Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 4. Descender y ascender

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—Escucha, Zeno, ¿estás seguro?

—Claro que estoy seguro. Necesitamos hacer

algo.

—Quizás tendrías que hablar con Bud McManus. O tal vez…

—Es hija nuestra, no suya. Veinte mil dólares llamarán más la atención. Hay que hacer

algo.

Arlette pensó

Pero ¿y si no hay nada que hacer? ¿Si no podemos hacer nada?

Allí estaba Zeno llamando. Un Zeno desafiante que hablaba por dos teléfonos al mismo tiempo: el fijo de la casa y su móvil.

—¿Oiga? Aquí Zeno Mayfield. Hemos decidido elevar el dinero de la recompensa a veinte mil dólares. Sí… eso es.

Veinte mil dólares por información que permita el rescate y el regreso a casa de Cressida Mayfield, nuestra hija. Los informadores podrán mantener el anonimato si así lo desean.

En la habitación de Cressida. A la deriva por el piso de arriba de aquella casa tan grande (que sonaba a vacía), como atraídos por el cuarto de su hija.

Donde, si Cressida hubiera estado en casa, y en su habitación, le habría sorprendido encontrar a sus padres, algo que posiblemente no le habría gustado.

Papá. Mamá. ¿Qué os trae por aquí?

No venís a fisgar, ¿o sí?

—Nadie había dormido en la cama. Fue lo primero que noté.

Arlette susurraba con voz ronca. Podrían haber estado en un mausoleo, tan escasa era la luz, todo tan austero e inmóvil.

En el centro del cuarto, Zeno lo examinaba todo. Era muy posible, pensó Arlette, que llevara años sin entrar en la habitación de su hija.

Los detectives le habían preguntado a Arlette si «faltaba» algo en el cuarto. Arlette pensaba que no, pero ¿cómo saberlo? La vida de su hija era un asunto muy privado, y la información que recibía su madre era solo parcial y parecía, en ocasiones, facilitada a regañadientes.

Los detectives hicieron el registro en presencia de Arlette y de Zeno, los dos presa de la ansiedad. Tan pronto como acababan con una parte de la habitación —el armario, la vieja cómoda de madera de cerezo que era propiedad de Cressida desde los seis años—, Arlette se apresuraba a retomar posesión y a restablecer el orden.

Equipados con guantes de goma, los policías metieron determinadas prendas de vestir en bolsas de plástico. Requisaron un cepillo para el pelo no muy limpio, otro de dientes y otros objetos íntimos presumiblemente con el propósito de establecer el ADN de Cressida.

Su ordenador portátil. Habían pedido permiso para abrirlo, para examinarlo, y los Mayfield habían dicho que sí, por supuesto.

Aunque se resistieran incluso a abrirlo ellos mismos. Husmear en la vida privada de su hija, ¡qué indiscreto resultaba! Cómo le molestaría a Cressida.

Los detectives se lo habían llevado, tras dejar un recibo.

Arlette casi pensó

Espero que lo devuelvan antes de que Cressida regrese.

Casi pensó también, ¡qué vergüenza!,

Ojalá no regrese antes de que lo devuelvan.

Zeno dijo, con fingido entusiasmo:

—Es una suerte que te despertaras, Lettie. Que algo te despertara. Hay que dar gracias a Dios por que vinieras aquí cuando lo hiciste.

—Sí. Algo me despertó…

La sensación de que faltaba una parte de la casa. Una parte de su cuerpo.

Miembro fantasma.

Lo que Arlette pensó, al mirar con los ojos de Zeno, fue que la habitación no tenía los detalles característicos del cuarto de una chica, según un hombre se los imagina.

La ropa de Cressida estaba toda recogida, nada a la vista: todo ordenadamente doblado en cajones, en estantes, colgado en armarios. Y sus zapatitos, todos chatos, bien emparejados, en el suelo del armario.

Uno de los detectives, con intención de mostrarse amable, había señalado que el cuarto de su hija adolescente no tenía el menor parecido con aquel.

Zeno trató de explicar que su hija no había sido nunca una

adolescente.

