Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 6. El cabo en la Tierra de los Muertos

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Julio de 2005-octubre de 2005

¡Jesús bendito, lo que habían hecho!

Habían hecho lo impensable.

Obligarla a tumbarse. Meterle un trapo en la boca para que dejara de gritar.

Turnarse con ella. Gruñendo, aullando como perros.

Después uno de ellos le rajó la cara.

Se la rajó por los dos lados hasta media altura. Le cortó las comisuras de la boca con una navaja del ejército suizo.

De manera que la chica sonreía. Como un payaso loco.

Con los ojos bien abiertos, mirando.

Le estaban preguntando

qué le había hecho a la chica. Si la había maltratado y dónde la había dejado.

Estaban diciendo «Quizás le provocó. Si confiesa ahora y nos lleva a donde está. A donde usted la dejó, cabo Kincaid».

No quería un abogado. El abogado significaba ser culpable.

Un abogado quería decir vergüenza y sin duda culpabilidad.

La boca le sabía a vómito y había tratado de enjuagarse aquel sabor agrio. Y donde se había mordido la lengua, o quizá se tratara de una llaga. En Iraq le habían salido llagas en la boca. Al mirarse en el espejo y ver los puntitos blancos pensó que sería cáncer.

Una terrible muerte por cáncer, comido vivo. De la boca hacia fuera.

Una muerte peor que la otra, por más lenta.

Había oído —sentido— la explosión. Los gritos y luego las maldiciones.

En su puesto de avanzada, una escuela desierta. Maltrecha y con las ventanas como cuencas vacías y detrás una bomba en una cañería de desagüe que había explotado llevándose las manos del soldado raso Hardy y matando en el acto al soldado raso Quinn.

Brett había corrido hacia donde estaban. Había corrido sin ver nada, pensando que podía ayudar.

Lo que vio fue…

Cuando más adelante le llegó a él la hora de morir y de morir en otro sitio, no tendría que haberse sorprendido tanto, pero la verdad es que sí; se sorprendió.

Porque siempre se piensa, es inevitable pensar

Dios no va a permitir que me suceda a mí. Jesucristo no lo querrá. Soy una buena persona, se me perdonará.

Porque el cabo Kincaid había sido una buena persona. Toda su vida lo había intentado.

Boy scout de Jesucristo lo llamaba el sargento, burlándose de él con una mitad de la cara que era como un costillar de vaca que sonriera.

Aquello sucedía en la provincia de Saladino. Polvorienta, arenosa, asquerosa.

Las patrullas diarias duraban quince, dieciséis horas; el récord eran dieciocho. El cerebro se ausentaba, piernas y pies seguían como un zombi de juguete con toda la cuerda dada. Botas que parecían de plomo y era como levantar pesas o llevar grilletes en las piernas y los calcetines nunca lo bastante gruesos para evitar que los talones se les despellejaran o que una uña demasiado crecida cortase el dedo vecino y se sintiera como una esquirla de vidrio hundida en la carne.

A los soldados de infantería se les exhorta de manera especial a que tengan cuidado con las infecciones, porque se presentan fácilmente en una zona de combate y suponen una amenaza para la supervivencia. El objetivo era proteger la base del ejército (pero ¿por qué demonios requería protección la base en un sitio tan polvoriento, arenoso y asqueroso?) de las granadas de fragmentación, del fuego de los francotiradores y de los asaltos de los insurgentes.

¡Muévete! Por muy agotado que estés, si te quedas quieto durante más de cuatro segundos, muchacho, te conviertes en candidato a acabar en una bolsa de plástico con cerradura hermética.

Los jodidos francotiradores no duermen nunca.

O quizás había sido en algún otro sitio: los nombres eran extraños e irreales acertijos que nunca estabas seguro de haber oído bien, y te provocaban una presión dentro de la cabeza porque no querías cagarla y que se rieran de ti.

En los mensajes que mandaba a casa, Brett había tratado de ser preciso. Era lo menos que podías hacer, pensaba, evitar que las cosas se jodieran más de lo que ya lo estaban, aunque, de todos modos, no podría haber jurado que se trataba de Saladino y no de Diyala o de As Sadah. Y además estaba Kirkuk.

