Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 3. El padre

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No de su papá sino de un joven rival. Bien parecido y con la inconsciente arrogancia en el andar de un atleta juvenil acostumbrado al éxito, al aplauso. Acostumbrado a la adoración de sus pares y a la admiración de los adultos.

Acostumbrado a las chicas, a mantener relaciones sexuales. Zeno sentía oleadas de celos puramente sexuales. Nada le afectaba tanto como vislumbrar, por casualidad, cómo su hija y su apuesto prometido se besaban, se pasaban el brazo por la cintura, se hablaban en voz baja, reían juntos, tan claramente íntimos y tan cómodos en su intimidad.

Es decir, antes de que a Brett Kincaid lo enviaran a Iraq.

En un primer momento Zeno quiso creer que el muchacho no había tenido que esforzarse, que al haberse enfrentado a tan pocos problemas en el universo escolar de Carthage no podía estar preparado para el mundo adulto que lo esperaba, mucho más inhóspito. Pero era una suposición injusta, quizás: Brett había trabajado a tiempo parcial durante la enseñanza secundaria; su madre, divorciada, tenía un puesto mal remunerado en los servicios comarcales del juzgado de Beechum y su hijo era, como Juliet insistía en recordar, un «cristiano serio y comprometido».

Resultaba difícil creer que hubiera en Carthage adolescentes «cristianos», pero tal parecía ser el caso. Cuando Zeno trabajaba en la Cámara de Comercio de su ciudad había encontrado con frecuencia muchachos así. Chicas como Juliet no le sorprendían: se contaba con que las mujeres fuesen religiosas. En una joven la

religiosidad puede ser

atractiva.

En un muchacho como Brett Kincaid parecía otra cosa. Zeno no estaba seguro de qué.

Recordaba las palabras de Brett en la fiesta de despedida para él y sus amigos del instituto, todos alistados en el ejército de los Estados Unidos y a punto ya de trasladarse para su entrenamiento al campamento de Fort Benning, en Georgia; en aquella ocasión había dicho que quería ser el «mejor soldado» que estuviera en su mano ser. (Su propio padre había participado en la primera guerra del Golfo.) El invierno y la primavera de 2002 habían sido unos meses de fervor patriótico, a raíz del ataque terrorista contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001; en aquel momento las personas no pensaban con lucidez, y menos aún los jóvenes como Brett Kincaid, que de verdad parecían querer defender a su país contra sus enemigos. ¡Con qué seriedad había hablado y qué apuesto estaba con su uniforme de gala del ejército de los Estados Unidos! Zeno había mirado fijamente a aquel muchacho y a su querida hija Juliet colgada de su brazo. Se le había encogido el corazón a medias entre el miedo y el desdén mientras pensaba

Dios del cielo. No dejes de tu mano a este pobre chico, tan buena persona y tan bobo.

Y ahora, al recordar aquel momento patético, cuando todos los presentes aplaudían y brillaban las lágrimas en las mejillas de Juliet, Zeno pensó

Pobre infeliz. Se paga un precio demasiado alto por ser estúpido.

Para Zeno Mayfield, que había llegado a la mayoría de edad en los cínicos años finales de la guerra de Vietnam, resultaba difícil entender que un joven inteligente como Brett Kincaid quisiera de verdad alistarse en el ejército. ¿Por qué, cuando el servicio militar había dejado de ser obligatorio? Era una locura total.

Deseoso de «servir» a su país… ¿Qué país? Casi ninguno de los hijos e hijas de los dirigentes políticos se alistaban en las fuerzas armadas. Ni los jóvenes con estudios universitarios. Ya en 2002 cualquiera se daba cuenta de que en la guerra pelearían los miembros de una clase de marginados, supervisados por el Ministerio de Defensa.

Zeno, sin embargo, no había hablado con Brett de aquel tema. Sabía que Juliet no quería que se «inmiscuyera»; las ideas, los planes de Zeno para todas las personas de su órbita eran tales que había tenido que fijarse como principio el mantenerse al margen. Y además, no se sentía lo bastante próximo al chico: existía una incomodidad entre ellos; Brett Kincaid no había superado nunca del todo la timidez que sentía cuando estrechaba la mano de su futuro suegro.

Brett le llamaba con frecuencia «señor Mayfield», se pasaba de respetuoso.

