Carthage

Carthage


Primera parte Joven desaparecida » 4. Descender y ascender

Página 13 de 58

Arlette se acordó de que algo igualmente desafortunado había sucedido también en el instituto: algo relacionado con la obsesión de Cressida por Escher. Pero nunca había llegado a conocer los detalles.

En el escritorio de Cressida, que consistía en un amplio tablero muy bien pulido y cajones de aluminio, obra de su hija, había un ordenador portátil (cerrado), un cuaderno (cerrado) y pequeños montones de libros y papeles. Todo colocado casi a escuadra.

Arlette raras veces entraba en el cuarto de su hija menor, excepto cuando Cressida estaba dentro y la invitaba a pasar. Le asustaba que se la pudiera acusar de

fisgona.

Eran las cuatro y treinta y seis de la madrugada. Demasiado poco tiempo desde su último intento de comunicar con Cressida para volver a usar el móvil.

Lo que hizo fue entrar en la habitación de Juliet, que estaba al lado.

—¿Mamá? —Juliet se incorporó en la cama, sorprendida.

—Siento despertarte, cariño…

—No; estaba despierta. ¿Sucede algo?

—Cressida no está en casa.

—¡No está en casa!

Era una exclamación de sorpresa, no de alarma. Porque Cressida nunca había trasnochado tanto… Al menos, no con conocimiento de su familia.

—Iba a casa de Marcy —comentó Juliet—. Debería de haber regresado hace horas.

—He probado con el móvil. Pero no he llamado a Marcy; supongo que es lo que tendría que hacer.

—¿Qué hora es? Dios bendito.

—No he querido molestarlos a una hora así…

Juliet se levantó deprisa de la cama. Desde su ruptura con Brett pasaba mucho tiempo en casa y se acostaba pronto, como una convaleciente, pero dormía a saltos, unas pocas horas, y pasaba el resto de la noche leyendo, escribiendo mensajes electrónicos, navegando por la Red. En la mesilla de noche, además del portátil, había varios libros de la biblioteca pública; Arlette vio un título:

República del miedo: la verdad sobre el Iraq de Sadam.

Trataron de recordar lo que les había dicho Cressida al salir de casa. Nada fuera de lo normal, las dos estaban seguras.

—Ha ido andando a casa de Marcy. Tiene que haber vuelto también andando… o…

La voz de Arlette se hizo inaudible. Ahora que Juliet participaba ya de la preocupación por su hermana, aumentaba su nerviosismo.

—Quizás se haya quedado a dormir en casa de Marcy…

—Nos habría avisado, ¿no te parece?

—… nunca pasa allí la noche, ¿qué razón tendría? Lo normal era volver a casa.

—Pero en casa no está.

—¿Has mirado en otros sitios además de su cuarto? Ya sé que no es probable, pero…

—No he querido despertar a tu padre, ya sabes lo nervioso que se pone…

—Has llamado a su móvil, ¿no es eso? ¿Lo volvemos a intentar?

La crema de noche que Juliet usaba para la cara, sobre su piel maravillosamente suave, brillaba ahora como aceite que rezuma. El pelo, de color castaño claro, cortado en capas, muy ligero, se le había aplastado en un lado de la cabeza. Entre las hermanas existía una rivalidad antigua, nunca resuelta: el empeño de la más joven por frustrar y socavar los esfuerzos de la mayor por ser

buena.

Juliet llamó al móvil de su hermana. Tampoco obtuvo respuesta.

—Imagino que deberíamos llamar a Marcy. Pero…

—Será mejor que despierte a Zeno. Seguro que sabrá lo que hay que hacer.

Arlette entró en el dormitorio a oscuras donde dormía su marido. La mano sobre el hombro, lo zarandeó suavemente.

—¿Zeno? Siento molestarte, pero… Cressida no está en casa.

Zeno parpadeó. Había un algo de indefensión, algo conmovedor, patético, en su manera de despertarse; a Arlette le recordaba a un oso al concluir su largo sueño invernal.

—Son casi las cinco de la madrugada. No ha vuelto en toda la noche. He tratado de llamarla y he mirado por todas partes…

Zeno se incorporó y puso los pies en el suelo. Se frotó los ojos y se pasó los dedos por el pelo encrespado.

—Bueno; con diecinueve años no tiene que estar en casa a ninguna hora precisa ni tampoco avisarnos si se retrasa.

—Pero… solo salió para cenar en casa de Marcy. Iba a pie.

A pie. Al decir aquello por segunda vez, Arlette sintió un escalofrío.

