Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 7. La confesión del cabo

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12 de octubre de 2005

—Ha confesado.

—¿Confesado?

—Lo de Cressida. Lo que… ya sabes… Lo que le hizo.

Pero Zeno tenía problemas para entender.

¿Ha confesado qué?

En el espacio de tiempo entre una cena tardía y la hora de irse a la cama, en su sillón de cuero, en la habitación acogedoramente abarrotada que era su estudio, Zeno miró por encima de las gafas bifocales a su mujer, que había aparecido, expectante, en el umbral, pero sin llegar a entrar.

En las manos de Zeno el libro con textos de ética, de sus años universitarios, que había estado examinando con curiosidad al descubrir los muchos párrafos subrayados en amarillo, verde y rojo como desvaídas luces de neón; en los márgenes de

El banquete de Platón aparecía, por ejemplo: «¿Cómo se demuestra? ¡Dudoso! ¡Vaya tontería!».

¡Qué en serio se tomaba las cosas a los diecinueve y veinte años! Qué intensa su dedicación a aquellos venerados filósofos de la Antigüedad, como si cualquiera de las críticas, observaciones y dudas que él hiciera pudiesen afectar en lo más mínimo a su filosofía o su reputación.

Arlette se quedó en la puerta, dubitativa. Zeno advirtió, de pronto, algo extraño en su mujer: una expresión afligida y sin embargo soñadora mientras sus labios temblaban en un intento de sonreír.

Nadie confundiría ya a su querida esposa con una joven, ni siquiera desde lejos.

A partir de julio sus cabellos habían empezado, de manera muy visible, a grisear. Su rostro, tanto tiempo juvenil, a arrugarse como un pergamino.

—Ha llamado McManus. Viene para acá. Me ha contado que tenía «noticias»… Le he obligado a que me las dijera por teléfono. Al principio lo que quería era solo venir aquí, hablar con nosotros. Creo que era eso lo que quería. Se le notaba conmovido… No esperarías que Bud McManus se conmoviera, ¿verdad que no?

Zeno titubeó al tratar de desprenderse del libro. Sobre el brazo de la butaca, forrado con un cuero que había adquirido con los años algo parecido a venas varicosas, había una lata de cerveza, ya tibia, que cayó al suelo derramando su contenido.

Arlette miró el recipiente caído y la alfombra mojada sin una palabra de reproche.

12 de octubre de 2005, once y ocho minutos de la noche. Los Mayfield se fijarían en la fecha: el duodécimo día del mes.

El fantasma de Cressida había estado en todas partes durante aquellos meses.

Desaparecida desde hacía tanto tiempo, casi había llegado a adquirir una especie de ubicuidad, como si nada pudiera afectarla.

De manera brusca aquello había terminado.

Él le había hecho daño, sí.

No era su intención, pero se lo había hecho. Sí.

Dios santo, lo sentía mucho. Que Dios se compadeciera de su alma, lo sentía de verdad.

Le había hecho daño,

creía.

Parecía pensar que sí…

que le había hecho daño.

No recordaba por qué…

Le había hecho daño, y luego trató de enterrarla, aunque no recordaba

por qué.

En la jefatura de policía. Detenido.

Lo habían arrestado en la carretera 31. Un altercado en el aparcamiento de un bar, alguien llamó a la policía, dos hombres se peleaban y uno de ellos era Brett Kincaid, el rostro ensangrentado, tambaleante y agresivo y presa de una rabia en un principio atribuida al alcohol y después a la marihuana mezclada con polvo de ángel.

La policía necesitó refuerzos. A pesar de sus lesiones, necesitó de tres agentes para reducir al cabo, tirarlo al suelo y esposarlo.

Y en el asiento de atrás del coche patrulla, mientras lo llevaban detenido, intentó contárselo a los agentes: «Lo hice, fui yo. La maté. Quiero confesarlo todo».

Se negó a ver a su abogado. Se negó a ver a su madre.

Le dirían que mintiera, explicó. Ya no iba a mentir más.

Siete horas de interrogatorio. Grabadas en vídeo.

No recordaba exactamente por qué, cuál había sido el motivo de que Cressida y él se pelearan.

Había sido idea suya, devolverla en coche a su casa.

No habían ido juntos a Roebuck Inn. Cressida había llegado después, sola.

Por alguna razón habían ido a la Reserva Forestal Nautauga.

La chica le había dado una bofetada, quizá. Lo había empujado y él había perdido los estribos, ahora entendía que era eso lo que había pasado.

Perdido los estribos. No quería hacerle daño. Cuando quiso darse cuenta ya no tenía remedio.

