Carthage

Carthage


Primera parte Joven desaparecida » 1. La búsqueda

Página 6 de 58

1

.

L

a

b

ú

s

q

u

e

d

a

10 de julio de 2005

«La chica que se había perdido en la Reserva Forestal Nautauga.» O «la chica asesinada cuyo cadáver se había ocultado».

Dónde había desaparecido la hija de Zeno Mayfield, y si existían posibilidades de encontrarla con vida o maltrecha pero con razonables posibilidades de sobrevivir, eran cuestiones que confundían a todo el mundo en el condado de Beechum.

A todo el mundo que conocía a los Mayfield o que simplemente sabía de su existencia.

Y para quienes conocían al joven Kincaid —

héroe de guerra— el problema era todavía más desconcertante.

Ya a última hora de la mañana del domingo, 10 de julio, se había difundido, en el mar proceloso de los medios de comunicación —en las «noticias de última hora» de la radio y los telediarios locales de Carthage, y poco después en todo el estado de Nueva York, así como en los informativos nacionales de la Associated Press—, la noticia de la rápida organización de un grupo para buscar a la

joven desaparecida.

Docenas de socorristas, profesionales y voluntarios, buscan a Cressida Mayfield, de diecinueve años, natural de Carthage, Nueva York, a la que se cree perdida en la Reserva Forestal Nautauga desde ayer por la noche.

La policía del condado de Beechum está interrogando al cabo Brett Kincaid, de veintiséis años, también de Carthage, identificado por algunos testigos como acompañante, en la noche del 9 de julio, de la joven desaparecida.

No se ha practicado ninguna detención. La oficina del sheriff no ha hecho público ningún comunicado relacionado con el cabo Kincaid.

Se ruega a cualquier persona que disponga de información sobre el paradero de Cressida Mayfield que se ponga en contacto con…

Lo sabía: estaba viva.

Lo sabía: si perseveraba, si no desesperaba, la encontraría.

Era su hija pequeña. La hija difícil. La que le había roto el corazón.

Existía alguna razón, posiblemente.

Que lo detestara. Que permitiera que le hicieran daño para herir así a su padre.

Pero no le cabía la menor duda de que seguía con vida.

«Lo sabría. Lo sentiría. Si mi hija no estuviera ya en este mundo, se produciría un vacío, eso es más que seguro. Lo sentiría.»

Le desagradaba que se la diese por

desaparecida.

Zeno insistía en que se había

perdido.

Es decir, probablemente

perdida.

Cressida había empezado a caminar sin rumbo fijo o quizás había salido corriendo. Para terminar, de un modo u otro, por perderse en la Reserva Forestal Nautauga. El joven que la acompañaba (aunque aquello era algo que el padre no entendía, porque la chica había dicho en casa que iba a pasar la velada con una amiga) insistía en que ignoraba su paradero, en que Cressida lo había dejado

a él.

En el asiento de su Jeep Wrangler había, al parecer, manchas de sangre. Y más sangre por dentro del parabrisas en el lado del pasajero: como si un rostro, o una cabeza ensangrentada, hubiera impactado allí con cierta fuerza.

También en el asiento del acompañante y en la camisa del joven Kincaid se habían encontrado cabellos sueltos, e igualmente un mechón cuyo color oscuro coincidía con el del pelo de la desaparecida.

En los alrededores del jeep no había huellas: el arcén de Sandhill Road, que estaba cubierto de hierba, se hacía después rocoso para descender casi en picado hasta el río Nautauga, de corriente muy rápida.

El padre de la joven no sabía (aún) más detalles. Sabía que a Kincaid lo había retenido la policía al encontrarlo en su vehículo, en un estado de semiestupor alcohólico, mal aparcado en un camino sin asfaltar a la entrada de la reserva a las ocho de la mañana del domingo, 10 de julio de 2005.

Se suponía que Brett Kincaid, el joven cabo, era la última persona que había visto con vida a Cressida Mayfield antes de su «desaparición».

