Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 4. Descender y ascender

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Estaba atónito. No era capaz de pensar con claridad. Pero comprendió la conveniencia de volver al Land Rover y regresar a su casa antes de hacer algo irrevocable como aporrear la condenada puerta con la que Ethel Kincaid le había dado tan groseramente en las narices.

Como entrar por la fuerza en casa de los Kincaid.

Aquella mujer tan rencorosa llamaría al 911, no cabía la menor duda. Bastaría darle el menor pretexto para que intentara hacerle la puñeta a Zeno Mayfield y a su familia por todos los medios a su alcance.

Regresó al automóvil que había dejado mal aparcado sobre la acera. Vio que el cinturón de seguridad del asiento del conductor colgaba por fuera, como algo roto, desechado. Tuvo una rápida visión del montón de desechos en el cementerio de la iglesia episcopal. Mientras se alejaba de la casa de los Kincaid sin mirar ni una sola vez hacia atrás pensó

Quizá no me haya oído. Quizá no se acuerde.

Arlette esperaba el regreso de Zeno a pocos pasos de la calle.

Para ver si su marido traía a su hija a casa.

De manera que Zeno, mientras se apeaba del Land Rover, leyó en su rostro la desilusión.

—¿No estaba allí?

—No.

—¿Has hablado con… Ethel? ¿Estaba Brett?

—Ethel no me ha ayudado nada. Brett no estaba.

Arlette apresuró el paso para no quedarse atrás mientras Zeno se dirigía hacia la casa.

De repente ya eran las ocho y veinte. La noche se había convertido muy deprisa en amanecer y acto seguido en una mañana soleada y calurosa.

La discreción de la noche. La publicidad de la luz del día.

Arlette preguntó, con voz temblorosa:

—¿Crees que Cressida y Brett pueden haberse marchado juntos? ¿O que se la ha llevado a algún sitio? ¿Para hacerle daño? ¿Para avergonzarnos? ¿Zeno?

—Cressida tiene diecinueve años. Es una persona adulta. Si decide no volver a casa una noche, está en su derecho.

Zeno hablaba con dureza, irónicamente. No se creía en absoluto lo que estaba diciendo pero pensaba que era necesario repetirlo.

Arlette le agarró del brazo y sus dedos se le hundieron en la carne.

—Pero… ¿y si no ha sido de manera voluntaria? ¿Si alguien le ha hecho daño? ¿Si se la ha llevado? Tenemos que ayudar a nuestra hija, Zeno. Solo nos tiene a nosotros.

Silenciada por los dos estaba la idea de que

Cressida no era de verdad una persona adulta. Solo una niña. Pese a toda su apariencia de madurez, nada más que una niña.

No tenía elección ya, no se podía retrasar la llamada, incluso mientras Zeno permanecía de pie delante de la casa, con ojos que se sentían quemados, aniquilados por una mirada perfectamente inútil en dirección a Cumberland Avenue, una mirada convertida en un abismo del que en cualquier momento (de manera verosímil, de manera nada ilógica ni imposible, porque cuando era un abogado joven y agresivo Zeno Mayfield había considerado las atractivas posibilidades de universos alternativos en los que nuevas narraciones ponían de manifiesto que sus clientes [culpables] eran «inocentes» de los cargos presentados contra ellos) podía surgir su hija Cressida; no le quedaba otro remedio que ponerse en contacto con la policía; llamar al departamento del sheriff del condado de Beechum y hablar con el teniente Hal Pitney, quien, sin llegar a íntimo de Zeno Mayfield, era un antiguo amigo de sus días de actividad política y —el antiguo alcalde así lo quería creer— un amigo de fiar. Con forzada calma le explicó a Hal que no se le ocultaba que podía parecer prematuro informar sobre la desaparición de su hija, dado que Cressida, con diecinueve años, no era una niña, pero las circunstancias parecían justificarlo; no había vuelto a casa en toda la noche y no era una persona que se comportara de manera irresponsable; su mujer y él habían sabido que se la había visto en Roebuck Inn la noche anterior, sola; luego, más adelante, en compañía de varios varones, de los cuales uno era Brett Kincaid. (Pitney sin duda tenía información sobre el cabo Kincaid gracias a las noticias en los medios locales.) Zeno explicó que habían llamado repetidas veces al móvil de Cressida y que también habían llamado, prácticamente, a todas las personas de Carthage que la conocían o podían conocerla, y la realidad era que parecía haber desaparecido.

