Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 6. El cabo en la Tierra de los Muertos

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De ninguna de las maneras quería la madre acongojada otra devoradora de hombres apoderándose de su hijo. La última que lo había hecho, la bruja Mayfield, tan estirada ella, era la prueba irrefutable; bastaba con ver cómo había terminado todo.

Brett apenas se atrevía a salir. Beber con sus amigos en los bares de la orilla del lago las noches de los fines de semana era algo que había terminado de pronto aquel día de julio.

De cuando en cuando acompañaba a su madre al centro comercial. Era idea de Ethel: «Sal de casa, que se te vea, no tienes nada de que avergonzarte, ¡son ellos los que tendrían que pedir perdón! Hijos de puta».

En el centro comercial Brett caminaba a trompicones. Seguía siendo alto, pero curiosamente asimétrico, como si se le hubiera retorcido la columna vertebral y llevase las caderas mal alineadas. Se calaba una gorra de béisbol hasta conseguir taparse la frente, y vestía camisas muy amplias de manga larga, así como pantalones de color caqui con las vueltas muy caídas. A primera vista se podría pensar que su rostro era una máscara de gasa, o partes de una máscara de gasa. Unas gafas oscuras le ocultaban la mitad superior de la cara.

Miraba siempre al frente. Caminaba con los brazos pegados a los costados. Ethel lo agarraba del codo para darle estabilidad, y temblaba de indignación incluso cuando nadie los miraba fijamente.

«¿Se puede saber qué estás mirando? No te prives.»

«¿Sabes quién es? Un excombatiente herido en la guerra de Iraq.»

«Se sacrificó por ti y ¡míralo ahora!»

«¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes mirarnos a la cara? ¡Cretino!»

En una ocasión avanzó unos pasos en dirección a varios adolescentes muy jóvenes que los miraban boquiabiertos a los dos, a ella y a su hijo, alto y desgalichado, con aspecto de estar fabricado con partes que no hacían juego, para decirles entre dientes: «¡Fuera de aquí! ¡Idos al infierno! ¿Creéis que no os llegará la vez? ¡Ya lo creo que sí!».

Nadie preguntaba a Brett por Cressida Mayfield. Nadie hablaba de

la chica, esa chica…, la chica que según dicen ha desaparecido.

Tampoco Ethel le preguntaba por Cressida. Pasó mucho tiempo antes de que su hijo advirtiera que nunca le había preguntado nada sobre aquella noche ni sobre lo que le había sucedido en Kirkuk.

La había oído comentarlo cuando hablaba por teléfono con alguien de su familia, muy probablemente una de sus hermanas.

«En ese lugar, se llama Kik-kik, que está en Iraq, resulta que hay un gran yacimiento de petróleo, grande de verdad. Así que hay magnates del petróleo, no te lo pierdas, untando al Gobierno de los Estados Unidos para que vaya a los Estados árabes y se quede con el petróleo. Capitalistas instalando algún condenado oleoducto. ¡Por eso declaró Bush la guerra! Pobre Brett, no sabía nada de semejante maniobra, nadie lo sabía, pero espabilas pronto. El muy bobo es lo que llaman daños colaterales, que no le importan un pimiento a nadie una vez que dejan el uniforme, como el hijo de puta de su padre que desapareció en el oeste igual que, ¿cómo se llama?… Clint Eastwood.

»No lo dudes, nos deben una barbaridad. Una vez que nos quitemos de encima el juicio ese, vamos a demandar al Gobierno de los Estados Unidos por su

responsabilidad. Al Departamento de Defensa. A Rumsfeld. Todo el mundo dice que haríamos el canelo aceptando la primera oferta, algo así como un millón o dos, una vez que los periódicos y la televisión se enteren de la historia de Brett y se arme la gorda en todo el país.»

Cada uno cortó un dedo y una oreja.

De otros cadáveres habían cortado otros trozos. Un cuadradito de piel se seca muy deprisa con el calor del desierto: «Momificación» instantánea.

Un rostro casi entero. Brett había alcanzado a ver fugazmente una petaca hecha con el rostro de tres civiles: parecían caras de varones mal cosidas. Muksie había dicho que era algo que hacían los siux y los iroqueses.