—… andando, de noche, sola… Quizá alguien…

—No dramatices, Lettie. Por favor.

—Pero estaba sola. Creo que no la acompañaba nadie. Será mejor que llamemos a Marcy.

Zeno se levantó de la cama con sorprendente agilidad. Sin más ropa que los calzoncillos que usaba a modo de pijama, con el vello hirsuto, algo fofo en el torso y el estómago, caminó descalzo hasta el buró para apoderarse de su móvil.

—Las dos lo hemos intentado ya, Zeno. Juliet y yo…

Zeno no le hizo el menor caso. Llamó con su móvil, escuchó atentamente, interrumpió la conexión y volvió a llamar de inmediato.

—No contesta. Quizás haya perdido el móvil. Me preocupa muchísimo, si es que volvía andando a casa… Es sábado por la noche, alguien podría haberla visto desde un coche…

—Te lo he dicho ya, Lettie, no dramatices, por favor. No sirve de nada.

Zeno hablaba con voz cortante, irritado. Se estaba poniendo unos pantalones cortos muy arrugados de color caqui que había dejado en una silla.

En el caso de Zeno, sus emociones estaban justificadas; en otros miembros de su familia, los sentimientos se desorbitaban con frecuencia. En particular, Zeno contrarrestaba los miedos esporádicos de su mujer catalogándolos de

dramatismo o

histeria.

En el piso de abajo, la cocina, iluminada, los esperaba como si fuese un escenario teatral. Zeno buscó el teléfono de los Meyer en la guía; con Arlette y Juliet a su lado, marcó el número.

—¿Marcy? Soy Zeno, el padre de Cressida. Siento mucho molestarte a esta hora, pero…

Arlette escuchaba con avidez y miedo creciente.

Zeno hizo preguntas a Marcy durante varios minutos. Antes de que colgara, Arlette pidió hablar también con ella. Era poco lo que podía añadir a lo que Zeno había dicho ya, pero necesitaba oír la voz de Marcy, con la esperanza de que la tranquilizase; la amiga de su hija era una robusta chica pecosa que estudiaba Enfermería en Plattsburgh, y durante mucho tiempo un elemento fundamental en la vida de Cressida, aunque ya no fuese la amiga íntima de años atrás.

Pero Marcy solo pudo repetirle que a eso de las diez —después de cenar con su madre y su abuela (de avanzada edad y enferma) y de ver un DVD— Cressida se había despedido para regresar a su casa a pie, como había planeado.

—Me ofrecí a llevarla en coche, pero dijo que no. Pensé que tenía que acompañarla porque era tarde y estaba sola, pero… ya conoce usted a Cressida. Lo testaruda que es a veces…

—¿Tienes idea de adónde puede haber ido después de cenar con vosotras?

—No, señora Mayfield. No se me ocurre.

Señora Mayfield. Como si Marcy fuera aún alumna de secundaria.

—¿Te habló de alguien? ¿Hizo alguna llamada?

—Me parece que no.

—¿Estás segura de que no llamó a nadie con el móvil?

—Bueno… No… creo que no. Quiero decir que conozco a Cressida, señora Mayfield… ¿A quién iba a llamar, excepto a alguien de su familia?

—Pero ¿dónde demonios puede estar, casi a las cinco de la madrugada?

Arlette hablaba con dureza. Estaba enfadada con Marcy Meyer por permitir que Cressida volviera a casa andando un sábado por la noche. Aunque la distancia fueran solo unas cuantas manzanas, parte del recorrido habría sido por North Folk Street, cerca de la intersección con una autovía estatal y todavía con mucho tráfico a esas horas; y también le molestaba que Marcy Meyer protestase, con ofendida voz de niña: «¿A quién iba a llamar, excepto a alguien de su familia?».

En casa de los Mayfield, los restos de la noche —que se esfumaban a toda velocidad— habían adquirido un aire de desesperación.

Vestidos ya, aunque a toda prisa y de manera descuidada, los padres de Cressida fueron en el Land Rover de Zeno a casa de los Meyer en Freemont Street, a poco menos de un kilómetro.