Zeno añadió que había ido a casa de los Kincaid. Y que Brett tampoco estaba allí.

Hablaba deprisa y con la esperanza de resultar persuasivo. Pero no estaba preparado para que Hal Pitney le dijera que, si bien no sabían nada de su hija, a Brett Kincaid lo habían llevado a la jefatura de policía hacía menos de una hora. Unos excursionistas lo habían encontrado, incapaz al parecer de valerse por sí mismo, en su Jeep Wrangler, que según todos los indicios había patinado hasta salirse en parte de Sandhill Road, a la entrada de la reserva Nautauga. No había nadie con él pero tenía en la cara «arañazos ensangrentados o señales de mordiscos», y había manchas de sangre en el asiento del acompañante; se había mostrado además «agitado» y «beligerante» y había tratado de agredir al agente, que se había visto obligado a reducirlo, esposarlo y llevarlo a jefatura.

—No está cooperando. Se le ve bastante perdido. Con resaca, el estómago revuelto y asustado. No parecía saber dónde estaba, ni por qué, ni si alguien, una chica por ejemplo, había estado con él. Hemos enviado a dos agentes para que investiguen el lugar de los hechos y su todoterreno. Ahora le estamos haciendo unas preguntas. Será mejor que vengas a jefatura, Zeno. Tú y tu mujer. Y trae fotografías de tu hija; cuanto más recientes, mejor.

Aquellas noticias eran tan absolutamente inesperadas que Zeno entró tambaleándose en la casa y buscó a tientas un asiento, una silla de la cocina, y se dejó caer a plomo, con la sensación de que le habían dado una patada en la tripa y le habían dejado sin aire en los pulmones. Tan débil, tan asustado, que apenas era capaz de oír las súplicas de Arlette:

—Zeno, ¿qué sucede? ¿La han encontrado? ¿Está… viva? ¿Zeno?

*

El tiempo empezó a moverse dando saltos en zigzag.

Tan pronto como Zeno hizo aquella llamada. Nada más hacerse público, de manera irreversible, lo que hasta entonces había sido una preocupación privada.

Tan pronto como se calificó públicamente a su hija de

desaparecida.

Tan pronto como llevaron a la policía fotografías de la

hija desaparecida, para distribuírselas a los medios de comunicación, de modo que la televisión e internet las reprodujeran y los periódicos las imprimiesen.

Tan pronto como la describieron con todos los detalles que creyeron necesarios para encontrarla.

Luego el tiempo pasó con increíble rapidez a la vez que, contra toda lógica, discurría con insoportable lentitud.

Rápido porque era mucho lo que se amontonaba en un espacio tan pequeño.

Rápido como una película de terror proyectada con aceleración para conseguir un cruel efecto cómico.

Lento porque, a pesar de todo lo que sucedía, parecía estar sucediendo muy poco que fuese crucial.

Lento porque pese a las muchas llamadas que recibirían a lo largo de un día, de dos, de tres, o de una semana, la llamada que esperaban, la de que Cressida había sido encontrada, no se produjo.

Sana y salva. Hemos encontrado a su hija, sana y salva.

Aquella llamada, tan desesperadamente deseada, no se produjo.

(Y no se les escapaba que cada hora más que su hija seguía ausente, mayores eran las posibilidades de que estuviera herida o algo peor.)

(Cada hora que Brett Kincaid se negaba a cooperar, o era incapaz de cooperar, había más posibilidades de que estuviera herida o algo peor, y menos probabilidades de encontrarla.)

Fotografías de Cressida entregadas a la policía.

Media docena de fotografías extendidas sobre una mesa.

Sorprendidos al ver a su hija mirándolos.

Cansancio en los ojos de Cressida, ojos oscuros de pestañas poco tupidas que brillaban irónicos y con un sutil toque de resentimiento, como si supiera que unos desconocidos iban a mirarla fijamente, a aprenderse sus facciones sin su permiso.

Cressida no sonreía en ninguna de las fotos. Desde su primera infancia no había imágenes de una Cressida sonriente.