Fotos de cadáveres y de tipos cascándosela, hechas con el móvil. Imágenes secretas que nadie querría que cayeran en las manos a las que no estaban destinadas.

«No se las enseñes a Kincaid. ¡No son para el cabo!»

Pero las había visto. Tenía que verlas. No había manera de no verlas.

Todo el mundo en el pelotón lo sabía. En su mayor parte los comentarios no eran más que «Jesús bendito, qué cosa tan morbosa. Sois unos cretinos asquerosos, no sé si os dais cuenta».

Pero no se los denunciaba. Ni siquiera el capellán. Sencillamente no;

era una cosa que no se hacía.

Excepto que Kincaid creía que era su obligación. No podía dormir sabiendo que

debía hacerlo.

Como arena que se escurre entre los dedos. Nada a lo que agarrarse. Nada a lo que poner nombre. Cuando vuelvas a casa harás confidencias solo a tus mejores amigos, quizás a un hermano, pero a nadie más de la familia. A tipos que entienden, que saben lo que tuviste que soportar y por qué estas cosas importan: son

trofeos.

Tu madre, tu novia o tu mujer, hermana, prima…, no les enseñas esos trofeos que son privados. Ninguna mujer lo entendería. Ni siquiera una que fingiera no formar parte del sexo débil, como la hermana menor de Juliet, la de rostro feroz, tampoco esa lo entendería. No les enseñas ningún trofeo, solo fotos «pintorescas», baratijas, recuerdos,

souvenirs. Nadie sabía dónde estaba Iraq ni sabía nada sobre el país, en el aeropuerto de Frankfurt podías comprar joyas con aire de ser de Oriente Medio o animales africanos en miniatura esculpidos en marfil, chales indios… ¿Quién iba a notar la diferencia?

Al regresar a los Estados Unidos después de su primer «despliegue», Brett había comprado cosas así para Juliet, para su madre y para la señora Mayfield. Después del segundo, lo habían devuelto a casa en una bolsa hermética que se utilizaba de ordinario para transportar cadáveres.

*

En el coche de su amigo Halifax salieron a la carretera 31 para conseguir algo de hierba.

Condenadamente fuerte, te hace cosas extrañas en el cerebro.

Brett resuella como si tuviera asma. Halifax le da violentas palmadas en la espalda.

«¡Santo cielo! Kincaid, ¡no te me mueras, joder!»

El abogado de campanillas que llevaba el caso tenía la costumbre de hablar del cabo en tercera persona incluso cuando estaba presente, igual que se habla delante de una persona clínicamente muerta o de un cadáver.

Mi cliente reconoce que la muchacha pudo haber estado en su vehículo, lo que explicaría las huellas, la sangre y los cabellos. Pero no aquella noche. Otra noche.

Mi cliente padece un trastorno nervioso. Eso es un hecho. Se acompaña su historial clínico. No recuerda las cosas con claridad desde que lo hirieron en Iraq: «Traumatismo craneoencefálico». Ningún jurado lo declarará culpable.

En los aseos del puesto al norte de Kirkuk. No pensó

Voy a matarlo ahora. Es lo que hay que hacer. Blandió el rifle con el espacio suficiente para alzarlo y hacerlo girar, de manera que la culata golpeara al soldado Muksie en la sien una, dos, tres veces, muy deprisa, mientras, con un gesto de sorpresa total, Muksie gruñía y caía de rodillas, se derrumbaba sobre el sucio suelo de cemento escupiendo sangre. Sin pensar

Dios ha guiado mi mano. Este es el primero.

Pero alguien lo había visto. Uno de los soldados se apresuró a ayudarle —a ayudar a Brett—, quitándole el rifle, limpiando la culata.

Se ha ido al infierno. Este es el primero.

Se reía. Dando traspiés. Sus amigos lo llevaron en volandas al barracón principal.

Más tarde vio al soldado Muksie —Coyote— cuando regresaba de patrullar.

Completamente despierto entonces, frotándose las sienes, sintiendo dentro las gruesas arterias que latían y latían, casi a punto de reventar.

No puedo garantizar su seguridad, cabo. Tome precauciones.