Freemont era una calle en cuesta, estrecha y mal pavimentada, con casas demasiado juntas, casi como chalés adosados, de ladrillos vetustos y argamasa suelta. Arlette se había acordado de cómo le preocupó, cuando Cressida y Marcy se hicieron amigas en primaria, que su hija, sin mala intención, dijera algo hiriente sobre el tamaño de la casa de los Meyer, o sobre la ausencia de buen gusto en su interior; le había sorprendido bastante la manera directa, franca, medio bromista y medio provocadora que Cressida tenía de hablar con Marcy, que era una chica estoica y reservada que carecía del ingenio rápido de su amiga y de su instinto para defenderse o para burlarse. Cressida había dibujado historietas en las que una chica bajita y morena de pelo crespo y expresión adusta y otra chica alta, fornida y pecosa y de cara alegre, protagonizaban aventuras muy cómicas en el instituto; historietas que siempre habían parecido bastante inocentes, destinadas a divertir y no a ridiculizar.

En una ocasión Arlette había regañado a Cressida por decir algo groseramente ingenioso a Marcy mientras ella las llevaba a un espectáculo en su instituto, y Marcy había intervenido, riendo: «No tiene importancia, señora Mayfield. Cressie no lo puede evitar».

Como si su hija fuese un escorpión o una víbora.

No lo puede evitar.

De todos modos había sido conmovedor que su amiga llamase «Cressie» a Cressida. Y Cressida no había protestado.

Al llegar a casa de los Meyer, Zeno quería entrar y hablar con Marcy y con su madre. Arlette le suplicó que no lo hiciera.

—No van a saber más que lo que Marcy ya nos ha contado. Aún no son las siete de la mañana. Solo vas a conseguir ofenderlas. Por favor, Zeno.

Zeno condujo despacio por Freemont Street, mirando las fachadas de las casas a los dos lados. Todas parecían ciegas e impasibles a tan temprana hora de la mañana; muchas persianas estaban echadas.

Al final de Freemont, Zeno dio la vuelta al Land Rover aprovechando la entrada a un garaje, y regresó por donde había venido. A partir de la casa de los Meyer fue reconstruyendo el camino probable que Cressida había seguido para volver a casa.

Tanto Zeno como Arlette lo miraban todo con mucha atención. ¡Cómo se parecía aquello a una película, a un documental! Algo había sucedido, pero… ¿en qué casa? ¿Y qué era lo que había sucedido?

Una tras otra, casas sin ningún rasgo distintivo, excepto el de ser edificios por delante de los cuales había pasado Cressida de camino al hogar de Marcy Meyer o de vuelta a su propia casa la noche anterior. Allí, en una esquina, un roble quemado por un rayo, hito histórico en el cruce con North Folk; una manzana más allá, en Cumberland Avenue, en la cresta de la colina, la impresionante iglesia episcopal de ladrillos rojos con el cementerio adjunto que se extendía por detrás. Tanto el templo como el camposanto eran «hitos históricos», fechados en los años ochenta del siglo XVIII.

Cressida tendría que haber pasado por delante de los dos. ¿Por qué lado de la calle?, se preguntó Arlette.

Zeno hizo un ruido —gruñido, medio sollozo, refunfuño— mientras frenaba el Land Rover y saltaba a tierra sin dar explicaciones.

A continuación entró en el cementerio caminando deprisa. Era un hombre alto y desaliñado, de barbilla mal afeitada, que se movía con una seguridad en sí mismo un tanto agresiva. Llevaba puestos los pantalones cortos de color caqui y una camiseta sucia; en los pies sin calcetines, unas mugrientas zapatillas de correr. Para cuando Arlette, apresurándose, lo alcanzó, había llegado al final de la primera hilera de añosas inscripciones, tan castigadas por la intemperie y el tiempo que las fechas y los nombres de los difuntos eran ya ilegibles.

Más allá del camposanto había una tierra de nadie, tan solo maleza y árboles, que pertenecía al municipio.

El cementerio olía a hierba segada, aunque no reciente, sino ligeramente descompuesta, ácida. El aire era pesado y denso y estaba poblado de jejenes en sitios impredecibles.

—Zeno, ¿qué estás buscando? Zeno, por favor.

Arlette se asustó. Su marido insistía en no volverse. Pese a ser el más sociable y afectuoso de los hombres, el más comunicativo de los seres humanos, Zeno Mayfield se mostraba a veces distante e incluso hostil; si lo tocabas, podía apartarte la mano. Se enorgullecía de ser un hombre entre hombres; un hombre que, sobre lo que sucedía en el mundo, sobre lo que sucedía en Carthage y en sus alrededores, sabía muchas cosas que una mujer como Arlette ignoraba; muchas cosas que nunca llegaban ni a la letra impresa ni a las imágenes de televisión. Ahora buscaba, de una manera metódica que horrorizó a su mujer, el cuerpo de su hija —¿era posible una cosa así?— entre la hierba muy crecida en los límites del cementerio detrás de unas lápidas más grandes; detrás de un cobertizo con funciones de almacén donde se acumulaba un desordenado montón de césped cortado, restos de árboles y descartadas flores mustias. Del modo más horrible, con una especie de curiosidad clínica, Zeno se inclinó para mirar dentro, o debajo, de aquel montón: Arlette tuvo una visión del cuerpo descoyuntado de una chica, los brazos extendidos entre las ramas rotas de los árboles.

