Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 3. El padre

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«¡Papá, papá! ¿Por qué me pusisteis Cressida, ese nombre tan raro?»

«Porque es un nombre nada corriente, cariño. Y muy hermoso.»

Brillaba el fuego en el rostro del padre. Sus ojos eran cavidades de fuego.

No tenía fuerza para abrir los ojos. Ni valor.

El torso de la cierva estaba desgarrado y abierto, el interior ensangrentado repleto de moscas, de gusanos. Los ojos, sin embargo, todavía eran hermosos: «Ojos de gacela».

Había visto a su hija allí, en el suelo. Estaba seguro.

La sensación de mareo en el vientre no era inusual.

Otra vez en ese sitio. En el lugar del miedo, del horror. Remordimiento. Suya la culpa.

Pero cómo: ¿cómo podía ser suya la culpa?

Boca arriba y con los brazos extendidos por todo lo ancho de la cama (se acordó enseguida: lo habían traído a casa, para su profunda mortificación y vergüenza), que se hundía bajo su peso. (La última vez la báscula arrojó, cielo santo, noventa y seis kilos. Pesado y tosco como cemento blando.)

Le vino el recuerdo, de muchos años antes, cuando era niño, de una cama elástica en el patio trasero de un vecino. Zeno se arrojaba sobre una tosca lona tensa que le permitía saltar por el aire (de manera torpe pero emocionante), volar, perder el equilibrio y volver a caer, de espaldas y con los brazos extendidos, cortada la respiración.

En la cama elástica Zeno había sido el más temerario de todos. Los otros chicos se maravillaban de su audacia.

Años después, cuando sus hijas eran pequeñas, todo el mundo sabía ya que las camas elásticas son peligrosas para los niños. Te puedes romper el cuello, o la espalda, puedes caer sobre los muelles y cortarte. Pero si de niño lo hubiera sabido, no le habría importado: era un riesgo que merecía la pena.

Durante su infancia nada había tenido tanta magia como los saltos en la cama elástica, alto, muy alto, los brazos extendidos como las alas de un pájaro.

Ahora había vuelto a caer. Haciéndose daño.

Les dijo que no tenía la menor intención de ir a un hospital, ¡coño!

A tomar por culo,

de ningún modo iba a ir a urgencias.

No mientras su hija siguiera sin aparecer. No hasta que la hubiera devuelto a casa, sana y salva.

Les había permitido que lo ayudaran. Con las piernas que se le doblaban y mareado, no tenía elección. Había caído de rodillas sobre piedras llenas de aristas, una cosa bien estúpida. Se había esforzado al límite en la búsqueda, algo que su mujer le había suplicado que no hiciera; y lo mismo le habían pedido con insistencia otras personas al ver su rostro enrojecido y al oír lo jadeante de su respiración; porque ya en la tarde del domingo debía de haber por lo menos cincuenta personas, entre profesionales y voluntarios, desplegados por la reserva, extendiéndose en círculos concéntricos desde el río Nautauga en Sandhill Point, donde se creía haber visto por última vez a la

joven desaparecida.

El orgullo de padre le hacía insoportable pensar que a su hija pudiera encontrarla otro. Lo primero que tenía que ver Cressida cuando la encontraran era

el rostro de Zeno.

Y sus primeras palabras: «¡Papá! Gracias a Dios».

Unas cuantas veces había tenido algunas «molestias en el pecho» (las interpretaba como relacionadas con el corazón: breves dolores agudos semejantes a descargas eléctricas y una sensación de piel sudorosa), nada serio, estaba seguro. Y no había querido preocupar a su mujer.

El amor de una mujer puede ser una carga. Quiere a toda costa mantenerte vivo, valora tu vida más de lo que tú la valorarás nunca.

Lo que Zeno temía más: no ser capaz de proteger a los suyos.

A su mujer, a sus hijas.

Extraño cómo, cuando era más joven, no se había preocupado apenas. Daba por sentado que viviría…, bueno, ¡por siempre jamás! Muchísimo tiempo, en cualquier caso.

Incluso cuando le llegaron amenazas de muerte por el caso de Roger Cassidy, por defender al «ateo» profesor de Biología del instituto, despedido por el consejo escolar.

