Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 6. El cabo en la Tierra de los Muertos

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Teníamos por entonces unos quince años. En mi casa se había ido todo al carajo. Mi padre bebía y estaba enfermo y mi madre siempre insistía en lo mucho que le gustaría tragarse todas las pastillas de las que pudiera echar mano y yo no iba a clase casi nunca. Brett apenas decía nada pero estaba mucho conmigo. De camino a casa, después del trabajo, o después de entrenarse para jugar al fútbol, se pasaba por nuestra casa. No entraba, tampoco yo se lo pedía: nos quedábamos fuera, junto al garaje o en la calle. O nos íbamos al aparcamiento del 7-Eleven. Brett no me preguntaba por qué no había ido a clase. Nunca hacía preguntas embarazosas. Nunca quería fumar un porro conmigo, se limitaba a dar las gracias. Apenas criticaba a otras personas. Un día que me sentía muy mal me dijo que por qué no iba a cenar a su casa. Parecía saber que lo más probable era que no hubiera nada en la nuestra, que mi madre no estaba en condiciones de preparar la cena, puede que ni siquiera de comérsela. Le dije ¡gracias, no! Nadie me había invitado nunca a cenar en su casa, ni antes ni tampoco después. Brett me aseguró que a su madre le parecería bien que los acompañara. De manera que acepté; fue, no sabría decirlo de otro modo, la cosa más agradable que nadie me había pedido nunca que hiciera. Para sorpresa mía, además, aquella noche la madre de Brett, tan loca ella, no era como uno esperaba. Quizá porque estaba solo yo y nadie más. Quizá se compadecía de mí, Brett debía de haberle hablado de nuestra situación familiar.

Comimos la pizza congelada que Brett había llevado a casa de ShopRite, el supermercado donde trabajaba. Salami, queso y tomates; la señora Kincaid le añadió unos tomates de lata pasados por la batidora para que no se secara en el horno. Los tres estuvimos viendo en la televisión la serie Urgencias,

que era la preferida de la madre de Brett. Le gustaba ver a gente que estuviese en peor situación que ella y cómo se las apañaban, y más adelante pensé: Ese es el porqué de que yo no le resultase molesto. Pero no me pareció mal, era algo que entendía bien.

Aquel año estuve en casa de Brett en unas cinco ocasiones, quizá. No siempre para cenar, algunas veces solo pasábamos el rato. Uno de aquellos días la señora Kincaid estaba bebiendo cerveza y me dijo, Te llamas Budny, ¿no es eso?, y yo le contesté que sí. Entonces me dijo una cosa muy extraña que no olvidaré nunca: Tu madre era amiga mía en el instituto. Pero no se lo reprocho ya.

Quería decir, según creo, que estaba molesta con mi madre por no seguir siendo amiga suya. Me parece que era eso lo que quería decir. Pero si la señora Kincaid hubiese visto a mi madre entonces, no habría dicho una cosa así. Mi madre estaba tan jodida que cualquier persona que fuese amiga suya, o de la familia, habría salido corriendo en dirección contraria como alma que lleva el diablo.

Nunca hubo nadie casado y con una familia, que nosotros supiésemos, que no acabara jodido antes o después.

Brett era, cómo decirlo, un cristiano auténtico, supongo que esa es la verdad. Nunca hablaba de cosas como la religión, se hubiera sentido de lo más molesto, pero tenía que ser eso. «Haz el bien…», tal como dicen. Lo intentó…, creo que tuvo demasiadas dificultades con eso en Iraq, quizá. Y luego, «impedido» como estaba, y tomando algunos medicamentos muy fuertes, se dedicó a beber, que es algo que se supone que no tienes que hacer en esos casos. Es lo que la gente dice. Pero su mayor debilidad era que no podía decir no a unos viejos amigos como Stumpf y Halifax y Weisbeck; le resultaba imposible.