Ella había querido que le contase aquellas cosas:

Secretos que no puedes revelar a nadie más. Lo sé; sé que los tienes.

En voz baja, asegurándoselo:

Soy la única persona que te entiende, Brett. Nadie más sabe lo que sabemos nosotros; a ellos los ama Dios y nosotros somos… inadaptados.

En el todoterreno que iba conduciendo. Apretando el volante con las dos manos porque había estado bebiendo y un ruido muy desagradable se le metía en el cráneo como el zumbido de un avispero.

Importantísimo para él llevar a la chica a casa: la hermana de Juliet.

Que le decía cosas terribles, cosas que, incluso borracho, le hacían sentirse avergonzado:

Juliet no te merece. Juliet es una de esas personas que «viven en la luz»; no tiene ni idea de lo que sabemos nosotros. Soy la única que te puede querer, Brett. Por favor, créeme.

Estaba escandalizado. ¡La hermana de Juliet!

No sabía qué decirle. Aunque sintiera un despertar de… algo muy remoto… como a gran distancia… de lo que podría haber sido, en una vida anterior, un anhelo sexual.

… la única que te puede querer. Brett, por favor.

Su primer pensamiento fue: demasiado joven.

Y además la hermana de Juliet, que habría sido, si se hubieran casado, como una hermana para él.

Quiso librarse de ella con todas sus fuerzas.

Librarse de ella sin problemas, dejarla en su casa.

Si Juliet se enterase… se escandalizaría.

Nunca se había sentido cómodo con la hermana menor. Posiblemente no había pronunciado nunca su nombre en voz alta:

Cres-sida.

Al principio se había llevado bien con ella. La había conocido, se habían tropezado, cuando ella tuvo un accidente de bicicleta unos años antes; parecía como si entonces fuese otra persona.

Más joven, entonces.

Después había cambiado. Se mantenía aparte de los demás, se dedicaba a observar, a juzgar; nunca sonreía ni reía del todo cuando Brett pasaba tiempo con los Mayfield. Se consideraba

superior.

Con frecuencia, cuando estaba presente, parecía mirarlo

a él; de una manera que Brett no había querido interpretar.

Porque la

voluntad de Cressida era una fuerza en el hogar de los Mayfield; Brett había llegado a esa conclusión.

Por comentarios de Juliet, Brett había deducido que tal era el caso.

Incluso Zeno, tan mandón, cedía ante ella. Arlette raras veces llevaba la contraria a su hija pequeña, y a menudo en su compañía guardaba silencio como si con ello esperase evitar algún comentario cortante o sarcástico de su «precoz» hija menor.

Cressida no ayudaba casi nunca en la cocina. Si se la persuadía para que ayudara después de comer o de cenar, metía los platos y los cubiertos en el lavavajillas sin molestarse en enjuagarlos, con una especie de regocijo rencoroso.

En una ocasión, al concluir una comida, cuando incluso Zeno ayudaba en la cocina, Cressida llevó a Brett al piso de arriba, a su habitación, insistiendo en enseñarle sus «dibujos a lo Escher» colgados de una pared, así como los que guardaba en una carpeta. Kincaid no sabía qué era lo que podía esperar y le sorprendieron y le impresionaron aquellas obras de arte tan detalladas, muy hábiles sin duda alguna, que no se parecían a nada que hubiera hecho nunca nadie en Carthage.

En el cuarto de Cressida, que Brett recordaba como abarrotado de libros y extraños dibujos, nada parecido al de Juliet, tan femenino, Cressida le dijo que los dibujos eran una manera de explorar el «interior» de su propio cerebro.

«Cuando coges una pluma y la mojas en tinta, se produce una especie de escalofrío, una corriente eléctrica que te sube por el brazo. Caes en algo parecido a un trance. Como si soñaras con los ojos abiertos —hizo entonces una pausa para añadir, con un encogimiento de hombros, de aquellos hombros suyos tan estrechos—: Aunque… allí es mucha la soledad que se siente».

Le dijo lo que no le había confesado a su familia: durante su estancia en Canton la sorprendió lo mucho que los echaba de menos. Y también a él.

