Carthage

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Tercera parte El regreso » 15. El padre

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«Funcionario de los tribunales».

Y ahora no sentía que le quedara el menor rastro de honor. Su alma se había secado, no era más que una cáscara.

Habían transcurrido años ya. Más de seis. Lo llevaba dentro como un tumor maligno en el tuétano de los huesos. E incluso en la penumbra se podía ver la malignidad en su interior, luminosa, letal.

La mujer dijo:

—Estoy dispuesta a arriesgarme.

*

Sonó el teléfono. El aparato no identificó a la persona que llamaba como

Trachtman, el apellido de Genevieve, sino como

Stedman, el apellido de casada de Juliet.

—¿Papá? Hoy he recibido una llamada muy perturbadora.

¿A qué día estaban? Todavía con cara de sueño, Zeno comprobó que a mediados de marzo. En el calendario encima de su escritorio vio marzo con media docena de fechas tachadas. Pero se trataba de la semana anterior.

Juliet le hablaba de una «voz que parecía joven» y que había oído aquella misma mañana. Una desconocida, pensaba, que había llamado afirmando ser Cressida.

Zeno apretó el teléfono con fuerza sin tener la seguridad de haber oído correctamente.

—Quiero decir, por supuesto, que tiene que ser una desconocida, claro… —Juliet hizo una pausa; Zeno se imaginó su media sonrisa de desconcierto—. No me… no ha sonado en absoluto como Cressida. Estoy segura.

—Cariño, espera. ¿Alguien te ha llamado?

—Ha dicho… No sé muy bien qué es lo que ha dicho. No he creído ni por un instante que fuese Cressida, como es lógico, sino algún tipo de broma cruel. Luego la persona ha vuelto a llamar y ha dejado un mensaje, pero, por alguna razón, se ha borrado.

—¿Ya no tienes el mensaje?

—Me puse nerviosa, supongo… El caso es que lo borré.

Zeno preguntó con voz tranquila si le había quedado registrado el número de teléfono.

—En el móvil, sí. Solo el número, no el mensaje. Pero nadie contesta, parece que el teléfono al otro extremo de la línea no existe.

Zeno, sentado ante su escritorio, se había echado hacia delante, los codos sobre la mesa y los ojos cerrados, tratando de concentrarse.

—Julie. ¿Por qué haría nadie una llamada así, como una broma?

—¡No lo sé, papá! Quizá tenga que ver con internet. Todavía se encuentra información sobre Cressida en la Red. No lo miro nunca, nada de lo que dicen, pero lo sé porque la gente me lo cuenta. Para algunas personas hay algún tipo de «misterio» en todo lo relativo a Cressida…, sobre dónde está. Qué sucedió con su cuerpo. Y la gente hace cosas crueles sin motivo alguno.

Siempre sin perder la calma, Zeno dijo:

—Esa llamada que has recibido. Esa persona. ¿Ha dicho desde dónde llamaba?

—No —Juliet se paró a pensar—. Sí. Creo que… Florida.

Juliet pensó de nuevo.

—Dijo que estaba «volviendo a casa».

Creo.

—¿Dijo que estaba «volviendo a casa»?

Zeno apretaba el teléfono con tanta fuerza que temió romperlo.

—No he llamado a mamá. No quería preocuparla. Se ha reconciliado con lo que pasó, creo… Es la manera que ha encontrado de superar la pérdida de Cressida. Darle falsas esperanzas sería cruel.

—Sí. Tienes razón. Te agradezco que me hayas llamado a mí, cariño, y no a tu madre. Y estoy seguro de que es lo que te parece que es…, una broma cruel.

Juliet dijo, midiendo sus palabras:

—Brett confesó. Y encontraron el…, ya sabes, el suéter.

Zeno no contestó. Habían dicho tantas veces aquellas palabras u otras parecidas que era como entrar en un túnel; insoportable tener que repetirlas.

Aunque a veces, al hablar de aquel asunto, Juliet decía

Mi suéter.

Como si no supiera lo que estaba diciendo.

Mi suéter.

—Esa persona —continuó Zeno—, que no sonaba como Cressida, ¿qué más dijo?

—En el mensaje, lo que recuerdo del mensaje, decía que llamaba desde Florida… algún lugar en Florida, creo. Pero no se oía con claridad. La conexión era mala. O disimulaba la voz. Dijo algo extraño… «No soy una enferma.» Y creo que añadió: «Creía que ninguno de vosotros me quería mucho…».

—¿Y qué más, cariño? ¿Dijo algo más?

—No. Me parece que no.

—Pero… ¿qué le dijiste tú?

