Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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Orion, Florida, marzo de 2012

—¿Quién va a abrir esta puerta? ¿Algún voluntario?

La puerta, situada en una pared de piedra, parecía pesada. De aspecto sepulcral, antigua y desgastada por los elementos. Los visitantes vacilaron. Un suave viento húmedo, a manera de dedos fantasmales, les agitó el pelo.

Con su poderosa voz intimidante, el teniente repitió:

—¿Ningún voluntario? Tiene que ser un voluntario.

La ayudante no se atrevió a mirar en dirección al investigador que era su jefe. No quería llamar la atención: deseaba permanecer oculta e invisible como una humilde gallina moteada entre la maleza.

Era su primer viaje como asistente del investigador. La ayudante deseaba, con toda el alma, que no fuese el último.

—¿Nadie? Sigo esperando.

El teniente, un varón de raza blanca y aspecto afable, con manchas en la piel, les obsequió con una fugaz sonrisa maliciosa semejante al destello de una navaja. De estatura media, un metro setenta y cinco, podía tener cualquier edad entre cuarenta y nueve y sesenta y nueve años. Con un peso de unos ochenta kilos, su aspecto era el de un hombre muy robusto que ha adelgazado recientemente.

Vestía el uniforme pardo de los funcionarios de prisiones del Centro Penitenciario de Máxima Seguridad para Hombres, situado en Orion, Florida. Aunque desprovisto de un arma de fuego, llevaba, unido a la pistolera de cuero, lo que parecía ser una cachiporra o un bastón de aspecto nada tranquilizador. El rostro, curtido por la intemperie, tenía un aire totémico. Los ojos, con dureza de guijarros, horadaban el rostro de sus oyentes.

La visita había empezado cerca de hora y media antes. La cámara de ejecución, última etapa del recorrido, estaba situada al final del adusto bloque denominado «corredor de la muerte». Aunque el teniente acababa de recorrer con ellos las celdas del módulo C, lo que había sido una experiencia terrible, no habían visitado a los reclusos del corredor de la muerte, zona prohibida para los civiles. De los quince visitantes, la mayoría habían empezado a perder aplomo a causa del agotamiento y de la aprensión.

En el refectorio, la parada anterior al módulo C, dos voluntarios habían probado la comida de los presos, y los dos, ambos jóvenes, ahora silenciosos, parecían sentirse avergonzados.

—No entraremos si alguien no abre la puerta, amigos míos.

Tiene que ser un voluntario.

Los ojos inquietos del teniente revisaron, uno a uno, a todos los miembros del grupo. Desde el comienzo de la visita, antes incluso de atravesar la primera de las puertas de la prisión, pero dentro ya de los altos muros de tela metálica, dio la sensación de que empezaba a contar a los quince civiles de manera compulsiva. A contarlos con los ojos.

Uno, dos, tres… seis, siete… doce, trece, catorce… quince.

No era difícil concluir que dentro de las instalaciones se formaba a los carceleros para que contasen. Para que tuvieran a todo el mundo controlado.

Una vez dentro de los muros de la cárcel, todas las personas próximas a los funcionarios eran responsabilidad suya. Se había permitido pasar a quince civiles a través de los controles de seguridad para que el teniente los guiara por la prisión y por tanto tenía que presentarse a la salida con quince civiles.

De lo contrario, tal como el teniente les había hecho saber muy amistosamente, la prisión en su totalidad entraría en situación de

bloqueo.

A partir de aquel momento nadie podría ya salir de las instalaciones o entrar en ellas hasta que

se localizara a todos los individuos que se sabía que estaban dentro.

La ayudante tragó saliva con dificultad y dio un paso al frente para dejar de ser invisible y ofrecerse como voluntaria.

—Lo haré yo, teniente.

¿Era una sorpresa? El guía hubiera preferido utilizar a algún otro visitante.

Los catorce restantes eran más altos, de aspecto más robusto, más maduros, en apariencia y en porte, que la ayudante, que no pasaba del metro cincuenta y no aparentaba la edad que seguramente tenía, es decir, al menos veintiún años, porque de lo contrario no le habrían permitido entrar en la cárcel.

