Carthage

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Tercera parte El regreso » 15. El padre

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Puede que fuera en la recepción para inaugurar el jardín en el parque de la Amistad, en un cenador por encima del río, o en otra recepción similar en la Carnegie House, cuando Zeno bebió más de la cuenta a la vista de todo el mundo, mientras que anteriormente sus excesos eran más discretos; otras personas empezaban a advertir su problema con el alcohol, además de su familia y sus amigos íntimos. Porque Zeno era desgraciado, y no encajaba en su carácter ser desgraciado en soledad. Por su condición de hombre público estaba mal preparado para vivir con la discreción de la vida privada. Rodeado ahora de una multitud parloteante se sentía, sin embargo, torpe, desprotegido. Siempre se había refugiado en la vida social, en la peculiar emoción de un acontecimiento social, en el que era una de las personas que brillaban con singular esplendor y donde ahora se sentía desplazado. Versos de

El rey Lear se le pasaban por la cabeza, las palabras desesperadas del anciano monarca a su asesinada hija Cordelia, con quien de forma estúpida había sido injusto: «¿Por qué un perro, un caballo, una rata tienen vida y tú, en cambio, ningún aliento?».

Era la pregunta trascendental para la que no existía respuesta.

Zeno bebió demasiado vino, aunque fuera en vasitos de plástico. Se supone que hay que beber el vino con moderación, mientras se conversa con otras personas que también beben a sorbos pequeños; no está previsto que se beba vino como lo hacía Zeno, con la avidez de un sediento. Ni tampoco limpiarse la boca con el dorso de la mano.

Y a continuación los dedos poco delicados de Zeno calcularon mal la resistencia del vaso de plástico y lo rompieron, manchándole la ropa de vino blanco.

—Coño.

—Papá, por favor —Juliet lo miraba consternada.

Había estado a punto de secarle la chaqueta con una servilleta de papel, pero vaciló al ver la expresión en el rostro de su padre.

Muy pronto se diría «Pobre Zeno. Está bebiendo más de la cuenta, ni siquiera es capaz de disimularlo ya».

Y enseguida «¡Pobre Arlette! ¿Cuánto tiempo será capaz de soportarlo?».

La quería. Había querido a toda su familia.

No había tenido un hijo, que hubiera supuesto un desafío distinto del que le suponían sus hijas. Y por eso, quizás, Zeno tenía que aceptarlo, era un varón incompleto, inmaduro: siempre había sido el esposo y el papá adorado.

Pero las había querido a las tres desesperadamente. Sus hijas le habían parecido sendos milagros al nacer. Y a Arlette, su mujer, había llegado a quererla todavía con mayor hondura.

A raíz de la desaparición de Cressida, sin embargo, había llegado a resultarle molesta.

Después de darla definitivamente por

muerta y de que Arlette insistiera en la necesidad de

conmemorarla, de

celebrarla.

Al principio la habían llorado juntos. Incluso habían bebido juntos.

Luego, poco a poco, empezó a notarse que Arlette se distanciaba de él. Como alguien para quien un abrazo consolador se vuelve asfixiante.

A Zeno le llenó de amargo resentimiento lo que vio como

aceptación cristiana de la pérdida que compartían. Porque una parte del cerebro de Zeno, que podía ser la parte más primitiva, seguía creyendo que quizás su hija estuviera viva, sencillamente porque no tenían prueba alguna de su muerte.

En sus sueños, confusos y anárquicos, Cressida seguía viva, desde luego.

No su hija tal como la recordaba, sino como una figura femenina llena de ira aunque silenciosa, una hija salida de la mitología. Los sueños alimentados por el alcohol se mezclaban con recuerdos, también alimentados por el alcohol, de la Reserva Forestal Nautauga y de la búsqueda de pesadilla que se había quedado en nada. Y sin embargo, por aquel entonces al padre decepcionado le pareció del todo lógico que no se hubiera encontrado a su hija.

Por supuesto. Ya no anda por aquí. Se ha esfumado. Pero vive.

Una locura pensar así. Nada saludable, más bien morboso y neurótico.

Pero después de unas cuantas botellas de cerveza, varias copas de vino y whisky con hielo, se convertía en la conclusión natural, lógica, inevitable e incluso de

sentido común.

Esfumada. Pero todavía viva.