Se había reído de las amenazas. Le había comentado a Arlette que solo buscaban asustarlo y que desde luego no tenía intención de dejarse amedrentar.

Precisamente un mes antes su médico, Rick Llewellyn, le había hecho una revisión muy completa. Y un electrocardiograma. No tenía ningún problema «inminente» con el corazón, si bien la tensión arterial seguía siendo alta —15/9— a pesar incluso de la medicación.

Tensión arterial, colesterol. Zeno tendría que adelgazar, en realidad, diez kilos como mínimo.

Tumbado ya en la cama, había tratado de desatar y de quitarse las pesadas botas de montaña, pero al final llegó Arlette para hacerlo por él.

—No te muevas. Procura descansar. Si no consigues dormirte, por el amor de Dios, Zeno,

al menos mantén los ojos cerrados.

Su mujer, como es lógico, estaba aterrada. Amorosa e indignada con él para dejar de pensar en el otro problema.

De madrugada lo había despertado a eso de las cuatro. Al descubrir que Cressida no había vuelto a casa. Desde aquel instante Zeno había estado despierto de una manera que no era corriente: todos sus sentidos en una alerta máxima, al borde del dolor físico. Despierto y con los ojos bien abiertos, como si le hubieran extirpado los párpados.

Una búsqueda. Una expedición para encontrar a su hija. Buscar a una

joven desaparecida.

Como las búsquedas de las que se oye hablar de cuando en cuando. A menudo por un niño perdido.

Un niño secuestrado. Raptado.

Lo oyes y te compadeces, pero no mucho más. Porque tu vida no se superpone con las vidas de unos desconocidos y su terror no lo pueden compartir contigo.

¿Estaba despierto? ¿O dormido? Vio el bosque y sus colinas abruptas, sembradas de enormes rocas, como el paisaje de un antiguo cataclismo y, desde detrás de uno de aquellos peñascos, la mano alzada, el brazo de una muchacha… la imagen fugaz de un hombro desnudo que él sabía terriblemente magullado…

Papá, papá, dónde estás. Papá.

No te muevas. Por favor. Si te sucediera algo en un momento como este…

La voz no era la de Cressida. De algún modo Arlette había intervenido.

Sabía que su mujer no se fiaba de él. Casados desde hacía más de un cuarto de siglo…, Arlette tenía ahora menos confianza en Zeno que de recién casados.

Porque ahora lo conocía, hasta cierto punto. Conocer a algunos hombres es, sin duda alguna, no fiarse de ellos.

A Arlette le faltaba el aliento, estaba enfadada. No aterrada —nada perceptible para un posible observador— sino enfadada. La casa se había llenado de parientes bienintencionados. Había agentes de policía que iban y venían, sus feas radios profesionales crepitando y graznando como ocas enloquecidas. Reporteros de medios de comunicación locales deseosos de entrevistar a alguien, y no convenía despedirlos, porque podían ser útiles. Y había que proporcionarles fotos de Cressida, por supuesto.

¿Café? ¿Té helado? ¿Zumo de pomelo, zumo de granada? Con una especie de lúgubre alegría de anfitriona, Arlette ofrecía bebidas a sus visitantes porque en su casa no sabía ocuparse de la gente de otra manera.

Ignoraba cómo, antes de haber encontrado un momento para llamarla, su hermana Katie Hewett se había presentado en Cumberland Avenue. Más o menos a las diez de la mañana. Katie se había apropiado del papel de anfitriona y estaba ayudando a Arlette a contestar los teléfonos —el fijo y los móviles— que sonaban con frecuencia; y a cada llamada, pese a que la identidad del interlocutor era otra, no perdían la esperanza de que la siguiente voz que oyeran fuese la de Cressida.

¡Hola! Caramba, acabo de ver en la televisión que estoy «desaparecida»…

Vaya. Lo lamento. Santo Dios, no vais a creer lo que me ha pasado, pero ya estoy bien…

Excepto que la voz no era nunca la de Cressida. Sorprendente cómo no era nunca la de Cressida.

