cuando lo de Tony y Sheryl se acabó, él no contestaba a sus llamadas. Ella estaba realmente loca por él, pero tal vez llevó las cosas demasiado lejos. Tony tenía muchos problemas con la poli cuando se separaron y quizás quería protegerla.

Su hermano John le decía que no intentara contactar con él. «No lo llames», le decía. «No te expongas». Pero ella lo vio por televisión en los juicios, se dio cuenta de que había engordado y tenía mal aspecto y culpaba a Nancy por no cuidarlo. Sheryl se empeñaba en que siempre comiera lo adecuado; siempre tenía el frigorífico lleno de fruta, hortalizas y productos saludables, indicados para los que padecían del corazón.

Cuando ella y Tony se separaron, Sheryl trabajó de noche en una coctelería. A Tony no le gustaba aquello, pero ella se había acostumbrado al estilo de vida de él. Necesitaba dinero. Luego se metió de

croupier de blackjack. Trabajaba en el MGM en Bally. Tenía el primer turno y sacaba muchísimo dinero. Empezó a salir con jugadores importantes. Se enteró de la historia. Aprendió con la experiencia y empezó a buscar otra tabla de salvación.

Frank Cullotta cuenta:

Un día, en el aparcamiento de atrás del restaurante My Place, Tony va y me dice que mate a Jerry Lisner, que era un traficante de drogas de poca monta y un buscavidas.

—Tienes que hacerte cargo del tipo, Frankie —me dijo Tony—. Roba a borrachos. Es una rata de alcantarilla.

Le dije que me sería difícil hacerlo, ya que acababa de estafarlo con cinco mil anfetas y él y su mujer no confiaban en mí.

Tony se puso a cien:

—Mataré yo al hijoputa ése —me dice—. Tú tráemelo.

Le dije que no fuera a pensar que no lo quería hacer, sino que Lisner desconfiaba de mí. Que me iba a costar acercarme a él.

—¡Quiero que esto se solucione ahora mismo! —dijo—. ¡Pero ya!

No dijo más. Entró en el local. Por aquella época nos seguían constantemente a todos, de modo que me metí en el coche, pasé por casa, preparé una maleta y me fui de Las Vegas al aeropuerto Burbank de Los Ángeles, donde cogí el primer vuelo para Chicago. Nadie supo que había abandonado la ciudad.

En Chicago, me puse en contacto con Wayne Matecki. Tomamos aquella misma noche un vuelo hacia Burbank utilizando nombres falsos, cogimos el coche y llegamos a Las Vegas.

Del aeropuerto nos fuimos directos a la residencia donde yo vivía, desde donde tenía intención de llamar a Lisner. Pensé para mis adentros: «Vamos a hacer una prueba. A ver si está en casa». Pues sí. Le digo:

—Aquí tengo a un primo, de los mejores. Podemos sacarle un montón de dinero.

Le explico que el tipo está en la ciudad. Le hablo de una suma importante.

Me dice que se lo pase. Cogemos un coche de los del trabajo, equipado con antena de detección de la policía y una automática del calibre 25. No disponía de silenciador y tuve que cargarla a medias: vacié la mitad de las balas para que no hicieran tanto ruido.

Dejé a Wayne en el coche con la antena y me metí dentro. Le dije a Lisner que quería hablar con él antes de presentarle al individuo. Tenía que asegurarme que no había nadie más en la casa. Sabía que su mujer trabajaba. Sabía que tenía dos hijos, pero siempre se quejaba de que no los podía soportar.

Mientras entramos en la casa le digo:

—¿Seguro que no hay nadie aquí? ¿Segurísimo? ¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde está tu mujer?

Me responde que está solo y yo insisto en que quiero comprobarlo antes de que entre el primo.

Nos metemos para adentro y le digo:

—Oigo ruido.

Me dice que no es nada. Miro por la ventana del salón hacia la piscina y bajo las persianas. Salimos juntos de su madriguera, saco el arma y le pego dos tiros en la nuca.

Vuelve la cabeza y se queda mirándome.

