Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 4. Descender y ascender

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Descender y ascender

Me di cuenta, tan pronto como vi la cama sin abrir.

Supe… que había sucedido algo.

A las cuatro y ocho minutos de la madrugada Arlette se despertó sobresaltada.

La más extraña de las sensaciones… la de que algo iba mal, la de un cambio importante; aunque en el interior a oscuras de su dormitorio —suyo y de Zeno— reinaba la comodidad, el desahogo; aunque las rítmicas respiraciones ásperas de Zeno suponían un consuelo y una seguridad para ella.

Debía de haber sido un sueño lo que la había despertado. Un remolino de ansiedad, como hojas que girasen en un túnel de viento. La habían arrastrado hasta… algún sitio. Se había despertado con la boca seca y en tensión, convencida de que algo había cambiado en la casa o en la vida de la casa.

O que… echaba de menos una de sus extremidades.

Ese era el sueño.

¿Qué nombre tenía aquel fenómeno?, ¿«miembro fantasma»? En esos casos falta un miembro de verdad, pero se siente la presencia (dolorosa) de la extremidad (ausente); en este caso al cuerpo de Arlette no le faltaba nada, hasta donde ella sabía.

Era una cosa misteriosa, semejante pérdida. Y, sin embargo, la sensación resultaba inequívoca.

A partir de aquel momento la sensación no desaparecería nunca.

Sin despertar a Zeno, abandonó la cama.

A veces, por la noche, cuando se despertaban —todos los días los dos se despertaban varias veces, aunque solo fuera unos segundos—, Arlette besaba a Zeno en la boca como una broma afectuosa, o Zeno la besaba a ella. Eran besos como saludos despreocupados, sin intención de despertar al otro por completo.

«Cómo está mi cariñito», murmuraba quizás Zeno. Pero antes de que Arlette pudiera responder, su marido se hundía de nuevo en el sueño.

Zeno estaba muy dormido. El sutil e irrevocable cambio sísmico en la vida de la casa que Arlette había detectado le dejaba indiferente. Como alguien caído de espaldas, yacía con las extremidades separadas, despatarrado, ocupando dos terceras partes de la cama con su cálido sueño ronroneante.

Arlette había aprendido a dormir sin que su marido la perturbase; siempre que era posible sus sueños incorporaban la audible respiración de Zeno de las maneras más ingeniosas.

Los ronquidos de Zeno se podían representar, por ejemplo, mediante formas zigzagueantes parecidas a insectos metálicos que pasaran volando sobre su rostro mientras soñaba. A Arlette la despertaba en ocasiones su propia risa sorprendida.

Aquella noche, durante la cena con sus amigos, Zeno había consumido una botella de vino entera, aprovechando las ocasiones en que tenía que servir a los demás. Había estado de muy buen humor, contando anécdotas, riendo a carcajadas. Se había mostrado tiernamente solícito con Juliet y se había abstenido de gastarle bromas, lo que no era normal en la relación del padre con sus hijas.

A lo largo de sus muchos años de matrimonio había habido episodios —etapas breves— de excesos alcohólicos por parte de Zeno. Arlette entendía que su marido había bebido mucho durante la cena, dado que se sentía culpable por su evidente alivio al romper Juliet su compromiso matrimonial.

No delante de su hija mayor, por supuesto, sino de Arlette.

Gracias a Dios. Ya podemos respirar otra vez.

Excepto que no era así de fácil. No iba a ser nada fácil. Porque a su hija se le había partido el corazón.

Juliet había pasado la velada con ellos. Y no con su prometido.

Es decir, con su exprometido.

Había ayudado a su madre a preparar una cena complicada y también a servir en el comedor; y siempre sonriendo, siempre risueña. Como si no tuviera una vida en otro sitio, una vida de mujer fuera del hogar familiar, una vida con un hombre, un amante del que se había separado de manera abrupta y misteriosa.

Había sido una pequeña conmoción ver que la sortija de compromiso (de la que Juliet había estado tan orgullosa) desaparecía de su dedo anular.

De hecho, en los delicados dedos de Juliet no había ni sortijas ni anillos, como si estuviera de luto.

En la cena, tres parejas y la hija. Tres matrimonios de mediana edad y una joven de veintidós años.