Años atrás, en una crisis como aquella, Arlette se habría metido en la cama junto a su marido; no le habría importado que el sudor hubiera empapado toda la ropa de Zeno: camiseta y pantalones cortos de color caqui que estaban ahora fríos y húmedos y con el olor a su cuerpo; Arlette habría estrechado entre sus brazos a aquel hombre lleno de angustia para protegerlo. Y Zeno habría abrazado a su mujer, también para protegerla. Tembloroso y estremecido y aturdido por el agotamiento, pero los dos juntos en aquella hora terrible.

Arlette tiró de las botas de su marido, ¡tan pesadas! Y había además que desatarle los cordones. Al dejar sus pies al descubierto, ¡tan enormes!, comprobó que, incluso con la urgencia de prepararse para ir a la Reserva Forestal Nautauga, se había acordado de ponerse unos calcetines tobilleros blancos debajo de los de lana, no muy gruesos.

Pese a sus maneras descuidadas, Zeno era un hombre meticuloso. Concienzudo. El único alcalde de Carthage que en las últimas décadas había dejado el cargo, después de ocho años de mandato —en los noventa—, con un considerable superávit en las arcas municipales en lugar de un déficit descomunal. (Por supuesto, era un secreto a voces que el alcalde Mayfield había contribuido con dinero propio a un buen número de proyectos en peligro: parques y mantenimiento de campos de deporte, competiciones infantiles de béisbol, el centro de salud de Black River.) Uno de los pocos alcaldes de todo el norte del estado de Nueva York, como le gustaba decir bromeando, que no había sido investigado y menos aún acusado, juzgado y condenado por malversación de fondos.

Arlette le preguntó al joven que lo había traído a casa en el Land Rover qué le había sucedido a Zeno en la reserva, porque sabía que su marido nunca le contaría la verdad.

El voluntario le contestó que se había acalorado, que se había fatigado en exceso y que estaba deshidratado.

Añadió que problemas de aquel tipo eran la razón de que no fuera una buena idea buscar a un miembro desaparecido de la propia familia.

Zeno intentó sonreír haciendo una mueca horrible y logró hablar, porque siempre tenía que decir la última palabra.

De acuerdo, trataría de dormir. Una siesta de una hora, quizá.

Después se proponía regresar a la reserva.

—No podemos permitir que Cressida pase allí una segunda noche. No podemos…, semejante cosa no puede… suceder.

Había tropezado en la escalera. No había oído a Katie cuando le hablaba y no pareció enterarse de que la cadena de televisión WCTG iba a presentarse en casa de los Mayfield, después del almuerzo, con el fin de entrevistar a los padres de la

joven desaparecida para las noticias de las seis de la tarde del domingo.

Arlette había acompañado a Zeno al piso de arriba tratando, sin que se notara mucho, de rodearle la cintura con un brazo, pero él la había rechazado con un leve resoplido de indignación.

Iba a necesitar ir al baño, dijo. Necesitaba estar solo un rato.

—No voy a diñarla aquí, cariño, te lo prometo.

Aquello pretendía ser humorístico. Aunque solo la palabra

diñarla.

Arlette, que había emitido un sonido semejante a la risa, o la respuesta entre dientes a una carcajada, se dio la vuelta y abandonó a aquel hombre a su soledad.

Casi eran contrincantes ya. Forcejeaban, sabiendo los dos lo que había que hacer, lo que se debía hacer, y enojado cada uno con el otro por su ceguera y testarudez.

Arlette tenía la seguridad de que Zeno se iba a acalorar en la reserva, de que no tenía derecho a salir desbocado para patear la maleza mientras ella se quedaba sola en casa. Esperando una llamada… unas llamadas. Esperando a que sucediera algo.

Después de una hora de desconcierto, regresó para ver cómo le iba a su marido: Zeno estaba despatarrado sobre la cama, desnudo solo en parte. Como si hubiera estado demasiado exhausto para ir más allá de quitarse los pantalones cortos y dejarlos en el suelo.

Despatarrado, respirando roncamente por la boca y babeando, como podría respirar una ballena varada en una playa. Al ver el rostro desencajado y del color de la masilla, nadie hubiera imaginado que poco tiempo atrás era todavía un hombre apuesto.

