Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 3. El padre

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¡Y siempre perdiendo el móvil! A diferencia de Juliet, que cuidaba mucho el suyo y nunca salía de casa sin él.

Zeno estaba todavía hablando por teléfono con Eisner, que se quejaba de que la cadena local de televisión, que difundía boletines con «noticias de última hora» cada treinta minutos, presionase a la oficina del sheriff para que les dedicasen más tiempo y les proporcionaran citas que pudieran reproducirse textualmente… «Las típicas sandeces. No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza.»

Zeno dijo «Sí. Cierto», sin estar seguro de con qué se mostraba de acuerdo; no pudo dejar de preguntar otra vez si podría hablar con Brett Kincaid, que había llegado casi a ser su yerno, el prometido de su hija, por favor, solo un minuto cuando se hiciera una pausa en la entrevista. «Solo un minuto, eso es todo lo que necesitaría», y Eisner respondió, con un punto de irritación en la voz: «Lo siento, Zeno. Creo que no es posible». Pasó a explicar que nadie podía hablar con Kincaid mientras estuviera retenido por razones que su interlocutor tenía que entender (cualquier sospechoso de un posible delito podría llamar a un cómplice que estuviera a poca distancia, pedirle que hiciera desaparecer pruebas, y que le ayudara y secundase), aunque al cabo se le habría permitido hacer una llamada si hubiera pedido un abogado, pero Kincaid había renunciado, diciendo de manera rotunda que ni lo necesitaba ni lo quería. Zeno pensó con alivio

¡No quiere abogado! Estupendo. Zeno no se imaginaba a ningún abogado de Carthage al que Kincaid pudiera acudir: en circunstancias más normales el muchacho le habría llamado

a él.

Con una voz que se había vuelto destemplada y agresiva, Zeno volvió a preguntar si podría hablar con Bud McManus y Eisner dijo que no, no creía que Zeno pudiera hablar con Bud McManus, pero que, cuando hubiera noticias, el sheriff le telefonearía personalmente. Y Zeno dijo: «Pero ¿cuándo será eso? Lo tenéis ahí, lo tenéis ahí desde ¿cuándo? Dos horas al menos, lo tenéis desde hace dos horas, no conseguís que hable o no estáis tratando de conseguirlo, de manera que ¿cuándo va a ser eso? Solo pregunto». Y Eisner contestó, palabras que Zeno apenas oyó por los violentos latidos de la sangre en sus oídos. A continuación dijo, alzando la voz, por temor a que el móvil se le quedara sin cobertura al acercarse a la entrada de la reserva y cruzar el aparcamiento lleno de baches en su Land Rover: «Escucha, Gerry: necesito saberlo. La incertidumbre hace que me cueste trabajo hasta respirar. Porque Kincaid tiene que saberlo. Kincaid puede saberlo. Kincaid sabrá… algo. Solo quiero hablar con Bud, o con el chico… Si pudiera hablar con él, sabría lo que ha pasado, Gerry. Quiero decir que a mí me lo contaría. Si… si tiene algo que decir, me lo diría a mí. Porque, he tratado de explicarlo, Brett es casi miembro de la familia Mayfield. Era casi mi hijo. Mi hijo político. Demonios, aún podría suceder. Los compromisos se rompen y se rehacen. No son más que críos. Mi hija Juliet. Ya sabes, Juliet. Y Cressida, su hermana. Si pudiera hablar con Brett, quizá nada más que por teléfono, como estamos haciendo ahora, no cara a cara en jefatura con otras personas delante, dos o tres minutos… Solo quiero oír su voz… Solo quiero preguntarle… Creo que

a mí me lo contaría…».

La comunicación se había cortado: el móvil había perdido la conexión.

—Papá.

Era Juliet, la mano en el hombro de Zeno. Por un instante no logró recordar dónde estaba, de qué hija se trataba. Luego la esquirla del miedo le atravesó el corazón, la otra chica había desaparecido.

Ante el gesto sombrío de Juliet, comprendió que nada había cambiado.

Pero por ese mismo gesto entendió también que seguían sin llegar malas noticias.

—Corazón. Qué tal estás

.

—No muy bien, papá. No en este momento.

Juliet lo había despertado de un sueño semejante a la muerte. Había una razón para despertarlo, le explicaba su hija, pero debido al estruendo en sus oídos, Zeno tenía dificultades para oírla.

El pulso le palpitaba en los oídos, la sangre en oleadas.

Aunque ahora el corazón le latía despacio, como el tañer de una gran campana.

Su hija mayor tendría que haberse inclinado para darle un beso. Rozarle la mejilla con el frescor de sus labios. Eso

tendría que haber sucedido.

—Bajo ahora mismo, cariño. Díselo a tu madre.