La hija, muy hermosa y con el corazón destrozado.

Por supuesto, nadie le había preguntado por Brett. Nadie había sacado a colación ni por lo más remoto el tema de Brett Kincaid. Como si no existiera, como si Juliet y él no hubieran hecho nunca planes de boda.

«Es una cosa bien triste, maldita sea. Pero nosotros no tenemos la culpa, Dios bendito.»

«¿Qué hemos hecho nosotros? Nada en absoluto, carajo.»

Estaba borracho, murmurando entre dientes. Se sentó pesadamente en la cama e hizo gemir los muelles del colchón. Dio una patada a un zapato, que recorrió media alfombra.

«Juliet tendría que hablarlo con nosotros. ¡Somos sus padres, joder!»

Arlette sabía que era mejor dejarlo solo cuando estaba de mal humor. Ni le daba la razón ni intentaba aplacarlo. Prefería que se macerase en cualquier estado de ánimo que lo inundara por dentro como bilis.

«Fue una decisión idiota, alistarse en el ejército. “Servir a su país.” Mira cómo ha acabado.»

«De todos modos, ya no va a hundir también a nuestra hija.»

Arlette no se agachó para recoger el zapato. Pero lo apartó con el pie para que ninguno de los dos tropezara con él a oscuras en el caso de que tuvieran que levantarse para ir al baño.

Tan pronto como su cabeza descansó sobre la almohada, Zeno se quedó dormido.

Una respiración entrecortada y áspera, como si se hubiera atragantado.

Estaba encendido el aire acondicionado. Una suave brisa recorría el dormitorio. Arlette cubrió con la sábana los hombros de su marido dormido. En momentos así la dominaba un sentimiento amoroso, mezclado con miedo, ante el espectáculo de sus hombros de músculos poderosos, la parte superior de los brazos cubierta de vello hirsuto, la carne floja de las mandíbulas cuando se tumbaba de lado. Dentro del hombre de mediana edad aún descubría al Zeno Mayfield desenvuelto y juvenil del que se había enamorado.

La mortalidad de un hombre dormido es por demás evidente.

Estaban ya en esa edad —y se acercaban a otra todavía más radical— en que las mujeres empiezan a perder a sus maridos, a convertirse en «viudas». Arlette se resistía a pensar así.

Más adelante, al recordar aquella noche, se dieron cuenta de que se preocupaban por Juliet, y también por Brett Kincaid, a quien quizá nunca volverían a ver.

Casi no pensaron más que en Juliet. Como era habitual en el hogar de los Mayfield desde que el cabo Kincaid había regresado de Iraq convertido en inválido de guerra.

Cressida había pasado entre ellos como un espectro. De camino hacia una velada con su amiga del instituto que vivía lo bastante cerca como para ir andando y no en coche. Hacia las seis de la tarde debió de despedirse con un adiós despreocupado, del que Arlette y Juliet, en la cocina, apenas se dieron cuenta.

«¡Adiós! Hasta luego.»

Era posible que ni siquiera lo hubieran oído. Cressida no se había molestado en atravesar el umbral de la cocina para anunciar que se marchaba.

Zeno no estaba en casa. Había salido a comprar el vino, que elegiría con la quisquillosa minuciosidad de un hombre que en realidad no sabe nada de vinos pero al que le gusta dar la sensación de que es un experto.

Tendría que haber sido una velada como las demás, aunque se tratara de una noche de sábado en pleno verano.

En el norte del estado de Nueva York y en la región de los Adirondacks, la población se triplicaba durante aquellos meses.

Veraneantes. Campistas, caravanas. Pandillas de motoristas. Por la noche, incluso en una tranquila calle residencial como Cumberland, se oían a lo lejos los burlones rugidos de las motocicletas.

En los lagos —Wolf’s Head, Echo, Wild Forest— se producían «incidentes» todos los veranos. Peleas, agresiones, allanamientos, vandalismo, incendios provocados, violaciones, asesinatos. Pequeñas comisarías locales con pocos agentes tenían que llamar a la policía estatal en ocasiones extremas.

Cuando Zeno era alcalde de Carthage, varias pandillas de Ángeles del Infierno se habían reunido en el parque Palisades. Después de un día y parte de una noche de borracheras y celebraciones cada vez más destructivas, los vecinos se habían quejado tan amargamente que Zeno envió a la policía de Carthage para desalojar «de forma pacífica» a los alborotadores.