Kincaid era, o había sido, amigo de la familia Mayfield. Más exactamente, prometido —hasta una semana antes— de la hermana mayor de la joven a quien se buscaba.

El padre había tratado de verlo: ¡solo para hablar con él!

Para mirarle a los ojos. Para ver cómo el joven cabo lo miraba

a él.

Se le había negado esa posibilidad. Al menos por el momento.

La policía solo

retenía al joven Kincaid. Tal como los boletines de noticias se esforzaban por señalar,

no se había practicado ninguna detención.

¡Qué desconcertante resultaba todo! El padre de Cressida, que se enorgullecía, desde hacía mucho tiempo, de ser listo y astuto, así como de funcionar un poco más deprisa y de estar mejor informado que cualquier otra persona de su entorno, no entendía lo que parecía presentársele como una mano de naipes repartida por un jugador siniestro.

Las complejas rutinas de su vida —tan complejas como el funcionamiento de un reloj muy caro, pero indefectiblemente bajo su control— se habían visto alteradas de golpe. No solo la sorpresa —el horror— que le había producido la «desaparición» de su hija sino las circunstancias que la acompañaban.

No era posible que Cressida les hubiera mentido a él y a su madre…, y sin embargo parecía, a todas luces, que era eso lo que había sucedido.

Cuando menos, no les había dicho toda la verdad sobre lo que se proponía hacer la noche anterior.

¡Qué atípico tratándose de ella! Cressida siempre había despreciado la mentira por considerarla una prueba de debilidad moral. Era cobardía que a alguien le preocupara tanto la opinión de los demás como para rebajarse a

mentir.

Y aún era más asombroso que se hubiera reunido con el antiguo novio de su hermana en un bar a la orilla del lago Wolf’s Head.

Los Mayfield tuvieron que contar a la policía todo lo que sabían. No era normal que las fuerzas del orden se lanzaran a buscar a una persona adulta que llevaba tan poco tiempo ausente a no ser que se temiera la existencia de «juego sucio».

El padre insistió mucho en que, si bien le preocupaba que su hija se hubiera «perdido» en la reserva forestal, no estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que alguien le «hubiese hecho daño».

O, en ese caso, que el daño fuese «grave».

Ni a querer pensar en

abusos deshonestos o en violación.

Ni menos aún en

algo todavía peor

Cressida tenía diecinueve años pero parecía más joven. De huesos pequeños, infantil en su comportamiento y con el cuerpo de un muchachito: ágil, estrecha de caderas, sin apenas pecho. El padre había visto a hombres (chicos, no; hombres) que la miraban fijamente, sobre todo en verano, cuando llevaba camisetas muy holgadas, vaqueros o pantalones cortos, el rostro muy pálido sin maquillaje; los había visto mirar a Cressida con una especie de desconcertado anhelo, como si trataran de decidir si lo que tenían delante era una chica o un chico; y cómo, aunque la mirasen con tanta avidez, su hija no manifestaba el menor interés.

Hasta donde a sus padres se les alcanzaba, Cressida carecía de experiencia con muchachos o con hombres.

Lo suyo era la ferocidad puritana de alguien que desprecia no tanto las experiencias sexuales como cualquier tipo de contacto corporal íntimo.

Como su hermana Juliet había dicho: «Vaya, estoy segura de que Cressida no ha estado nunca… ya me entiendes… con nadie… Quiero decir… que estoy segura de que es todavía…».

Demasiado consciente de las susceptibilidades de su hermana como para decir

virgen.

El padre estaba conmocionado. La adrenalina le corría por las venas y el corazón le latía con una velocidad inusitada. A sí mismo se decía:

Esto es la emoción de la búsqueda. Saber que Cressida está cerca.

Lo sentía; sentía la proximidad de su hija. Aquel hombre que nunca veía con buenos ojos que se hablara de «estupideces místicas» como la percepción extrasensorial estaba convencido ahora, mientras recorría la reserva forestal, de que sentía cerca la presencia de su hija. Sentía que su hija pensaba

en él.