Y Zeno le había dicho que, por favor, lo llamase «Zeno»… «No estamos en un campamento militar.»

Zeno se había reído, convirtiendo aquello en un chiste. Pero esencialmente le perturbó. Su futuro yerno se sentía incómodo en su presencia, lo que quería decir que no le caía bien.

O, quizás, que no se fiaba de él.

En el tema del ejército, por ejemplo. Si bien Zeno no había tratado de disuadirlo, tampoco se había apresurado a felicitarlo, como todos los demás.

Servir a mi país. El mejor soldado que esté en mi mano ser.

Como mi padre…

Existía un padre, estaba claro. Un padre ausente. Un padre militar que había desaparecido veinte años antes.

Brett se había criado en alguna de las confesiones protestantes, metodismo, quizá. No era una persona crítica, que se hiciera preguntas. No era escéptico. Quería

creer y, en consecuencia,

servir.

La cadena de mando: obedeces las órdenes de tu superior como él obedecía las del suyo y así sucesivamente hasta lo más alto: hasta el Gobierno que había declarado la guerra al terror y, más allá del Gobierno, hasta el Dios combativo de los cristianos.

Nada se cuestionaba de todo aquello. Zeno hubiera querido crear dudas. Había defendido a Cassidy, el profesor de Biología que enseñaba la teoría de Darwin con exclusión del «creacionismo»; en concreto, Cassidy había ridiculizado en clase el «creacionismo» y había ofendido gravemente a algunos alumnos —y a sus padres— que eran cristianos evangélicos. Zeno defendió a Cassidy contra el consejo escolar de Carthage y ganó el pleito, pero la victoria fue pírrica, porque su defendido dejó de tener un futuro profesional en Carthage, marginado por su postura «arrogante y atea». La animosidad contra Zeno Mayfield, por otra parte, también quedó patente.

De no ser porque Brett Kincaid se había comprometido con su hija Juliet, Zeno no habría pensado en abrirle los ojos. Hay que aprender a vivir con la religión si haces carrera como persona pública. Se tiene que aprender a silenciar su escepticismo personal.

Juliet pertenecía a la Iglesia congregacional de Carthage: había decidido incorporarse cuando estudiaba secundaria, atraída por una buena amiga; después de que Brett y ella empezaran a salir juntos, el joven la acompañaba los domingos a los oficios religiosos. Ningún otro miembro de la familia Mayfield iba a la iglesia. Arlette se definía como «protestante y democratacristiana, aunque más bien tibia», y Zeno había aprendido a soslayar las preguntas sobre sus creencias religiosas diciendo que era «deísta», «según la tradición consagrada por los padres fundadores de la nación americana». Zeno encontraba incómoda cualquier conversación seria sobre religión: revelar lo que uno creía era un tipo de exhibición que no se diferenciaba mucho de desnudarse en público; lo más probable era que quedara al descubierto mucho más de lo que se quería. Cressida rechazaba sin rodeos la religión como un pasatiempo para «débiles mentales»: había ido a la iglesia con su hermana mayor durante unos meses en primaria, pero se aburría como una ostra.

Era extraño hasta qué punto Cressida podía estar en lo cierto en muchas cosas y sin embargo (aunque era aquel un pensamiento que Zeno no se permitía expresar en voz alta) lograr que te molestaran sus observaciones y te inclinases a verla con malos ojos por hacerlas.

La fe cristiana de Juliet había sido desde luego un gran consuelo para ella desde el momento en que tuvo noticia de las heridas de su prometido: un mensaje telefónico apresurado e incoherente de la madre de Brett fue lo primero que llegó a sus oídos; Juliet se había mostrado agradecida y no había dejado nunca de proclamar su gratitud por el hecho de que Brett no hubiera muerto, de que Dios le hubiese «perdonado la vida».

Para Juliet la impresión había sido tan fuerte, pensaba Zeno, que no había digerido por completo el hecho de que su prometido era un hombre muy cambiado, y de que aquellos cambios probablemente no eran tan solo corporales.