Zeno se desesperaba: no lo entendía nadie que no bebiera. La bebida pone toda la historia en presente de indicativo. El pasado se ha perdido, el futuro es inaccesible, todo lo que es, es ahora.

Sonreía, ¡era tan intenso el consuelo! Y se servía otra copa.

—Es una cosa contra natura detener el tiempo. Tratar de detener el tiempo. Solías decir que el error de Platón consistía en que creía poder «detener» el tiempo, que nada que cambie puede ser bueno. Pero el cambio es nuestra vida, Zeno: Dios no querría que no cambiáramos. Es parte del plan de Dios que nuestra hija haya desaparecido de nuestra vida.

Arlette empezó a hablar así. No mientras bebía con Zeno, sino tras haber bebido.

Zeno escuchaba lleno de asombro. Como si otra persona, desconocida, hubiera ocupado el lugar de Arlette.

¡Su mujer!

Su mujer.

—Lo que Brett hizo… no tenía intención de hacerlo. Demostró valor al confesar una cosa tan terrible. No puede devolvernos a Cressida, pero tampoco nos la devolverá nuestra cólera contra él.

Arlette hizo una pausa, eligiendo las palabras con cuidado, como si supiera que todas herirían irremediablemente a Zeno. A continuación se lanzó de cabeza:

—Está enfermo… también él es una víctima. Las vidas de los dos… destruidas. Tenemos que tratar de perdonarlo.

La voz de Arlette, que se esforzaba por ser valiente, se quebró de manera apenas perceptible con la palabra

perdonarlo.

Zeno murmuró algo inaudible.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho, Zeno?

—¡He dicho que a tomar por culo! Al carajo con «perdonar».

Salió de la habitación dando traspiés. Un oso herido, alzado sobre las patas traseras, acosado y cegado más allá de toda capacidad de resistencia, desesperado por escapar, pero ¿escapar adónde? Estaba en su propia casa, y la mujer con quien la compartía lo iba siguiendo, lógicamente, por todas las habitaciones, y si cerraba una puerta con llave, si se encerraba, por ejemplo, en un cuarto de baño, tenía todo el derecho a sacudir el tirador, alarmada y ansiosa, esforzándose por mantener una voz normal, como debe hacerlo una esposa y madre responsable.

—Solo te haces daño a ti mismo, Zeno. Tenemos que perdonar. A Cressida ya nadie puede hacerle daño.

No estaba claro que Arlette se fuese a marchar. Aunque sí lo estaba, con dolorosa claridad, que Juliet se había ido.

¿

Era culpa de Zeno? ¿El que caminar en la cuerda floja de la sobriedad todos los días, inexorablemente todos los días, el horror aburrido y repugnante de la sobriedad, lo

banal de la sobriedad, fuera demasiado para él?

¿El que al descender un tramo de escaleras empezara a haber momentos en los que ponía la mano en la barandilla —

se agarraba a la barandilla— para evitar tirarse con la cabeza por delante? ¿O que, al enfrentarse con sonrisas incómodas, durante una cena por ejemplo, tuviera que reírse, avergonzado, y confesar «¿Qué era lo que estaba diciendo? Lo siento»?

Desde tiempo atrás era costumbre de la familia Mayfield que, en cualquier vehículo en el que Zeno Mayfield se trasladara, siempre condujera él. (Con la excepción de los periodos en los que sus hijas estaban adquiriendo experiencia y ya tenían permiso de conducir.)

Ahora empezó a convertirse en costumbre que Zeno condujera cuando iban a una reunión social en la que se consumían bebidas alcohólicas y que Arlette lo hiciera a la vuelta; luego empezó a hacerse costumbre que Arlette condujera a la ida y a la vuelta.

Más adelante empezó a ser costumbre que Arlette declinara tales invitaciones. Consultando a Zeno o sin consultarlo.

Bebedor social.

¡No tan malo como bebedor solitario!

(Zeno, por supuesto, era también bebedor solitario. Pero nadie lo sabía.)

(¿Nadie? Poco probable.)

Empezó a ser una… una especie de… extrañeza flotante, un enorme vacío más allá del pie de Zeno tanteando tímidamente para

descender un tramo de escaleras.

Como si, en el caso de que todos sus sentidos no estuvieran despiertos al máximo, fuese a perder el conocimiento y el equilibrio y a

derrumbarse.