Incluso aunque una parte de su mente reconocía que si Cressida hubiera estado cerca de la entrada de la reserva, en las proximidades de Sandhill Road o Sandhill Point, alguien la habría encontrado ya.

Porque Zeno era una persona con formación jurídica y tenía, por naturaleza, temperamento de abogado: duda, objeción, segunda objeción…

Y es que su formación le llevaba a responder «Sí, pero…».

Pensaba en la ironía de que a su hija nunca le hubiese gustado hacer senderismo ni ir de acampada. La naturaleza la aburría, solía afirmar.

Con lo que quería decir que la naturaleza la asustaba. Que a la naturaleza le traía sin cuidado

ella.

Zeno había conocido a otras personas así y todas, quizás por pura casualidad, eran mujeres. El sexo femenino se siente más seguro en un espacio reducido, en un espacio claramente limitado en el que la propia identidad se refleja en los ojos de otros; en un sitio así no es fácil

perderse.

La voracidad de la naturaleza, pensó Zeno. Nunca se piensa en ello cuando se mantiene el control. Pero si ya se ha perdido, es demasiado tarde.

Miró hacia lo alto lleno de ansiedad. Muy por encima, apenas visible entre las densas ramas de los pinos, reconoció un halcón —dos halcones—, dos halcones de hombros rojos que descendían, describiendo amplios círculos, para cazar.

Claramente delineados contra el cielo y luego de repente cayendo en picado hasta desaparecer.

Zeno había visto a búhos abatirse sobre su presa. Un búho es una máquina de matar con plumas que guarda silencio en los momentos en que el único sonido es el grito de horror de la víctima.

Bajo sus pies, mientras se abría paso entre los brezales, había criaturas que se escabullían: conejos, ratas monteras, una familia de mofetas, culebras. Desde algún lugar cercano le llegó el glugluteo de los pavos silvestres.

Unos espacios abiertos demasiado amplios para la chica, para su hija pequeña. A Zeno nunca le había gustado aquel rasgo suyo: que se rindiera con demasiada facilidad. Que afirmase que se aburría, que quería volver a casa, a sus libros y a su «arte».

Necesitaba meterse en el cerebro todo lo que le cupiera. Pero no se pueden meter ciento veinte mil hectáreas en un cerebro.

Cressida, ¡ahórranos este sufrimiento! Si estás por aquí cerca, háznoslo saber.

El padre se había quedado ronco gritando el nombre de su hija. Era un gasto absurdo de energía, lo sabía bien; no lo hacía ninguno de los otros voluntarios que la buscaban.

Gracias a los diálogos que mantenía y a otras observaciones que llegaban hasta sus oídos, dedujo que a las demás personas que buscaban a su hija, todos más jóvenes, les impresionaba, hasta entonces, su disponibilidad: la de un hombre de sus años, mucho mayor que ellos, un senderista con experiencia al parecer y razonablemente en forma.

Al principio de la búsqueda, al menos, era eso lo que parecía.

—¿Señor Mayfield? Tenga.

Se había bebido el agua demasiado deprisa. Respiraba por la boca, algo que un buen excursionista se esfuerza por evitar.

—Gracias, estoy bien. La vas a necesitar tú.

—Quédesela, señor Mayfield. Tengo otra botella.

El joven, enjuto pero musculoso como un galgo o un lebrel, era uno de los ayudantes del sheriff del condado, e iba vestido con camiseta, pantalones cortos y botas de montaña. El padre se preguntó si aquel joven era alguien que conocía a su hija, a cualquiera de sus dos hijas. Si quizás sabía, de lo que le podía haber sucedido a Cressida, más de lo que a él, su padre, se le había permitido averiguar.

Zeno Mayfield era la clase de hombre que se siente más cómodo supervisando a otros, haciéndoles favores, que aceptándolos él. Era un hombre que se enorgullecía de ser

fuerte, protector.

De todos modos, no es una buena idea deshidratarse. Marearse. Las repentinas descargas de adrenalina lo dejan a uno agotado, exhausto.