«Os echaba de menos a todos. ¡Supongo que sentía nostalgia! Aunque parezca tan banal, tan sensiblero. Tú estabas en Georgia y sin embargo me sentía cerca de ti. Más cerca que de mis ridículas compañeras de habitación. Juliet me mandaba tus mensajes y tus fotos con el móvil, o, al menos, la mayoría…»

Brett encontró extraño que a Cressida le hubiera sorprendido sentir nostalgia. A él le había atormentado lo que debía de haber sido añoranza —y la falta de Juliet— durante la mayor parte del periodo de formación en Fort Benning.

Cressida también le mandaba mensajes. Lacónicos y tímidos, eran como acertijos, y Brett no pasaba mucho tiempo intentando desentrañarlos. Probablemente no contestó a la mayoría. El entrenamiento había sido agotador e intenso, y cuando tenía tiempo de pensar se acordaba de Juliet y era a Juliet a quien echaba de menos.

No había querido pensar en que Cressida tuviera celos de Juliet y de él. Celos de su guapa hermana mayor a quien todo el mundo adoraba. Cuando hablaba de aquellos a los que

ama Dios lo hacía para burlarse, y entre ellos sin duda incluía a Juliet.

Brett, sin embargo, no podía acabar de tomársela en serio ahora, ¡cuando aseguraba quererlo!

Verla en Roebuck Inn, entre los habituales de aquel bar, ¡había sido toda una sorpresa! Y darse cuenta después de que había ido allí para verlo

a él.

No la había alentado. No había dado muestra alguna de corresponderla, aunque, de todos modos, se sintiera responsable.

Cressida insistió en sentarse a solas con él.

Su respuesta fue que quería llevarla a casa, pero Cressida protestó

Gracias de verdad, Brett, pero no ahora mismo… por favor. Con timidez, pero atrevidamente, había puesto una mano —una mano trémula, pequeña— en su brazo.

Que él debería haber apartado o haberse sacudido de encima, pero no lo hizo.

Era habitual que las chicas o las mujeres le hicieran avances…, o lo había sido, hasta hacía poco. Pero aquello era distinto.

Le costaba trabajo mirarla: estaba demasiado escandalizado.

La censuraba y se avergonzaba.

Se había amoldado, sin embargo, a sus deseos. A su tesón.

Había decidido abandonar el bar junto al lago y no volver. Acompañar a la chica a su casa, como les explicó a sus amigos, que se quedaron mirando a Cressida. Esperando solo a que Brett se la llevara para empezar a hacer chistes groseros que a Kincaid no le apetecería oír más adelante.

Tuvo que ayudarla para que entrara en la cabina del todoterreno. Estaba emocionada, tensa. Insegura de piernas, como si se le hubiera subido a la cabeza la única cerveza que había tomado.

Brett condujo un poco demasiado deprisa.

Con los cristales de las ventanillas bajados, de manera que el ruido del viento hacía difícil oír lo que Cressida decía.

Parecía estar suplicándole

Tenemos tanto que decirnos el uno al otro, Brett. Creo que no me conoces en absoluto, no soy en realidad una de ellos, una Mayfield.

Detrás del volante, Kincaid se sintió ligeramente mejor. Aire fresco en la cara y en los pulmones, el olor del lago, los pinares.

tenía que verte. Si quieres hablar de Juliet, o… de nosotros. Sobre lo que creo que te puedo dar, cómo te puedo ayudar…, no a «adaptarte»… no me refiero a ningún estúpido lugar común como «adaptarse»… Me refiero a tu vida, ahora que ha cambiado tanto y soy yo la única que entiende lo que te ha pasado, creo.

La había escuchado: ese había sido su error.

Había escuchado y se había dejado persuadir. No porque lo que Cressida decía le resultase atractivo, ni porque ella le resultase atractiva, sino porque la sorpresa de sus palabras le resultó

esperanzadora, a él, que no creía (lo habría asegurado) en nada tan poco probable como la

esperanza.

Cressida le pidió por favor que no volviera aún a Carthage. Todavía no.

Le pidió que fueran a la reserva, siguiendo el curso del río… a la luz de la luna.