Arlette había querido explicarlo: «Nuestra hija no era una persona desgraciada. Pero se negaba a sonreír cuando se la fotografiaba. Ni siquiera en el anuario del instituto aparece sonriendo. Y eso es porque…».

Pero fue incapaz de decir aquellas palabras. Se le cerró la garganta, no pudo hablar.

«… diría, ya sabes que una de las fotos se utilizará para tu necrológica. De manera que no hay que sonreír nunca. Serías una cretina si sonrieras en tu funeral.»

La búsqueda de la

joven desaparecida en la Reserva Forestal Nautauga comenzó a las diez de la mañana del domingo, 10 de julio de 2005; continuó hasta que hubo que abandonar el parque al anochecer y se reanudó a la mañana siguiente hasta el ocaso; también a la mañana siguiente, hasta que se hizo de noche.

Aquella búsqueda se diferenciaba considerablemente de otras más rutinarias —en la misma vasta reserva— de excursionistas, campistas, escaladores, que sumaban un número considerable en el curso de un verano corriente, porque se creía que la

joven desaparecida podía haber sido atacada —¿violada, asesinada?— por un varón.

Complicaba la búsqueda la posibilidad de que se la hubiera arrojado al río Nautauga y de que la corriente hubiese arrastrado su cadáver.

La moral de los participantes era, sin embargo, buena. Sobre todo entre los voluntarios que conocían a Cressida y entre las mujeres que eran guardas forestales (más jóvenes), decididas a encontrar a aquella

muchachita, desaparecida en su territorio.

Hacía once años que no se había encontrado sin vida a nadie que se hubiera perdido en la reserva; en aquella ocasión la víctima fue un muchacho de pocos años escapado de su casa en invierno, y cuyo cadáver no fue hallado hasta la primavera siguiente.

En el curso de la búsqueda se recogió una variedad de objetos desechados: indumentaria en proceso de descomposición y fragilización, incluida ropa interior (tanto de hombres como de mujeres); guantes desparejados, mitones; zapatos sueltos, botas de montaña y cinturones; sombreros destrozados; botellas de plástico, latas y fragmentos de espuma de polietileno; mapas de la reserva, guías de senderismo, libros sobre pájaros, juguetes infantiles, una muñeca descabezada, aterradora para la persona que la encontró y que, durante un momento, creyó que se trataba de un niño de carne y hueso.

También huesos sueltos de los que se pudo saber que eran de mamíferos o pájaros.

De cuando en cuando, el cadáver de un animal en descomposición, como la cierva parcialmente devorada descubierta por Zeno Mayfield, que parecía haber provocado el colapso del padre de la

joven desaparecida, en un paroxismo de agotamiento y desesperación.

Dios, si pudiera cambiar mi vida por la suya. Si eso fuera posible…

Eran tantos los vehículos estacionados en el camino de entrada al garaje de los Mayfield y a lo largo de Cumberland Avenue que si la

joven desaparecida hubiera regresado a casa, habría creído que se trataba de una celebración.

Lo que habría provocado, en un aparte mascullado, una irónica observación suya que a su madre no le costaba imaginarse:

¿Qué demonios pasa? ¿Es que Juliet se ha vuelto a prometer?

Brillante iluminación para las cámaras de televisión en el cuarto de estar mientras Evvie Estes, una personalidad de la televisión local, entrevistaba a Arlette y a Zeno Mayfield, de Cumberland Avenue, Carthage, padres de la

joven desaparecida, para las noticias de las seis de la tarde en el canal WCTG.

Arlette no había sido capaz de hablar. Zeno lo había dicho todo.

Por supuesto, a Zeno Mayfield se le daba muy bien

hablar.

La voz solo le había temblado ligeramente. Sus ojos, con bolsas de cansancio, estaban húmedos y no parecían enfocar con claridad lo que tenían delante.

Pero se había duchado y afeitado y se había puesto ropa limpia y planchada y el pelo, espeso y rebelde, estaba bien peinado. Sabía cómo hablar al público de la televisión a través del entrevistador y supo no dejarse irritar ni desconcertar por algunas de las preguntas de Evvie.

Arlette apretaba en la mano derecha un pañuelo de papel arrebujado. Tenía la lengua anestesiada. Clavaba la mirada en los ojos codiciosos y sumamente maquillados de Evvie Estes. Le horrorizaba pensar que empezara a gotearle la nariz, que las lágrimas se le desbordaran, implacablemente iluminadas por los brillantes focos de la televisión.