Si alguien quiere un testigo, por ejemplo en un juicio, si hay que testificar a su favor, estoy dispuesto a hacerlo, si es que se celebra un juicio.

Alguien dijo que no se podía detener a nadie por asesinato si no hay un cadáver, de manera que quizá nunca llegue a haber uno. Pero si lo hay, daré la cara por Brett Kincaid, digan lo que digan que ha hecho. O incluso aunque él mismo lo diga al final. Porque mi amigo Brett Kincaid no habría hecho nunca daño a nadie, y si resulta que se lo hizo a esa chica Mayfield, entonces es que no fue Brett Kincaid sino otra persona que no conozco.

Entre la tierra y los escombros que remueve una excavadora se ven trozos diminutos de cristales de colores que podrían ser «gemas» y que tienen el poder de señalar que

Existe belleza dentro de la fealdad. Hay bien dentro del mal. ¡Ten fe!

Difícil de creer que no fuese así. En lo más hondo de su corazón no podía creer otra cosa.

En las semanas de formación básica, por ejemplo, no había sentido el miedo que sentían los demás. Al ver cómo el sargento al frente de la instrucción dirige su mirada acerada sobre los reclutas y decide quiénes son buenos, responsables, maduros, y centra su atención en los reclutas más débiles, los que sabe que tiene la responsabilidad de endurecer, además de unos pocos capullos inevitables a los que humilla, machaca y destroza en presencia de los demás, como un boxeador victorioso sigue golpeando, ensangrentando el rostro de su contrincante hasta que el pobre desgraciado cae y se tumba de espaldas,

fuera de combate. Al ver cómo el sargento le observaba

a él, Brett supo que conseguiría el aprobado, que era un hombre entre los hombres.

Así que cuando llegó el momento, pese a saber, o a adivinar, que los tipos de su pelotón, que sabían lo que él sabía sobre lo que le habían hecho a la chica iraquí y a su familia y (quizá) lo que le había contado al capellán, conspiraban para matarlo, si no directamente, sí dispuestos a crear las circunstancias en las que (quizá) resultaría muerto «en combate» al salir a patrullar por el límite septentrional de un Kirkuk sembrado de escombros, había dado un paso al frente al llamarlo su sargento, obedeciendo la orden de su superior tal como se le había entrenado porque, dada su condición de soldado, no había visto otra alternativa.

Y ahora había muerto y no tenía que testificar ante el Mando de Investigación Criminal del Ejército.

Neurológicamente afectado («amnesia retrógrada»), no era capaz de recordar con claridad ni precisión ni confianza lo que había o no había sucedido en las primeras horas de la noche del 11 de diciembre de 2004, en el límite septentrional de Kirkuk, una ciudad de Iraq sembrada de escombros.

Ni siquiera recordaba quién había empuñado el cuchillo y cortado las mejillas de la chica. Ni rostro ni nombre.

No necesitaría abogado.

No necesitaría hacer el viaje —que lo «enviaran»— a Washington.

No necesitaría a alguien que lo acompañara en el avión, en los taxis y en las sesiones del Pentágono. Que le ayudase a andar, contase sus medicinas, lo mantuviera lejos del alcohol, le impidiera suicidarse en el cuarto de baño de un hotel, le limpiara el trasero diarreico.

Como tampoco necesitaba suplicarle a Juliet que se reconciliara con él para que pudiera acompañarlo a Washington: le ayudase a andar, contase sus medicinas, lo mantuviera lejos del alcohol que Brett lamería como un perro si pudiera, le limpiara el trasero, triste y enfermo, con hemorroides y diarreas, insistiendo en que lo quería, en que siempre lo querría, en la enfermedad y en la salud y en la vida venidera si simplemente se lo permitía.

Que qué les conté, cariño, solo la verdad, que había sido un accidente.

Me resbalé, me caí y me di contra la puerta, una cosa bien tonta.

En urgencias me hicieron una placa. No tengo dislocada la mandíbula.