El teniente sabía, o debería haber sabido, que la ayudante tenía veinticinco años, puesto que había visto su documentación al comienzo de la visita; pero olvidó pronto aquel detalle por haberle prestado muy poca atención durante el recorrido, y por haber dirigido la mayoría de sus desafiantes observaciones a la media docena de estudiantes de posgrado en Sociología de Eustis, todas mujeres, y a su profesora, así como al más distinguido de los visitantes: un caballero alto y erguido de cabellos blancos, correctamente trajeado, con camisa blanca de vestir y corbata, de más de setenta años, que parecía un profesional jubilado, o un juez, y que había estado tomando notas en una libretita a lo largo de la visita.

Varios hombres podrían haberse ofrecido como voluntarios, pero todos habían evitado responder a la interrogación en los ojos del teniente.

Desde la visita al refectorio, y en especial a las celdas del módulo C, incluso los civiles más robustos daban la sensación de que hubieran preferido estar en cualquier otro lugar.

Varias veces durante el recorrido el teniente había hecho un guiño a los visitantes, al tiempo que decía:

—Cuesta trabajo respirar, ¿verdad que sí? Y ustedes acaban de llegar. ¡Piensen en tener que pasar toda la vida aquí, en Orion!

El teniente se sintió ligeramente molesto porque el voluntario que había dado un paso al frente no se parecía en absoluto a la persona que él habría elegido. Quedaba claro que aquel funcionario no tenía otra vida pública que la visita a la cárcel y que cada parada era una estación de un vía crucis que culminaba, en aquel extremo del feo bloque del corredor de la muerte, con la cámara de ejecución.

—¡Vaya! No parece que pese usted ni siquiera cuarenta y cinco kilos, muchacho, pero, bueno, vamos con ello.

La ayudante, en efecto, había pesado algo menos de cuarenta y cuatro kilos la última vez que utilizó una báscula en buenas condiciones, algo que no había sucedido con mucha frecuencia en su vida reciente, tan irregular y reconstruida. De todos modos hizo caso omiso del condescendiente apelativo

muchacho.

Pasó por alto la cuestión de que su

identidad sexual pareciera carecer de importancia para el teniente, y con toda probabilidad en aquel momento, también para los demás, porque no la miraban a ella, sino al esfuerzo que representaba mientras, en nombre de todos ellos, tiraba de la puerta para abrirla.

Condenada puerta, tan pesada.

—Inténtelo de nuevo.

La ayudante lo intentó, tirando con más fuerza. Estaba claro que quería refutar la idea de que era un alfeñique (varón o hembra).

La condenada puerta, de todos modos, no se movió.

Una de esas lamentables situaciones en las que hay que demostrar que se tiene espíritu deportivo. Y en las que se

persevera.

Desde el punto de vista de los otros, desde el punto de vista de unos desconocidos, se te juzga con simpatía porque eres capaz de aceptar una broma.

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Era una broma? La ayudante tiró con tanta fuerza de la puerta que sintió como si alguien tratara de descoyuntarle los brazos.

—¿No estará cerrada con llave, teniente?

—No. No lo está.

El teniente rio, molesto. ¡Como si no tuviera nada mejor que hacer que gastar bromas pesadas a un civil!

Aunque sin duda le gustaba que se le tratara de manera respetuosa, puesto que se enfrentaba con un grupo heterogéneo e impredecible de visitantes, entre los que, con toda seguridad, cierto número no era nada probable que estuviera

de su parte.

Una vez más la ayudante trató de abrir la puerta. Jadeaba ya, avergonzada y cohibida. Quizás el teniente no la castigaba tanto a ella como a los otros, en apariencia más capaces, que se habían retraído asustados, permitiendo que el pobre alfeñique diese la cara por ellos.

La ayudante comprendió que la autoridad sobre generaciones de hombres encarcelados había corrompido y deformado al teniente de la misma forma que el más resistente de los árboles acaba deformado por un viento sin piedad.