Años atrás Cressida había renunciado a las telas rugosas y a los colores vivos y suaves de la infancia reemplazándolos por los severos dibujos geométricos en blanco y negro y las lisas superficies de M. C. Escher que tan extrañamente la fascinaban. Se interesaba tan poco por los colores (sus vaqueros eran negros en su mayoría, así como las camisas, las camisetas y los jerséis) que Arlette se preguntaba si los veía; o, en el caso de que los viera, si los encontraba sentimentales, sensibleros.

Zeno contempló el laberíntico

Descender y ascender como si no lo hubiera visto nunca. Como si pudiera explicarle el porqué de la desaparición de su hija.

¿Se reconocía en el dibujo?, se preguntó Arlette. ¿O eran las figuras humanoides en miniatura demasiado deformes, caricaturescas?

Los ojos de Zeno buscaban lo grande, lo descarado, lo cegador. Zeno no tenía una mirada perspicaz para la miniatura.

Arlette tomó del brazo a su marido. Desde el domingo estaba siempre tocándolo, sosteniéndolo. En aquellas ocasiones Zeno se quedaba muy quieto, sin exactamente responder pero tampoco poniéndose tenso. Porque no se atrevía a dejarse llevar por las emociones más violentas, Arlette lo sabía. Todavía no.

—¿Qué fue lo que pasó con el profesor de Matemáticas de Cressida, Zeno? ¿Te acuerdas?, ¿cuando estaba terminando la primaria? A mí nunca me lo dijo…

—Se llamaba Rickard. Era su profesor de geometría.

Arlette recordaba días, puede que fueran semanas, de nebulosas conversaciones entre Zeno y Cressida sobre algo que había sucedido, o que no había sucedido como era debido, en el instituto. Tal vez que Cressida había llevado a clase una carpeta con dibujos; aparte de aquello, Arlette no tuvo más información.

Al preguntarle a Cressida qué era lo que le preocupaba, su hija menor le había respondido que no era asunto suyo; al preguntarle a Zeno, su marido le había dicho, para disculparse, que dependía de Cressida: «Si te lo quiere contar, lo hará».

La alianza entre padre e hija, pensó Arlette.

Los detestó entonces. Solo en aquel momento.

Desesperada, había ido a preguntar a Juliet. Pero la hermana mayor no vivía en casa por entonces: cursaba el primer año en la universidad estatal de Oneida, y estaba tan por encima de su hermana pequeña, todavía a mitad de secundaria, que sentía muy poco interés por sus crisis emocionales. «Algún profesor que no ha sabido apreciarla como se merece, creo. ¡Ya conoces a Cressida!»

Pero Arlette no la conocía. Ese era el problema.

Zeno, dubitativo, como si incluso en aquel momento temiera violar una confidencia de su hija, dijo que, al empezar a interesarse por Escher, Cressida había preparado una carpeta con dibujos a plumilla en los que utilizaba números y figuras geométricas, a imitación de las litografías de Escher.

—Este,

Metamorfosis —Zeno señaló uno de los dibujos en la pared del cuarto de Cressida—, fue el primero que vi, si no recuerdo mal. Al principio no supe cómo demonios interpretarlo.

Arlette examinó el dibujo: era más pequeño que

Descender y ascender y en apariencia menos ambicioso: moviéndose de izquierda a derecha, siluetas humanas con forma de maniquíes; después figuras geométricas, números y modelos moleculares abstractos; a continuación, vuelta a las siluetas humanas. A medida que las figuras se metamorfoseaban de izquierda a derecha, su «blancura» pasaba a «oscuridad», como si se tratara de negativos fotográficos; luego, al atravesar los estadios inversos de la metamorfosis, se hacían de nuevo «blancas». Y algunas de las escenas se situaban en puentes de Carthage, con reflejos en el agua que también sufrían metamorfosis.

—Está basado en un dibujo de Escher, por supuesto. Pero ejecutado con extraordinaria habilidad. Recuerdo que lo miré, siguiendo con la vista los cambios en las figuras, atrás y adelante… Era la primera vez que me daba cuenta, creo yo, de lo

extraordinaria que es nuestra hija. Imposible imaginarse a Juliet haciendo algo parecido.

—A Juliet nunca le interesaría una cosa así.

—Por supuesto. De eso se trata.