Me duele y me cuesta tragar, pero los moratones acabarán por desaparecer.

Lo sé; no era tu intención.

Siento haberte disgustado.

No estoy llorando, ¡de verdad que no!

Cuando recordemos esta época de tribulaciones, diremos: «Sirvió para poner a prueba nuestro amor. Y no desfallecimos».

Brett dijo que no. Que no lo creía.

Una sonrisa de payaso muy cerca del rostro de Juliet, pero ella se libró de verla.

Acusaciones graves. Mejor estar seguro de lo que mantiene, cabo.

No se pueden garantizar su tranquilidad y su seguridad si insiste en esas acusaciones.

El teniente C…, que lo miraba como si Kincaid oliera mal.

La policía había confiscado de inmediato el Jeep Wrangler. Se examinó hasta el último centímetro. Solo gracias a la perseverancia de Jake Pedersen se consiguió devolver el todoterreno a su dueño, quien, después de todo, no había sido detenido (aún).

Reuniendo pruebas. Investigación en curso.

Ahora no parecía prudente que, en el pasado, se hubiera permitido conducir a Brett Kincaid. Ni tampoco ahora.

Seth, su amigo y terapeuta, había dicho que, en su opinión, se le podía permitir. Siempre que alguien estuviera con él en el vehículo.

Agudeza visual corregida en el ojo derecho hasta un cincuenta por ciento. En el ojo izquierdo . Lo que cumplía con los requisitos estatales mínimos para obtener un carné de conducir.

La pierna izquierda no estaba muy bien, pero la derecha sí, la crucial para acelerar y frenar.

Era verdad (posiblemente): los reflejos del cabo no estaban tan bien coordinados como antaño. En cuanto a la visión periférica se podía decir con toda franqueza que

se había ido a paseo.

De todos modos, podía conducir un vehículo. Tenía derecho a conducir un vehículo.

No iba a suplicar. Ethel suplicaría por él.

Diría «¡A mi hijo no le pueden quitar también el carné de conducir!».

«Después de todo lo que ya le han quitado, la salud, la vida (lo que le quedaba de vida), ¡no le pueden quitar también eso, capitalistas hijos de puta!»

Tenía que ser un sueño que la hubiera enterrado viva.

La boca llena de tierra pero tratando de gritar.

Se despertó gritando de terror, la golpeó con la pala.

Le tiró piedras hasta que se quedó quieta. Luego más piedras, guijarros, pellas de barro con las dos manos sobre el cuerpecillo hasta que dejó de moverse. La cara también tapada.

O quizá se trataba de Stumpf, haciendo de las suyas. Tenías que reírte con Stumpf, que era como un muñón. Un día, en una clase de educación cívica en el segundo piso del instituto, miraron por la ventana, al otro lado de un camino de cemento, y allí, en lo más alto, ¡estaba Stumpf! Gracias a una escalera reservada para el vigilante, había encontrado una manera de llegar al tejado del edificio, y caminaba agachado, para que no lo descubrieran, o no lo descubrieran demasiado pronto. «¡Eh! ¡Mira!», Rod le dio un codazo a Brett.

La señora Nichols hablaba, de cara a sus alumnos. O alguna chica hacía una presentación en la pizarra. Y del otro lado de la ventana, y sobre el tejado recubierto de tela asfáltica más allá del camino, estaba Duane Stumpf y ¿qué hace el muy gilipollas, agachado detrás de una chimenea de ladrillo? Parece que

está meando, asomado a un lateral del edificio.

Antes de empezar en el instituto, Stumpf era famoso.

En el anuario anterior figuraba ya, por votación, como payaso de su curso.

A veces no era tan divertido. Pero no se podía negar que tenía su gracia.

Era un tipo con la boca como una cloaca. Un tío que se tiraba pedos en clase.

El tío que llevó una ardilla muerta y agusanada en una pala para colocarla en el asiento delantero del coche del señor Langley.