Juliet estaba muy afectada, Zeno lo sabía bien. Lo que había pasado entre su hermana y su antiguo novio era un asunto que provocaba entre la gente las suposiciones más morbosas. Era inevitable que su nombre apareciera en los medios de comunicación. Inevitable que los periodistas la acosasen.

El reloj marcaba las cinco y veinte. Cielo santo, había dormido dos horas y media. La vergüenza le abrumó.

Su hija desaparecida y Mayfield

dormido.

Confió en que McManus y los otros no se hubieran enterado. Si, por ejemplo, habían tratado de localizarlo, devolver sus muchas llamadas, y Arlette había tenido que decirles que su marido estaba durmiendo durante el día, agotado. Zeno no podía hablar con ellos en aquel momento, muchas gracias.

Ridículo. Por supuesto que no habían llamado.

Apoyó los pies en el suelo. Se quitó la camiseta empapada en sudor. En el vientre, pliegues de carne pálida y húmeda, muslos como jamones. Vello hirsuto en el pecho, de un color cobre metálico, y tan denso en las axilas como la maleza de la reserva.

Era grandón, pero no gordo,

todavía no.

La pícara Cressida tenía la costumbre de pellizcar a su padre en la cintura. «Vaya, vaya, papá. ¿Qué es esto?»

Una broma permanente en la familia Mayfield, así como entre sus parientes y amigos íntimos, era que a Zeno le preocupaba mucho su aspecto. Que se avergonzaba cuando se le decía que había ganado peso.

«Papá, será mejor que sigas la dieta Atkins. Carne cruda y whisky.»

Cressida era menuda, casi infantil. Excepto por el pelo afro como una aureola oscura, se la podía confundir con un chico de doce años.

Arlette decía, desaprobadora: «Cressida no come porque

se niega a menstruar».

Al padre le escandalizó tanto oír aquello que fingió no enterarse.

Un par de meses antes, cuando Brett Kincaid había aparecido por su casa con unos pantalones cortos muy holgados de color caqui, Zeno había reparado durante un instante en los muslos consumidos del muchacho, en sus músculos atrofiados por las semanas de hospitalización. Al recordar el aspecto de Brett un año antes, resultaba terrible ver cómo un hombre joven había dejado de serlo.

La terapia estaba reconstruyendo los músculos, pero era un proceso lento y doloroso.

Juliet le ayudaba a caminar; le había ayudado a caminar.

Andar, andar, andar… kilómetros. El delicado brazo de Juliet en la cintura del cabo, para que caminara por el parque Palisades donde había muy pocas cuestas. Porque las cuestas dejaban a Brett sin aliento.

Los músculos de brazos y hombros seguían siendo los mismos que antes de las heridas. Cuando había contado con una silla de ruedas en el hospital de excombatientes, la había utilizado para trasladarse a todos los sitios a los que podía llegar, y hacer así ejercicio.

No tenía fracturado el cráneo, pero había sufrido un traumatismo, una «conmoción cerebral».

Un cerebro herido se podía curar. Era un hecho comprobado.

Llevaría tiempo. Y cariño.

Lo había dicho Juliet. Apretaba la mano de su prometido y su sonrisa era admirable, estaba llena de valor y desprovista de ironía.

De manera que había sido una gran sorpresa —una sorpresa y un alivio— que, solo pocas semanas después, Juliet les dijera que habían roto su compromiso matrimonial.

Excepto que las cosas no terminan tan fácilmente. El padre lo sabía.

No es tan fácil entre hombres y mujeres.

¡Dios del cielo! Zeno se olió. El sudor de la ansiedad, de la desesperación.

Antes de acostarse aquella noche él mismo cambiaría las sábanas, antes de que Arlette entrara en la habitación. Zeno tenía una manera muy espectacular de hacer la cama, agitando las sábanas en el aire para que flotaran, como podría hacerlo un mago, y luego remetía las esquinas, muy bien ajustadas, y alisaba las arrugas, hábil, rápido, un-dos-tres, hacía reír a sus hijas cuando eran pequeñas, como un personaje de una película de dibujos animados. En los campamentos de

boy scouts había aprendido todo tipo de saberes útiles.

Había sido

scout con grado de águila, por supuesto. Zeno Mayfield a los catorce años, el

scout águila más joven en toda la historia de la región de los Adirondacks.

Sonrió al recordarlo. Luego dejó de sonreír.

Llegó a trompicones hasta el cuarto de baño. Abrió el agua de la ducha, los dos grifos al máximo. Metió la cabeza bajo el chorro, esperando despertarse. Al perder el equilibrio se agarró a la cortina de la ducha, aunque (gracias a Dios) no llegó a arrancarla.

El incomparable placer de sentir en cascada, por el rostro y por el cuerpo, la punzante agua caliente. Durante un momento Zeno fue casi feliz.