Allí lo habían recogido en pedazos… en Kirkuk.

La gente hacía chistes sobre

donar órganos. Como, por ejemplo,

polla, testículos.

Corría el rumor de que saudíes acomodados compraban riñones, hígados, pulmones, corazones, ojos y huesos con tuétano en el mercado negro. Los de su raza («árabes», «musulmanes») costaban menos.

En los Estados Unidos aquello era ilegal. En los Estados Unidos no se podía vender o comprar partes de cuerpos ni órganos; aquello iba contra las normas de moralidad de los Estados Unidos.

La lucha contra el terror es una lucha contra los enemigos de la moralidad norteamericana, contra la fe cristiana. En algún lugar de aquel país olvidado de Dios estaban los imanes de los terroristas de Al Qaeda que habían volado las Torres Gemelas. Nada más que por el simple deseo, lleno de odio, de destruir la democracia americana y sus principios cristianos como querían hacerlo los paganos de la Antigüedad, siglos atrás. La Roma imperial de los tiempos de los gladiadores: se te exigía morir por tu fe. Se lo había explicado su capellán: esto es una cruzada para salvar a la cristiandad. El general Powell había declarado que no habían tenido elección, que los Estados Unidos se habían visto forzados a reaccionar militarmente. Los Estados Unidos nunca pactarán con el mal. No había otro remedio que mandar tropas antes de que el enloquecido dictador Sadam utilizara las

armas de destrucción masiva: bombas atómicas, y guerra biológica con gases y gérmenes.

Solo un país muy estúpido y cobarde se limitaría a «esperar y ver». En la capilla el pastor les dijo: «Nuestros antepasados fueron los que tuvieron el valor necesario para llevar a cabo ataques preventivos».

Los insurgentes eran enemigos y terroristas. Los otros iraquíes —«civiles»—, amigos de los Estados Unidos, dependían del ejército de los Estados Unidos para que los protegiera.

Algunos eran kurdos, no iraquíes. Kirkuk contaba con vastos yacimientos petrolíferos.

Parte de aquellas cosas sus compañeros las sabían o las habían sabido en algún momento.

Pero pronto se empieza a olvidar. Cuando se siguen órdenes se olvida lo que era cierto el día antes.

Los nombres de los sitios se olvidaban con facilidad. Se perdían en la arena. Y la arena entraba en los ojos, en las narices, en la boca. Los pulmones inhalaban arena, de manera que cada vez que respirabas te metías el desierto más adentro.

Después, en el hospital, Kincaid había sentido el sabor de la arena en la boca. En los pulmones. Tosía y se ahogaba tratando de respirar mejor y lo que expulsaba era una espesa mucosidad glutinosa teñida de sangre.

En el cerebro, algo que se retorcía y amontonaba como… ¿gusanos?

Un implante de titanio para proteger el cráneo roto.

En su destrozado ojo izquierdo y en la materia blanda (cerebro) de detrás le habían implantado una minúscula lente intraocular (con la garantía de no derretirse a temperaturas inferiores a 500 grados).

La visión está en el cerebro. El «ojo» es la lente del cerebro.

De uno de los insurgentes (muerto, acribillado) habían recogido trofeos: ojos, pulgares, orejas. Rostros enteros arrancados, aunque muy pocas veces de una pieza.

Envueltos en gasas y almacenados en bolsas de plástico de pequeño tamaño.

La conclusión es por qué no. Te lo has ganado, qué cojones.

No Kincaid, el

boy scout. Pero otros sí.

El soldado raso

Coyote Muksie era el gracioso de la sección.

Además de ser la mano derecha del sargento Shaver.

Insurgentes. Francotiradores insurgentes. Un ejército de sombras, no había otra manera de pelear con sombras excepto destruirlas con olas semejantes a llamas.