A Arlette le dijo, como si su discusión hubiera seguido ardiendo bajo tierra, como esos campos de combustible subterráneo en Pensilvania, en un paisaje de pequeñas prominencias, donde la combustión se mantiene durante décadas:

—Si lo perdonas, estás insultando a quienes la hemos querido. Estás insultándola

a ella.

Temblaba de pies a cabeza. Tal era el rencor que le inspiraba aquella mujer afable, su esposa, tan repentino el aborrecimiento que le inspiraba, una sorpresa, tanto para Zeno como para ella.

—No, Zeno, no. El perdón es una elección individual. Si eliges odiar a Brett Kincaid en lugar de perdonarlo, me refiero a «perdonarlo» de alguna manera, es prerrogativa tuya. No puedes saber lo que nuestra hija hubiera querido. A estas alturas, Cressida podría haber perdonado a Brett.

Fueron unas frases valientes y trémulas, puesto que Arlette adivinaba lo cerca que estaba Zeno de agarrarla por los hombros y zarandearla, llevado por la indignación de esposo.

—Eso es una tontería, Arlette. Kincaid le hizo daño primero y luego la ahogó. Se deshizo de nuestra hija como si fuera basura.

—Eso no lo sabes. No sabes qué parte de su confesión era «verdadera». No recordaba lo que había sucedido. Eso lo hemos hablado.

Hablado. Aquello sí que era un eufemismo.

En su condición de padre de la víctima, a Zeno le había asombrado —se podría decir escandalizado, enfurecido— que simples observadores se atribuyeran el derecho a tener una opinión sobre el caso; que se atribuyeran el derecho a comentar, algunos de ellos en letra impresa, que el cabo Brett Kincaid no estaba suficientemente en posesión de sus facultades como para entender las acusaciones criminales que se presentaban contra él ni para participar en su propia defensa; más aún, que no estaba suficientemente en posesión de sus facultades como para haber cometido ningún delito. Y también a plantearse si la acusación formulada por el fiscal después de negociar con el abogado defensor tendría que haber sido asesinato en segundo grado u homicidio sin premeditación.

Otros creían que Kincaid había cometido un brutal asesinato despiadado y que el fiscal estaba siendo indulgente en exceso al permitirle que se declarase culpable para reducir la acusación a homicidio involuntario.

Algunas personas hubieran querido quizás que a Kincaid se le condenara a muerte. Pero Zeno no era una de ellas.

Porque Zeno no creía en la pena de muerte. Ni siquiera para el brutal y despiadado asesino de su hija.

En cuanto a la cuestión de si Kincaid estaba en condiciones de participar en su propia defensa y distinguía «el bien del mal», los ayudantes del sheriff del condado de Beechum declararon que, al detenerlo por primera vez y llevarlo a la jefatura de policía, Kincaid les había mentido; que el cabo se había esforzado por «ocultar su delito» e «inducir a error». Según un principio del derecho penal, el autor de un delito que trata de ocultarlo ha entendido que ha cometido un delito; quien trata de «inducir a error» entiende que tiene razones para ello.

En la sala del tribunal donde lo juzgaba Nathan Brede, Brett Kincaid no había hablado en nombre propio. Su abogado había dado voz a las manifestaciones de «remordimiento» y la declaración de culpabilidad mientras el cabo, esposado y con grilletes, permanecía mudo, mirando al infinito, como una bestia peligrosa acorralada y convertida ya en un espectáculo lastimoso.

Zeno no albergaba dudas sobre la culpabilidad de Kincaid. Sin duda alguna había que condenarlo a muchos años de cárcel.

Homicidio sin premeditación era una acusación poco convincente.

Quince a veinte años significaba que tendría derecho a solicitar la libertad condicional al cabo de siete. Zeno lo sabía y le asqueaba que así fuera. Pero Zeno evitó oponerse en público: no echaría pestes ante las cámaras de televisión como un oso atormentado que se alza sobre las patas traseras. No proporcionaría entretenimiento a los insaciables medios de comunicación.