¿Cómo había pasado? No estaba seguro. Quizá la había golpeado con los puños. O, como era tan pequeña, poco más que una niña, quizás la había empujado con demasiada fuerza contra algo, el parabrisas, la ventanilla del acompañante, como una cerilla encendida que se arroja sobre algo que no piensas que vaya a estallar, pero estalla, y no puedes retirar el fósforo ni tienes siquiera un recuerdo claro de por qué has hecho una cosa así… Ni siquiera sabes quién es la persona que se ha equivocado tanto.

Había cometido muchos errores. No se podía retractar.

O tal vez la había estrangulado. Ahora le parecía posible que sus manos hubieran hecho

aquello.

¿Por qué? Era difícil precisarlo.

Como un objeto demasiado grande y afilado hundido en su cabeza haciéndole estremecerse de dolor.

En el vídeo, la cara destrozada del joven cabo como las capas sucesivas de una cebolla que empiezan a desprenderse, y costras de sangre seca.

Explicó que quizás la había matado porque Cressida no era feliz.

O quizás porque le estaba diciendo que era un bicho raro como ella, que lo quería porque era un fenómeno de feria como ella.

Y no había podido contenerse.

Se lo había advertido, podía hacer daño a un civil.

Por qué a un civil, por qué alguien haría daño a un civil, no estaba seguro. Excepto que la población civil te tiene miedo. Ves en sus ojos cómo esperan que les hagas daño.

Se lo había advertido. Y a su hermana…, su prometida.

Le había hecho daño… a Juliet. No tenía intención de hacérselo pero había sucedido.

Le había enfurecido porque nunca lo juzgaba, nunca veía quién era él, lo que había hecho, las cosas terribles que había hecho, que había presenciado pero también que había hecho y que ella no quería ver ni reconocer. Lo que le resultaba insoportable era

que Juliet no sabía lo que él había hecho pero se lo perdonaba de todos modos como si nada tuviera importancia, y si nada importaba, todo daba igual, ella incluida, y lo mismo sucedía con lo que había entre ellos, entre Juliet y Brett. Como si lo suyo fuese un matrimonio sagrado, porque Jesucristo los había bendecido. Y si lo que él había hecho o presenciado en Iraq era una sandez, entonces esto otro también era una sandez, que era por lo que tenía que reírse, la boca dolorida con aquella risa especialmente nerviosa. Así que, Dios santo, la había golpeado, o quizás le había dado un empujón. Juliet había caído de la manera en que lo hacen todas, con un gesto de sorpresa pero también de pena, incluso de vergüenza:

Esto no me está sucediendo a mí. Se dio un golpe en la mandíbula con el borde de una mesa, perdió el equilibrio y se echó a llorar, y aunque hubiera querido llevarla a…, cómo se llamaba…, a urgencias en el hospital, Juliet dijo que no, que iría sola, y se había marchado a toda prisa por el temor de ver en su cara de bicho raro lo que su vida en común iba a ser en el futuro; el cabo tenía la esperanza de que no volviera con él, pero había vuelto porque lo perdonaba y veías el perdón y el miedo brillándole en los ojos.

Pero… no la había estrangulado.

Tienes que comprobar si un combatiente enemigo está de verdad

muerto.

Por lo general era el sargento quien daba la orden. O cualquier oficial que estuviera presente en el lugar de los hechos.

«Remátalo.»

¡Rematar! Una palabra que se te incrustaba en el cerebro. Una palabra en el fondo de la garganta como el dátil podrido que casi se había tragado. Y en el puesto de control. Al recibir la orden de disparar, varios rifles habían descargado sus proyectiles sobre el vehículo (¿en fuga?), sin que quedase claro qué disparo o disparos habían alcanzado de hecho a alguien de la familia iraquí aunque todos estaban muertos o agonizantes cuando cesó el fuego.

Tales eran las

reglas del combate.

Operación Libertad Iraquí.

Algunos de los interrogadores se habían presentado en su habitación, decía.

¿Qué interrogadores? Kincaid pensaba que era la policía militar.

De hecho se trataba (ahora se daba cuenta) de los detectives del condado de Beechum.

En su habitación de Potsdam Street. Sin tener una orden judicial.

O quizá los estaba confundiendo con… No estaba seguro…

Uno de ellos había despertado al cabo en su todoterreno, donde había perdido el conocimiento. Le dio un susto de muerte porque creyó que se hallaba de nuevo en Iraq y que se había dormido cuando estaba de patrulla.

