Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 4. Descender y ascender

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En las imágenes los reporteros corrían hacia el joven, pero la señora Kincaid los despedía, furiosa, moviendo los brazos como aspas de molino. El cabo andaba inseguro con su bastón y se escabullía acomodándose en el asiento trasero del automóvil conducido por Jake Pedersen. Llevaba gafas oscuras que le ocultaban la mitad de la cara, pero las cámaras habían recogido, en morboso y despiadado detalle, el rostro deformado y enrojecido, como de maniquí, y la boca, pequeña, que parecía cosida.

Interrogado en jefatura sobre la desaparición de Cressida Mayfield, de diecinueve años, residente de Carthage, a quien, según se cree, se vio por última vez la noche del sábado en la zona del lago Wolf’s Head y de la Reserva Forestal Nautauga.

En el canal de televisión WCTG aquel vídeo se proyectó una y otra vez.

Seguido de una versión abreviada de la entrevista del domingo por la tarde con el señor y la señora Mayfield, y un añadido en boca de Evvie Estes, que con ojos resplandecientes explicaba que el importe de la «recompensa Mayfield» se había doblado y era ya de veinte mil dólares.

Y acompañado de un plano filmado desde el aire de los profesionales y voluntarios que buscaban en los pinares de la reserva forestal.

Así como de una entrevista de cinco segundos con un fornido guarda forestal rubio que afirmaba que si Cressida Mayfield estaba en la reserva se la encontraría sin la menor duda.

En otro momento se mostraron fotos de Cressida. La foto del anuario del instituto en la que estaba seria y adusta, como si la joven de facciones poco agraciadas mirase a los ojos del espectador con una expresión de sutil desprecio.

Hasta el momento no se ha encontrado rastro alguno de la joven desaparecida. Si alguien cree tener información sobre el paradero de Cressida Mayfield, se ruega que llame al número… Si algún comunicante quiere permanecer anónimo, se respetará su deseo.

—Tengo que verlo. Hablar con él. Prometo que no me dejaré dominar por la emoción.

A Zeno se le había hecho la advertencia de que no intentase ver a Brett Kincaid. Se le había prohibido que volviera a aparecer por casa de Ethel Kincaid.

Escandalosamente, Ethel puso una denuncia contra él ante la policía de Carthage alegando que había tratado de convencerla de que tenía una «orden judicial» para registrar la habitación de su hijo y que «la había amenazado de palabra y obra» al negarse ella a dejarle entrar en su casa. Y que «propagaba mentiras malintencionadas» contra su hijo Brett, que era un excombatiente inválido y un héroe que no tenía nada que ver con su hija menor.

Porque había «roto un compromiso equivocado» con la otra hija de Zeno Mayfield, lo que era una de las razones por las que Zeno se había presentado en su casa para amenazarla.

A Zeno le informó de aquellas acusaciones un teniente de la policía de Carthage conocido suyo que fue a verlo a su casa de Cumberland Avenue. Evite a los Kincaid, dijo el teniente. Evite cualquier situación en la que exista la menor posibilidad de dejarse llevar por el nerviosismo.

Zeno, que conocía las leyes, o que debería haberlas conocido, entendió el principio que se aplicaba en aquel caso. Era el padre de la

joven desaparecida, y no tenía que cometer el error de violar ninguna ley.

—Pero ¿cómo es posible que lo dejen

irse? ¿Ni siquiera han pedido

una fianza? ¿Por qué no lo han detenido?

—Porque todavía no pueden. Pero lo harán.

Zeno sintió un escalofrío al oír aquellas palabras.

—Quiere decir… si Cressida no… si…

Zeno no sabía lo que estaba diciendo. Se tapó la cara con las manos. Le había vuelto a crecer la barba y notó el mal olor de su propio aliento.

El teniente de la policía de Carthage le puso una mano en el hombro. Aquella presión, con intención amable, amabilidad masculina, siguió presente en la imaginación de Zeno después de que el teniente se hubiera ausentado, deseoso de escapar cuanto antes del ambiente tenso y paralizado del hogar de los Mayfield.

Arlette se vio obligada a calmar a su marido, que empezaba a desvariar. La madre de Cressida, que apenas había dormido desde las cuatro de la madrugada del 10 de julio, varios días antes, temía las consecuencias de la elevada tensión de Zeno, de lo perceptible de su respiración apresurada y del temblor de sus manos.

—Las huellas en el todoterreno eran de nuestra hija. El pelo, ¡por el amor de Dios! Las manchas de sangre… probablemente. Y, en cuanto a «testigos» en Roebuck Inn…

—Sí. Lo sabemos.

—… ¡cómo pueden dejar que

se vaya sin más! ¡Y ahora dispone de abogado!, y ese cretino de Fisk, que siempre se está promocionando, ¡va a correr con los gastos de su defensa!

—Sí. Pero no hay nada que se pueda hacer ahora mismo, Zeno. Ven aquí, siéntate y déjame que te abrace. Por favor.

Estaban volviendo, en su matrimonio, que había sido durante mucho tiempo una unión de adultos maduros y capaces de gastarse bromas con habilidad, a un periodo anterior de caprichosos y desesperados ataques de emociones primitivas, incluso de necesidad sexual. Aunque lleno de indignación y beligerante en público, Zeno podía ser víctima de debilidad y temblores en la intimidad de su hogar, en los brazos consoladores de su mujer.