Arlette estaba en la puerta del cuarto de baño: más allá del ruido de la ducha le hablaba con urgencia. «¡La han encontrado! ¡Se acabó, han encontrado a nuestra hija!» Pero cuando Zeno le pidió a su mujer que repitiera lo que acababa de decir, sus palabras, llenas de ansiedad, fueron:

—Están aquí. La gente de la televisión. Baja cuando puedas.

—¿Me da tiempo a afeitarme?

Arlette se acercó a la ducha para verlo mejor, pero no metió la mano en el chorro de agua caliente para tocarle la cara.

—Sí. Más te vale.

Zeno se secó deprisa con una toalla enorme. Trató de pasarse un peine por el pelo y luego un cepillo, con la esperanza de no tener que enfrentarse con su imagen en el espejo empañado del cuarto de baño, los ojos inyectados en sangre y asustados.

—Ten. Ropa limpia. Esta camisa…

Zeno, agradecido, aceptó las prendas que le ofrecía su mujer.

En el piso de abajo resonaban voces. Arlette trató de explicarle quién estaba allí, quién acababa de llegar, qué familiares, qué reporteros de la televisión, pero Zeno no era capaz de atender. Tenía la desconcertante sensación de que la puerta principal de su casa estaba abierta de par en par y podía entrar cualquiera.

La puerta abierta al máximo, y su hijita que se había

escabullido.

Excepto que Cressida ya no era una niñita, por supuesto. Tenía diecinueve años: toda una mujer.

—¿Qué tal estoy? ¿Me das tu aprobación?

No era infrecuente que a Zeno Mayfield le hicieran entrevistas. Si bien las cámaras de televisión convertían la experiencia en más tensa, elevaban la apuesta.

—Vaya, Zeno. Te has cortado al afeitarte. ¿No lo has notado?

A Arlette se le escapó un sollozo de impaciencia. Con un poco de algodón limpió la barbilla de su marido.

—Gracias, cariño. Te quiero.

Haciendo de tripas corazón bajaron las escaleras de la mano. Arlette —observó Zeno— se había recogido el pelo, que de la noche a la mañana parecía haber perdido su brillo habitual; su mujer, además, se había pintado los labios y había buscado a ciegas algo en su joyero para colgarse del cuello: un collar de perlas baratas que nadie le había visto ponerse desde hacía diez años. Sus dedos tenían la frialdad del hielo y le temblaba la mano. Zeno volvió a decir, en un susurro, «Te quiero», pero Arlette estaba distraída.

Y Zeno se sintió desorientado al ver a tanta gente en su sala de estar. Se habían apartado los muebles. Las luces de la televisión resultaban cegadoras. La presentadora de WCTG era una conocida de Zeno desde sus días de alcalde, cuando Evvie Estes había trabajado como relaciones públicas para el ayuntamiento de Carthage, en un despacho mínimo lleno de humo al fondo de la planta baja en el viejo edificio de piedra arenisca. Evvie era ya una mujer mayor, de ojos y boca más duros, muy maquillada, con un aire de intensa preocupación que parecía completamente sincera.

—Señor y señora Mayfield, Zeno y Arlette, buenas tardes. ¡Qué terrible ha sido el día de hoy para ustedes!

Adelantó el micrófono en su dirección, dando la sensación de que su comentario exigía una respuesta. Arlette, con una sonrisa muy forzada, se quedó mirando a la periodista como si su sorpresa fuese total, y Zeno frunció el ceño mientras decía, con tranquilidad y entonación seria:

—Sí; un día de terrible preocupación. Nuestra hija Cressida no aparece; tenemos razones para creer que se ha perdido en la Reserva Forestal Nautauga o en sus inmediaciones. Tal vez esté herida, de lo contrario ya se habría puesto en contacto con nosotros a estas alturas. Tiene diecinueve años y por desgracia carece de experiencia como excursionista… Confiamos en que alguien haya podido verla o disponga de alguna información sobre su paradero.

La manera profesional en que Zeno se dirigía a los entrevistadores —mirando a la cámara de televisión con el ceño ligeramente fruncido y los ojos entrecerrados— no le abandonó ni siquiera en aquel momento de tanta tensión. Si hubo un temblor en su voz, nadie lo habría detectado.

Evvie Estes, con el pelo teñido de un rubio de lo más estridente, hizo varias preguntas de puro sentido común a los Mayfield. La voz tranquila y un poco solemne de Zeno salvó la situación siempre que Arlette se mostraba poco inclinada a responder. Sí; su hija había hablado con ellos a última hora del sábado, antes de salir de casa; no, no estaban al tanto de que se propusiera ir al lago Wolf’s Head.

—Pero quizá Cressida no lo sabía aún. Quizá fue algo que surgió más tarde.