No tenía ni idea de dónde se encontraba excepto que no era Iraq. El sabor a vómito le dio otra vez deseos de devolver.

Vómito y manchas de sangre en el delantero de la camisa, que llevaba por fuera del pantalón. Le dolían todas las articulaciones y todos los músculos de su condenado cuerpo, y el otro dolor sordo, como un latido detrás de los ojos, que volvió a sentir tan pronto como se despertó.

Un agente con un uniforme gris azulado quería que le enseñara el carné de conducir y el permiso de circulación del coche. Estaba tratando de despertarse pero al agente no le pareció que se moviera lo bastante deprisa, y el caso es que sacó su cachiporra y empezó a aguijonearlo y después a sujetarlo, apoyándola en el antebrazo izquierdo que el cabo mantenía en tensión.

«Más vale que no haga eso, hijo. No querrá forzarme a que le ponga las esposas.»

Brett se encontró con una sorpresa: el todoterreno estaba colocado en un ángulo agudo y en parte fuera del camino. La rueda delantera derecha en una zanja. Al parecer era ya de día y estaba en algún lugar deshabitado que no reconoció.

No sabía el nombre del camino aunque más adelante averiguaría que se trataba de Sandhill Road. Y que estaba en la Reserva Forestal Nautauga, no lejos de la entrada principal.

Las puertas delanteras del todoterreno estaban abiertas al máximo, como si alguien hubiera hecho más fuerza de lo normal. La del lado del acompañante, inclinada hacia el suelo, descansaba sobre una maraña de zarzas.

En el otro vehículo, el coche patrulla del ayudante del sheriff, un aparato emisor y receptor lanzaba un ruido chisporroteante que se podría haber confundido con los feroces chillidos de los arrendajos.

El río estaba a unos seis metros del coche, por el lado del acompañante. El nivel del agua era alto y la rápida corriente, en espumosa agitación, brillaba bajo el sol de las primeras horas de la mañana.

El ayudante del sheriff ordenó al cabo que se apartase del todoterreno. Que se alejara del coche y se arrodillara en el suelo, las manos sobre la cabeza y los codos hacia fuera.

El policía examinó el interior del vehículo, delante y detrás.

¿Llevaba algo especial que el agente debiera saber? ¿Armas, drogas, jeringuillas?

¿Alguien con usted en el coche? ¿Era eso?

Parece como…, ¿qué es esto…, sangre? ¿Sangre en el parabrisas?

¿Quién le ha arañado la cara y por qué tiene la ropa desgarrada?

El ayudante del sheriff pidió refuerzos. Se inmovilizó el todoterreno y al cabo, que no entendía las palabras que se le gritaban, y que permanecía silencioso, aturdido e indiferente; se le detuvo como a un enemigo; en sus ojos algo

se había apagado.

¡Remátala! Termina el trabajo.

No. Había tratado de reanimarla. Conocía la técnica de la reanimación cardiopulmonar: la había aprendido durante sus semanas de formación básica.

Luego trató de enterrarla en una fosa pero solo podía cavar con las manos. No había una pala ni ninguna otra herramienta en el todoterreno. Trató de utilizar piedras moderadamente planas pero eran poco prácticas. No fue capaz de cavar una fosa lo bastante profunda. El suelo era pantanoso, aunque se volvía pedregoso al acercarse al río. El nivel del agua no era predecible. A comienzos de la primavera, a medida que la nieve se derretía en las montañas, podían producirse inundaciones; al final del verano, en cambio, el río podía tener unos pocos centímetros de profundidad. Pero en aquel momento, después de las tormentas de la semana anterior, la profundidad era de tres o cuatro metros cerca de la orilla.

¡Rematarla! Cretino, ¿has acabado con ella?

La fosa era demasiado poco profunda y había colocado encima piedras y guijarros. No quiso taparle la cara con tierra (porque posiblemente respiraba aún y le entraría en los pulmones), de manera que utilizó un trapo que había encontrado en el coche. Estaba además el miedo a que al amanecer apareciesen las aves y le sacaran los ojos: halcones, cuervos. O en las horas nocturnas los búhos. Pero tan pronto como le cubrió la cara con el trapo sucio se sintió mejor.

No estaba seguro de quién era ella. Quién era la chica con la que había ido a la reserva forestal a pesar de que él no quería.

Poniéndole una mano en el brazo, despertándole el deseo.

El rabioso deseo del lisiado, cuya potencia sexual es furia que se descarga incendiada en la garganta.