—Creo que no dije nada. Creo… creo que colgué.

Como ruido de fondo, en casa de Juliet, se oía el parloteo en tono agudo de un niño.

Sin saber muy bien lo que hacía, Zeno preguntó a su hija por los chicos y por su marido. La misma palabra «chicos» —tan relajada, coloquial, ordinaria— fue para él un bálsamo en aquel momento tan extraño.

Juliet habló de su familia con la misma animación de siempre. Si había problemas en el nuevo hogar de Juliet, si incluso se planteaban cuestiones de salud o médicas, pasaría mucho tiempo antes de que Juliet, con sus modales alegres y tranquilizadores, reconociera su existencia.

También cortésmente, Juliet preguntó a su padre por su

amiga Gwendolyn.

Zeno respondió con brevedad, sin prestar mucha atención. Y sin molestarse en corregir a su hija.

Con más animación, dijo, para llenar el molesto silencio entre los dos, lleno de desconcierto:

—Una docena de veces al día me acuerdo de lo condenadamente contento que estoy de tener nietos.

—Sí, papá, ¿verdad que sí? Siento lo mismo… acerca de mis hijos.

Juliet se había casado con un hombre muy distinto de Brett Kincaid, diecinueve años mayor y de otra generación. No estaba familiarizado con el apellido Mayfield, ni con sus resonancias políticas en el condado de Beechum. Había formado parte del grupo de presión del sindicato de profesores de enseñanza pública y en la actualidad trabajaba como funcionario —bien situado— del Departamento de Educación del estado de Nueva York, departamento cuyas funciones seguían siendo esencialmente las mismas pese a los cambios —gobernador, asamblea legislativa— en la política del estado. Había publicado artículos en

The Chronicle of Higher Education y en

The New York Times Education Issue. Pertenecía a una antigua familia de Albany, uno de sus bisabuelos había sido asesor de Thomas Dewey, el gobernador. Había trabajado en el Cuerpo de Paz en Ghana, nada más graduarse en la Universidad Williams. Casado anteriormente, el matrimonio, sin hijos, había terminado en un divorcio «amistoso».

Los Stedman se habían enriquecido con los ferrocarriles en los años noventa del siglo XIX y habían conservado parte de aquella fortuna hasta el siglo XXI. Por qué a Zeno le resultaba molesto su yerno de edad madura era algo que no sabría explicar, dado que, en realidad, agradecía sinceramente la presencia de David D. Stedman en la vida de su hija.

De hecho, David Stedman era un hombre íntegro, digno. Taciturno, pero bondadoso. Había aprendido a manipular a los extraños de la manera precisa en que también Zeno Mayfield aprendió a hacerlo en los vericuetos de la maquinaria política de la vida pública. Así que Zeno lo respetaba aunque no sintiera por él un cálido afecto.

Todo lo que a Zeno le importaba, cuando se despertaba a medianoche lleno de ansiedad y empapado en sudor por el miedo al futuro, era saber que David D. Stedman quería a su hija y deseaba protegerla.

También parecía muy importante que Stedman nunca hubiese conocido a Cressida. Su compasión, su lástima, su indignación eran abstractas y no pormenorizadas.

Zeno estaba pensando en qué buena cosa era que sus nietos le sobrevivieran.

Es una ley de la naturaleza que las generaciones más jóvenes sobrevivan a sus mayores.

Zeno preguntó de nuevo por la llamada telefónica en vista de que su hija guardaba silencio.

Juliet repitió lo que ya había dicho, aunque hablando más despacio y con menos seguridad.

Como en un interrogatorio de un abogado que no desea presionar al testigo, Zeno preguntó:

—¿Dijo: «No creía que ninguno de vosotros me quisiera mucho», o dijo: «Creía que ninguno de vosotros me quería mucho»?

—Creo que fue… «Creía…»

—«Creía»…, como para evitar la doble negación.

—Fuera quien fuese, parecía hablar como si le costara trabajo. De manera ceremoniosa. Como alguien que no sabe inglés bien o —Juliet hizo una pausa— alguien que no habla mucho.

—¿Dijo textualmente que estaba «volviendo a casa»?

—«En el caso de que la familia me aceptara.»

—Eso no es del todo coloquial.

—Subjuntivo. O alguien que no se siente cómodo hablando inglés.

—Alguien que no se siente cómodo hablando contigo.

—Pero yo creo que no me conocía

a mí. ¿Cómo podía conocerme?

—¿Y cómo ha conseguido tu número de teléfono en Averill Park?

Juliet no supo qué responder. Como ruido de fondo seguía el alegre parloteo en un tono muy agudo.