—¡Vuelve, Zeno! Vámonos a casa. Quizá Cressida ya esté de vuelta.

Zeno no le hizo caso. Cabe que no la oyese.

Arlette aguardó en el Land Rover el regreso de su marido. Puso en marcha el motor y encendió la radio, a la espera de las noticias de las siete.

—Está en algún sitio, no cabe duda. Pero no sabemos dónde.

Y, como si Arlette se hubiera mostrado en desacuerdo con aquella afirmación, añadió:

—Con diecinueve años es una persona adulta. No tiene una hora límite para volver a casa y no necesita

darnos explicaciones.

Mientras Zeno y Arlette llamaban por el teléfono fijo, Juliet utilizaba su móvil. Al principio hablaron con familiares a los que no parecía terriblemente descortés despertar a hora tan temprana con preguntas sobre Cressida; luego, después de las siete y media, a vecinos, amigos, sin olvidar tampoco a compañeras del instituto que probablemente Cressida no había vuelto a ver desde su graduación, trece meses antes.

(Juliet dijo: «Cressida se pondrá como una hidra si se entera. Pensará que

la hemos traicionado». Arlette respondió: «No tiene por qué enterarse. Siempre podemos volver a llamarles para decirles que no se lo cuenten».)

Juliet tenía un círculo de amigos muy amplio, tanto mujeres como hombres, y empezó a llamarlos; por teléfono su voz era cálidamente amistosa y no traicionaba señal alguna de preocupación ni de ansiedad; no deseaba alarmar a nadie sin necesidad, y temía desencadenar una ola de habladurías. Salió de la casa con el móvil y se situó en el camino de la entrada para hacer las llamadas, siempre con la vista en Cumberland Avenue, por si en cualquier momento aparecía Cressida de regreso a casa. Después diría «Estaba segurísima. No podría haberlo estado más si Jesús en persona me lo hubiera prometido. Cressida venía sin duda de camino a casa».

Entre otros, Juliet habló con Caroline Skolnik, una de las amigas que habría sido dama de honor en su boda. Juliet le dijo que su hermana no había vuelto a casa, que estaban preocupados, y que quería preguntarle si sabía algo, o si tenía alguna idea sobre su paradero; y, para asombro de Juliet, Caroline dijo, entre vacilaciones, que había visto a Cressida, o a alguien que se le parecía mucho, en el Roebuck Inn del lago Wolf’s Head.

El asombro de Juliet fue tal que casi se le cayó el móvil.

¿Cressida en Roebuck Inn? ¿En el lago Wolf’s Head?

Caroline dijo que había estado allí con Artie Petko, su prometido, y otra pareja, pero que no se habían quedado mucho tiempo. Roebuck Inn solía ser un sitio muy agradable, pero últimamente los moteros lo invadían durante los fines de semana, en especial los Ángeles del Infierno de los Adirondacks. Tocaba un grupo de rock de la zona que le gustaba a la gente, pero la música era ensordecedora y el local estaba abarrotado. Pasaban «demasiadas cosas».

Dentro del bar había una pandilla de chicos y unas cuantas chicas en varias mesas que Caroline y sus amigos conocían. Apenas se veía a causa del humo. A Caroline le sorprendió ver allí a Brett.

—No estaba con ninguna chica, solo con sus amigos… —se apresuró a añadir Caroline—, pero había chicas haciéndoles compañía, más o menos. Brett parecía…, no se le notaba…, quizá fuese la luz del sitio, pero Brett parecía… del todo normal. Las operaciones que le han hecho, creo que eso ayuda mucho. Y llevaba gafas oscuras. El caso es que apareció Cressida, creo que era Cressida, la vimos sin saber de dónde había salido y ella no nos vio a nosotros… Parecía que acababa de entrar en el bar, sola… entre tantísima gente y teniendo que abrirse camino… Es tan pequeña… Creo que no había nadie con ella, a no ser que hubiera llegado con alguien, una pareja quizá… no era fácil saber quién estaba con quién. Cressida llevaba los vaqueros negros que se pone siempre, una camiseta negra y lo que parecía un suetercito de algodón a rayas; fue una sorpresa verla, Artie y yo lo pensamos los dos, Artie dijo que no había visto a tu hermana en un sitio como aquel ni una sola vez. Conoce a tu padre, y preguntó: «¿Es esa la hija de Zeno Mayfield? ¿La que es tan lista?». Y yo dije: «Cielo santo, espero que no. ¿Qué hace