En cualquier caso la fosa era demasiado poco profunda. Una sepultura muy mal hecha, un desastre de sepultura. ¡Había sido tan estúpido, tan torpe, tan tonto de baba en Iraq! Había sido uno de los soldados responsables, uno que miraba sin miedo a los ojos de un oficial cuando contestaba a una pregunta, siempre una persona de fiar, pero ahora lo habían jodido vivo y no estaba pensando con lógica, eso lo sabía. De todos modos, algo al menos estaba bien: había encontrado una rama rota que se podía partir de nuevo para fabricar una cruz rudimentaria.

Dar cristiana sepultura. Era lo que había que hacer.

Los Mayfield lo valorarían. La madre y Juliet. Entenderían el significado de la cruz.

Él, por su parte, había dejado de creer. Cuando trató de explicárselo, el capellán dio la sensación de que se aburría. O quizás Brett aún creía que existían Dios y Jesucristo, pero no para

él.

Tampoco para la chica. Dios no la había «socorrido».

Por qué Dios ayudaba a unos pero no a otros, no había manera de saberlo.

La chica estaba ahora muy quieta. Lo había enfurecido con sus palabras irresponsables y se había atrevido a tocarlo, a él, que no soportaba ya que nadie lo tocara. Sus ojos eran hermosos, pero la vida había desaparecido de ellos. Alzó el trapo grasiento para ver: sí, la vida se había evaporado.

¡Sentía una vergüenza tan grande! No podría volver a ponerse delante de los Mayfield, que lo habían querido en otro tiempo.

En el fondo era una bendición; nunca volvería a ver a ninguno de ellos. El cariño que sentían por él era una pesada carga. Algo que lo ahogaba y lo sofocaba. Algo que hacía que sintiera náuseas. En los ojos de los civiles se ve el miedo, y para ese miedo no hay otro remedio que matarlos.

Si se mata a un civil, por qué no a todos.

Por qué vas a detenerte en

uno. Y por qué en

dos.

Por qué en

tres, cuatro, cinco… Por qué cojones tendrías que

parar.

Le quedaba la esperanza de morir fusilado. En las pausas de su confesión de siete horas a los detectives del condado de Beechum habló de aquel deseo.

Solo en Nevada, hijo. Estamos en el estado de Nueva York, no en Nevada.

En Dannemora, en el estado de Nueva York, se pasaría toda la vida en el corredor de la muerte.

Porque en el estado de Nueva York ya no se ejecutaba así a los presos del corredor de la muerte.

Inyección letal. Ni silla eléctrica, ni pelotón de fusilamiento.

Habló toda la noche con los detectives. Para confesar —a ráfagas, de manera laberíntica, no siempre coherente— que había matado

a la chica.

Si le preguntaban «¿está hablando de Cressida Mayfield?», decía que sí. Pero él no pronunció ni una sola vez el nombre

Cressida Mayfield.

¿Lo había olvidado? ¿Es que no era capaz de pronunciarlo?

La chica. La hermana de Juliet.

La que vino a buscarme a Roebuck Inn.

Como estar infectado, pillar el sida, el VIH. No puedes evitar infectar a los que tocas. Tal es la naturaleza del mal.

La otra, su prometida, había hablado de hijos. A él le asustaba terriblemente herirla, pero Juliet seguía queriéndolo. O sosteniendo que lo quería.

Deseoso de taparle la cara con una almohada mientras dormía. (Por ejemplo.) Para no hacerle daño.

El rostro de Juliet era muy hermoso. No podía estropearlo.

Le ayudaría, había dicho ella. Tendrían un hijo: se quedaría embarazada. Había maneras. Había «técnicas». Aprenderían.

Kincaid había llegado a darse cuenta de que matarla quizá fuese más misericordioso que decepcionarla.

No quieres decepcionar a quienes te quieren o a los que tú quieres. Lo más fácil es matarlos, como es más fácil matar a un civil que te puede joder con una queja, más fácil que negociar un acuerdo; una vez que una persona ha muerto ya no hay dos versiones de la misma historia.

Tal era el consejo del sargento Shaver. Todos sus compañeros lo repetían como se repite un chiste que resulta más divertido cada vez que lo cuentas.

Por la mañana fueron con él a la reserva. Los acompañaban cinco vehículos de la policía.

En Sandhill Point caminó con paso inseguro. Iba esposado con los brazos por delante. De todas maneras caminó con paso inseguro.

Hizo una pausa para toser, una tos áspera y violenta. Le brotaron lágrimas que descendieron en gotas diminutas por su rostro que parecía hecho como de capas de cebolla.

No logró localizar la tumba. No estaba seguro de en qué dirección tenía que ir.