—Los dibujos de Cressida son como adivinanzas. Siempre me ha parecido una lástima que su arte fuese tan «difícil». No sé si recuerdas que, todavía muy pequeña, no había cumplido los cuatro años, dibujaba unos animales y unos pájaros maravillosos con lápices de colores. A todo el mundo le encantaban. Siempre pensaba que podría colaborar con ella, que podríamos preparar juntas libros para niños. Pero…

—¡Vamos, Lettie! A Cressida no le interesan los «libros infantiles»; ni ahora, ni tampoco entonces. Su talento requiere algo que le exija más.

—Por lo que parece, sin embargo, ha dejado de dibujar. No veo que haya nada nuevo en la pared.

—En St. Lawrence no ha ido a clases de arte. Dijo que no le gustaban los profesores. No creía que pudieran enseñarle nada.

¡Qué típico de Cressida! Aunque, de todos modos, no parecía que hubiese encontrado su camino en otra dirección.

Arlette preguntó qué era lo que había pasado con el señor Rickard.

De vez en cuando Arlette se tropezaba con Vance Rickard, el de los bigotes de conejo, en las calles de Carthage o en el centro comercial. Aunque Arlette le sonreía, y le habría saludado efusivamente, el profesor de Matemáticas del instituto parecía no verla nunca y se alejaba con el ceño fruncido.

—¡Ese cabrón! Había visto algunos de los dibujos de Cressida en su cuaderno y los elogió, asegurando que también él admiraba a Escher. De manera que Cressida preparó una carpeta con trabajos nuevos y la llevó a clase para enseñársela, y el muy hijo de perra la hirió diciendo: «No está mal. Bastante bien, de hecho. Pero tiene usted que hacer cosas originales. Eso ya lo hizo Escher, ¿para qué copiarle?». Cressida se quedó anonadada.

Arlette entendió perfectamente el efecto sobre su hija, tan sensible, de un comentario tan cruel.

Ella, sin embargo, hubiera querido preguntarle a su hija algo parecido.

—Quizá fuese sin mala intención. Desconsiderado, sencillamente… Siento que a Cressida le afectara tanto.

—Esa es la razón de que aquel semestre sacara tan mala nota en geometría. No volvió a ir a clase de lo molesta que estaba. Terminó con un aprobado justito.

Arlette recordaba aquella temporada tormentosa en la vida de su hija.

—Cressida vino a contarme lo que Rickard había dicho. Estaba destrozada. Me dijo: «No voy a volver a su clase. Lo detesto. Haz que lo despidan, papá». También yo estaba furioso. Concerté una cita para hablar con él y me aseguró que no se había dado cuenta de lo que había dicho; ni siquiera estaba seguro de si lo había dicho; insistió en que si le había hecho una observación así a Cressida, tenía que haber sido en broma. Explicó que sus dibujos y su trabajo en clase le habían impresionado, aunque le preocupaba que era «inconstante», «que se desanimaba con demasiada facilidad».

Arlette pensó que sí, que era cierto. Pero a Zeno no se le había pasado la indignación.

—No hice, claro está, ningún esfuerzo por despedir a aquel cretino. Aunque, tal vez, habría podido conseguirlo. Es un tipo grosero, desconsiderado. También Cressida cambió de idea: «Tal vez sea mejor que nos olvidemos, papá. Es lo que me gustaría. No me merezco una nota mejor que la que saqué, de verdad». Pero eso era ridículo, sin duda se habría ganado un sobresaliente de no ser por el maldito malentendido con Escher.

Zeno no necesitaba añadir que la nota media de Cressida habría sido considerablemente más alta sin aquel aprobado por los pelos en Matemáticas.

Porque sucedió con frecuencia, en secundaria, que Cressida sacase buenas notas un semestre y luego, de forma inexplicable, como para negar su deseo de sobresalir, no terminara una asignatura, o no estudiase para el examen final, o incluso no se presentara. Enfermaba, además, con frecuencia: trastornos respiratorios, náuseas, migrañas. Su expediente de secundaria era una gráfica zigzagueante de temperatura que culminó en el último año cuando, en lugar de ser la primera de su clase, como esperaban los profesores que la admiraban, y que así se lo habían hecho saber a sus padres, se graduó trigésima de un curso de ciento dieciséis, un puesto absurdo para una chica tan inteligente. En lugar de ser aceptada en Cornell, como deseaba, tuvo que considerarse afortunada con que la dejaran entrar en la Universidad de St. Lawrence.