En su calidad de abogado, Zeno sabía, sin embargo, que seguía sin resolverse la cuestión capital: la de la validez de la confesión del cabo durante las siete horas de interrogatorio en jefatura sin la presencia de un abogado. (No hubo abogado porque Kincaid no quiso que se le llamara.) ¿Qué grado de autenticidad tenía aquella confesión? ¿Cómo se podían corroborar sus detalles? ¿Se le había coaccionado? ¿Habían participado otras personas en la agresión de la que Cressida había sido víctima, y que podía haberse iniciado en el lago? ¿En el aparcamiento de Roebuck Inn? ¿O la agresión había tenido lugar únicamente en la Reserva Forestal Nautauga, con Brett Kincaid como único autor? A Zeno se le había permitido ver gran parte de la primera entrevista con Kincaid en un monitor en el despacho del sheriff del condado de Beechum, y se le había permitido examinar las cintas de vídeo, aunque no todas ellas fuesen del todo coherentes ni audibles. Más adelante, Zeno describiría aquella experiencia —con el humor negro de una semiborrachera— como no muy distinta de ver las propias entrañas extraídas, retorcidas, apuñaladas y quemadas, si una tortura tan refinada se podía prolongar por espacio de siete horas con la víctima todavía razonablemente consciente.

Sí. Zeno había podido ver que el joven que se confesaba asesino de su hija estaba de verdad arrepentido. Se podía ver que a Kincaid le repugnaba su propia corporeidad como una criatura enferma de rabia a punto de desgarrarse el cuerpo con los dientes. Pero aquello no lo hacía menos culpable a ojos de Zeno. Tampoco hacía que lo aborreciera menos ni que se sintiera en modo alguno inclinado a

perdonar.

Se rumoreó que el cabo había proporcionado información sobre varios camaradas de su pelotón en Iraq; que había participado en una investigación del ejército sobre ciertas atrocidades cometidas por soldados de los Estados Unidos contra ciudadanos iraquíes; que algunas de sus heridas o todas ellas podían ser el resultado de haberse prestado a testificar, y que lo habían sacado a toda prisa de su sección y de Iraq para evitar que lo mataran. Ninguno de aquellos rumores había llegado nunca a confirmarse, y cuando Zeno Mayfield trató de descubrir lo que había sucedido en realidad, tanto directamente como por medio de lo que Zeno quiso pensar que era un contacto personal de alto nivel en el Departamento de Veteranos en Washington, D. C., se le informó de que ninguna investigación de esas características estaba documentada: no se había presentado ninguna acusación contra nadie en la sección del cabo Kincaid.

¿Qué significaba eso? ¿Que el ejército de los Estados Unidos había enterrado la investigación o que nunca había existido? ¿Que al cabo Kincaid lo había herido el enemigo iraquí o habían sido sus propios camaradas? ¿O ambas cosas?

Después de las primeras entrevistas, cuando parecía que Cressida estaba solo

desaparecida, y que los llamamientos en público de la familia podían ser de ayuda para encontrarla, los Mayfield nunca volvieron a conceder ninguna otra.

Después de que Evvie Estes intentara pasarse de la raya una vez más, Zeno le dijo sin miramientos «Hasta aquí hemos llegado. Se acabó el espectáculo».

No deseaba a su mujer, ni a ninguna otra mujer.

Su único deseo era (no se le ocultaba que se trataba de una fantasía insulsa) que se le devolviera todo lo que había perdido, aunque en el momento de perderlo, en julio de 2005, tenía una conciencia muy vaga de su enorme e insondable valor; como tampoco de su propio valor, reflejo del otro.

Consolándose, en aquellas solitarias veladas en las que Arlette «salía» (antes le explicaba con gran cuidado dónde iba a estar, la organización de voluntarios, o las amigas que la esperaban), con un vaso de whisky y

Las memorias personales de Ulysses S. Grant.

*

Se daría cuenta tarde: incluso la enfermedad de Arlette había contribuido a distanciarlos. Una ocasión para el alejamiento.

Mientras en otro tiempo una crisis tan personal, tan física, los hubiera unido más, como en los intensos días rebosantes de emociones antes y después del nacimiento de sus hijas años atrás, ahora el descubrimiento de que Arlette «tenía» cáncer había sido como un codazo en las costillas del marido para que se apartara.

Tales eran los sentimientos de Zeno. Más razones aún para su estado de terror en suspenso, para echar un trago (en casa, a escondidas) de cuando en cuando. Solo uno.

O, quizás, uno y medio.

(Porque ¿quién iba a saberlo?)

(Arlette no, desde luego, que vivía con horarios cada vez más apretados, como una telaraña de precisión maníaca en la que se permitía saber al marido que su presencia, llena de ansiedad, era un obstáculo y no una ventaja.)