Zeno aceptó la botella de agua y bebió.

Empezaron la mañana buscando a lo largo de las orillas del río Nautauga, en la zona en la que el joven Kincaid había aparcado su jeep. Era un trecho de río que frecuentaban los pescadores, un lugar pantanoso y también lleno de rocas; entre ellas había numerosas huellas de pies, muchas superpuestas e inundadas debido a las lluvias recientes. Los perros adiestrados comenzaron la búsqueda entre ladridos de entusiasmo una vez que les presentaron prendas de ropa de la joven, pero muy pronto perdieron el rastro, si es que existía, y se limitaron a gemir y a deambular sin rumbo. Después de recorrer kilómetros siguiendo el río, que se curvaba y retorcía a través de un paisaje sembrado de rocas, se decidió cambiar de estrategia, extendiendo la búsqueda más o menos en círculos concéntricos a partir de Sandhill Point. Algunos componentes de la partida de rescate ya habían buscado antes a excursionistas y a niños perdidos en la reserva y tenían un sistema particular de proceder, pero la estrategia de la policía del condado era no separarse demasiado, mantenerse a muy pocos metros unos de otros, aunque fuese difícil lograrlo allí donde la maleza se espesaba o los árboles estaban muy juntos, porque la idea era no pasar por alto lo que hubiera podido caer al suelo, así como ropa rasgada por los brezales o enganchada en el tronco de un árbol, cualquier señal de que la chica perdida había pasado por allí, un indicio crucial que pudiera salvarle la vida.

El padre escuchaba con aire tranquilo lo que le decían, las explicaciones que le daban. En cualquier reunión pública Zeno Mayfield se presentaba como la más razonable de las personas, como alguien en quien se podía confiar.

Había hecho carrera en la vida como un hombre que convencía a otros con su indefectible inteligencia y entusiasmo. Pero ahora no tenía ocasión de dar órdenes. En la reserva forestal se sentía dominado por la impotencia. Obligado a ir a pie y dependiente de su fortaleza física y no de su habitual sagacidad.

Se esforzaba por rechazar

la pavorosa posibilidad de que a su hija le hubieran hecho daño. De que su hija estuviese malherida.

Tampoco quería pensar en que se hubiera caído en algún sitio, en que se hubiera roto una pierna, que estuviera inconsciente, incapaz de oír a quienes la llamaban, incapaz de responder. Trataba de rechazar que pudiera estar en algún lugar desde donde no pudiera oírlos, porque el río, de veloz corriente, el río que había crecido mucho después de las intensas lluvias de la semana precedente, la hubiese arrastrado los casi cincuenta kilómetros hacia el oeste donde el Nautauga desembocaba en el lago Ontario.

Durante la mañana se habían producido alarmas infundadas. Falsos avistamientos. Una mujer que estaba de acampada con una camisa roja se les quedó mirando cuando se acercaban. Y su acompañante, otra joven, que salió de la tienda de campaña, se mostró hostil y asustada durante un momento.

«Perdonen, ¿han visto ustedes a…?»

«… una chica de diecinueve años que parece más joven. Creemos que está en algún sitio por los alrededores…»

A primera hora de la tarde del domingo, cuando solo llevaban siete horas de búsqueda, el padre vio a su hija a menos de cien metros.

Estremecido como por una sacudida, gritó:

—¡Cressida!

Una carrera desesperada, insensata, pendiente abajo, mientras otros voluntarios se paraban en seco para mirarlo.

Algunos vieron lo mismo que Zeno Mayfield: en la otra orilla de un riachuelo de montaña, el lugar donde la joven se había caído o se había tumbado, exhausta, para dormir.

Abundantes gotas de sudor entraron en los ojos del padre, quemándole como ácido. Corrió torpemente pendiente abajo, con un dolor agudo entre los omóplatos y en las piernas. Parecía un desgarbado animal de gran tamaño que se alzaba, tambaleante, sobre las patas traseras.

—¡Cressida!