aquí?». Brett estaba en una mesa con Rod Halifax, Jimmy Weisbeck y el imbécil de Duane Stumpf, todos bastante borrachos; y allí apareció Cressida, hablando con Brett, o tratando de hablar con él; pero el bar estaba demasiado lleno y descontrolado, así que decidimos marcharnos. De manera que en realidad no sé…, quiero decir que no estoy segura de si era tu hermana, Juliet. Aunque creo que sí, porque Cressida es bastante única.

Juliet preguntó a qué hora había sucedido todo aquello.

Caroline dijo que hacia las once y media. Porque ellos habían ido después a la Echo Lake Tavern, se quedaron unos cuarenta minutos y estaban de vuelta en casa a la una.

—Cielos, Juliet, ¿me estás diciendo que Cressida no ha vuelto a casa? ¿Que no está en casa? ¿No sabéis dónde está? Siento que no nos acercásemos para hablar con ella, quizás necesitaba que alguien la trajese de vuelta, quizá se quedó allí sin un medio de transporte. Pero pensamos… bueno, que tenía que haber llegado con alguien. Y allí estaba Brett, y ella lo conoce y él la conoce… De manera que pensamos, quizás…

Juliet volvió a entrar despacio en casa. Arlette la vio cuando acababa de cruzar el umbral. La expresión de su rostro era extraña, afligida, como si le hubieran metido a la fuerza dentro del cráneo algo demasiado grande para ella.

—¿Qué sucede, Juliet? ¿Has sabido… algo?

—Sí. Creo que sí. Creo que me he enterado… de algo.

A raíz de entonces las cosas empezaron a suceder muy deprisa.

Zeno telefoneó a Brett Kincaid sin obtener respuesta.

Después telefoneó al número que aparecía en la guía de Carthage como perteneciente a

Kincaid, E., y tampoco le contestó nadie.

Acto seguido subió a su Land Rover y fue a la casa de Ethel Kincaid, situada en Potsdam Street, otra calle en cuesta más allá de Freemont: un edificio de madera de dos pisos con la fachada llena de desconchones, pintada de beis, muy cerca de la acera, donde Ethel Kincaid, vestida con un sucio quimono, abrió la puerta ante sus repetidas llamadas con expresión de alarmado asombro.

—¿Está en casa su hijo? ¿Dónde está?

Mientras se ajustaba el quimono, que brillaba con un chillón resplandor barato, como si fuese fluorescente, Ethel miró a Zeno con desconfianza.

—No… no lo sé… Creo que en casa; no, no está su todoterreno.

Entre Zeno Mayfield y Ethel Kincaid existía una relación de años con diferentes estratos; una historia imprecisa, de un vago resentimiento (por parte de Ethel, dado que Zeno, cuando era alcalde de Carthage y nominalmente jefe de Ethel Kincaid, había parecido incapaz de recordar siquiera su nombre cuando un día laborable se la encontró en el ayuntamiento) y una vaga culpabilidad (por parte de Zeno: porque entendió que había desairado a aquella mujer poco agraciada y de mirada feroz a quien la vida había defraudado misteriosamente). Y ahora, además, la ruptura del compromiso entre su hija y el hijo de Ethel se interponía entre ellos como un montón de ruinas.

—¿Tiene usted alguna idea de dónde está Brett?

—No; no sé decirle.

—¿Sabe dónde estuvo anoche?

—No…

—¿O con quién?

Ethel Kincaid miró a Zeno, su ropa desaliñada, las mejillas sin afeitar de un color metálico y los ojos enturbiados por las lágrimas, ojos que eran a la vez suplicantes y amenazadores, con una inquietud más bien desafiante. Ella tenía el aspecto maltrecho, aunque apenas marcado, de una mujer muy versada en las caprichosas emociones de los varones y muy consciente de lo necesario que era no ponerse al alcance de un repentino intento de dominarla por la fuerza.

—Mucho me temo que no lo sé, señor Mayfield. Los amigos de Brett no vienen a esta casa, va él a las suyas. Creo que es él quien va a las suyas.

