Carthage

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Tercera parte El regreso » 14. La iglesia del Buen Ladrón

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Se ofreció para ayudar en las clases de alfabetización. Volvió a trabajar en la enfermería y en el servicio psiquiátrico para enfermos terminales. Aun sin ser católico ni comulgar durante la misa, se convirtió en el ayudante más diligente del padre Kranach en las tareas de mantenimiento de la iglesia del Buen Ladrón: barrer, pasar la fregona, sacar brillo a los bancos de madera de roble rojo, reparar escalones rotos, lavar las vidrieras y mantener limpia la figura esculpida de san Dimas crucificado.

Entra en mi alma y mi alma quedará sana.

Empezó a ayudar al sacerdote en las sesiones de terapia de grupo que se celebraban en la iglesia varias veces por semana. (El padre Fred Kranach, el terapeuta y consejero más popular de la cárcel, tenía un título en Psicología Clínica por la Universidad de Notre Dame, además de sus estudios de teología en el seminario.) Brett distribuía materiales y ayudaba al padre Kranach a aconsejar a los internos. Le resultaba emocionante que otras personas lo mirasen con gratitud y sin desconfianza; poder dar ánimos a otros aunque no lo lograra consigo mismo.

El padre Kranach hablaba de una «carrera» para Brett Kincaid, cuando recobrara la libertad, en trabajo social o en orientación.

¡Salir de la cárcel! A Brett la idea le parecía demasiado extraña, una burla. Si cumplía la condena completa, no quedaría libre hasta 2027; tendría cuarenta y ocho años para entonces.

En el sexto año de su condena, a mediados de marzo de 2012, Brett Kincaid supo que las autoridades de la prisión querían verlo.

Habían enviado al padre Kranach para llevarlo al despacho del alcaide.

—Me parece que se trata de buenas noticias, Brett. Creo que sí. Prepárate.

Había una extraña agitación en el rostro del sacerdote. Brett no había visto nunca a su amigo tan…

emocionado.

Buenas noticias. No se trataría en ese caso de su madre…, de la muerte de su madre.

En el despacho del alcaide Heike, se insistió varias veces en pedirle que se sentara.

A los reclusos no se los invitaba nunca a sentarse en el despacho del alcaide.

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