¿Por qué se había ofrecido a abrir la condenada puerta cuando nadie más había dado un paso al frente?

Era imposible que los demás lo supieran: a la ayudante la había empujado el investigador, el caballero alto de cabellos blancos que llevaba en la mano una libreta, al dirigirle una mirada significativa un momento antes.

En realidad, el investigador no le había lanzado una mirada que ella hubiera

visto. Pero la había sentido.

¡Adelante, McSwain! Dé un paso al frente.

En circunstancias como aquellas, en lugares públicos, era la manera de proceder que habían acordado: sin decir una palabra, el investigador podía dar una orden a la ayudante, y esta no tenía que preguntarse por sus motivos.

Aquella señal se había producido entre ellos con tanta velocidad y habilidad como si no hubiera pasado más que un neutrino. Porque se conocían, aunque lo disimularan (habían tenido cuidado de mantenerse a cierta distancia durante el recorrido pese a llegar a Orion en el mismo vehículo, conducido por la ayudante). Nadie, sin embargo, ni siquiera el teniente de ojos de lince, entrenado para interceptar miradas disimuladas entre las personas a su cargo, parecía haberlo advertido.

—Creo, teniente, que la puerta está cerrada con llave o atascada…

—¡Un intento más, muchacho! Luego puede renunciar, si lo desea.

Con pantalones oscuros de pana, camisa de manga larga, chaqueta también de pana y botas de excursión del tamaño de unos zapatos de niño, la ayudante daba la sensación de pertenecer a una precoz subespecie de colegial; una subespecie que prácticamente no existía en la zona rural del centro del estado de Florida. Llevaba además gafas de plástico oscuro con montura redonda. Su camisa blanca de algodón no estaba del todo limpia. La expresión del rostro, poco agraciado, de huesos delicados, era ferozmente resuelta. Los cabellos oscuros, cortados a navaja en la nuca, quedaban tan cortos como los de un varón. Un surco prematuro se le paseaba por la frente y en la sien derecha le latía una vena azulada.

Un último intento, pero la puerta siguió sin ceder.

—¡De acuerdo, entonces! La abriré yo. Perdóneme.

El teniente se colocó delante de aquel obstáculo que tenía aire de ser muy antiguo, asió el pomo, tiró y lo empujó hacia arriba (la ayudante vio que allí estaba el truco) hasta que la puerta se abrió como una boca desencajada.

El motivo de la demostración del teniente parecía ser:

A la muerte no se le acerca nadie sin esfuerzo.

Con voz del todo natural, como para sugerir que aquella tarea no le había supuesto desgaste alguno, el teniente explicó que, de hecho, por supuesto, la puerta de aquella cámara estaba siempre cerrada con llave.

—Solo se abre para ocasiones como esta o cuando se está preparando una ejecución.

Pero, ahora, ¿se esperaba de ellos que entraran? ¿Que entrasen y

descendieran? Nadie se movió. Los visitantes percibían ya un aroma químico y un olor muy denso a tierra que se escapaban por la abertura.

—¡Entren, amigos! Pero les aconsejo que antes respiren hondo.

Como un cruel maestro de ceremonias, el teniente se colocó delante de la puerta, haciéndoles señas para que avanzaran.

Por supuesto, nadie tenía ganas. Sobre todo las jóvenes alumnas de posgrado se resistieron, nerviosas y asustadas como pájaros.

—¡Ah! Si hay gente que ha muerto ahí dentro…

—Algunas de nosotras podemos esperar fuera…

El teniente rio sin acritud.

—No. Nadie puede esperar fuera. La visita no concluirá, ni se les dejará volver al mundo exterior, como no sea a través de la cámara de ejecución: tal es nuestra costumbre en Orion.

¿Era cierto aquello? El teniente se frotó vigorosamente las manos, grandes y de dedos gruesos. Sus ojos siguieron escrutando el rostro de sus cautivos.