—¿Qué haces? —dice.

Sale de la cocina y se va hacia el garaje.

La verdad es que miré el arma pensando:

«¿Qué coño he metido aquí? ¿Salvas o qué?» Echo a correr detrás de él y le vacío el cargador en la cabeza. Cada disparo es como una explosión.

Pero no se cae. El mamón corre que se las pela. Es como una pesadilla. Lo persigo alrededor de la casa y le he metido ya todas las balas en la cabeza.

Lo pillo en el garaje. Cuando llego a él ya tiene la mano en el tirador de la puerta, pero se la agarro. Me doy cuenta de que se va debilitando. Lo arrastro de nuevo hacia la cocina.

No me quedan balas. Pienso: «¿Qué hago con el tipo?» Agarro un cordón eléctrico del refrigerador del agua, se lo anudo en el cuello y se rompe. Estoy a punto de coger un cuchillo y acabar la faena cuando aparece Wayne con más balas.

Lisner sigue resollando. Me dice:

—Mi mujer sabe que estás aquí.

Volví a vaciar el cargador en su cabeza. En los ojos. Luego se desplomó, cayó como una rueda pinchada y comprendí que había concluido la faena.

Luego tenía que limpiar la casa. Había sangre por todas partes. La sangre cubría su cuerpo. Me preocupaba dejar huellas en la sangre de su cuerpo o en la ropa.

No me había puesto guantes porque sabía que Lisner no era tonto. No me habría dejado pasar de haber visto que llevaba guantes. Intenté asegurar que no había tocado nada. El único lugar en que había puesto los dedos era la pared, al golpearlo junto al refrigerador de agua. Enseguida lo limpié todo con gran rapidez.

Quedaba, sin embargo, la posibilidad de haber dejado huellas en su cuerpo, y por ello lo agarré por los tobillos —Wayne me abrió la puerta corredera—, lo arrastré hacia la piscina y lo deslicé, con las piernas por delante, hacia el agua. Bajó directo, como un tablón. Parecía que nadara.

Sabía que metiéndolo en la piscina, la sangre se diluiría y desaparecerían las huellas que hubiera podido dejar en su cuerpo. Miré como flotaba el cadáver y constaté que la sangre empezaba a esparcirse.

Entonces, Wayne y yo registramos la casa. Quería asegurarme de que el tipo no había grabado nuestra conversación. Yo me dediqué a la planta baja y Wayne a la superior. Encontré su agenda y me la llevé.

Volvimos a mi casa y me duché con detergente de fregar los platos para eliminar cualquier resto de sangre. Luego nos deshicimos de la ropa que llevábamos. La hicimos jirones, la metimos en unas cuantas bolsas, nos fuimos en coche hacia el desierto y las repartimos por allí.

Wayne cogió un taxi hacia el aeropuerto y volvió a Chicago. Yo pasé en coche por delante de la casa de Lisner y comprobé que no había ningún movimiento. Me dirigí pues al restaurante My Place. Cuando aparcaba, Tony hacía lo mismo con Sammy Siegel.

Le pregunté si tenía un momento.

Nos apartamos un poco.

—Misión cumplida —le dije.

—¿Cumplida? —dijo.

—Me he ocupado de él —respondí.

—¿Te has deshecho de todo? —dijo.

—Sí. Le he metido diez balas en la cabeza y lo he arrojado a la piscina.

Me miró y dijo:

—Perfecto. De lo de hoy que no se hable más.

Y así fue.