Arlette pensó

Voy a tener que prepararlo yo para lo peor. Zeno es incapaz de prepararse.

El análisis de sangre no había sido concluyente, dado que, por desgracia, no se podía determinar si la sangre era de Cressida. La única huella dactilar borrosa y los cabellos sueltos tampoco eran «concluyentes», porque no había manera de establecer si habían aparecido en el jeep el sábado por la noche o en una ocasión anterior.

Tal era el argumento que Pedersen, el abogado de Kincaid, estaba utilizando para afirmar que Cressida había estado en el coche de Brett anteriormente y no el sábado por la noche.

Es decir,

que no se podía probar.

Porque había demasiada gente en el lugar de los hechos y todo resultaba confuso, los testigos se contradecían. Algunos aseguraban haber visto a Cressida, o a alguien que se le parecía muchísimo, atravesando el aparcamiento a eso de la medianoche con Brett Kincaid cojeando y apoyándose en ella, de camino hacia el vehículo del cabo; otros decían haber visto a Cressida, o a alguien que se le parecía muchísimo, en la terraza de Roebuck Inn, en compañía de otras personas, entre las que figuraba, o no figuraba, Brett Kincaid.

Nadie

afirmaba con rotundidad haber visto a Cressida en el jeep de Brett.

Los testigos hablaban de la presencia de «moteros» en Roebuck Inn. Rugidos ensordecedores de las motos, gritos de borrachos.

Las mujeres que decían haber visto a Cressida en los aseos rociándose la cara con agua no afirmaban haber hablado con ella… «No era como si estuviera pidiéndole a nadie que la ayudara, ¿se da cuenta? Y no es la clase de persona a la que le das un golpecito en el hombro para preguntarle si se “encuentra bien”, porque sabes que se va a ofender.»

A Rod Halifax, Jimmy Weisbeck y Duane Stumpf, los amigos de Kincaid, los tres de veintitantos años, residentes de Carthage de toda la vida, que habían conocido a Brett Kincaid en el instituto de Carthage, los interrogaron por separado los detectives del condado de Beechum. De los tres, Halifax y Stumpf eran conocidos de la policía local: ya cuando iban al instituto se les había detenido por pelearse, por destrozos, por robos de menor cuantía y por emborracharse en público, pero sus casos se habían juzgado en el tribunal del condado sin llegar a encarcelarlos. A Halifax y a Weisbeck se les había citado por denuncias de muchachas que afirmaban haber sido «acosadas» y «maltratadas» por ellos; pero también en este caso las acusaciones se habían retirado o esfumado.

Halifax se había alistado en la Infantería de Marina en noviembre de 2001, pero lo dieron de baja después de veintitrés días de instrucción básica en Camp Geiger, Carolina del Norte.

Por aquel entonces, en el otoño de 2001, cuando Brett Kincaid se alistó en el ejército, Weisbeck y Stumpf también habían querido alistarse, pero nunca terminaron de rellenar sus solicitudes.

Con algo de la torpeza entusiasta de los actores aficionados que han memorizado sus frases, Halifax, Weisbeck y Stumpf dieron versiones casi idénticas de su noche del sábado en Roebuck Inn con su amigo Brett Kincaid: llegaron en distintos vehículos, bebieron juntos más o menos desde las diez de la noche, y luego abandonaron la terraza para entrar en el local y estar así más cerca de la barra; en un momento determinado había quizá una docena de chicos y chicas con ellos; algunos viejos amigos, y otros puede decirse que desconocidos; hacia las doce el local estaba de verdad abarrotado y fue por entonces cuando «la tal chica Mayfield» había aparecido, sola; nadie la conocía (con la excepción de Brett) porque había estudiado varios cursos por detrás en el instituto de Carthage, y nadie la había visto nunca en el lago, «digamos que no era del tipo de gente que lo frecuentaba».

En cuanto al tiempo que «la chica Mayfield» se quedó charlando con Brett en un rincón, quizás fueran veinte minutos, tal vez media hora, no estaban seguros. Ni tampoco sobre cuándo se marchó, ni con quién.

Podrían haber sido moteros; había una pandilla de Ángeles del Infierno de los Adirondacks en el aparcamiento, levantando nubes de polvo.

Pero, con toda seguridad, la chica no se había marchado con Brett Kincaid. Porque todos los del grupo se habían ido al mismo tiempo.

Y no se había marchado con ninguno de

ellos.

—Si pudiera echarles el guante. A solas. Nada más que cinco minutos. Tan solo a uno de ellos. Nada más que a uno.

—Sí, pero no puedes, Zeno. Lo sabes perfectamente. No puedes.

—Stumpf es el primero que se vendría abajo. En menos de un minuto. Solo con que pudiera…

—Sí, Zeno. Pero no puedes. Por favor, dime que te das cuenta de que no puedes.

Como un búfalo herido, pobre Zeno. Arlette trató de abrazarlo, de acariciarle el pelo enmarañado, de besarle la mejilla hirsuta. Al ver que ni siquiera se atrevía a rechazarla, entendió lo angustiado que estaba, su terror ante lo que los esperaba.

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