Desde su regreso a Carthage, Brett vivía con su madre en una casa a unos cinco kilómetros de los Mayfield, y Juliet pasaba mucho tiempo allí con él, pero sus padres apenas lo habían visto. Cuando le era posible, Juliet lo acompañaba a la clínica de rehabilitación anexa al hospital de Carthage; también asistía a algunas de sus sesiones de psicoterapia por ser su prometida; informó con entusiasmo a sus padres de que tan pronto como aumentara un poco su capacidad de concentración, Brett se proponía volver a matricularse en Plattsburgh y graduarse en Ciencias Empresariales, y que se hablaba (Zeno no sabía con qué fundamento) de que a Brett lo contrataría un hombre de negocios de Carthage que tenía a gala dar empleo a excombatientes.

¿Ves, papá? ¡Brett tiene futuro!

Aunque ya sé que quieres que lo deje. Pero no lo voy a hacer.

Zeno habría protestado si Juliet le hubiera acusado en aquellos términos.

Pero, por supuesto, Juliet no lo había hecho.

La guapa Juliet nunca acusaba a nadie de tener pensamientos tan rastreros. Y menos que a nadie a su padre, a quien adoraba.

Pero se presentó la insolente Cressida para tomar a su padre del brazo, tirar de él, y murmurarle al oído con su voz un tanto áspera:

—¡Pobre Juliet! No le han devuelto al «héroe de guerra» que esperaba, ¿no te parece?

La cruel Cressida retorciéndose con algo como risa sofocada.

Zeno había respondido, reprobador:

—Tu hermana quiere a Brett. Eso es lo más importante.

Cressida rio como una niñita traviesa.

—¿Estás seguro?

Varias noches después, el Cuatro de Julio, Juliet había regresado pronto —y sola— a casa (justo cuando los mejores y más deslumbrantes fuegos artificiales empezaban a estallar en el cielo por encima del parque Palisades) para informar a su familia de que había roto su compromiso matrimonial.

Las mejillas manchadas de lágrimas. El rostro había perdido luminosidad y casi parecía poco agraciado. La voz era un ronco susurro.

—Lo hemos decidido los dos. Es la mejor solución. Nos queremos, pero… hemos terminado.

Zeno y Arlette se habían quedado de piedra. Zeno tuvo una sensación muy desagradable de vacío en el estómago. Porque aquello era lo que él había deseado, ¿no era cierto? ¿Que su hija guapa evitase vivir con un marido minusválido y amargado?

Cuando Arlette intentó abrazarla, Juliet se escabulló con un sollozo ahogado, corrió escaleras arriba y se encerró en su cuarto.

La misma Cressida quedó muy impresionada. Por una vez, sus brillantes ojos negros no habían bailado, burlones, cuando salió a relucir el tema de Juliet y Brett Kincaid.

—¡Cielo santo! Julie va a ser muy desgraciada.

Juliet vivía aún en casa a los veintidós años. Después de ir a la universidad en Oneida, decidió regresar a Carthage para enseñar a alumnos de once y doce años en el colegio de Convent Street, a pocos kilómetros de la casa familiar en Cumberland Avenue. Planear su boda con el cabo Brett Kincaid —lista de invitados,

catering, traje de novia y damas de honor, música, flores, ceremonia religiosa en la iglesia congregacional— había sido la pasión dominante de su vida durante los últimos dieciocho meses, y ahora que el compromiso había dejado de existir, Juliet apenas parecía capaz de hablar si se exceptuaban los diálogos más elementales con su familia.

De todos modos, se mostraba siempre, sin excepción, cortés y amable. Si se le saltaban las lágrimas, se las limpiaba con los dedos, como para disculparse.

Tampoco su actitud era de reproche cuando su padre la miraba, inquisitivo, esperando a que hablara. Porque Juliet nunca llegaría ni siquiera a insinuar

¿Estás contento, papá? Espero que lo estés, ahora que nos hemos quitado a Brett de encima.

Aturdido, Zeno le preguntó a Arlette:

—¿Ha hablado ya contigo? ¿Es que no quiere contar nada?

—No.

—¿Y con Cressida?

—No. Juliet nunca hablaría de Brett con

ella.

En el caso de las hermanas, sucedía con frecuencia que Arlette se ponía del lado de

la guapa y no de

la lista.

—Quizá Brett quería hablar de eso con Cressida. Quizás fuera ese el porqué, la razón, de que estuvieran juntos anoche…

Si de verdad habían estado juntos,

los dos solos. Zeno se preguntaba si aquello podía ser cierto.