Existían

medidas contra la insurgencia desde antes de la llegada del cabo Kincaid. Sin embargo, el recuerdo de una estrategia anterior enunciada por el coronel T…, jefe de la brigada, no se había olvidado y era la preferida: MÁTALOS A TODOS Y QUE SEA DIOS QUIEN HAGA LAS DISTINCIONES.

Había perdido sus medicinas. Se trataba de antibióticos para impedir que las bacterias mortales se lo comieran vivo.

Empiezan con la sangre, luego los tejidos blandos. Después el cerebro.

Desde la explosión dentro de su cabeza tenía tendencia a ver cosas

que no estaban allí y a oír cosas que

tampoco estaban allí.

El problema es que no se distingue lo que está de lo que no está.

Les dijo que no sabía. La chica…, se había olvidado del nombre.

Nunca supe su nombre. El de ninguno. Los civiles.

El interrogatorio se prolongó toda la noche. Había sido uno de los más jóvenes entre los componentes del destacamento. Era emocionante entrar en las casitas de los civiles iraquíes en las que se sospechaba que se escondían insurgentes. Al bajar la cabeza para atravesar una de las puertas enanas, te podían disparar antes de que te dieras cuenta; te podía estallar la cabeza. Era una posibilidad real.

Más tarde la vergüenza le había hecho vomitar. Pero en el momento no existía subidón comparable.

Claro que había fumado hachís. Pero nunca había probado la cocaína ni la heroína. Nunca (por ahora) metanfetamina. Y sabía bien que no existía otro subidón comparable

porque se trataba de un subidón natural.

«Escuadrón de la muerte»: el sargento Shaver era el supervisor.

Muksie, el activador.

A él no le habían preguntado. No le habían invitado. Sabían que se chivaría. Condenado

boy scout Kincaid: tendrían que haberlo ejecutado.

Granadas de fragmentación. Tendrían que haberlo volado en pedazos.

No era un secreto. Coyote se lo contó a muchísima gente.

Todo lo que hace uno de la compañía lo hacen todos.

Un ejército son

hormigas. Básicamente.

Había estado enfermo dos, tres días. Había sentido que el cerebro se le ablandaba e iba de aquí para allá como un embrión en formaldehído en un frasco de cristal.

Fue a ver al capellán. La garganta tan seca a causa de la arena que apenas podía hablar.

¿Estás seguro, hijo? No tengas prisa, hijo.

Lo que hablemos entre nosotros es confidencial.

Han preguntado: quién fue el autor de los disparos.

Estaba tratando de recordar: la chica había salido corriendo para alejarse de él.

No entendía por qué… había salido corriendo. La había llamado, pero ella se había alejado a toda velocidad.

No tenía la menor intención de hacerle daño. La chica había dicho «Soy la única que te entiende. Nadie más puede saber lo que sabemos nosotros, son los que Dios ama».

Sus tripas eran como cemento. Para él la única manera de cagar era que lo que llevaba dentro se volviera líquido, líquido ardiente, que quemaba al salir.

De lo contrario era hormigón.

Tan vergonzoso, el maldito dolor en el vientre. Estremecido de dolor. Empezando a sudar. Y tratar de mear, después del catéter. Hay que aprender, no es instintivo.

Se esforzaba por decirles que no había visto. Que no había estado cerca ni mucho menos.

O quizá había estado allí pero no había visto —exactamente— lo que los otros hacían o habían hecho. Quizás para entonces ya se había terminado. Tal vez habían pasado horas. Incluso días.

O quizá se había topado con ellos por error. El sargento mayor Shaver llamándolo: ¡KIN-CAID! ¡JODIDO CABO KIN-CAID!, como si la sorpresa fuese para él.

¡Trae tu móvil, Kin-Caid! ¡Menuda foto!

Habían creído que la chica era mayor, eso es seguro. No sabían que era tan

joven.

Y el hermano menor, ocho o nueve.

Y los padres… tan pequeños que hubieran tenido aspecto de niños en los Estados Unidos.

Y los viejos…, los abuelos.

Después de sacar fuera a la chica y de acabar con ella, el sargento Shaver dijo, molesto: «¡Nada de testigos! Eliminadlos».