Durante su primer año fuera de casa, en una ciudad universitaria tan pequeña como Canton, Cressida se había sentido sola y llena de nostalgia; una joven que había despreciado siempre los comportamientos convencionales estereotipados descubrió que echaba de menos su casa, los hábitos y la seguridad de su hogar. De todos modos, ni había mandado correos electrónicos ni había llamado a sus padres con frecuencia, y cuando Arlette intentaba comunicarse con ella, Cressida se mostraba escurridiza; si Arlette conseguía que respondiera cuando la llamaba al móvil, la actitud de su hija era distante y taciturna.

—Cariño, ¿algo va mal? ¿No me lo puedes contar? ¡Por favor! —había suplicado Arlette, pero Cressida hizo un ruido equivalente a un encogimiento de hombros—. Tienes problemas con las clases, ¿no es eso? —preguntó, y Cressida dijo «no» con frialdad—. ¿Qué pasa entonces? ¿No me lo puedes contar? —insistió Arlette, y Cressida dijo, imitándola:

—¿Qué pasa… con qué?

Arlette había estado leyendo información sobre universitarios con problemas de depresión y tendencias suicidas, y la reacción de Cressida la preocupó. (Al mencionar el tema a Zeno, su marido se rio de ella. «¡Lettie! Nunca te cansas de dramatizar.» Cuando vio un documental en televisión sobre el suicidio entre adolescentes, en el que se utilizaba la palabra «epidemia», no se atrevió a contárselo a Zeno.)

A su regreso a casa en las vacaciones de Navidad y más tarde de Pascua, Cressida se había mostrado apática y retraída, apenas se molestó en ir a ver a amigas del instituto como Marcy Meyer, que tuvo que llamarla repetidas veces y terminó por ir ella a Cumberland Avenue. Había pasado por ataques de depresión y de enfado melancólico. Estaba casi siempre en su cuarto, con la puerta significativamente cerrada. Mientras Juliet era feliz por su compromiso con Brett Kincaid, y los Mayfield y sus amigos hablaban de poco más que de la cercana boda, Cressida se mostraba lejana e indiferente. Y cuando llegó la noticia de las heridas de Brett, dijo, pasado el primer momento de sorpresa y consternación: «Bueno: después de todo Brett es soldado y está

en una guerra. No puedes esperar que sea siempre él quien acabe con el enemigo».

Por suerte, Cressida no había hecho aquella observación en presencia de Juliet.

Cuando Brett reapareció en sus vidas, sin embargo, con heridas graves, en silla de ruedas al principio, Cressida había quedado muy afectada y muda; suspendida su habitual tendencia a la ironía.

A Arlette le dijo: «Juliet no se casará ya con él. Es lo que pronostico».

Su madre, molesta, le dijo que se equivocaba. Era evidente que no conocía a su hermana.

En otra ocasión en que estaba sola en casa con Arlette, Cressida dijo de repente, casi enfadada:

—¿Qué sentido tiene todo esto?

Su madre le había respondido:

—¿De qué todo esto estás hablando?

Cressida, irritada, hizo un gesto de rechazo con la mano, como si espantase moscas.

—Todo este

esfuerzo.

Como si se refiriera al mundo en su totalidad. Y a su historia.

Arlette había concluido, aunque no directamente a partir de las confidencias de Cressida, que la universidad había supuesto una sorpresa para ella. Desde muy pequeña había dado por sentada su superioridad intelectual y, aunque habría ridiculizado la idea misma, también su elevada posición social como hija de Zeno Mayfield, propietario de una hermosa mansión colonial en Cumberland Avenue; Cressida consideraba que le correspondía por derecho hasta el aire que respiraba en la casa familiar. Pero en Canton, entre desconocidos, muchos de los cuales pertenecían a hermandades universitarias de ambos sexos, al tener que vivir lejos de su cómodo hogar sin nadie que la conociera, que la quisiera, o que se preocupara hasta de sus más mínimos deseos y de sus tristezas, Cressida tenía que haberse sentido sin amarras, perdida.

Si había llegado a hacer amigos, Arlette no se los conocía. Si no comía de manera adecuada, si trasnochaba, si salía a la calle con poca ropa cuando soplaban vientos helados; si no se preocupaba por su salud o faltaba a clase; si se veía casi al margen del mundo universitario, no por elección propia ni de manera deliberada sino a pesar suyo… Nadie se daba mucha cuenta, a nadie le

importaba.