¡Las cosas que les hacía a las chicas! ¡A las profesoras!

Para algunas bromas necesitaba ayuda, pero casi siempre se las arreglaba solo.

Otras no llegaron a saberse. Nadie se enteró nunca.

El caso de una de las chicas de clase que se daba aires. Atractiva, animadora, muy guapa de cara, con suéteres de angora suaves y esponjosos. Su padre era el dueño del concesionario de Cadillac. Vivían en Cumberland Avenue, cerca de la elegante iglesia de piedra caliza. El día de San Valentín Stumpf dejó para «Debbie» un montoncito de

mierda de perro envuelta en terciopelo atado a su taquilla.

Y la señora Gordiner, cuya tripa (de embarazada) como un barrilito, claramente perceptible por debajo de la ropa y que los alumnos trataban de no mirar con demasiada insistencia, desagradaba a algunos de los varones y también a algunas de las chicas. El caso es que se hacían montones de chistes sobre la señora Gordiner, profesora de Inglés de los dos últimos cursos y asesora del grupo de teatro. El loco de Stumpf imprimió una foto encontrada en internet de un

auténtico feto humano en formol, la puso en un sobre de color rosa y, a modo de tarjeta de enamorado, la dejó sobre la mesa de Gordiner el día de San Valentín.

Stumpf, además, mandó por correo electrónico, y publicó en la Red, fotos de compañeras de clase: los rostros de las chicas sobre desnudos femeninos, algunos

de verdad gordos y de verdad desnudos. Stumpf, de todos modos, no dejó por eso, más adelante, de tener novias en el instituto. E incluso después del instituto. En su mayoría

cerdas, que era como él las llamaba.

Fulanas.

A Brett no le parecía que Stumpf fuera de verdad muy divertido. Tampoco que Coyote fuera divertido.

En una ocasión, cuando estaban solos, Duane Stumpf le dijo a Brett algo que no le había dicho nunca a nadie, esas fueron sus palabras.

—Cuando era muy pequeño mi padre me enseñó palabras como «coño, mamón, hijo de puta», para hacer reír a la gente. Me llevaba con él cuando iba a beber; primero pasábamos por Herreton Mills y comprábamos algunas cosas de la casa o el jardín y después seguíamos hasta Wolf’s Head y mi padre me tumbaba en el asiento de atrás del coche para que me durmiera; algunas veces se olvidaba de mí y no llegábamos a casa hasta que ya era de noche. Mi madre no tenía ni puta idea de dónde estábamos y se preocupaba mucho. El verano antes de que yo empezase a ir a la escuela se pelearon y mi padre se fue de casa y me llevó con él, como si se le acabara de ocurrir y no lo hubiese planeado. Después la llamaba por teléfono, porque no era exactamente que me hubiera raptado, pero apenas íbamos por casa. Al principio lloré mucho, pero luego empezó a gustarme de verdad, porque sorprendía a la gente y les hacía reír. También a las mujeres. Y a las chicas. El público llamaba a otras personas para que me escucharan, y a nuestro alrededor en el bar se juntaba un buen grupo, papá encantado, como alguien en televisión, y yo me sentía tan… era tan… estupendo… Un niñito soltando palabrotas como si no supiera lo que está diciendo, de verdad que es divertido. Había un chiste que contábamos a medias, más o menos, ya no recuerdo cómo iba pero yo era el aprendiz de soplapollas y la gente se mataba a reír. Papá decía, mi aprendiz de soplapollas trabajará algún día en televisión, y si no al tiempo.

»Otras veces, por supuesto, mi padre se emborrachaba y más o menos se olvidaba de mí y me dejaba en el coche. También se olvidaba de darme de comer. Una de cal y otra de arena.

Le preguntaron qué había hecho con ella. Qué había hecho con

el cadáver.

Y él dijo la verdad: no se acordaba.