No había sido como lo tenían planeado. No habían acertado en nada. La chica no era más que una niña y no una jovencita como esperaban, de la que tantos habían estado hablando —«¡Una chica! ¡Un bombón muy sexy!»— como si se tratara de MTV con acompañamiento de música rap, donde si se violaba a alguien, o a alguien le pegaban una paliza y la palmaba, siempre terminaban riendo; pero esto no era como en MTV sino muy distinto…, como una

equivocación muy triste y muy estúpida… La arrastraron unos treinta metros desde donde terminaba la calle del pueblo y trataron de enterrarla bajo pedazos de barro seco y piedras y trozos de vallas rotas. Otro maldito trabajo que había que hacer después de que se terminara el subidón.

Básicamente era difícil tomarse en serio a los civiles iraquíes. Difícil entender por qué les importaba vivir o morir. Que muriese uno de sus hijos, o algún anciano. Cualquiera.

Muksie, Broca, Mahan, Ramírez. Kincaid no.

Más adelante le pidieron que calculara cuántos metros lo separaban de Shaver y de su «escuadra de la muerte». En el momento, con la confusión y la alarma, no había tenido la menor idea, porque tampoco se daba cuenta exactamente de lo que sus compañeros hacían.

Después había visto a Muksie con las cizallas. Oyó reírse a los otros entre asustados y sin aliento, como adolescentes en el instituto atreviéndose a trepar hasta el techo del edificio y a correr agachados de un extremo a otro durante las horas de clase.

¡Descojonante!

Había alzado la voz para protestar. Pero sin producir el menor sonido.

Mareado. Vomitando su primera papilla.

«¡Menuda foto, tíos! ¡No os lo perdáis!»

Había vuelto a Iraq con él, aquella segunda vez.

El móvil nuevo, un regalo de sus futuros suegros.

«Los Mayfield son unos tipos estirados que viven en lo más alto de Carthage. Te mirarán de arriba abajo como a un perro, un chucho muy joven y bien adiestrado. No vengas a llorarme cuando lo descubras.»

Lo cierto era que estaba encantado con ellos. Zeno, Arlette.

Cualquier resentimiento que Brett hubiera tenido, la amargura de su madre, sus quejas sobre cómo el alcalde se había portado con ella o no se había portado… Quizás Ethel hubiese querido que el alcalde le hiciera más caso, como una soltera razonablemente bien parecida con un hijito (necesitado de un padre) habría esperado tratándose de un hombre como Zeno Mayfield, que desprendía calor solo con entrar en una habitación: «¡Qué tal! ¡Buenos días, señoras!».

En realidad, era un farsante. Un condenado político más falso que Judas.

Ethel trabajaba de administrativa. En el despacho principal. Tacones altos, labios pintados con esmero. Nunca ascendida. Once años.

Se vengaba llevándose a casa material de oficina en su bolsa del supermercado ShopRite.

Papel que a ella no le servía de nada, resmas de papel. Bolígrafos a puñados. Incluso cartuchos de impresora. (Pero tenía que andarse con ojo: los cartuchos eran caros. No se atrevía a llevarse más de uno cada semana o cada quince días.) También rollos de papel higiénico, paquetes todavía sin abrir, del armario que servía de almacén. De manera que tenían todo el condenado papel higiénico que pudieran necesitar para el resto de sus días.

Brett había dicho: «¡Cielo santo, mamá! Si te pillan, ¿qué vas a decir?».

Les diré: «¡Me lo deben! Esos tramposos hijos de puta me lo deben».

Avergonzado por su madre. También había, sin embargo, algo desquiciado y emocionante en Ethel.

Como, por ejemplo, en un lugar casi público, la zona de restaurantes del centro comercial, donde te podías llevar paquetes de azúcar, sobrecitos de sal y de pimienta, servilletas de papel de un grosor peculiar, cubertería de plástico. Con expresión furtivamente adusta, Ethel se guardaba todo aquello en los grandes bolsillos de su parka de nailon. Hasta los vasos de plástico, aunque fuesen más difíciles de disimular. Nunca sabes cuándo vas a necesitar suministros, había dicho. Ethel no tenía la sensación de que aquello fuese robar y lo llamaba

quedar en paz.