Nuestra hija. Nuestra Cressida. Si alguien dispone de información que permita…

Luego vino la sorpresa de los diez mil dólares de recompensa.

Ninguno de los policías que ya habían entrevistado a los Mayfield lo sabían. A juzgar por su confusión delante de la cámara, tampoco Arlette. Zeno habló, con voz llena de emoción, de una recompensa de diez mil dólares por cualquier información que llevara «al rescate, al regreso de nuestra hija Cressida».

Noticia sorprendente: una recompensa.

Una idea no demasiado buena.

Se recibirían muchas más llamadas.

Sin duda, muchas más llamadas.

Por ejemplo, de «testigos» que estarían completamente seguros de haber visto a la

joven desaparecida: en la Reserva Forestal Nautauga o cerca de ella o incluso no tan cerca.

Tan lejos hacia el norte como Massena, Nueva York. Tan lejos hacia el sur como Binghamton.

En un 7-Eleven. Haciendo autostop. En el asiento del acompañante de una furgoneta en dirección sur por la interestatal 80.

Con una gorra de béisbol calada hasta los ojos.

Con gafas de sol.

Saliendo del CineMax Onondaga en la carretera 33, con un barbudo; el título de la película, La guerra de los mundos,

protagonizada por Tom Cruise.

Tan lejos hacia el norte como Massena, Nueva York. Tan lejos hacia el sur como Binghamton.

Docenas de llamadas. Cientos, con el tiempo.

Las más apreciadas eran las de los «testigos» que afirmaban haber estado en Roebuck Inn la noche del sábado, 9 de julio.

Tipos que conocían de vista al cabo Kincaid. Mujeres que habían visto en el local a una chica de quien sospechaban que era, o creían que era, o sabían que era Cressida Mayfield: en el bar abarrotado, en la terraza sobre el lago, en el servicio de señoras «vomitando» o «rociándose la cara con agua».

Uno de los camareros, que conocía a Kincaid y a sus amigos Halifax, Weisbeck y Stumpf:

—La chica apareció no se sabe de dónde. Daba la sensación de estar sola, y más bien asustada. Llevaba vaqueros, camiseta negra y algo más encima, un suéter. No era la clase de chica que suele aparecer por Roebuck Inn los sábados por la noche. Quizás estaba con Kincaid, o simplemente se tropezó con él. Creo que se marcharon juntos. O quizá fue que salieron todos al mismo tiempo. El ruido era considerable, con el grupo de rock en la terraza. Pero, eso es seguro, la tal Cressida no estaba con los moteros. Oiga, si otras personas llaman con información sobre Kincaid, y resulta que ha sido él, si la chica está herida, por ejemplo, ¿nos repartimos los diez mil dólares? ¿Cómo funciona ese asunto?

Y estaba también una antigua novia de Rod Halifax, llamada Natalie Cantor, que aseguraba haber sido «amiga» de Juliet Mayfield en el instituto, y que llamó a Zeno Mayfield a su despacho para decirle con voz indignada, aunque no demasiado inteligible, que si a su hija le había sucedido algo, seguro que Rod y sus compinches lo sabían:

—Una vez ese hijo de mala madre me emborrachó, puso algún tipo de droga en lo que yo bebía, su idea era romper conmigo y se portaba de verdad como un mal bicho, tratando de «ofrecerme» a sus repugnantes compinches, a Jimmy Weisbeck, al imbécil de Stumpf, en su furgoneta. En el mismo aparcamiento, el muy hijo de puta. Son todos unos borrachos de la peor especie. No conozco a Kincaid, pero sí a Juliet. Conozco a su hija, que es un ángel. No lo digo en broma, es un ángel. Juliet Mayfield es un ángel. No conozco a la otra, a Cressida. No la he visto nunca. Todo lo que quiera saber sobre esa pobre chica, seguro que Rod Halifax lo sabe. No soy la primera chica de la que se cansó y a la que trató como basura. No fue de «mutuo acuerdo», sino una maldita

violación en toda regla. Y después enfermé, quiero decir que me infectó. Así que pregúntele

a él. Que lo detengan y le pregunten. Cualquier cosa que le haya sucedido a esa pobre chica, si la violaron y la estrangularon y después tiraron su cuerpo al lago, tenga la seguridad de que Rod Halifax es el responsable.