Algunas cosas sí las recordaba, un remolino de cosas como agua sucia que se traga un sumidero, pero era imposible ponerles nombre; y era imposible, con su boca, dar forma a las palabras, al sonido de las palabras.

En algún sitio entre su cerebro, su boca y su lengua se producía una desconexión.

facilítenos las cosas a nosotros y de paso facilíteselas también usted. El juez será indulgente al considerar los servicios que ha prestado a su país. Y en cuanto a la familia de la chica, les permitirá enterrarla: es la única cosa decente que se puede hacer y usted es una persona decente, joven todavía… le concederán la libertad condicional al cabo de ocho, nueve años.

¿Qué le parece, hijo?

*

Toda una sorpresa: dejaron en libertad al cabo.

¡No había quien lo entendiera! Tenía que ser una equivocación.

Porque ahora había un abogado que «representaba» a Brett Kincaid.

El cabo se había mostrado inflexible: no quería abogado. Pensaba que si su padre lo supiera, que si el sargento primero Graham Kincaid se enteraba de que su hijo, en la situación en que se encontraba, tenía un abogado, se indignaría. Estaba convencido de que contratar a un abogado era una admisión de culpabilidad y por tanto se avergonzaba de tener un abogado «representándolo», como a un delincuente.

Shaver, Muksie, Broca, Mahan, Ramírez… todos tenían

abogado defensor.

Los fiscales del ejército habían llegado a un acuerdo con Ramírez, de tan solo diecinueve años y el más joven de todos: declárese culpable, denuncie a los otros, la condena será de menos de veinte años.

Ethel estaba furiosa asegurando que a «su hijo, héroe discapacitado», lo estaban llevando «por las bravas» a la cárcel y al «corredor de la muerte».

Había hecho gestiones. Existían muchas personas que apoyaban al cabo Kincaid. Ethel no quería un abogado de oficio sino un defensor contratado y de «primera categoría».

«A ver qué piensa Zeno ahora. ¡Porque trata de acabar con nosotros!»

Brett se negaba a hablar con… ¿cómo se llamaba?… Pedersen. El cerebro se le bloqueaba.

Sus amigos de toda la vida no querían saber nada de él. Sus amigos de siempre. Quizás estaban preocupados… pensaban que podía denunciarlos.

Condenado soplón. Le estaba bien empleado.

Era asombroso, la policía del condado de Beechum lo había dejado en libertad. Le permitió abandonar sus dependencias, salir de allí apoyándose en Ethel y en ¿cómo se llamaba?… Pedersen.

Fotógrafos, equipos de televisión en el aparcamiento. Nada de que avergonzarse, dijo Ethel. Con los focos de la televisión sus ojos lanzaban destellos como los de un gato.

No supo cuánto tiempo estuvo enfermo, medio desmoronado, en el viejo sofá lleno de manchas del cuarto de estar de Ethel. Días ya, una semana sin hacer sus necesidades, el vientre como cemento armado. Gritaba de dolor. Alaridos como risas de hiena.

La risa de Coyote… Muksie rajando la cara de la chica con la navaja.

El sargento Shaver, por su parte, le había cortado el meñique a la iraquí con unas tijeras quirúrgicas.

Broca hizo fotos. Con el flash del teléfono móvil, porque estaban a oscuras.

Un olor a aceite llenándolo todo. Aceite, calor y arena.

El cabo no lo había visto, en realidad. Había estado a más de seis metros, era el cálculo que hacía.

Sí, pero… no podía jurarlo. Si declarabas ante un tribunal tenías que

jurar.

Bajo juramento no se podía hablar con vaguedad. No se podía hablar dominado por la emoción.

Era un secreto a voces lo que iba a sucederle a él, a Kincaid.

Sus amigos se lo advirtieron. Sus amigos estaban preocupados por él. Uno de ellos mandó mensajes electrónicos a su padre, oficial de la Marina retirado, contándole

la situación en Kirkuk.