El mundo era un lugar condenadamente injusto para algunas personas. Madres solteras, mujeres a las que se dejaba atrás y a las que los varones trataban como basura. Tenías derecho a vengarte cuando se presentaba la ocasión.

De aquellos que tienen, toma lo que puedas. Toma y toma.

Durante mucho tiempo Ethel se había quejado con amargura del padre de Brett. Luego, con sorprendente brusquedad, pasó a elogiarlo.

¡Brett se esforzaba tanto por acordarse de él! Un recuerdo borroso, como algo difuminado con un trapo grasiento, aunque ya tenía seis años cuando su padre se marchó; lo bastante mayor para conservar algún recuerdo, en un chico normal.

Sin ambos progenitores nadie está seguro de saber lo que es

normal. Como caminar por un suelo inclinado, pero sin poder calcular en qué dirección está inclinado.

El padre de Brett había sido suboficial en el ejército de los Estados Unidos: el sargento de primera clase Graham Kincaid había luchado en la primera guerra del Golfo, desde agosto de 1990 hasta marzo de 1991. En el álbum de recuerdos había fotos, desvaídas y con las esquinas dobladas. El sargento Kincaid parecía haber sido un hombre apuesto a pesar de una mandíbula demasiado marcada, un ligero estrabismo y la desconcertante costumbre de sonreír con la mitad de la boca.

En todas las fotos del ejército al sargento Kincaid lo acompañaban otros soldados de su sección, en uniforme, y se advertía un parecido como de familia entre todos ellos, del de más edad al más joven. Una familia misteriosa de

soldados-hermanos.

Sentías —si no eras más que un niño sin padre— una profunda envidia de aquella familia, que no se parecía en nada a tu propia vida disminuida.

«Brett Kincaid: ¿qué quieres ser de mayor?»

«¡Sargento! Como mi papá.»

Después de licenciarse, la impaciencia impidió al sargento Kincaid seguir en Carthage, trabajando en una tienda de accesorios para automóviles, como capataz de producción. Había puesto rumbo al oeste con la promesa de «buscar trabajo» y de mandar a por su familia cuando encontrase el adecuado; mientras tanto enviaba postales a «Ethel y Brett» (postales que aún seguían en el cuarto de Brett pegadas a la pared junto a su cama con un papel de celo que se había puesto amarillo); la última del parque Yosemite, montañas abruptas y visiblemente estratificadas entre las que se arrastraban nubes vaporosas.

Ethel habría roto aquellas postales en muchos pedacitos, pero Brett se lo impidió: «¡No, mamá! Por favor, no hagas eso».

Era como si su padre hubiera sido herido sin que nadie se diese cuenta, convertido en un inválido de por vida, y aquella parte suya rota y derrotada se hubiese quedado atrás.

Ethel presumía unas veces de Graham Kincaid y otras descargaba su indignación contra él. Era «por naturaleza un hombre con capacidad de mando: tendría que haber sido comandante o capitán». O: «No era más que un condenado hijo de puta. Punto».

Se conocieron cuando Ethel tenía solo diecisiete años. Se había aprovechado, decía ella. «La había dejado embarazada», decía.

No tenía intención de casarse con ella, pero acabó haciéndolo.

(Brett sabía, por su parlanchina abuela, la madre de Ethel, que el primer embarazo terminó en un aborto espontáneo. Y un segundo embarazo produjo un niño prematuro que solo vivió unos días. De manera que, para cuando nació Brett, Ethel andaba ya «un poco desquiciada» y Graham más bien «se había desinteresado, como les pasa a los hombres».)

Ethel sentía vivamente lo injusto que era el mundo: alzaba una revista para ponérsela al lado de la cara y allí, en la cubierta reluciente, aparecía el rostro de una mujer —¿actriz de cine?, ¿estrella del rock?— y Ethel preguntaba «¿Es más guapa que yo? ¡Y una mierda!».