Era totalmente impropio de Cressida ir a un lugar como Roebuck Inn. Improbable hasta decir basta, tratándose de Cressida, sobre todo un sábado por la noche. Sin embargo, algunos testigos habían contado a la policía que investigaba el caso que estaban seguros de haberla visto allí la noche anterior en compañía de varias personas, en su mayoría varones; y uno de ellos era Brett Kincaid.

¡Un sábado por la noche en pleno verano, y en el lago Wolf’s Head! Había unos cuantos bares en sus orillas, y Roebuck Inn era el más antiguo y popular, probablemente también el más abarrotado y ruidoso; los clientes salían al exterior y ocupaban la terraza con vistas al lago e incluso el amplio aparcamiento; en la terraza tocaba un grupo local de rock a un volumen ensordecedor. A eso se añadía el rugido incontrolable de las motoras en el lago y de las motocicletas en la carretera de Bear Valley.

Antes de convertirse en marido responsable y padre de dos hijas, Zeno Mayfield había pasado tiempo en el lago. Conocía Roebuck Inn. Conocía las salas reservadas para hombres. Conocía el chapotear del agua salobre en torno a los pilares musgosos hundidos en el lago que sostenían la terraza.

Conocía el «ambiente» de los sábados por la noche.

¡Qué desconcertante que Cressida hubiera ido a un lugar así por voluntad propia! Su hija, tan delicada que se estremecía con la música rock en la radio y que desdeñaba sitios como Roebuck Inn y a las personas que pudieran ser sus clientes.

—La mayoría de la gente es de lo más

vulgar. Y unos

inconscientes por añadidura.

Juicios como aquellos salían de la boca de la hija pequeña de Zeno desde muy joven. Su cara de pocos amigos acentuada por el desprecio.

Brett Kincaid había reconocido que coincidió con Cressida en el bar a la orilla del lago. Reconoció que la joven había estado en su jeep. Pero también parecía decir que no habían tardado en separarse. Su relato de la noche del sábado era incoherente y contradictorio. Al preguntarle por los arañazos en la cara y las manchas de sangre en el asiento delantero de su todoterreno había dado respuestas muy vagas: debía de haberse arañado sin darse cuenta y la sangre de las manchas era suya. Había otras posibles «pruebas» que un ayudante del sheriff había hallado al examinar el vehículo, el domingo por la mañana, aparcado con la rueda delantera derecha en la cuneta de Sandhill Road.

La sangre de las manchas se analizaría para determinar su procedencia. (El año anterior, como parte de un chequeo, un médico de Carthage había hecho a Cressida un análisis de sangre cuyos resultados se harían llegar a la policía.)

A Zeno se le habían mencionado las manchas de sangre en el jeep de Kincaid, manchas que parecían «recientes» y «húmedas», y su cerebro se había negado a aceptar la noticia. Arlette, al saberlo, no había dicho una sola palabra.

Porque los dos sabían —estaban convencidos— que el prometido de Juliet, su exprometido, que había estado a punto de convertirse en su yerno, era incapaz de hacer daño a cualquiera de sus hijas. No se lo podían creer y eso era todo.

Como tampoco dejaban de creer que, en cualquier momento, su hija ausente podía llegar a casa, entrar como un vendaval al ver un alarmante número de vehículos estacionados fuera —una mezcla de rostros familiares y desconocidos en la sala de estar— y exclamar:

—¿Qué pasa aquí? ¿Quién ha ganado a la lotería?

El padre se esforzaba por pensar: podría suceder. Por improbable que pareciese, podría suceder.

—Papá, ¡por el amor de Dios! ¿Creías que me había

perdido? ¿Creías que me habían…

matado o algo parecido?

La risa estridente de la hija, como cubitos de hielo que se entrechocan.

Aquella mañana Zeno había querido hablar con Brett Kincaid.

Le dijeron que no. Que no era una buena idea en aquel momento.

—Pero… si no es más que verlo. Cinco minutos…

No. Hal Pitney, amigo de Zeno, funcionario de alta graduación en el departamento del sheriff del condado de Beechum, le dijo que no era una buena idea en aquel momento y que de todos modos no era posible, ya que a Kincaid lo estaba entrevistando el sheriff McManus en persona.

No se trataba de un

interrogatorio, lo que significaría que estaba detenido. Tan solo de una

entrevista, que era el paso previo a un posible arresto.

Solo necesito que me diga si Cressida está viva.