Había sido un condenado soplón. Un hijo de puta. Le habían advertido pero no los había escuchado.

Bueno; sí había escuchado: se lo contó al capellán. Resultó que quizás había sido una equivocación.

Pero no había sabido comportarse de otra manera.

Más adelante, después de la explosión, después de las hospitalizaciones, cuando no prestaba atención a aquellos asuntos, lo dispensaron de sus obligaciones militares, lo licenciaron «con honores».

Corazón Púrpura. Medalla de la campaña de Iraq. Y la codiciada Insignia de Combate de Infantería, un reconocimiento especial a su valor y a su espíritu de sacrificio.

Ethel las había colocado, llena de orgullo, en el cuarto de estar. Cuando concedía entrevistas a la prensa o a la televisión, las sostenía entre las manos ahuecadas.

La comisión investigadora no citaría al cabo.

Su testimonio era incoherente. Su testimonio había quedado dañado.

Aunque le resultase muy extraño, lo ponían de nuevo en libertad. Durante los días que pasó detenido había considerado la posibilidad

de apoderarse de un arma. De una de las pistolas de los policías. Me dispararían a quemarropa, lograrían que dejara de sufrir.

Porque los detectives vestidos de paisano llevaban el revólver debajo de la chaqueta. Cuando está de servicio, un policía nunca abandona su arma de fuego.

Brett había perdido el rifle en algún lugar: una penosa realidad. Todo su equipo, treinta kilos, parecía haber desaparecido. ¿Dónde?

Empapado en sudor, a la espera de oír la voz furibunda del sargento instructor.

Kincaid. Qué cojones ha estado haciendo.

Kincaid, mequetrefe, qué demonios se propone dejando mal al ejército. Me da usted asco.

Su abogado había negociado las condiciones de la puesta en libertad: Brett Kincaid no podría abandonar el condado de Beechum sin advertir a la policía. Aunque no existía contra él una acusación de homicidio, rapto e inhumación ilegal de un cadáver y obstrucción a la justicia… todavía.

Los detectives se mostraban reservados sobre lo cerca que estaban de detener a alguien. Se sabía que también estaban investigando a los Ángeles del Infierno de los Adirondacks.

En la casa de Potsdam Street, Brett tuvo tiempo de pensar en todo aquello aunque su cerebro estaba tan lleno de escombros como de lodo un remanso del río Nautauga después de un fuerte chaparrón.

Los parientes de Ethel venían a visitarlos. Algunos de los familiares de su padre que Brett llevaba años sin ver.

Hablaban entre sí, indignados, de lo mal que trataban en Carthage a

un héroe de guerra.

Se catalogaba como enemigo a Zeno Mayfield, que había acusado a Brett desde el primer momento. La cuestión del compromiso matrimonial roto se utilizaba como motivo.

Algunos de sus amigos de los tiempos del instituto también acudían a ver a Brett. Chicos que había conocido años atrás y unas cuantas chicas, incluida una casada ya, y embarazada, que se presentó desafiando las objeciones de su marido, circunstancia sobre la que la joven tuvo buen cuidado de informar a Brett.

Halifax, Stumpf y Weisbeck también aparecieron. Incómodos en compañía de Brett, dado que su compañero de instituto permanecía silencioso durante largos ratos mientras ellos hablaban, se empapuzaban de cerveza y comían con ansia las patatas fritas que Ethel les colocaba delante del televisor.

Qué putada, Brett. Cómo se atreven a hacerte eso los malditos polis.

La gente dice cosas absurdas. Cretinos…

… no estábamos allí, ¿se lo has dicho? Ninguno de nosotros, no estábamos, ocurriera lo que ocurriese, dondequiera que la llevaras, o… fuera lo que fuese…

Después de Roebuck Inn. Dondequiera que fuese…

Fuiste solo tú, Brett, ¿de acuerdo? Aquella chica que se te subía por todas partes, más colocada que ni se sabe, lo estaba pidiendo… fuera lo que fuese lo que sucedió.