—Pero si es cierto que aquí han muerto seres humanos…

Por supuesto que sí. ¿Qué finalidad tendría una cámara de ejecución financiada con dinero del contribuyente si no muriese nadie en ella?

Varios de los visitantes rieron. Con nerviosismo, como lo habían estado haciendo desde el inicio de la visita.

Pareció de lo más lógico que el investigador, de aspecto tan distinguido, entrase el primero en aquella cámara que tenía aspecto de cueva. Puso el pie en un mugriento escalón de piedra, el primero de los tres que descendían hasta un suelo de cemento igualmente sucio, semejante al de un sótano rudimentario en el que nunca se hubieran realizado mejoras.

La ayudante se fijó en que el investigador llevaba unos relucientes zapatos negros de charol. Nadie más entre los visitantes se había vestido con tanto

esmero.

Entre los componentes del grupo aquel caballero cano de avanzada edad se había mantenido aislado desde el primer momento. Había rechazado los esfuerzos de los demás por «intimar» con él; había resistido el instinto, poderoso en un grupo así, como el de las pirañas cuando se abalanzan sobre una presa, de participar en el tenso intercambio de bromas entre el teniente y los demás. No había dado la sensación de ser desdeñoso ni distante; se había concentrado en tomar notas en su libretita, actividad que, a diferencia de hacer fotografías o grabar vídeos, no estaba prohibida en las instalaciones penitenciarias. (En la cárcel no se permitía ninguna clase de equipo fotográfico, por modesto o pequeño que fuera.) Al ver al investigador garabateando en su cuadernito se tenía la sensación de que, si se le miraba por encima del hombro, se descubriría que estaba escribiendo en taquigrafía.

El investigador pasó junto a la ayudante sin mirarla. La ayudante tampoco miró al investigador —era demasiado profesional para cometer semejante desliz—, sino solo en su dirección, con la expresión de una persona joven que reverencia y teme, al mismo tiempo, a uno de sus mayores.

Por favor, ¡no me obligue a hacer nada más! No, al menos, en este sitio tan terrible.

Tras el investigador entraron los demás, uno a uno, en la cámara de ejecución. Dejaban atrás una mañana de marzo que, pese a estar nublada, difundía un apagado resplandor blanco, como si se tratara de un cataclismo del sol de Florida después del cual solo quedaba un rescoldo, si bien sumamente poderoso e incluso cegador, en contraste con el interior de la cámara de ejecución apenas iluminada por un tubo fluorescente.

La ayudante se quedó atrás. ¡Cómo le hubiera gustado huir, regresar a la puerta principal de la cárcel! Pero las instalaciones penitenciarias eran laberínticas y peligrosas: a ningún civil le estaba permitido alejarse del grupo de visitantes.

La ayudante tragó con dificultad. Antes de dejar, con el investigador, su vehículo en el extremo más remoto del aparcamiento para visitantes, parecía haber intuido que acompañar a su jefe a la cárcel de Orion era un error del que se arrepentiría.

El teniente la esperaba junto al umbral. Con una sonrisa para indicar que, si él no lo vigilaba atentamente, el

muchachito desaparecería.

La ayudante respiró hondo y entró. Pero ya era demasiado tarde, el aire frío y húmedo de la cámara de ejecución se le había metido en los pulmones.

—Pasen hasta el fondo, por favor. Hay sitio de sobra. Los que están delante, sigan avanzando,

por favor.

El teniente los reñía. El teniente utilizaba un tono de sombrío humor negro. Aseguró que en aquel espacio tan reducido había sitio para treinta personas como mínimo.

—En años recientes, desde que se utiliza la inyección letal, las ejecuciones son a veces dobles. La demanda de asientos también se duplica, como pueden imaginarse.

Nadie tenía deseos de avanzar más. Las asustadas alumnas y su profesora se habían parado en seco a los pocos metros. Incluso los varones, valerosamente estoicos a la hora de recorrer en su totalidad el módulo C, entre los abucheos y las obscenidades a grito pelado de los presos, se resistían ahora, empujando hacia los lados, donde había dos hileras de sillas de respaldo recto delante de una deprimente pared de cemento sin ventanas.