—… nada más ver a Brett. Santo cielo, es como de la familia… prometido de mi hija… de mi otra hija…

Zeno tartamudeaba, tratando de sonreír. Zeno Mayfield cultivaba desde hacía mucho tiempo el brillante fogonazo de una sonrisa, de una sonrisa de político, que ahora surgió de manera inconsciente, pero nada espontánea. Le asustaba la perspectiva de hablar con Brett Kincaid, al considerar cómo Brett lo veía

a él.

Solo tienes que decirme si mi hija está viva.

Pitney le aseguró que transmitiría sus deseos a McManus. Pitney consideró «poco probable» que Zeno pudiera hablar cara a cara con Kincaid durante algún tiempo, pero «¿Quién sabe? Podría terminar enseguida».

—¿Qué? ¿Qué es lo que «podría terminar enseguida»?

Pitney hizo un gesto de preocupación. Como si hubiera hablado de más.

Retenido. El que lo tengamos retenido y lo entrevistemos. Podría terminar enseguida si nos cuenta todo lo que sabe.

Zeno se estremeció al oír aquellas palabras.

Supo que Hal Pitney le había contado ya todo lo que estaba dispuesto a revelarle en aquel momento.

Mientras se dirigía en coche desde Carthage hacia el este, por el accidentado paisaje que llevaba hasta las estribaciones de los Adirondacks y la Reserva Forestal Nautauga, para incorporarse aquella mañana al equipo que buscaba a su hija, Zeno hizo una sucesión de llamadas con el móvil para saber si había «novedades» acerca de la entrevista con Brett Kincaid. Como un usuario compulsivo que consulta su teléfono cada pocos minutos para ver si hay mensajes nuevos, Zeno era incapaz de apagar el suyo y menos aún de deslizarlo en el bolsillo de la camisa y olvidarse de él. Trató varias veces de hablar con Bud McManus. Porque Zeno conocía a Bud, hasta cierto punto; lo bastante, a su entender, para que lo tratase con cierta consideración. (En las escaramuzas de la política en Carthage, le había hecho algún favor a McManus, al menos en una ocasión: ¿no era cierto? Si no era así, Zeno lo lamentaba ahora.) Acabó, en cambio, hablando con Gerry Eisner, otro ayudante del sheriff, quien le dijo (confidencialmente) que la entrevista con Brett Kincaid no estaba yendo bien por el momento… Kincaid aseguraba no recordar lo que había sucedido la noche anterior, aunque parecía saber que alguien a quien unas veces llamaba «Cressida» y otras «la chica» había estado en su todoterreno; en un determinado momento parecía haber dicho que «la chica» lo había dejado y se había subido a otro coche con alguien que Kincaid no conocía… pero no tenía seguridad de nada de todo aquello, porque estaba muy «mamado».

Mamado. Vocabulario de instituto, los adolescentes presumiendo entre sí de lo mucho que se habían emborrachado bebiendo cerveza. Zeno tembló de indignación.

Durante la entrevista, Kincaid parecía aturdido, sin saber apenas dónde estaba. Olía mucho a vómitos, incluso después de que se le permitiera lavarse. Los ojos enrojecidos y el rostro con los injertos de piel hacían que pareciese «una cosa muy rara» en una película de terror, dijo Eisner.

Nunca pensarías, añadió Eisner, que solo tiene veintiséis años.

Nunca pensarías que había sido un crío bien parecido no hace mucho.

—¡Caramba! ¡Un «héroe de guerra»!

Zeno detectó en la voz de Eisner un matiz de asombro, en parte conmiseración y en parte repugnancia.

Era pura casualidad que se hubiera localizado al cabo Kincaid aquella mañana a la hora aproximada en la que los Mayfield, frenéticos, hacían todas las llamadas imaginables para hallar a su hija ausente: se lo había encontrado un ayudante del sheriff a las ocho de la mañana, semiinconsciente, manchado de vómitos y de sangre, despatarrado en el asiento delantero de su todoterreno en Sandhill Road; la rueda derecha delantera del vehículo se había salido de la pista sin asfaltar, que estaba más o menos a medio metro por encima de una zona pantanosa. Excursionistas madrugadores que transitaban por la reserva habían llamado con su móvil al 911 para informar sobre un vehículo al parecer averiado con un conductor «inconsciente», despatarrado en el asiento, y con las dos puertas delanteras abiertas.