Porque a partir del descubrimiento de un bultito en el pecho izquierdo, pasando por una sucesión de mamografías, TAC, biopsia e intervención quirúrgica, y el régimen agotador de quimioterapia, radiación y medicación que se había prolongado durante más de seis meses a lo largo del verano, el otoño y el invierno de 2006 hasta 2007, Arlette no contó tanto con su marido como con su hermana y otras amigas que se unieron para ayudarla como delfines en un mar traicionero apoyando a uno de los suyos en dificultades.

En Zeno prendió de nuevo la furiosa indignación contra Kincaid, que había matado a su hija y ahora estaba acabando con su mujer.

No podía ser una coincidencia, pensaba Zeno. Que a su mujer, a la madre de Cressida, se le diagnosticase un cáncer aproximadamente un año después de la desaparición de su hija.

(Zeno tenía razones para creer que otras personas cercanas a Arlette, como su hermana Katie, pensaban lo mismo; pero tenían el tacto suficiente para no mencionárselo a ninguno de los Mayfield.)

El bultito «del tamaño de una simiente de caqui» (Arlette insistía en describirlo así, con el vocabulario de un cuento para niños) le parecía a Zeno el elemento por medio del cual el poder destructivo que les había arrebatado a su hija había encontrado, en su matrimonio, otra vía

de entrada.

Quiso llevar a Arlette a Buffalo, al Instituto del Cáncer Roswell Park. Ponerla en manos de los mejores especialistas de cáncer de mama del norte del estado. Pero Arlette se había resistido, porque no quería alejarse de su casa. Consultó a sus amigas y tomó la decisión de continuar con médicos locales: cirujano, radiólogo intervencionista, oncólogo.

—Buffalo está a más de trescientos kilómetros de aquí. Solo serviría para complicar las cosas. Por favor, permíteme que me ocupe de esto de una manera que no me resulte angustiosa.

—¡Pero eres mi mujer! Quiero lo mejor para ti.

Solo a regañadientes le había contado Arlette sus alarmantes noticias cuando le preguntó por un «procedimiento quirúrgico» para el que la habían citado en el hospital de Carthage, y que era el eufemismo de Arlette para «biopsia».

Si había llorado, si se había venido abajo para llorar en los brazos de alguien, no había sido en los de su marido.

—¿No me lo ibas a decir? ¿Cuándo ibas a decírmelo?

—No quería preocuparte. Has estado tan… Tienes una tendencia a estar tan…

—¿Tan

preocupado? ¿Por mi

familia?

—Por favor, Zeno, no te enfades conmigo. Estás con tanta frecuencia…

—¡No estoy enfadado! Estoy sorprendido y disgustado y decepcionado, pero… no estoy enfadado.

Sabía bien que en los últimos meses había perdido su antigua ecuanimidad, tan característica. Se daba cuenta de que hacía que su mujer se distanciase, asustada, incluso cuando le manifestaba su afecto.

—Me ha parecido que no había razones para preocuparte antes de tiempo, Zeno. Si el quiste resultara ser benigno, como sucede a menudo…

—¡Por supuesto que tendrías que habérmelo dicho! Es ridículo, insultante…

—No… no era mi intención que te sintieras insultado…

—Sabes lo deprisa que se extienden las noticias por Carthage. ¿Qué diría la gente si supiera que a la mujer de Zeno Mayfield le han hecho una biopsia y él ni siquiera se ha enterado?

Zeno oyó

la mujer de Zeno Mayfield. Mi mujer.

Se dio cuenta de que no era aquello lo que había que decir. No tenía que decírselo a su mujer, que había estado intentando con tanto valor ocultarle su preocupación; no tenía que decirle aquello a Arlette, que lo quería y que quería protegerlo. Al parecer, sin embargo, no era capaz de parar, tan honda era la herida.

—Quiero llevarte a Buffalo, Arlette. Vamos a pedir una cita, iremos en coche… mañana. Voy a llamar a mi amigo Artie Bender, que es médico, para que nos consiga una cita con el mejor especialista de cáncer de mama de Roswell.

—¡No, Zeno, no! No puedo.

—¿Qué quieres decir con que no puedes?

—Ya tengo un cirujano y un oncólogo. Los dos… los dos me gustan muchísimo. Me inspiran confianza. He hablado con gente, amigas, que han sido pacientes suyas y me los han recomendado. También a Katie le gustan, y ya sabes lo exigente que es…

—¡A la mierda con Katie! Katie no es tu marido; tu marido soy yo.