Estuvo a punto de desencadenarse un verdadero motín. Se reconoció que Zeno había tomado las decisiones correctas justo a tiempo.

No se detuvo a nadie. Ningún policía resultó herido. No fue necesario llamar a la Guardia Nacional.

Las bandas de moteros no habían vuelto al parque Palisades. Pero continuaban reuniéndose en los lagos los fines de semana. Aún era posible oír a veces, a lo lejos, de noche, por una ventana abierta, los aullidos desdeñosos y desafiantes de las motos, todo ello mezclado con el sonido de los insectos nocturnos.

Arlette salió del dormitorio. Zeno no se había despertado.

Descalza, con un ligero camisón de muselina, avanzó por el pasillo alfombrado. Más allá de la puerta cerrada de la habitación de Juliet —Arlette sabía que su hija mayor estaba en casa, que llevaba horas acostada, como sus padres— siguió, sin temor a equivocarse, hasta el cuarto en el que sabía que

algo no estaba bien.

Para entonces, pasadas las cuatro de la madrugada, Cressida habría vuelto ya de casa de Marcy Meyer. Tendría que haber regresado muchas horas antes. No habría querido molestar a sus padres y habría subido a su habitación lo más silenciosamente posible: como Zeno señalaba, era una peculiaridad de su hija menor, desde muy pequeña, «deslizarse como un ratoncito» sin que nadie advirtiera su presencia.

Mientras Arlette se decía todo aquello, estaba ya abriendo la puerta y encendiendo una luz para ver: la cama de Cressida estaba todavía hecha, desocupada.

Aquello no era normal. Más bien muy anormal.

Arlette se quedó en el umbral, mirando despacio.

Por supuesto, la habitación estaba vacía. A Cressida no se la veía por ninguna parte.

El matrimonio se había acostado después de que se marcharan los invitados y de dejar la cocina razonablemente limpia. Se habían ido a la cama al poco de dar las once, sin pensar, o no más que un momento, en Cressida, que estaba, a fin de cuentas, como se les había hecho creer, solo de visita en casa de Marcy Meyer, su amiga de secundaria, a un kilómetro de distancia.

Quizá las dos chicas habían salido a cenar juntas. O quizá con los padres de Marcy. Quizá habían visto un DVD. «Inadaptadas juntas en solidaridad», había bromeado Cressida.

En el instituto Cressida y Marcy habían sido «amigas íntimas» a falta de otra alternativa, como decía Cressida. «La amistad de dos chicas que caen mal a todo el mundo dura de por vida.»

(Otra típica exageración de Cressida. Ni Marcy Meyer ni ella caían mal a todo el mundo, su madre estaba segura.)

Arlette se acercó despacio hasta tocar el edredón sobre la cama de su hija.

Estaba colocado con total simetría sobre la ropa de la cama. Arlette sabía que, si lo levantaba, vería que las sábanas estaban perfectamente alisadas, porque Cressida no soportaba arrugas ni pliegues en las telas.

Las sábanas estarían bien remetidas entre el colchón y el canapé.

Porque dada la manera de ser de su hija pequeña, siempre hacía las cosas

con la mayor pulcritud. Con aire de feroz desdén, de desagrado, pero

con pulcritud.

A Cressida le molestaba todo lo que fueran tareas y quehaceres domésticos: cosas «de la casa». Su imaginación era más elevada, más abstracta.

Sin embargo, aunque le desagradaran, se apresuraba a despacharlas para quitárselas de encima.

«¡No se me ocurre nada tan entontecedor como la vida de un ama de casa! Pobre mamá.»

A Arlette le dolían con frecuencia las observaciones desconsideradas de su hija. Aunque sabía que Cressida la quería, a veces parecía evidente que no la respetaba.

«Pero si no hubieras estado disponible, a Jule y a mí no se nos habría visto el pelo, imagino.»

«Así que, ¡gracias!»

Arlette se preguntó si era posible que Cressida hubiera planeado quedarse a pasar la noche en casa de Marcy. Como lo habían hecho en otras ocasiones cuando estudiaban juntas. Parecía poco probable ya, pero…

«Por el amor de Dios, mamá. Qué idea tan totalmente descerebrada.»