O le preguntaba a Brett «Cuál es la diferencia entre esa y yo, ¿lo sabes?». Pero Brett no lo sabía; y Ethel decía «Que esa ha tenido todas las oportunidades, no hay otra diferencia. Porque ¿cuáles he tenido yo? Ninguna».

Los Mayfield no eran la única familia «pretenciosa» de Carthage que Ethel despreciaba, pero su proximidad a Zeno Mayfield dotaba al padre de Juliet de una notoriedad especial en su vida. De pequeño, Brett había oído repetidas veces que aunque el alcalde invitaba a tomar un trago a los empleados del ayuntamiento los viernes por la tarde, no había llegado nunca a invitar a Ethel.

Ni siquiera se acordaba de su condenado apellido, ¡el muy hipócrita hijo de puta!

Excepto cuando Brett, ya mayor, jugaba en el equipo titular de fútbol americano del instituto. El periódico publicó su fotografía. Y la gente hablaba de él. Zeno Mayfield no era tan estirado como para no darse por enterado. Y un día en el ayuntamiento se detuvo para decirle a Ethel «¿Es usted la madre de Brett Kincaid? Debe de estar muy orgullosa».

Había respondido «Sí, señor Mayfield, lo estoy».

Y aquello fue el principio y el fin, ¡maldita sea! El muy hipócrita no volvió a decirle a Ethel cinco palabras seguidas durante años.

Hasta que dos años atrás, resultó que Brett «salía» con una de sus hijas.

Ethel no las había visto nunca. Pero sabía, por lo que contaba la gente, que una, la mayor, era

la guapa; la otra, en cambio, era

la lista.

Cuando Brett le habló de Juliet su asombro no tuvo límites, incrédula. «¿Mayfield? ¿Que sales con una… Mayfield?»

Ethel había criticado con tanta saña a las pobres chicas que de cuando en cuando su hijo llevaba a casa para presentárselas que Brett había acabado por renunciar a llevarlas; pero entonces, con Juliet, no tuvo elección.

«No hablas en serio. Te tomará el pelo.»

O: «¿Es la feíta? Porque tiene dos hijas».

Para entonces Brett había aprendido a no dejarse angustiar ni enfadar por su excéntrica madre. Avisó a Juliet de que Ethel era «difícil» pero «con buen corazón», si bien no estaba seguro de que aquella descripción fuese certera.

Brett había sentido un curioso estremecimiento de reivindicación, de satisfacción, al reunirlas, no en la casa de su madre, de agrios olores, sino en territorio neutral, un café de Carthage a la orilla del río.

Con su primer vislumbre de Juliet, se había esfumado todo el resentimiento de Brett contra la familia Mayfield. El rápido entendimiento entre los dos, como una cerilla que se convierte en llama.

Brett había visto fijos en él los ojos sonrientes de aquella chica. Y se había incendiado por dentro.

En la corta vida de Brett había existido una sucesión de chicas y, últimamente, de mujeres. Abandonó la casa de su madre en Potsdam Street al terminar el instituto, pese a las protestas de Ethel; necesitaba vivir solo,

respirar.

Al alistarse en el ejército había renunciado a su apartamento de alquiler en la zona sur del parque Palisades. Cuando regresó de Iraq, licenciado e inválido, como basura arrojada por la parte de atrás de un camión a toda velocidad, tuvo que volver a la casa de Potsdam Street, lo que había sido para él como una sentencia de muerte. Otra vez en el antiguo cuarto de su niñez que Ethel no había cambiado en absoluto, como la habitación de un hijo muerto.

Pero todo aquello sucedería más adelante: cuando conoció a Juliet Mayfield tenía un sitio donde llevarla, un lugar donde podían estar a solas.

De ninguna de las maneras iba a tratar de explicar a Ethel lo que sentía por Juliet. Ni por lo más remoto.

Estaba loco por Juliet y por su familia, eso era un hecho. Y a ellos Brett parecía caerles bien.

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