—«Volviendo a casa»…, bueno, ¡veremos!

Zeno rio y colgó el teléfono.

Apenas consiguió llegar hasta un rincón de su estudio antes de derrumbarse, con todos sus noventa kilos, sobre un sofá de cuero.

Ni aquel día ni al día siguiente, sino una semana después, recibió una llamada de un vecino de Cumberland Avenue.

—¿Zeno? Parece que hay alguien tumbado en vuestro balancín. Ya sabes, en el porche lateral. Mi mujer dice que lleva ahí cosa de una hora.

Zeno preguntó quién podría ser. ¿Un sin techo?

Aunque no era muy probable que apareciese un sin techo en el barrio residencial de Cumberland Avenue.

Dio las gracias a su amigo. En cualquier caso había planeado acercarse a última hora para ver si todo estaba en orden.

—Me pasaré ahora.

Excombatientes: el país se estaba llenando de excombatientes. En recónditas zonas rurales de los Apalaches, en comunidades hispanas del oeste y del sudeste, en los estados de las Grandes Llanuras, así como en el oeste y el norte del estado de Nueva York, habían aparecido los excombatientes de la cruzada contra el terror: los heridos que apenas podían andar, los (visible o invisiblemente) mutilados, los «discapacitados». En automóvil a lo largo del río, por la ciudad o por los barrios obreros del oeste de Carthage, Zeno los veía cada vez con más frecuencia, algunos jóvenes, otros jóvenes con aspecto de viejos, con muletas, en sillas de ruedas. De piel oscura y de piel clara. Bajas en combate. Ahora que las guerras de Afganistán y de Iraq estaban terminando, los excombatientes regresaban a la vida civil, desechos sobre la playa después de retirarse la marea.

Como político, como liberal, Zeno Mayfield los compadecía. Era bien consciente de que el Gobierno de la nación nunca podría empezar siquiera a compensarles por todo lo que habían sacrificado en la ingenuidad de su patriotismo. Como padre, sin embargo, sentía una rabia nada razonable. Habían aprendido a matar, habían vuelto a casa con apetito asesino y su hija había sido asesinada por uno de ellos, una máquina de matar desquiciada.

Se decía que, en toda la historia del departamento del sheriff del condado de Beechum, ningún otro sospechoso había hecho una confesión tan larga, inconexa, sincera y autoinculpatoria como Brett Kincaid. Parecía hablar de numerosos asesinatos, y no solo del de Cressida Mayfield.

Había dado los nombres de los mandos de su sección y los de sus compañeros de armas. Hubo que recordarle que ya no era soldado en Iraq sino civil en Carthage: hubo que recordarle que se estaba hablando de Cressida Mayfield.

En Cumberland Avenue, Zeno vio con un placer especialmente doloroso que no se había producido ningún cambio en las propiedades de sus vecinos. La misma sucesión de altos robles y cedros. No había faltado más de una semana, por supuesto, nada podía haber cambiado mucho en tan poco tiempo. Sintió sin embargo alivio al ver su casa y el letrero de la agencia inmobiliaria en la acera: SE ALQUILA.

Aparcó en la entrada de coches. Al principio no vio la figura en el balancín del porche porque la tarde se estaba transformando en una penumbra prematura, pero luego, al acercarse, vio más claramente a una persona —¿varón, mujer?, ¿quizá un niño de unos doce años?— envuelta en una manta; la vieja y manchada manta roja a cuadros escoceses de L. L. Bean que siempre estaba fuera, en el balancín del porche. Era una figura femenina: una joven. Una mujer de huesos delicados. Pelo negro y el rostro escondido a medias bajo la manta. Estaba muy acurrucada, como si tuviera mucho frío. (La temperatura exterior era exactamente de cero grados: la nieve que caía se derretía casi de inmediato.) La joven respiraba con dificultad. Al acercarse más, le fue posible oírla. No tenía buen aspecto. ¿Debía llamar al 911? Se acercó todavía más. En la Home Front Alliance le hubieran ofrecido una cama en la sección de mujeres, una enfermera voluntaria la examinaría y quizá le prescribiera algún antibiótico.

Zeno se quedó quieto a pocos pasos de la joven dormida, envuelta en la manta llena de manchas. Tan acurrucada que no se le veían los pies. Tuvo la sensación nada razonable de que iba descalza. Estaba enferma, febril. Necesitaría atención médica. Pero se quedaría allí, pensó, hasta que empezara a despertarse al sentir su presencia. No podía despertarla él porque entonces el hechizo se desvanecería.

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