La hija yacía inmóvil al otro lado del riachuelo, oculta en parte por la maleza. Una de sus extremidades —una pierna o un brazo— estaba hundida en el agua. El padre gritó con voz ronca —«¡Cressida!»— sin poder creer que su hija estuviera herida o con algún hueso roto: tan solo dormida, esperándolo.

Otros voluntarios se acercaban ya, corriendo. El padre no les hizo el menor caso, decidido a llegar el primero junto a su hija, despertarla y abrazarla.

—¡Cressida! ¡Cariño! Soy yo…

Zeno Mayfield tenía cincuenta y tres años. No había corrido tanto desde hacía mucho tiempo. En otra época había sido un atleta; cuando estudiaba bachillerato, muchos años atrás. Ahora el corazón le golpeó dentro del pecho como un puño formidable. Un dolor agudo, una sucesión de dolores agudos más breves entre los omóplatos. Siguió corriendo, desesperado, como con la esperanza de escapar a aquel dolor como de flechas muy afiladas. Era un hombre alto, de pecho bien desarrollado y ancha espalda musculosa; el cabello todavía espeso, de color negro azabache, excepto en donde se entrelazaba con el gris; el rostro, enrojecido por el esfuerzo de las horas pasadas bajo el calor de los Adirondacks, se estaba quedando sin sangre, con manchas oscuras y aire enfermizo; el corazón le latía con tanta dificultad que parecía quitarle el oxígeno del cerebro; con aquel ritmo no podía respirar; no podía pensar de manera coherente; las piernas, demasiado torpes, apenas le permitían sostenerse en pie. Estaba pensando

Se encuentra bien. A Cressida, por supuesto, no le pasa nada. Pero cuando llegó al riachuelo de montaña vio que lo que había en la otra orilla no era su hija sino el cadáver de una cierva; una cierva descompuesta en parte; un animal joven aún, la cabeza todavía hermosa, desprovista de astas, y con una parte del pecho cubierta de sangre, desgarrado por los carroñeros.

El padre gritó, horrorizado.

Una exclamación ahogada, como si le hubieran golpeado en el pecho.

Luego cayó de rodillas, consumida toda la fuerza de sus extremidades.

Llevaba desde las diez de la mañana buscando a su hija. Y ahora la había encontrado, dormida junto a un arroyo de montaña como una niña en un libro de cuentos, y ante sus ojos, Cressida se había transformado en un cadáver horriblemente descompuesto.

Zeno Mayfield no había llorado desde la muerte de su madre doce años antes. Y ahora lloraba con toda el alma, el cuerpo estremecido por los sollozos. Una terrible compasión por la cierva muerta y medio devorada se apoderó de él.

Lo llamaron por su nombre. Manos bajo las axilas, alzándolo.

Quiso ocultarles el hecho evidente de que le costaba trabajo respirar. Los dolores entre los omóplatos se habían fusionado en un único dolor lacerante como el relámpago en zigzag de un cómic.

Había insistido muy de mañana en incorporarse al equipo que buscaba en la reserva forestal. Por supuesto, el padre de la

chica desaparecida tenía que salir en su busca.

Habían logrado alzarlo ya. Levantar al animal herido que se tambaleaba.

Es una cosa terrible lo deprisa que un hombre puede perder toda su energía, al igual que su orgullo.

Los que lo rodeaban eran voluntarios jóvenes y Zeno no sabía cómo se llamaban. Pero ellos sí sabían su nombre:

—Señor Mayfield…

Apartó las manos que lo sujetaban. Se había erguido y respiraba otra vez con normalidad… o casi.

Hubiera insistido en reanudar la búsqueda tras unos minutos de descanso, después de beber agua tibia de una botella de Evian y de orinar de manera entrecortada detrás de una roca cubierta de liquen, pero la oscuridad se apoderó una vez más de su cerebro y, para vergüenza suya, suspiró y se dejó hundir en ella.

Dios, llévame a mí en su lugar. Si tienes que llevarte a alguien, que sea a mí.

Ir a la siguiente página

Report Page