Cuando el ayudante del sheriff zarandeó a Kincaid hasta despertarlo, y se identificó como agente de policía, Kincaid lo empujó y trató de golpearle, gritando de manera incoherente, como si estuviera asustado, y sin la menor idea de dónde se encontraba; el ayudante del sheriff tuvo que reducirlo, esposarlo y pedir refuerzos.

A Kincaid, sin embargo, no se le había detenido. Tan solo conducido a la jefatura de policía en Axel Road.

Zeno sabía que Brett Kincaid tenía prohibido beber mientras estuviera tomando la medicación. Según Juliet, se le administraban todos los días media docena de pastillas que necesitaban receta.

Zeno sabía que Brett Kincaid estaba «muy cambiado» desde su regreso de Iraq. No era una situación nueva ni poco frecuente —tampoco tendría que haberle sorprendido dada la atención que prestaban los medios de comunicación a otros excombatientes perturbados que regresaban de la guerra—, pero para quienes conocían a Kincaid, para aquellos que se suponía que lo querían, era algo nuevo, algo nada común, y resultaba perturbador.

Eisner dijo que quizá Kincaid tenía alguna «lesión cerebral». Con seguridad solo recordaba que había sucedido algo; recordaba a una «chica», pero no estaba seguro de qué era lo que recordaba.

—Eso se ve a veces —dijo Eisner—. En algunos casos.

Zeno preguntó ¿en qué casos?

Eisner dijo, cauteloso:

—Cuando no consiguen recordar.

Zeno preguntó, cuando no consiguen recordar ¿qué?

Eisner guardó silencio. Al fondo se oían voces masculinas, risas extrañas.

Zeno pensó

Cree que Kincaid ha hecho daño a mi hija. Y que después de hacerle daño perdió el conocimiento y ahora no recuerda nada.

El cerebro legal, fríamente cruel del padre, reflexionó:

Defensa basada en la locura. Haya hecho lo que haya hecho. No culpable.

Sería lo primero que pensaría cualquier abogado defensor. Era la idea más cínica y no obstante la más rentable en una situación así.

El padre, sin embargo, se dio un codazo metafórico. Estaba seguro de que a su hija en realidad no le había

hecho daño nadie.

Le invadió una oleada de culpabilidad, de congoja:

por supuesto, a su hija no le había pasado nada.

Sandhill Road era una pista de tierra mal mantenida que serpenteaba por el extremo sur de la Reserva Forestal Nautauga, siguiendo durante gran parte de su longitud las curvas del río. Había algunos senderos para excursionistas, pero en las orillas del río la maleza era espesa, cualquiera pensaría que impenetrable; aun así existían senderos apenas marcados que llevaban por una pendiente hasta el río, por lo menos de tres metros de profundidad en aquel tramo, con una corriente muy veloz y rápidos espumeantes y agitados entre grandes rocas. Si se arrojaba un cadáver al río, podía quedar enganchado de inmediato en las rocas y la maleza; o ser arrastrado rápidamente por la corriente río abajo, sin dejar el menor rastro.

En coche se tardaban quizá diez minutos desde Roebuck Inn en el lago Wolf’s Head hasta la entrada de la reserva forestal y otros diez minutos más hasta Sandhill Point. Cualquiera que viviese en la zona —un joven como Brett Kincaid, por ejemplo— conocía las pistas y los senderos de la parte sur de la reserva. Tenía que conocer igualmente Sandhill Point, una península larga y estrecha que se adentraba en el río, de no más de un metro en su parte más ancha.

En el exterior de la reserva, Sandhill Road estaba casi asfaltada y se cruzaba con la carretera de Bear Valley, que enlazaba, a varios kilómetros hacia el oeste, con el lago Wolf’s Head y con Roebuck Inn & Marina sobre el lago.

Sandhill Point estaba más o menos a diecisiete kilómetros del 822 de Cumberland Avenue, la dirección de la casa familiar de los Mayfield.

No demasiado lejos, a decir verdad; no tan lejos como para que Cressida no pudiera volver a pie en caso necesario.

Si por ejemplo (los pensamientos del padre volaron como alas que luchan frenéticamente contra el viento) se hubiera sentido avergonzada, con la ropa rasgada y sucia. Si no hubiera querido que la viese nadie.

Porque Cressida era muy tímida. La atenazaba la timidez en los momentos más inesperados.

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