Arlette salió de la habitación de su hija y bajó la escalera. Respiraba muy deprisa, aunque su pulso era normal.

Desde el teléfono de la pared de la cocina llamó al móvil de Cressida.

Se oyó un timbre débil, pero nadie contestó.

Enseguida se produjo un estallido de música electrónica, acordes disonantes y una voz de ordenador diciendo fríamente a la persona que llamaba que dejara su mensaje después de oír la señal.

—¿Cressida? Soy mamá. Te llamo a las cuatro y diez de la madrugada. Me pregunto dónde estás… Si puedes haz el favor de llamarme cuanto antes…

Arlette colgó. Pero volvió a llamar de inmediato.

La segunda vez le faltaron las palabras al dejar el mensaje…

—Mamá otra vez. Estamos un poco preocupados, cariño. Es muy tarde… Llámanos, ¿de acuerdo?

Esta vez utilizando el plural. Porque Cressida sí respetaba a su padre.

De pronto se le ocurrió que su hija pequeña podía estar en casa, aunque no en su habitación.

Desde muy pequeña había sido una criatura imprevisible. Podías buscarla por todos los sitios donde no estaba mientras ella te vigilaba a través de una rendija en una puerta, muerta de risa al ver la preocupación que reflejaba tu cara.

Cressida pensaba, sobre todo, que

los gestos muy marcados en el rostro (de los adultos) eran divertidos.

De manera que Arlette repasó las habitaciones de la planta baja: el cuarto de la televisión en el sótano, que Cressida no ocupaba con frecuencia, con el pretexto de que estaba en parte bajo tierra y de que, cuando el tiempo era muy húmedo, aparecían pequeños ciempiés en la moqueta (Sears, color pizarra, con algunas manchas), algo que le repugnaba hasta extremos indescriptibles; el abarrotado despacho de Zeno, con estanterías que iban desde el suelo hasta el techo, llenas de muchas otras cosas además de libros, y un antiguo buró del que a Zeno le gustaba presumir diciendo que lo había heredado de un «casi antepasado» de la guerra de Independencia, cuando en realidad lo había comprado en una subasta estatal: una habitación en la que, todavía alumna de secundaria más bien taciturna, Cressida se había

aislado a veces

como en un refugio si Zeno no estaba en casa; y los rincones y recovecos del cuarto de estar, que era una habitación larga y estrecha con techo de vigas de roble, zonas de sombra incluso cuando estaba iluminada y un resplandeciente Steinway de media cola que, por desgracia, desde el punto de vista de Arlette, nadie tocaba ya, dado que Cressida había abandonado bruscamente las lecciones de piano a los dieciséis años.

«Pero ¿por qué lo dejas, cariño? Tocas tan bien…»

«Claro. Para el condado de Beechum…»

Nadie. Nada. En ninguna de las habitaciones.

Aunque, en realidad, Arlette no abrigaba esperanzas de encontrar durmiendo a Cressida en ningún sitio que no fuera su cama.

En la puerta trasera de cristal, que daba a una terraza con plantas necesitadas de un vigoroso desmalezado, Arlette se asomó para respirar el pesado aire nocturno. Alzó los ojos al cielo, hacia el laberinto de constelaciones cuyos nombres nunca recordaba a diferencia de Cressida, que desde muy pequeña los recitaba como si hubiera nacido sabiéndolos: «Andrómeda. Géminis. Osa Mayor. Osa Menor. Virgo. Pegaso. Orión…».

Arlette salió a la terraza de las secuoyas. Solo para revisar los muebles de exterior y la hamaca de Zeno, muy combada y suspendida entre dos árboles robustos; pero sin Cressida, por supuesto.

Pasó al garaje, en el que entró por una puerta lateral. Al encender la luz comprobó que tampoco había nadie allí.

Descalza, estremecida, procedió a revisar todos los vehículos de la familia: el Land Rover de Zeno, su ranchera Toyota, el Skylark de Juliet. Por supuesto, no había nadie durmiendo ni escondido en ninguno de los tres.