Había pronunciado

señor Mayfield con un absurdo despecho. Pero, desde el punto de vista de Zeno, los dos se movían sin duda en el mismo plano social, o se habían movido, desde el momento en que su hija se había prometido con el hijo de Ethel.

Zeno recordó la observación de Arlette sobre la

hostilidad de la madre de Brett. Incluso Juliet, que raras veces hablaba de otras personas de manera crítica, se quejaba de la madre de su novio. «No es una persona afectuosa por naturaleza ni a la que se llegue a conocer con facilidad. Pero ¡tenemos que intentarlo!»

La pobre Juliet lo había intentado, sin conseguirlo.

También Arlette lo había intentado, sin conseguirlo.

—Ethel, siento molestarla tan temprano. He tratado de llamarla por teléfono, pero sin resultado. Es muy importante que hable con Brett o, al menos, que sepa dónde puedo encontrarlo. Esto, dicho sea de paso, no tiene nada que ver con Juliet; se trata de Cressida, de mi hija pequeña —Zeno se esforzaba por hablar despacio y con gran claridad y sin el menor asomo de la intensa indignación que le provocaba aquella mujer tan poco dispuesta a ayudar y que había dado un paso hacia atrás para alejarse de él, sujetándose el quimono lleno de arrugas como si temiera que Zeno fuese a abrírselo—. Nos han dicho que los dos estuvieron juntos anoche en Roebuck Inn. Cressida no ha vuelto a casa y no sabemos dónde está. Pensamos que quizás su hijo lo sepa.

Ethel Kincaid, mientras tanto, negaba con la cabeza. Sobre los hombros le caía una maraña de cabellos sin peinar de un rubio sucio que se estaba convirtiendo en gris. De su cuerpo blando, carnoso, flojo, se desprendía, desde dentro de la ropa, un olor a sudor reseco y a polvos de talco.

Acto seguido apareció en su rostro un gesto de temor. Y de astucia.

Negó más decididamente con la cabeza.

—No sé nada de lo que hace mi hijo.

—¿Podría ver su habitación, por favor?

—¿Su cuarto? ¿Quiere ver… su cuarto? ¿En esta casa?

—Sí. Por favor.

—Pero ¿por qué?

Zeno no tenía la menor idea del porqué. Le había dominado el impulso, por pura desesperación. No podía irse sin intentar algo.

Ethel pareció desconcertarse. Era una mujer de cincuenta y pico años a quien la vida había tratado mal: piel amarillenta, las pestañas y las cejas tan escasas que parecían invisibles, la boca un manchón huraño. Retrocedió un paso más hacia el interior del vestíbulo, apenas iluminado, como si la intensidad de la mirada de Zeno la acobardara. Tartamudeando, le dijo que no podía entrar, que no era razonable, y que tenía que decirle adiós ya, tenía que cerrar la puerta, no podía hablar más tiempo con él.

—Ethel, ¡espere! Déjeme ver la habitación de Brett, nada más. Quizás… haya algo ahí que me pueda ayudar…

—No. Eso no es razonable. Voy a cerrar la puerta ya.

—Ethel, por favor. Estoy seguro de que existe alguna explicación para todo esto, pero, de momento, Arlette y yo estamos terriblemente preocupados. Y nos han dicho que anoche vieron a Cressida con Brett. No puede ser una coincidencia, su hijo y mi hija…

—Si no tiene usted una orden judicial, señor Mayfield, no tengo por qué dejarle entrar.

—¿Una orden judicial? No soy policía, Ethel. Qué cosa tan ridícula. Ni siquiera funcionario municipal a estas alturas. Solo quiero ver el cuarto de Brett, nada más que un minuto. ¿Qué problema le puede plantear eso?

—No. No se lo puedo permitir. A Brett no le gustaría…, los detesta a todos ustedes.

Ethel Kincaid se disponía a darle con la puerta en las narices, pero Zeno apoyó la palma de la mano y la mantuvo abierta. Una vena le latía con violencia en la frente. No podía creer lo que, de manera tan desconsiderada, acababa de decir Ethel Kincaid, pero no lo olvidaría nunca.

Los detesta a todos ustedes. A todos.

—Si su hijo le ha hecho algo a mi hija… a Cressida… Si le ha pasado algo a Cressida, lo mataré.

Ethel Kincaid se lanzó con todo su peso contra la puerta para cerrarla. Y Zeno retiró la mano.

Ir a la siguiente página

Report Page