Al fondo de la cámara, de techo muy bajo, se alzaba una extraña estructura: algo así como una campana de inmersión, pintada de un incongruente color turquesa. De forma octogonal, disponía de varias ventanas de plexiglás. Dentro se podían ver dos sillas de respaldo recto, una al lado de la otra.

El techo de aquel artefacto no daba la sensación, en lo más alto de la curva, de estar siquiera a un metro ochenta del suelo.

Una estructura hermética, razonó la ayudante. Dado que, hasta hacía muy poco, el gas había sido el sistema de ejecución en el estado de Florida.

La ayudante se sentía mareada, como alguien que no ha hecho caso de una advertencia y se ha acercado demasiado al peligro, pero ¿cuál era la advertencia?

No recordaba ninguna.

«Acompáñeme a las instalaciones de máxima seguridad de Orion. Le pagaré el cincuenta por ciento más de su salario habitual.»

La ayudante había agradecido la invitación del investigador. Necesitaba trabajar para vivir y, en aquel momento, dependía de su jefe en lo económico. Podría ser que también dependiera de él emocionalmente.

Con su voz rasposa, el teniente seguía reprendiéndoles:

—Los que están delante, hagan el favor de dejar libre el pasillo. ¡Siéntense! Esas sillas son las más valoradas de la casa, reservadas a la familia de la víctima y los agentes de policía que tengan un interés particular en la ejecución.

Los miembros del grupo dejaron escapar murmullos e intercambiaron susurros entre ellos. La zona de los testigos-espectadores era tan

pequeña que siempre se estaría cerquísima del condenado, independientemente del asiento que se ocupara.

Resultaba casi imposible respirar sin sentirse contaminado por… la muerte.

El teniente estaba diciendo, con su estilo bromista y matonil al mismo tiempo, que, cuando un condenado concreto era tan «obstruccionista» como lo estaban siendo ellos, se le llevaba

a la fuerza hasta la cámara.

¿Había

reído entre dientes? Nadie lo acompañó en su regocijo.

Ha sido un error venir, pensaba la ayudante. Porque… ¿había algo

allí que la estaba esperando?

Por fin los visitantes se repartieron por la cámara, algunos de ellos incómodamente cerca de la campana de inmersión. Unos pocos habían ocupado las sillas, tan apreciadas, frente a las ventanas de plexiglás, y no podían dejar de mirar dentro.

El investigador permanecía de pie, en el pasillo. Quizás había puesto en marcha el aparato para grabar (en miniatura) que llevaba en una pluma estilográfica en el bolsillo del pecho; el deseo del investigador era ver y grabar todo lo que le fuera posible.

El teniente dijo, refocilándose, con un entusiasta frotamiento de manos:

—Ahora, amigos, si ya se han instalado, cerraré la puerta.

El pánico se extendió en oleadas por la sala. En una bandada de pájaros, una alarma similar hubiera provocado que todos echaran a volar, que agitasen las alas y escaparan, pero aquellos visitantes carecían de alas y estaban atrapados en una cueva sin ventanas.

Se alzaron voces de protesta.

—¿Cerrar la puerta? Pero ¿por qué?…

La gélida ventilación, que procedía del techo, con una vibración constante y un olor mineral, se asemejaba a la respiración de una gran serpiente al acecho. Aunque la cámara no era del todo subterránea producía esa sensación. Uno sentía que estaba rodeado por la tierra oscura y por el tirón gravitatorio de la muerte y la desintegración.

A su manera, desdeñosa en parte y en parte sincera —mitad reproche y mitad auténtico orgullo—, el teniente empezó a decir a su público cautivo:

—La experiencia de nuestra cámara de ejecución, aquí en Orion, requiere un espacio cerrado. A muy pocas personas se les permite entrar. Y no todos vuelven a salir. Tendrían ustedes una impresión falsa si creyeran que el cielo abierto, el aire libre y la posibilidad de salir rápidamente tienen algo que ver con el concepto de

ejecución.