Al oírlo desde fuera, Ethel irrumpió en el cuarto, gritándoles que se marcharan con viento fresco. Si eran amigos de Brett, maldita sea, tenían que

ayudarlo. Todo lo que querían era cubrirse la jodida espalda, a tomar por culo. ¿Qué tal si pensaban más bien en

ayudarlo? Brett era el que

necesitaba que alguien le echara una mano.

Algunos vecinos aparecían. No demasiados. Otros, al ver en la acera a Ethel con ojos de loca, o a Brett Kincaid dirigiéndose cojeando a su todoterreno para ir a rehabilitación, daban media vuelta sin saludar siquiera.

Los entrevistadores de los medios dejaron de aparecer por la casa. Los visitantes se esfumaron.

¡No era lo que Ethel Kincaid esperaba! Cuando sonaba el teléfono no eran parientes, amigos, vecinos para darles ánimos, para asegurarles que estaban convencidos de que Brett era

inocente, sino desconocidos que llamaban para acusar a Ethel de dar refugio a un asesino. «¿No le da vergüenza? Usted es su madre, dígale que confiese.»

A la casa llegaban postales dirigidas al cabo Kincaid. «Repugnante asesino. Violador y asesino de esa joven, cobarde que te resistes a confesar.»

«Jesús ve en vuestro corazón, los dos sois pecadores. La justicia caerá sobre vosotros.»

Brett no salía de la casa de Potsdam Street casi nunca. Se refugiaba en la antigua habitación de su adolescencia con las postales amarillentas de su padre, todavía colgadas de la pared con cinta adhesiva pero que el Brett de ahora no veía ya. No podía salir de la casa sin ser visto. Tampoco entrar en la clínica de rehabilitación sin llamar la atención. Seth Seager, que había sido su fisioterapeuta y amigo hasta su ruptura con Juliet y algún tiempo más después, había dejado la clínica, había desaparecido sin decir adiós. Las sesiones de rehabilitación eran duras, dolorosas. Una relampagueante espiral de dolor le recorría de arriba abajo la columna vertebral como una descarga eléctrica. Le costaba respirar, tenía en los pulmones una sensación rasposa de delicados granos de arena, como un presentimiento de muerte; las lágrimas le corrían por las mejillas y no se las lograba enjugar lo bastante deprisa; su nuevo fisioterapeuta, que había reemplazado a Seth, era una mujer de mediana edad llamada Inge, que le obsequiaba con tensas sonrisas como si no soportara tocarlo, a pesar de su intimidad corporal.

A veces Inge lo llamaba «cabo», pero Brett no parecía oírlo.

En los días en que estaba mal, Ethel tenía que dejar su trabajo para llevarlo a la clínica y luego de nuevo a casa, lo que suponía un recorrido total de unos diez kilómetros. Mientras que a mediados y a finales del verano se sentía victoriosa porque la policía «había devuelto la libertad» a su hijo, ahora, en otoño, con el paso del tiempo, aumentaba su resentimiento por ser la madre de un

excombatiente discapacitado de la guerra de Iraq bajo vigilancia policial ininterrumpida. Dado su estado de ánimo de tensa amargura no era raro que diera bandazos con el coche, patinara, frenase sin ton ni son y rozara el jeep de su hijo, muy maltrecho ya, y chocara con barandillas o incluso con otros vehículos aparcados o en movimiento.

También reapareció, salida de la nada como en un serial de televisión, una chica que Brett había conocido antes de Juliet Mayfield, dispuesta a llevarlo a rehabilitación, a los médicos de Watertown y a cualquier otro sitio que él deseara; pero un día, cuando Gayle Nash lo llamó por teléfono, fue Ethel quien contestó para decir lacónicamente «Nunca más. No quiere volver a verte. Me ha encargado que te lo diga. Gracias por todo lo que has hecho pero… nunca más».

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