Los detectives se mostraban escépticos, allí cualquier cosa podía parecer una tumba. Habían examinado muchas veces la estrecha punta de tierra. Se había recorrido prácticamente centímetro a centímetro.

Al cabo de algún tiempo se tuvo la sensación de que el cabo había localizado el lugar. Todo lo que se veía era suelo pantanoso y unas cuantas piedras. Ninguna prueba de que se hubiera depositado un cadáver en aquella zona, pero un fotógrafo disparó varias veces su cámara.

Había tenido que dejarla en el río, dijo Kincaid.

Querer sepultarla había sido un error. Cualquier animal podía encontrarla y devorarla. Kincaid no soportaba que se profanara su cuerpo.

Se la había llevado, dijo. Los condujo por la orilla del río Nautauga, entre la maleza, tropezando con rocas y piedras. Hasta donde el río tenía dieciséis o diecisiete metros de ancho y donde un grupo de abedules emergía, sorprendentemente blanco y hermoso, de la neblina matutina en la orilla opuesta: allí creía el cabo que la había dejado en el río, avanzando por las rocas próximas a la orilla.

Se agachó en aquel lugar para hacer una demostración.

Y dónde estaba el todoterreno, le preguntaron.

¡El todoterreno! Tenía que haber estado en un sitio cercano.

El río se la había llevado, dijo.

Qué habría sucedido luego con ella, hasta dónde, corriente abajo, habría llegado su cuerpo, quizás todo el camino hasta el lago Ontario, eso Kincaid no lo sabía.

«En las manos de Dios. Supongo.»

Después de arrojarla al río había vuelto al coche, siempre tambaleándose, y había perdido el conocimiento.

En algún momento de la noche se había despertado con un terrible dolor de tripas y había empezado a vomitar.

El vómito le supo a ácido de batería. Se le ocurrió que las cosas que llevaba en el cerebro, en el ojo y posiblemente en el corazón para controlar la microválvula, una o todas ellas podían haber fallado a consecuencia de los vómitos, pero no tenía manera de saberlo.

No recordaba nada más hasta que el ayudante del sheriff empezó a zarandearlo.

¡Hijo, hijo! Despierta.

Los Mayfield presenciaron buena parte de todo aquello.

Fascinados y sin atreverse apenas a respirar, los Mayfield lo presenciaron.

«Como lo que nunca imaginarías; la manera de ser del mundo cuando ya no se está en él.»

«En la sala de interrogatorios, gracias a la cámara, lo veíamos todo.»

«Lo oíamos y lo veíamos.»

«Aunque Brett bajaba tanto la cabeza, la tenía tan inclinada, que lo único que podíamos ver era una parte de la gorra de béisbol, puesta de costado y que se había calado hasta los ojos, avergonzado.»

Tardarían cierto tiempo en darse cuenta de qué era lo que estaban viendo y oyendo y aún necesitarían más tiempo para comprender que durante aquellas largas semanas, durante los meses que habían dedicado a buscar a su hija con llamadas telefónicas, doce horas diarias en internet, envíos de octavillas con JOVEN DESAPARECIDA a miles de hogares, su hija no vivía ya.

Si el testimonio de Brett Kincaid era verdad, su hija estaba ya muerta en el momento en que, para ellos, se había convertido en

desaparecida.

Todos los Mayfield habían sido engañados: se habían engañado ellos mismos.

Arlette había creído que estaba preparada para la terrible noticia. Cuantísimas veces se había dicho

Tienes que preparar a Zeno. No será capaz de prepararse solo.

Zeno había creído que, de los dos, obviamente él era el más fuerte, el más responsable. Tendría que proteger a Lettie, a Juliet.

No pueden solas. No son lo bastante fuertes. Tendré que ser yo.

Sin embargo, Zeno en realidad no había llegado a creer que Cressida pudiera estar muerta.

Arlette en realidad no había llegado a creer que Cressida pudiera estar muerta.

Una

persona desaparecida no puede ser una

persona muerta. Porque una

persona muerta no es en realidad una

persona desaparecida incluso aunque no se haya recuperado el cadáver.

Por fin se les permitió verlo.

Doce horas después de la confesión grabada se les permitió hablar con el joven totalmente destrozado que casi había llegado a convertirse en su yerno.

Zeno preguntó: «¿Por qué?».

Kincaid dijo: «No lo sé, señor. No lo sé».

¡Qué cansado estaba, de repente!

Reclinó la cabeza en los brazos que había cruzado sobre la mesa que tenía delante. En un instante, como cuando se apaga una cerilla encendida, se quedó dormido.

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