(No había claro de luna, solo un cielo brumoso después de un día de bochorno. Y una difuminada luna en cuarto menguante sobre la que se movían, como autopropulsados, delgados dedos de nubes con aire de peces aturdidos. Más allá de los faros del todoterreno la luz era tan débil y desvaída que se asemejaba a una ceguera en la que los rectos troncos de los pinos surgían con espectacular brusquedad.)

Había querido hacerle una advertencia:

De lo que hay entre Juliet y yo no voy a hablar. Porque no puedo intimar con las personas, les hago daño.

Sucedió, sin embargo, de algún modo, aunque Brett sabía que era un error, que el todoterreno entró en la reserva forestal.

También sucedió, sin saber cómo, que llegaron a Sandhill Road.

Fueron recorriendo la pista de tierra, con sus profundas rodadas, a la luz de la luna. Y el río a muy pocos metros, más allá del parabrisas, espumeante agua blanca en zonas iluminadas, el ruido del agua confundido con el viento que entraba con fuerza por las ventanillas del coche.

Cressida le pidió, por favor, que detuviera el todoterreno. Que lo parase, nada más.

Recordaría aquello —no de inmediato, no cuando le interrogaron los detectives del departamento del sheriff del condado de Beechum, sino semanas después—, pero no lo que él había dicho, tratando de razonar con ella pero sin mirarla, como en el campamento de formación aprendías a no mirar al sargento instructor que te gritaba, porque estaba prohibido mirarle a los ojos como si fueses su igual; fuera lo que fuese lo que ella le estaba diciendo, mientras le tocaba el brazo, haciendo que se le erizara el vello del antebrazo; inclinada para acercarse más a él, asustada, temblando en razón de su misma audacia.

Por supuesto que es virgen: está aterrada. Pero por supuesto esto tiene que suceder, porque le ha llegado el momento. No es posible volver atrás.

Quería decírselo de manera más enérgica: no podía correr el riesgo de hacerle daño.

Era la hermana de su prometida. No podía hacerle daño.

¡No, coño! Esto es una equivocación de mil pares de cojones, Kincaid. Déjalo antes de que sea demasiado tarde.

Había lágrimas en las mejillas de Cressida. No sabía lo que hacía, llena de angustia. Ofreciéndosele como si, después de haber tomado una decisión en contra de todo lo que creía y de todo lo que era, no fuese comprensible que Brett pudiera rechazarla.

Desde cuándo tenía planeado aquello, o algo parecido, ensayado y decidido, febril, ridículo y triste, Brett no habría podido adivinarlo.

Cuántas semanas, meses. Enferma de celos; enferma de algo que ella habría negado que fueran celos.

Y ahora Juliet había salido de la vida de Brett. Según lo que ella sabía.

… nosotros dos nos entendemos. Somos inadaptados, bichos raros: ahora sabes en qué consiste, y eso te ha dado profundidad y te ha hecho más parecido a mí. Lo que te ha sucedido a ti es visible, lo que me sucedió a mí es…

Habían aparcado en Sandhill Road cerca de Sandhill Point. Brett no había estado allí desde ¿hacía cuánto? Desde antes de marcharse a Iraq.

No desde que estaba muerto. Aquel zumbido frenético en la base del cráneo.

La chica se apretaba contra él, al principio suavemente, como jugando; todavía era posible interpretar lo que estaba diciendo como provisional. Pero después la presión se hizo más fuerte.

Brett entendió: Cressida no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. A qué le estaba invitando. Ni idea de lo que

eran las relaciones sexuales.

Pese a toda su superioridad, al elevado concepto que tenía de sí misma, era una niña, básicamente.

Nunca había tocado a nadie como estaba tocando al cabo Kincaid. Nunca se había atrevido porque temía ser rechazada.

Brett trató de reír mientras le decía

Oye, no; mejor que no.

La estaba apartando. No con violencia pero sí con la firmeza suficiente para que se diera cuenta de que iba en serio. Y al instante también ella lo apartó, riendo, una risa descontrolada, dolorida, furiosa:

Por favor, Brett, lo sé; nadie te puede querer ahora como yo. Estás… cambiado. Te prometo que te querré lo suficiente, te querré por los dos, no tendrá importancia que tú no me quieras.

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