Sin afeitar. Con pelos hirsutos naciéndole en las mandíbulas.

Zeno Mayfield era un hombre al que había que impedir que se esforzara demasiado. Como si no tuviese el sentido normal de la moderación, de los inevitables límites.

Como cuando, de abogado joven, aceptaba casos difíciles —casos perdidos de antemano—, casos impopulares; en una ocasión, imperdonablemente, aceptó un caso tan controvertido que comunicantes anónimos los amenazaron a él y a su familia y a Arlette le había preocupado que algún loco les pudiera enviar una bomba por correo o colocarla en alguno de sus automóviles. «En el nombre de Dios, piense en lo que está haciendo», le había advertido una de las misivas anónimas.

Todo lo que había hecho, protestó Zeno, era defender a un profesor de Biología a quien se había suspendido de empleo y sueldo por enseñar la teoría darwiniana de la evolución, excluyendo el «creacionismo».

Y cuando fue alcalde de Carthage, una incursión quijotesca y agotadora en el «servicio a la comunidad», cargo por el que recibía un sueldo simbólico (¡mil quinientos dólares anuales!), se desvivió más allá incluso de lo que sus más fervientes partidarios podían haber esperado de él, sin lograr de todos modos otra cosa que el desplome de su popularidad. La iniciativa más controvertida del mandato de Zeno había sido una campaña para implantar el reciclaje en Carthage: contenedores amarillos para botellas y latas, verdes para papel y cartón. ¡Cualquiera pensaría que Zeno Mayfield era descendiente de Trotski! Sus hijas, quejumbrosas, habían preguntado: «¿Por qué la gente detesta a papá? ¿Es que no saben lo divertido y simpático que es?».

Arlette no se tumbó a su lado. No lo abrazó con fuerza, pero le puso sobre la cara un paño empapado en agua fría; Zeno lo apartó y le apretó una mano lleno de ansiedad.

—Lettie, ¿crees… que quizá le haya hecho algo?, ¿y ahora se avergüenza y es incapaz de contárnoslo? Lettie…, ¿no crees…? Dios del cielo, Lettie…

«Tu madre y yo elegimos vuestros nombres con especial cuidado. Porque no creemos que ninguna de las dos seáis una chica corriente. De manera que un nombre corriente era inadecuado.»

Se ponía solemne y hacía gala de tozudez al tratar de explicarlo. Cressida era más joven entonces y se echó a reír de un modo muy descortés.

«Tonterías, papá. ¡Menuda estupidez!»

Era muy de Cressida reírse de él en sus narices. Arrugaba la cara como un monito malicioso. Su risa era tan aguda como los chillidos de un macaco y sus ojillos negros y brillantes se alegraban, burlones.

Estaban en algún sitio que Zeno no reconocía. No era el bosque ya, sino un lugar que supuestamente era su casa, que era el hogar de los Mayfield.

¿Por qué será que cuando se sueña con un sitio que es supuestamente el propio «hogar», o cualquier otro sitio «familiar», nunca se parece a nada que quien sueña haya visto antes?

Estaba tratando de explicárselo. Cressida ponía cara de niñita que no se entera, los ojos en blanco, y rechazaba las palabras de su padre como habría devuelto un volante de bádminton con los dos puños cerrados.

Sus palabras: «Memeces, papá, excepto por su cara bonita, Juliet es de lo más O-R-D-I-N-A-R-I-O».

Zeno se ofendió. Le sacaba de quicio que su hija pequeña, tan brillante como rebelde, se burlara de su hermana mayor, tan guapa y dulcemente serena.

Y además, no era cierto. O solo verdad a medias. Porque la belleza de Juliet no era solo la de su rostro.

El diálogo entre el padre y Cressida era soñado. Si bien un intercambio parecido había tenido lugar años antes.

Las chicas Mayfield eran como las hijas de un rey de cuento de hadas.

A la menor le molestaba el hecho —en el caso de que fuera verdad, no había manera de probarlo— de que su padre quisiera a la mayor, a la guapa, más que a ella, cuyo retorcido corazoncito Zeno no lograba dominar.