Recuerda Rosenthal:

Llevaba a Tony a un lugar a setenta y cinco kilómetros de la ciudad para cenar, porque entre su corazón y mis problemas con la licencia, no nos podían ver juntos en el centro. Todo el camino me habla de que está bajo vigilancia constante y de que él lo único que pretende es ganarse la vida, y llevar una existencia tranquila. Yo sólo puedo decirle «sí, sí». Tony no me decía todo esto para discutirlo. No parecía que ligara el haber estado creándose enemigos entre todo tipo de gente con el hecho de que ellos podían haberse pasado en secreto la noticia de lo que estaba haciendo o dejando de hacer. No creo que comprendiera, de manera correcta o equivocada, que cuando estás quemado como él lo estaba, cada policía del estado tiene tu foto delante en su hoja de servicio. Tiempo después, sus abogados se encontraron con que las unidades de intervención federales tenían fotos de Tony y de toda su familia, amigos e incluso de sus abogados. Los agentes y acusadores tenían la foto de Tony con una pinza en sus carpetas y calificativos insultantes escritos en la mayoría de reproducciones. Esto es lo que te ocurre cuando te conviertes en el blanco. No hay ningún poli del estado que no sepa quién eres y no pretenda meterte en la cárcel o liquidarte.

Cuando llegamos al restaurante de las afueras, dos de sus chicos estaban esperando. Habían cogido un compartimiento en la parte trasera.

Acabábamos de sentarnos cuando un tipo se acercó a la mesa:

—Señor Rosenthal —dijo—, permítame que me presente. Soy el dueño de este establecimiento. He visto su foto en los periódicos y quería que supiera que todos nosotros estamos a su lado. ¿Qué tal el servicio? Espero que le guste la comida.

Le dije que todo iba bien y le di las gracias, precisándole sin embargo que me sentaba fatal que me hubiera identificado. Después, en vez de irse, se volvió hacia Tony:

—Y el señor Spilotray —pronunció así el apellido de Tony—, ¿puedo presentarme yo mismo?

Tony se levantó y puso su brazo en el hombro del tipo y se alejó unos pasos con él, unos cinco metros, justo fuera del alcance de mis oídos.

Veo como Tony estrecha la mano del tipo y observo la cara sonriente de este, cuando después veo que palidece, se da la vuelta y se dirige hacia la cocina.

Cuando Tony se sienta todo son sonrisas.

—¿Qué demonios le has dicho al tipo? —le pregunté.

—Nada —responde.

Lo que sucedió fue que Tony se llevó al tipo aparte y le dijo: «No me llamo Spilotray, hijoputa. No me has visto en tu vida. Y Frank Rosenthal tampoco ha estado aquí. Y si llega a mis oídos que has dicho algo a alguien, este lugar se convertirá en una bolera y tú vas a pasar por el jodido potro de torturas».

Spilotro era vigilado con micrófonos, le pisaban los talones, era hostigado, era detenido, era acusado. Pero nunca fue condenado. En sus primeros cinco años en Las Vegas, se habían cometido más asesinatos que en los veinticinco anteriores. Estaba acusado del asesinato del taquillero del Caesar's Palace llamado Red Kilm, pero el caso no llegó nunca a juicio. Era sospechoso del asesinato del marido de Barbara Mc Nair, Rick Manzi, que estaba involucrado en un negocio de drogas que salió mal pero tampoco pasó nada. A Spilotro le gustaba pasear por los juzgados contoneándose y sonriendo, junto con su abogado, Oscar Goodman, mientras las cámaras de televisión andaban por allí. Decía Frank Cullotta:

Cuantos más periodistas veía Oscar, más lejos aparcaba su maldito coche para tener más tiempo para las entrevistas. Tony tenía absoluta confianza en Oscar. En todos los años que corría por allí no había perdido más de un par de horas esperando en los calabozos para una fianza. Cuando le advertí sobre Oscar, quien en mi opinión lo que buscaba era publicidad, Tony sólo meneó la cabeza y mordisqueó su pulgar. Solía morderse la cutícula del pulgar derecho. A veces tenía el pulgar en carne viva.

Tiempo después, cuando Oscar se hizo rico, Tony contemplaba el alto edificio de ladrillos que había construido en la calle Fourth y decía: «Yo he construido este edificio». Como si se sintiera orgulloso de él. Pero nunca comprendí por qué a Tony le gustaba tanto Oscar. El tipo era un abogado. Había hecho una fortuna gracias a Tony. Yo jamás confiaría en un hombre que lleva un Rolex de imitación.

Ir a la siguiente página

Report Page