Era lo que Zeno quería pensar, y no que Cressida les había mentido.

Pero no conseguía descartar la hipótesis de que Cressida hubiera mentido. Había mentido por omisión al decirles que iba a casa de una amiga, aunque sin añadir que, después de estar con su amiga, planeaba aparecer por el lago Wolf’s Head, a quince kilómetros de distancia.

Era ya un hecho comprobado que Cressida había estado con su amiga hasta las diez, hora en la que se marchó para, tal como le había hecho creer a Marcy, «volver a casa».

La joven había ido andando, y no en coche, a casa de su amiga, que estaba a poco más de un kilómetro del hogar de los Mayfield. Marcy creía que Cressida había vuelto a casa de la misma manera, después de rechazar su ofrecimiento para llevarla.

También cabía la posibilidad de que alguna otra persona, cuya identidad Marcy desconocía, hubiera recogido a Cressida al salir de su casa para volver a la de los Mayfield.

A Zeno no le parecía (aún) muy normal todo aquello. Pero no tenía ningún deseo de hacérselo saber a los espectadores de la televisión.

Aunque había pensado en la ironía de que, mientras Cressida estaba, como aseguraban varios testigos, en el lago Wolf’s Head con Brett Kincaid, su hermana Juliet se hubiera quedado en casa con sus padres; para entonces la hermana mayor se había acostado ya.

Aquella noche los Mayfield habían invitado a cenar a unos amigos de toda la vida y Juliet ayudó a Arlette con los preparativos. Cressida, por su parte, insistió en explicar que no iba a acompañarlos en la cena porque había quedado con Marcy Meyer, su amiga del instituto.

Evvie Estes preguntó si habían notado algo que despertara sus «sospechas». ¿Cuándo habían visto a Cressida por última vez?

—Sospechas, ninguna. Era una noche cualquiera. Cressida iba a ver a una amiga del instituto, y sin necesidad de que nos lo dijera, habríamos sabido que iba a estar de vuelta lo más tarde a las once. No era más que una noche corriente.

A Zeno no le había gustado que Evvie Estes les lanzara aquella palabra: «Sospechas».

Zeno y Arlette estaban sentados uno al lado del otro en un sofá. Zeno apretaba con firmeza la mano de Arlette como para protegerla. Con anterioridad Juliet había ayudado a Arlette a buscar fotografías de Cressida para pasárselas a la policía y a los medios de comunicación, con el fin de mostrarlas en televisión y en internet a lo largo del día; Zeno daba por sentado que se mostrarían durante las noticias de las seis de la tarde, acompañando la entrevista con sus padres. Y esperaba que la conversación, que estaba siendo grabada, de unos quince minutos de duración, no quedara irreconocible por los cortes.

—Toda nuestra esperanza es que Cressida se ponga pronto en contacto con nosotros… si es que puede. O, si está lastimada o perdida, que alguien la encuentre. Rezamos para que esté en la reserva… es decir, para que no se la hayan… llevado… —Zeno hizo una pausa, parpadeando ante aquella posibilidad, un obstáculo repentino semejante a un enorme peñasco en el camino— a algún otro sitio… —su antigua facilidad para hablar en público le estaba abandonando, como un globo que se desinfla. Casi tartamudeaba ya mientras concluía la entrevista—. Si alguien nos puede ayudar… ayudarnos a encontrarla… cualquier información que nos lleve hasta ella… su paradero… ofrecemos una recompensa de diez mil dólares… por el rescate… el regreso… de nuestra hija, Cressida Mayfield.

Arlette se volvió y lo miró fijamente. ¡Diez mil dólares!

Aquello era una novedad completa. Algo de lo que no habían hablado. Según la información de que Arlette disponía, Zeno no había pensado en una recompensa hasta aquel momento.

Al pronunciar las palabras «diez mil dólares» la voz de Zeno resultó extrañamente jubilosa. Y había sonreído de manera peculiar, entrecerrando los ojos bajo los focos de la televisión.

La entrevista terminó muy poco después. La camisa blanca de Zeno se le había pegado a la piel: había vuelto a sudar. Y ahora, además, también él temblaba.

Por supuesto los Mayfield podían permitirse una recompensa de diez mil dólares. O una cantidad mucho mayor si eso significaba recuperar a su hija.

—¿Zeno? ¿Adónde vas?

—Vuelvo a la reserva. A seguir buscando.

—¡Ni hablar! Ahora, no.

—Quedan dos horas de luz, por lo menos. Tengo que estar allí.

—Eso es ridículo. Por supuesto que no. Quédate aquí con nosotras…

Zeno vacilaba. Pero terminó por negarse. No, no,

no. No tenía intención de seguir esperando en aquella casa donde le era imposible respirar.

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