«Las quiero a las dos. Por diferentes razones. Pero las quiero igual.»

Y Arlette comentaba «Confío en que sea así. Y si no es así, o no está en tu mano, confío en que disimules».

Todos los padres lo saben: hay hijos a los que se quiere con total facilidad y otros que exigen un esfuerzo.

Hay hijos luminosos como Juliet Mayfield. Inocentes, sin sombras, felices.

Y hay hijos difíciles como Cressida. Sumergidos en la tinta de la ironía como si estuvieran en el interior de un vientre.

Los hijos felices y brillantes agradecen el amor que se les da. Los oscuros y retorcidos tienen que poner ese amor a prueba.

Quizás Cressida fuera «autista»: en primaria se había planteado la posibilidad.

Más adelante, en secundaria, se sugirió la hipótesis, más rebuscada, de «síndrome de Asperger», sin mayor comprobación de ningún tipo.

Si Cressida lo hubiera sabido, habría dicho, con displicencia: «¿Qué más da? La gente es muy idiota».

Zeno suponía que, en el fondo, a Cressida le importaba mucho.

Era evidente que le fastidiaba cómo en Carthage, entre las personas que conocían a los Mayfield, probablemente se la describía como

la lista, mientras que su hermana era

la guapa.

¡Qué claro estaba que una adolescente prefería ser

guapa antes que

inteligente!

Y es que, por supuesto, se consideraba que Cressida era

demasiado lista.

Como en «demasiado lista para su propio bien».

Como en «demasiado lista para una chica de su edad».

Al empezar a ir al colegio, se quejó: «Nadie más se llama Cressida».

Era un nombre difícil de pronunciar. Un nombre que encajaba mal en la boca.

Sus padres le habían explicado, por supuesto, que nadie más se llamaba Cressida porque era un nombre especial para ella.

Cressida se lo estuvo pensando. Se veía diferente de otros niños —más inquieta, más impaciente, más predispuesta a enfadarse, más lista (al menos de ordinario), con más facilidad que nadie para reír o llorar—. Pero no estaba segura de que tener un

nombre especial fuese una buena idea, por cuanto permitía que otros supieran algo que quizás era mejor mantener en secreto.

—Me molesta mucho que la gente se ría de mí. Me molesta que me llamen «Cress» o «Cressie».

Era una de esas personas —algo que se da con menos frecuencia entre las mujeres que entre los varones— que no permiten familiaridades con su nombre, como un Richard que se niega a quedarse en «Dick» o un Robert que no quiere ser «Bob».

Al hacerse mayor y sentir quizá cierto orgullo (secreto) por lo inusual de su nombre, aún seguía quejándose de que otras personas le preguntaran por él; porque la gente, profesores incluidos, era probable que se mostrara demasiado curiosa o simplemente descortés: «

Cressida hace que a veces me sienta cohibida».

O, con un gesto de la boca como si un gancho invisible hubiese tirado de ella hacia abajo: «

Cressida hace que me sienta anatematizada».

¡Anatematizada! No era una palabra tan fuera de lo común tratándose de Cressida, de una chica de doce años a quien encantaba, en la sección para adultos de la biblioteca pública de Carthage, leer en particular novelas catalogadas como «fantasía gótica» y «novela romántica».

Por supuesto Cressida había buscado en internet lo que se decía sobre su nombre.

Y se volvió contra sus padres, indignada:

—«Cressida» o «Criseida» no es un personaje atractivo. Se trata de una mujer «infiel», porque así era como la gente la veía en la Edad Media. Chaucer escribió sobre ella, y después Shakespeare. Primero tuvo relaciones con un guerrero llamado Troilo, luego se enamoró de nuevo y cuando eso se terminó se quedó sola. Y nadie más la quiso ni se interesó por ella, tal fue su destino.

—Vamos, cariño, no digas

eso. No creemos en el destino en los Estados Unidos de 1996; no vivimos en la Edad Media.

Era prerrogativa del padre hacer chistes. La hija, herida, torció la boca en un conato de sonrisa.