El tiempo en zigzag se le metió a Arlette en la cabeza: las horas se arrastraban tan despacio como si tratara de caminar por el fango, mientras que los días volaban, ebrios, a toda velocidad.

Hasta que Arlette consiguió pensar

Una semana. Este domingo hará una semana. Y el que no la hayan encontrado quizá sea una buena noticia: No la han encontrado en ningún lugar terrible.

Zeno nunca se perdonaría, Arlette estaba segura.

Aunque no podía ser culpa suya. Aún.

Hacía ya tiempo que Arlette había dejado de tener celos de sus hijas: en cualquier caso, había dejado de manifestarlos. Zeno adoraba a Juliet en particular, pero también se había mostrado débil con Cressida, la hija «difícil», la hija a la que era todo un reto querer.

Muy al principio, las niñitas adoraban a su joven madre, que era todo para ellas. Algo por completo natural, por supuesto.

Pero a continuación, rápidamente, papá les robó el corazón. Un papá grande y fornido, de rostro inteligente, que era tan divertido y tan impredecible. Un papá al que le encantaba oponerse a los dictámenes de mamá y, como le gustaba decir en broma,

desbaratar sus planes.

Como si un hogar ordenado —comer a las horas previstas, y en la mesa del comedor como es debido y con los demás miembros de la familia, bajar andando las escaleras y no corriendo a toda velocidad, mantener el dormitorio propio razonablemente limpio y no ensuciar el cuarto de baño que también usan otros— fuese un plan ridículo que hubiera que desbaratar para reírse un poco.

Aunque mamá sabía reírse cuando se reían de ella.

Sabía que se trataba de cariño. De un tipo de cariño.

Solo que a veces dolía: que el padre se pusiera de parte de la hija y se burlara de ella.

(Juliet no, por supuesto. Juliet nunca se burlaba de nadie.)

(A Cressida le resultaba muy fácil burlarse. Como si temiera que una emoción más tierna la hiciese vulnerable.)

Arlette estaba segura: si a Cressida le había sucedido algo terrible, Zeno se culparía. Aunque sin razón, sin ningún motivo lógico, pero se culparía.

Ya estaba diciendo a quien quisiera oírle: «Ni siquiera estaba en casa cuando se marchó. ¡Dios del cielo!».

Con voz dubitativa, como reprochándoselo: «Quizás a mí me hubiera contado… algo. Quizás hubiese querido hablar».

Ya habían repasado incontables veces lo sucedido la noche del sábado, cuando Cressida salió de casa para ir a cenar con los Meyer.

Con una despedida despreocupada, podría decirse que indiferente, dirigida a su madre y a su hermana que estaban en la cocina: «¡Adiós! Hasta luego».

O incluso, aunque era menos probable dado que Cressida no se iba a quedar hasta muy tarde en casa de Marcy: «No os despertéis por mi causa».

(¿Había dicho Cressida una cosa así?

¿No os despertéis por mi causa? ¿Con intención o por algún otro motivo?

Despertéis y no

esperéis levantadas. Un ejemplo del extravagante sentido del humor de Cressida. Arlette se preguntó de repente si tendría algún significado especial.)

(Aquello sí que era agarrarse a un clavo ardiendo. ¡Patético!)

Ridículo, sin duda, que Zeno se reprochara no haber estado en casa en aquel momento. Como si de algún modo (pero ¿cómo?) hubiera podido prever que Cressida no iba a volver cuando lo tenía planeado ni cuando su familia la estaría esperando.

Ridículo, pero qué característico de

un padre.

En especial,

de un padre con hijas.

¡Cada vez que sonaba el teléfono!

Varios teléfonos en el hogar de los Mayfield: el fijo de la casa y los respectivos móviles de Zeno, de Arlette y de Juliet.

Siempre un golpe violento en el corazón, las manos trémulas para contestar cuanto antes.

Arlette evitaba aposta mirar el número de la persona que llamaba con la esperanza de que se tratara de Cressida.

O de que quien llamaba fuese un desconocido, un policía, posiblemente una mujer; en las fantasías de Arlette era una mujer quien llamaba para dar la buena noticia:

¡Señora Mayfield! Hemos encontrado a su hija, que quiere hablar con usted.