A continuación salió al tramo asfaltado, muy largo, que llevaba desde el garaje hasta Cumberland Avenue. Aunque esta última era una de las calles residenciales más prestigiosas de Carthage, situada en el accidentado límite septentrional de la ciudad, que lindaba con el histórico cementerio de la Primera Iglesia Episcopal, Arlette podría en realidad haber tenido delante un abismo, dada la ausencia de luces, tanto en la calle como en las casas de sus vecinos. Solo una pálida incandescencia parecía descender del cielo como si una luna muy brillante estuviera atrapada detrás de las nubes.

Era posible —la desesperación la obligaba a pensar así— que Cressida hubiese quedado con alguien después de pasar la tarde en casa de Marcy, y tal vez estuviera ahora con esa persona en un vehículo estacionado junto a la acera, charlando, o…

En incontables ocasiones Arlette había pasado tiempo con un muchacho, en su automóvil, delante de la casa de sus padres, hablando, entre besos y tocamientos…

Pero Cressida no era así. Cressida no «salía» con chicos. Si lo hacía, su familia no estaba enterada.

«Me preocupa la soledad de Cressida. No creo que sea muy feliz.»

«¡No seas ridícula! Cressida es única en su especie. Le trae sin cuidado lo que es fundamental para otras chicas, es diferente.»

Era aquello lo que Zeno quería creer. Arlette no estaba tan segura.

Adivinaba que tenía que resultar doloroso ser

la lista, en contraste con

la guapa.

En cualquier caso, no había ningún vehículo estacionado en Cumberland Avenue cerca de la entrada al garaje de los Mayfield. Cressida no aparecía por ninguna parte en toda la propiedad, algo que resultaba ya dolorosamente obvio.

Cada vez más olvidada de sus pies descalzos, Arlette regresó deprisa a la casa, donde todavía brillaba con fuerza la luz de la cocina. ¡Nadie diría que eran las cuatro y media de la madrugada! Las encimeras de formica de color calabaza estaban recién limpias y el lavavajillas aún tibio, dado que se había puesto en marcha a las diez y media de la noche; con su habitual eficacia llena de optimismo, Juliet había ayudado a Arlette a recogerlo todo una vez terminada la cena. Juntas en la cocina, después de una velada agradable con amigos de toda la vida, una velada que llegaría a adquirir, en el recuerdo de Arlette, el honor de ser la última velada así de toda su vida, Arlette podría haber hablado con su hija mayor de Brett Kincaid, pero Juliet no parecía de humor para una conversación tan íntima.

Tampoco hablaron de Cressida: en aquel momento, ¿qué era lo que se podía decir?

«Solo voy a casa de Marcy, mamá. Iré andando.»

«No me esperes levantada, ¿de acuerdo?»

Arlette alzó de nuevo el teléfono y volvió a llamar al móvil de Cressida aunque sin esperar contestación.

Quizás ha perdido el teléfono. O alguien se lo ha robado.

Cressida no era cuidadosa con los móviles. Había perdido dos por lo menos, ambos regalo de Zeno, que quería poder comunicarse con sus hijas si las necesitaba. Quería, además, que sus hijas tuvieran móvil para las emergencias.

¿Era aquella una emergencia? Arlette deseaba creer que no.

Regresó al cuarto de Cressida; andando ya más despacio, como si, de repente, estuviera muy cansada.

Nadie. La misma habitación vacía.

Y esta vez Arlette se fijó en lo bien ordenados —en lo

apretados— que estaban los libros en las estanterías que, a petición de Cressida, Zeno había hecho que un carpintero fabricara para tres de las paredes del cuarto, de manera que daba la sensación —casi— de que Cressida era prisionera de los libros.

Había algunos libros infantiles, de gran formato, con portadas de colores. A Cressida le gustaban mucho porque la habían ayudado a aprender a leer cuando aún era muy pequeña.

Y estaban sus cuadernos —también grandes, comprados en una tienda de material artístico de Carthage—, en los que, niña con una imaginación exuberante, había dibujado historias fantásticas con lápices de todos los colores.

Al principio no le importaba que sus padres enseñaran sus dibujos a parientes, amigos y vecinos; todos quedaban muy impresionados o, más que impresionados, asombrados, ante el «talento artístico» de la pequeña; pero luego, de golpe, hacia los nueve años, Cressida se volvió tímida y se negó a que Zeno presumiera de ella como a su padre le gustaba hacerlo.