En el otoño precedente, cuando Cressida iniciaba sus estudios en la Universidad St. Lawrence en Canton, Nueva York, contó que uno de sus profesores se había fijado en su nombre y había comentado que era la «primera Cressida» con la que se tropezaba. Parecía impresionado, dijo la joven. Le preguntó si le habían puesto el nombre pensando en la Cressida medieval y ella respondió: «Tendrá que preguntárselo a mi padre, que es el miembro de mi familia con delirios de grandeza».

¡Delirios de grandeza! Zeno se había reído, pero la observación, lanzada a la ligera por su hija menor, le había escocido.

Y todo aquello mientras Cressida lo estaba esperando.

Su hija, la de los negros ojos brillantes. Su hija que (está convencido) lo adora y nunca lo engañaría.

—Quizás haya vuelto a Canton. Sin decírnoslo.

—Quizás esté escondida en la reserva. En uno de sus ataques de mal humor… Tal vez alguien le hizo beber… consiguió emborracharla. Puede que esté avergonzada…

—Quizás sea un juego al que están jugando. Cressida y Brett.

—¿Un juego?

—… para dar celos a Juliet. Para hacer que Juliet se arrepienta de haber roto el compromiso.

—Canton. ¿Qué demonios estás diciendo?

Se miraron consternados. La locura se arremolinó en el aire entre ellos de manera tan palpable como la electricidad antes de una tormenta.

—Cielo santo, no. Por supuesto que no ha «vuelto» a Canton; era desgraciadísima en Canton. No tiene casa en Canton. Eso es una locura —Zeno se limpió la cara con el trapo húmedo que Arlette le había llevado y luego lo arrojó sobre la cama.

Arlette dijo:

—Y Brett y ella no «jugarían juntos» a nada… Eso es ridículo. Apenas se conocen. Y creo que no fue Juliet quien rompió el compromiso.

Zeno se quedó mirando a su mujer.

—¿Crees que fue Brett? ¿Que fue

él quien rompió el compromiso?

—Si Juliet lo rompió, no fue por elección propia. No fue cosa de Juliet.

—¿Te lo dijo ella?

—No me ha dicho nada.

—¡Ese hijo de perra! Rompió

él el compromiso, ¿es eso lo que crees?

—Quizás pensó que Juliet ya no quería casarse. Quizás le haya parecido… que era lo correcto.

Arlette quería decir: lo correcto teniendo en cuenta que Kincaid era un inválido a los veintiséis años.

No tan visiblemente inválido como algunos excombatientes de Iraq o Afganistán en Carthage, excepto por los injertos de piel en la cabeza y en la cara. Su cerebro no estaba afectado de gravedad, al menos eso se creía. Y Juliet les había informado muy contenta de que, según los médicos del hospital para excombatientes de Watertown, el pronóstico de Brett, con ayuda de la rehabilitación, era «bueno»… «muy bueno».

Antes de dejarse llevar por la emoción del momento, a raíz del 11 de septiembre de 2001, y abandonarlo todo para alistarse con varios amigos del instituto, Brett había cursado estudios en Economía, Marketing y Administración de Empresas en la Universidad Estatal de Plattsburgh. Zeno sospechaba que el prometido de su hija no sentía un interés desmedido por sus estudios: como futuro suegro de Kincaid tenía cierto interés en el lado práctico del noviazgo de su hija, y no pensaba que fuese un padre cínico sino tan solo responsable.

(Juliet no se lo perdonaría nunca si llegara a enterarse de que su padre había conseguido ver las notas de Brett Kincaid al final de su único semestre completo en la universidad: nada por encima del notable. Quizás era injusto, pero, por el amor de Dios, Zeno Mayfield quería para su guapa hija un marido algo mejor que un notable de Plattsburgh.)

Se había esforzado —¡mucho!— para no pensar en Brett Kincaid haciendo el amor con Juliet. Con

su hija.

Arlette le había pedido que no fuese ridículo. Que no se sintiera tan amo y señor.

—Juliet no es «tuya», como tampoco es mía. Trata de agradecer que sea tan feliz: está

enamorada.

Pero era eso lo que perturbaba al padre: que su primogénita, Juliet, la niña de sus ojos, estuviese

tan enamorada.

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