¡Pobre Cressida! En Canton nadie la conocía, ni siquiera como

la lista.

—Cuando volvió de la universidad y se mostraba tan reservada, tendría que haberme esforzado por hablar más con ella. No es una niña en sentido estricto, pero tiene la sensibilidad a flor de piel de una niña. Nunca ha superado que sus resultados en el instituto fuesen tan mediocres cuando tendría que haber brillado como una estrella.

Zeno pensaba en voz alta. Ahora todos sus monólogos eran sobre Cressida, mientras que antes había estado obsesivamente preocupado por Juliet a raíz de la ruptura de su compromiso.

Le interrumpió el timbre de un teléfono. Zeno se apresuró a contestar —era el fijo— en el dormitorio inmediato al de Cressida.

—¿En

libertad? ¿Ha vuelto a su casa? Sin más ni más…,

¿bajo fianza?

Zeno no quería creer que la policía hubiera dejado en libertad a Brett Kincaid al cabo de tres días.

Todavía más furioso al saber que no había necesitado

fianza; nunca se le había llegado a detener, no se le había podido acusar de nada.

Los exámenes preliminares de las manchas de sangre en el todoterreno no habían sido concluyentes: la sangre de Kincaid era A positivo, y algunas de las manchas encontradas en el asiento del acompañante, B positivo, lo que coincidía con el grupo sanguíneo de Cressida; pero no había manera de determinar si la sangre era suya. Algunos de los cabellos encontrados en el asiento delantero coincidían «casi con seguridad» con los de Cressida, y al menos una huella en el tirador de la portezuela del acompañante, aunque borrosa, parecía coincidir con otra de Cressida tomada en su dormitorio.

Bud McManus telefoneó para explicar por qué habían tenido que dejar en libertad a Kincaid. Zeno colgó el aparato con violencia.

—¡Cabrones! ¡Carecen de pruebas suficientes para retenerlo! ¡Eso es una majadería!

Los detectives habían estado mucho tiempo hablando con Brett, pero Kincaid insistía en que no recordaba casi nada de lo que había sucedido el sábado por la noche ni en Roebuck Inn, ni después. Parecía recordar —vagamente— que alguien había estado con él en su coche; creía recordar que antes había estado bebiendo con sus amigos Halifax, Weisbeck y Stumpf; con aire de quien se esfuerza por recordar un sueño perturbador y caótico, logró explicar que quienquiera que lo acompañase en el todoterreno, una jovencita, o una mujer, había querido en algún momento, al patinar el coche y salirse de la carretera, abandonarlo (eso pensaba), pero a él no le había parecido que fuese seguro apearse de noche dentro de la reserva forestal y quizás por eso habían tenido «algún tipo de forcejeo».

Excepto que, quizá, no había sido así. Quizás eso había pasado en alguna otra ocasión.

Si era eso lo que había sucedido, o cualquier otra cosa… lo

sentía mucho.

Sus observaciones eran intrincadas e incoherentes. Su comportamiento, «errático». En distintas ocasiones estalló en sollozos. Varias veces le dominó la indignación. Como trató de dar por terminada la entrevista, fue necesario retenerlo por la fuerza.

En el forcejeo, la silla en la que estaba sentado, en la sala de interrogatorios, resbaló bajo sus pies y Brett cayó pesadamente. Se quedó como muerto unos instantes, con la cara remendada pegada al suelo hasta que los agentes lo levantaron.

Dios bendito lo sentía mucho no recordaba lo que había sucedido ni cuál de ellos había sido pero lo sentía mucho y se quería ir a su casa.

De todos modos no deseaba un abogado. No había hecho

nada malo y por consiguiente no quería un

maldito abogado.

Se había negado a comer. O no podía comer. Era capaz, en cambio, de beber Coca-Cola Light a sorbos pequeños muy espaciados.

Dijo que lo que más deseaba era lavarse los dientes.

Excepto que no tenía ni cepillo ni pasta.