Hacía mucho que los dibujos de animales fantásticos de colores brillantes habían desaparecido de las paredes de su cuarto. Arlette los echaba de menos, porque ponían de manifiesto una fantasía infantil y unas ganas de bromear no siempre evidentes en la niñita precoz con la que convivía y que la llamaba «mami» con una extraña rigidez en la boca, como si la palabra le resultara del todo incomprensible.

(Ese problema no se presentaba cuando Cressida decía «papi» —«pa-pi»— con una gran sonrisa.)

Durante los últimos años había habido, en las paredes del cuarto de Cressida, dibujos a plumilla en cartulinas blancas a la manera de M. C. Escher, el artista holandés del siglo XX que había sido una de las pasiones perdurables de Cressida en el instituto. Arlette se esforzaba por admirar aquellos dibujos: complejos, ingeniosos, trazados con gran delicadeza y que más parecían acertijos visuales que obras de arte pensadas para atraer a un espectador. El mayor y el más ambicioso, titulado

Descender y ascender, estaba enmarcado sobre cartón y medía más o menos un metro de alto y otro tanto de ancho: una apropiación de la famosa litografía de Escher

Ascender y descender en la que figuras con aspecto de monjes suben y bajan por escaleras interminables en una estructura surrealista en la que la gravedad parece tener a un tiempo varios orígenes. El dibujo de Cressida era de una casa familiar sutilmente distorsionada de la que se habían retirado las paredes, con lo que quedaban al descubierto muchas más escaleras de las que había en la casa, con ángulos poco naturales —«ortogonales»— entre sí; en esas escaleras, figuras humanas ascendían mientras otras descendían por la parte inferior de los mismos escalones.

Al contemplar el dibujo a plumilla se acababa desorientado, mareado. Porque lo que era

arriba era también

abajo.

Cressida había trabajado de manera obsesiva en sus dibujos a lo Escher, al menos durante un año, a los dieciséis. Enigmáticamente, dijo que M. C. Escher le había colocado un espejo delante de su alma.

Las personas en

Descender y ascender eran al mismo tiempo animosas y patéticas. Con gran seriedad «subían» y con la misma seriedad «bajaban». Parecían ignorarse unas a otras mientras utilizaban escalones invertidos. La versión del dibujo de Escher, obra de Cressida, era más realista que el original: en la estructura que contenía las escaleras invertidas se reconocía la casa de estilo colonial de los Mayfield, antigua e irregular, así como los muebles y los cuadros y tapices de las paredes; en cuanto a las personas, se trataba claramente de los miembros de la familia: el papá alto, robusto, con su mata de pelo; la mamá con un rostro plácido y sonriente pero sin expresión; la guapísima Juliet de ojos y labios exagerados y la Cressida de pelo hirsuto y negro como la pez, de aspecto feroz y ceño fruncido, con brazos y piernas como palillos y que solo llegaba a la cintura de las otras figuras, una enanita entre los demás.

Las figuras de la familia Mayfield aparecían repetidas varias veces con un efecto cómico; la seriedad, repetida, sugiere imbecilidad. Arlette no podía evitar un ligero estremecimiento cada vez que miraba

Descender y ascender o los otros dibujos de su hija pequeña al estilo de Escher.

A Cressida le resultaba más fácil burlarse que admirar. Más fácil distanciarse de los demás que tratar de identificarse con ellos.

Porque alguien, suponía Arlette, la había herido de algún modo cuando a los quince años se había ofrecido como voluntaria para enseñar matemáticas (de hecho para colaborar en un programa que había iniciado el equipo de Zeno cuando era alcalde, como respuesta a los recortes en materia de educación del presupuesto del estado de Nueva York) y, después de tres sesiones con niños y adolescentes de familias «con pocos recursos», había regresado a casa diciendo, avergonzada y con el ceño fruncido, que no tenía intención de volver.

Zeno le preguntó por qué. Arlette le hizo la misma pregunta.

«Era una idea estúpida. Esa es la razón.»

Zeno se había sorprendido y se había sentido decepcionado con Cressida cuando su hija menor se negó a explicar por qué abandonaba las clases. Pero su madre se dio cuenta de que tenía que haber una razón precisa, razón que estaba relacionada con el orgullo de Cressida.

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