Más allá de aquello, aunque Arlette escuchaba poniendo los cinco sentidos, no había… nada.

Como si, por la tensión de esperar la llamada y oír la voz de Cressida, Arlette se hubiera olvidado de cómo era la voz de su hija.

Camino del banco, ajustando nerviosa la radio del coche, con el terror de lo que pudiera depararle el «avance» de las noticias, Arlette estuvo a punto de chocar con el camión de la basura.

Recuperada, casi volvió a chocar, en la manzana siguiente, con un todoterreno ligero cuyo conductor tocó el claxon muy irritado.

Y en el banco, el rostro alegre y sonriente con la esperanza (desesperada, manifiesta) de poder rechazar las miradas compasivas, hizo cola en una ventanilla

exactamente como habría aguardado su turno si su hija no hubiese desaparecido.

Pero algo la desconcertaba. Un algo que parecía burlarse de ella.

El deseo de esconderse. De ocultar el rostro. Aunque, por supuesto, no tenía que hacerlo.

—¿Arlette? Es usted Arlette Mayfield, ¿verdad que sí? Lo siento mucho… de verdad,

muchísimo…, lo de su hija. Les hemos dicho a nuestros hijos, uno está terminando la secundaria, el otro todavía en básica, que si oyen algo, lo que sea, nos lo cuenten enseguida. En los días que corren los chicos saben mucho más que sus padres. En el lago y en la reserva están pasando toda clase de cosas, menores que consumen bebidas alcohólicas es la menos importante. Toda clase de drogas, incluida la metanfetamina, los chicos no saben lo que están tomando, son demasiado jóvenes para darse cuenta de lo peligroso que es… No es que quiera decir que su hija estuviera con ninguna clase de gente que consuma drogas, ni muchísimo menos… pero Roebuck Inn es el sitio donde se reúnen…, están los moteros de los Ángeles del Infierno, que se sabe que son traficantes de drogas; pero los padres esconden la cabeza en la arena, sencillamente no quieren reconocer que en Carthage hay un problema serio… trágico…

Tampoco podía permitirse llorar en el aparcamiento del banco. No con los clientes entrando y saliendo. Porque cualquiera que conociera a Arlette Mayfield, incluidos ya los desconocidos que la habían visto en televisión, con Zeno, su marido, pidiendo el regreso de su hija, podían mirar a través del parabrisas de su coche, verla a ella y apresurarse a contárselo a todos los que quisieran escuchar con ojos emocionados y muy abiertos: «¡Esa pobre mujer! ¡Arlette Mayfield! Ya sabe, la madre de la

joven desaparecida…».

A la jefatura de policía seguían llegando llamadas.

Que alcanzaron su punto culminante el segundo día, lunes 11 de julio: un número récord de llamadas a raíz del artículo, con fotos, aparecido en la primera página del

Carthage Post-Journal. Y la noticia de la recompensa de diez mil dólares.

Multitud de «testigos» que afirmaban haber visto a Cressida Mayfield… en algún sitio. O que sabían lo que podía haberle sucedido y dónde estaba ahora.

En algunos casos se hacían veladas acusaciones contra personas (vecinos, parientes, exmaridos) que podían haber «secuestrado» o «hecho algo a» Cressida Mayfield.

Zeno había pedido que se le pasaran

a él todas aquellas llamadas. Temía que alguien del despacho del sheriff no tuviera en cuenta alguna que fuese importante.

Los detectives le explicaron que, cuando entraba en juego una recompensa en metálico, se podía esperar un verdadero diluvio de llamadas, casi todas ellas sin el menor fundamento.

Sin embargo, aunque probablemente no sirvieran para nada, había que valorarlas todas e investigar las posibles «pistas».

El departamento del sheriff del condado de Beechum estaba falto de personal. El cuerpo de policía de Carthage colaboraba en la investigación, si bien era todavía más pequeño.

En el caso de que se pensara en un secuestro, se podía acudir al FBI. Y a la policía del estado de Nueva York.

¿Era un error ofrecer una recompensa de manera tan pública? Zeno no quería pensar que fuese así.

—Quizás el error sea no haber ofrecido lo suficiente. Vamos a doblarla: veinte mil dólares.

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