Su madre, Ethel Kincaid, llegó a jefatura, en Axel Road, muy agitada y sin parar de protestar. Traía los medicamentos que su hijo estaba obligado a tomar (por lo menos una docena, en su mayor parte más de una vez al día), informes clínicos y los documentos para acreditar que el ejército de los Estados Unidos había dado de baja a su hijo. También se presentó con el Corazón Púrpura y la medalla de la campaña de Iraq, en una bolsita de gamuza cerrada con cordones. En voz muy alta insistió en que su hijo no había hecho nada malo y que no se le debía interrogar como «sospechoso de un delito»; no «estaba bien», necesitaba «cuidados médicos»; le habían dado de baja en el ejército por «invalidez». Brett era «cabo» y «héroe de guerra»; había que tratarlo con respeto y desde luego necesitaba abogado, un abogado «gratis», pese a que él pareciera pensar lo contrario.

A la señora Kincaid se le permitió hablar con su hijo, exhausto y casi delirante, todavía vestido con la ropa manchada de sangre y de vómitos con la que se le había encontrado a primera hora de la mañana del domingo, para que recapacitase sobre su propósito de renunciar a los servicios de un abogado.

Porque el cabo Kincaid parecía creer que solo los culpables necesitan abogado.

Y solicitar un abogado sería lo mismo que reconocerse culpable.

La señora Kincaid también logró convencer a los detectives de que a su hijo debía examinarlo un médico, y de que era necesario dejarlo pronto en libertad para que volviera a la clínica de rehabilitación y continuara con el tratamiento que se le había prescrito.

El domingo por la tarde, y de nuevo el lunes, los detectives se habían presentado en casa de Ethel Kincaid para hacerle preguntas sobre su hijo, y ahora que había acudido a jefatura, aprovecharon la oportunidad y siguieron preguntándole. Para entonces la madre del cabo repetía una y otra vez la frase «Mi hijo es inocente, no ha hecho nada malo y eso se demostrará ante un tribunal si es necesario».

De regreso a casa, Ethel Kincaid hizo numerosas llamadas telefónicas en defensa de su hijo. Se puso en contacto con Elliot Fisk, un empresario local que se había comprometido, desde el 11-S, a hacer «todo lo humanamente posible» para ayudar a los excombatientes de las guerras de Afganistán y de Iraq en el condado de Beechum, y le convenció de que contratara a un abogado para su hijo: un abogado «de verdad» y no un defensor de oficio.

De manera que, al final, el abogado del cabo Kincaid resultó ser un letrado criminalista de Carthage de cierto renombre llamado Jake Pedersen. Zeno estaba indignado, porque Pedersen y él habían sido a menudo aliados en campañas de emisión de bonos del condado, y había hecho igualmente campaña a favor de Mayfield cuando se presentó como candidato a la alcaldía. Ambos eran miembros destacados del Partido Demócrata en el condado de Beechum.

En la tarde del martes, menos de una hora después de la aparición de Pedersen en el despacho del sheriff, Brett Kincaid quedó en libertad, bajo la custodia de su madre y de su abogado, y se le permitió regresar a casa. No se habían presentado cargos, pero se le prohibió abandonar el condado de Beechum y ponerse en contacto con los Mayfield «bajo ninguna circunstancia».

Para entonces estaba ya menos nervioso. Caminaba con un bastón que su madre le había proporcionado. Volvió a tomar sus medicinas y en un cuarto de baño de jefatura se le permitió ponerse la ropa limpia que le había llevado Ethel. Y se cepilló los dientes con tanto ímpetu que le sangraron las encías.

—Ahora quiero ayudar. También yo quiero ayudar.

Le preguntaron, ¿ayudar cómo? ¿Ayudar a quién?

—Buscar a la chica. Cressida. También quiero ayudar.

Gracias a sus buenos amigos en el departamento del sheriff, Zeno Mayfield se enteró de lo que había dicho Brett Kincaid.

—Maldita sea, mejor que no. Más le vale no acercarse a ninguno de nosotros.

Zeno temblaba de rabia, de indignación. Apretaba los puños y los abría igual que las pinzas de las criaturas marinas que se mueven como por espasmos.

En las noticias de la televisión se vio al cabo Kincaid flanqueado por su madre Ethel, de aspecto feroz, y por Jake Pedersen, su abogado, dirigiéndose a toda prisa a un vehículo que los esperaba cerca de una puerta trasera de la jefatura de policía.

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