El teniente se dirigió hacia la puerta y la cerró.

La ayudante pensó:

La eternidad carece de conexión con el tiempo. Esto (este sitio donde nos encontramos) no es más que un lugar y un tiempo. No prevalecerá y no puede encerrarme.

*

Dijo con aire dubitativo:

—Me servirá.

Había estado repasando solicitudes, candidatos. No quería, había explicado, un asistente

meramente académico: había docenas disponibles, y deseosos de trabajar con el

profesor Cornelius Hinton del Instituto de Investigación Avanzada en Psicología Social, Criminología y Antropología de la Universidad de Florida en Temple Park.

Prof. Cornelius Hinton: tal era el nombre que figuraba en la modesta placa en la puerta del investigador.

La ayudante había concluido en un primer momento que aquel era el apellido del caballero de cabellos blancos: «Hinton». Más adelante descubriría que solo era uno de los seudónimos que utilizaba para trabajar

de incógnito.

Además de no apellidarse Hinton, tampoco la edad coincidía, dado que la fecha de nacimiento en su tarjeta de identificación del Instituto era 1941.

Por una observación que se le había escapado, la ayudante dedujo que el investigador era unos años mayor que el ficticio

Cornelius Hinton. Pero dado su aspecto juvenil, si se tenía en cuenta su verdadera edad, y su parecido con el profesor canoso, ligeramente desenfocado, con gafas y patillas en la reducida foto del carné, ¿quién lo habría sospechado?

No era que la ayudante hubiera investigado en los archivos del investigador. No le habría gustado verse bajo aquella luz: como una persona sigilosa, falsa.

En su vida anterior, perdida ya para ella como los restos desperdigados y desvaídos de un álbum de fotos arrojado entre desechos anónimos, la ayudante había creado un dibujo a plumilla maliciosamente divertido en el estilo de M. C. Escher, el maestro que tanto la había obsesionado en otro tiempo, con figuritas humanoides que se espiaban entre sí en un paisaje de densas simetrías vertiginosas como las del papel pintado. Eran descarnadas figuras humanoides blancas y negras que seguían un patrón gestáltico, de manera que si el ojo veía «blanco» no podía ver «negro» de forma simultánea; si el ojo veía «negro», no podía ver «blanco» al mismo tiempo. El truco del dibujo era que todas aquellas figuras tan insensatas como desventuradas se espiaban unas a otras y a la vez no se daban cuenta de que también se las espiaba. Y lo más divertido era que ninguna se diferenciaba en lo más mínimo de las demás: todas eran idénticas.

La ayudante tenía trece años cuando hizo aquel dibujo, en un primer arrebato emocionado de inspiración.

Espiar, fisgar: tales actividades humanas le hacían sentir repugnancia moral. No habría querido fisgar en los archivos privados del investigador tanto por respeto a él como por respeto a sí misma.

Todavía era una convaleciente. Llevaba convaleciendo tantos años que había perdido la cuenta.

Había huido, se había exiliado.

Aquel otro sitio era un modo de nombrar lo innombrable.

Básicamente estás en la vida en el Punto X —

este, donde estamos— de manera continua. Es mentira creer que se puede volver a

aquel otro sitio del que has sido expulsado.

Por tanto en los archivos del investigador solo había buscado la carpeta traspapelada que su jefe echaba de menos. (El investigador era una persona metódica que consideraba sacrosantos la meticulosidad y el orden: existían testimonios de sus paroxismos de rabia si el objeto más insignificante de su escritorio no estaba en su sitio.) Sin embargo había encontrado, en un antiguo mueble archivador, al abrir el chirriante cajón inferior, un sobre marrón muy arrugado que contenía varias tarjetas plastificadas para distintas «identidades», todas de varones, con fechas de nacimiento entre 1938 y 1943, y todas asociadas a instituciones académicas o de investigación en Minnesota, Illinois, el estado de Nueva York, Washington, D. C., Bethesda y Florida.

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