Tu marido. Soy yo.

Aquellas palabras tan groseras le resonaron en la cabeza. Pero no podía parar, tenía que discutir con ella, tratar de imponerle su voluntad porque

para la mujer de Zeno Mayfield solo valía lo mejor.

—Me estás excluyendo de tu vida, Arlette. También de otras maneras…, y no me gusta nada.

—No… no es mi intención.

Era cierto, Arlette frecuentaba más la iglesia. Asistía a reuniones con finalidad benéfica, se ocupaba de recaudar fondos para solucionar problemas locales, iba a veladas fuera de casa, y Zeno tenía tan solo una idea muy vaga sobre dónde estaba, qué hacía y en compañía de quién.

«Arlette, ¿dónde demonios estabas? ¿Por qué vuelves tan tarde a casa?»

«Te lo he contado, Zeno. Te lo expliqué, pero no me escuchabas.»

«En ese caso tendrás que contármelo otra vez. Te escucharé.»

Era cierto que Arlette había empezado a ir a la iglesia con más frecuencia, sola.

Porque Juliet se había marchado. Y Zeno no iba nunca a la iglesia.

(Aunque habría acompañado a Arlette a la iglesia congregacional si su mujer se lo hubiera pedido. Quería que ella lo creyera.)

Porque también era cierto que Arlette empezaba a decir cosas que perturbaban a Zeno, el supremo racionalista.

—A veces siento que alguien está tratando de decirme algo. Trato de «leerlo», pero no puedo. No es posible leerlo, como en los sueños.

—¿Qué quieres decir con «No es posible leerlo, como en los sueños»?

—Si sueñas con un libro o un periódico y tratas de leer las palabras, no se puede. Los ojos, sencillamente, no consiguen enfocar.

—¿Quién ha dicho eso?

—¡Nadie lo ha dicho! —Arlette rio, con algo de su antigua, cariñosa exasperación—. Creo que debe de pasarle a todo el mundo.

Zeno tenía sus dudas. Mandó un correo electrónico a un amigo suyo, profesor de Cornell, cuya especialidad era la psicología cognitiva, en busca de una opinión de experto.

—La próxima vez que sueñes, Zeno, mira a ver si consigues «leer». Busca un periódico o un libro. Verás que las letras están borrosas.

Zeno se rio, aquello le parecía del todo extravagante. No que pudiera ser falso, sino que su querida esposa Arlette, que sabía tan poco de psicología, y menos aún del cerebro humano, pensara así.

Y, sin embargo, el mismo Zeno se estaba volviendo cada vez más irracional, supersticioso. De la manera peculiar en que un varón egocéntrico de edad madura, enfrentado con una apariencia personal que se desmorona, descubre que queda fuera del alcance de su voluntad hacer las reparaciones necesarias. Como político local, Zeno Mayfield había sido

el hombre al que había que acudir para que las cosas se hicieran; su presencia había sido en general benéfica, e incluso, como hombre, les caía bien a sus adversarios políticos; pero ahora, cuando llevaba años sin desempeñar ningún cargo, y perdido el interés por mantener sus antiguos contactos en Carthage, no tenía nada en qué ocupar su tiempo ni sus pensamientos en ebullición y perpetuo movimiento; todo era como neumáticos revolviendo el barro, nada que

mereciese la pena.

¡Habría convertido el cáncer de su mujer en una campaña política si se le hubiera permitido hacerlo!

A Juliet le dijo: «¿Por qué tu madre no me deja ayudarla? ¿Es que no sabe lo mucho que la he querido…, que la quiero?».

Y Juliet le contestó: «Sí, papá, mamá lo sabe. Pero esta de ahora es su nueva vida».

Se les hacía insoportable la idea de vender la casa.

La hermosa casa colonial de Cumberland Avenue: una finca de hectárea y media, poblada de altos cedros y robles, en el accidentado barrio próximo al cementerio episcopal…

No podían.

Aunque también Arlette se había marchado. Y Zeno no soportaba vivir solo en una casa tan grande, como un escarabajo (decía él) agitándose en su agujero.

Arlette había pasado dos semanas con Juliet en Averill Park, en teoría para ayudarla con los niños. Y al regresar optó por marcharse, porque era un tiempo de renovación, dijo.

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