Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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Aquellas identificaciones pertenecían, claramente, a una época anterior. Podría tratarse de los años ochenta. Por aquel entonces el investigador tenía cabellos de un rubio más intenso, un rostro de huesos más marcados y patillas más largas, y ojos sagaces ocultos tras gafas oscuras.

A no ser, se le ocurrió a la ayudante, que las fotos no fueran del investigador sino de alguien que se le parecía lo suficiente para hacerse pasar por él en el caso de una inspección en algún puesto de control. Cuanto más examinaba las fotos de los carnés, menor era el parecido con el hombre que ella conocía y menor también el parecido entre las distintas imágenes.

La falsificación de carnés, incluidos los de conducir, es un negocio floreciente. La ayudante, cuya identidad tampoco era del todo fija, lo entendía muy bien.

En cualquier caso, se podían escudriñar las numerosas fotos del investigador sin llegar a saber con certeza si eran o no eran

él. De la misma forma que era posible observarlo —plácido en apariencia, siempre preocupado, tarareando para sus adentros, socarrón, desconcertado, seducido, contemplando distraído por una ventana un cielo surcado de nubes opalescentes sobre el océano Atlántico a kilómetros de distancia, mientras (era lo que parecía) una tempestad de pensamientos rugía en su cerebro— sin tener por ello la menor idea de quién era.

En el Centro Penitenciario de Máxima Seguridad para Hombres de las tierras llanas del centro de Florida, el investigador se había presentado con un carné que lo identificaba como el

profesor Cornelius Hinton del

Instituto de Investigación Avanzada en Psicología Social, Criminología y Antropología de la Universidad de Florida en Temple Park. El Instituto era un sitio real, como la dependencia de Temple Park de la Universidad Estatal de Florida era un lugar real en uno de los barrios periféricos más antiguos, bordeado de palmeras, de Fort Lauderdale. Allí, matriculada como oyente con el nombre de «Sabbath Mae McSwain», la ayudante había participado en cursos nocturnos durante varios semestres, cursos elegidos menos por su contenido que por la conveniencia del horario; de esa manera se había convertido en una de esas personas que habitan en los alrededores de los campus de las grandes universidades, ligadas a ellas del mismo modo que un grupo de islitas sin árboles está ligado a la tierra firme.

Extraviada. En exilio. Profundamente avergonzada, despreciada. Pero le quedaba tan poco orgullo que la mayor parte de los días agradecía el simple hecho de seguir viva.

Existe el arte minimalista; también hay vidas minimalistas.

A falta de otra posibilidad se había convertido en una alumna que encajaba dentro de cierto grupo de personas solitarias y de más edad.

El camuflaje ideal para un exiliado, porque no era camuflaje en absoluto.

Y para entonces ya tenía la seguridad de que nadie la perseguía.

Había vivido en Miami durante algún tiempo, en diferentes lugares. Contaba con una «amiga», su «protectora». Las dos se mudaron después a Fort Lauderdale, y ahora la ayudante se había independizado en Temple Park, contenta con su soledad o, por lo menos, eso era lo que se decía. Temple Park, barrio residencial al norte de Fort Lauderdale, estaba en parte al borde del océano, pero solo en parte. En todos aquellos sitios —Miami, Lauderdale, Temple Park— había ocupado una variopinta sucesión de puestos de trabajo con sueldo mínimo: dependienta, pinche de cocina, camarera (una sola, humillante noche), ayudante de veterinario, «técnico de laboratorio», vendedora en un mercado de frutas y verduras; con mucho arrojo había gestionado una librería de segunda mano durante varias semanas azarosas mientras la tienda, sentenciada y llena de polvo («Orgullo Gay y Lésbico, libros nuevos poco comunes y libros usados»), llegaba a la bancarrota y todavía más allá. En la misma época aproximadamente, en Temple Park, inició un progreso tortuoso, según ella lo veía, por la universidad estatal, que, en sus laberínticos intersticios, proporcionaba a sus alumnos becas de trabajo y estudio, una de las cuales esperaba poder conseguir algún día. Imaginaba para sí misma una carrera universitaria a base de acumular créditos despacio y con mucho esfuerzo, como valiosos guijarros en una playa; de algún modo, una licenciatura llegaría a materializarse como consecuencia de aquel trabajo concienzudo, luego una beca de posgrado, un doctorado y un puesto de profesora en una materia y un lugar por determinar. Solo se veía enseñando en la universidad o como investigadora en un laboratorio; ante la idea de trabajar en la enseñanza primaria o secundaria reaccionaba con miedo y vergüenza.

Cuando era muy joven ya había fracasado en

aquel campo.

Ni siquiera conseguía recordarlo. Pero sabía que había fracasado.

En

aquel otro sitio se había quedado por completo sin orgullo. Había quedado a la vista de todos como despreciable, como envilecida. No le importaba reconocerlo, pero ya no estaba en

aquel otro sitio.

Aquí, donde nadie la conocía y a nadie le importaba, disponía de un pequeño residuo de esperanza. Había tenido amistades peculiares y se había distanciado de ellas porque prefería vivir sola. Su «progreso» en la universidad se parecía a los movimientos de un escalador que sube por una pared rocosa y asciende tan pegado a la superficie que ni sabe dónde está ni disfruta del paisaje espectacular a su espalda.

Hay que tener fe, tus esfuerzos son

hacia arriba. Estás

ascendiendo.

Mientras trabajaba en una sucesión de puestos anodinos y anónimos casi siempre sin quejarse, por cuanto carecía de expectativas, también vivía en una sucesión de alojamientos anodinos y anónimos lejos del océano Atlántico, lejos de las playas de arena deslumbrante, de las carreteras elevadas y de los fastuosos hoteles de muchos pisos. En las grandes ciudades turísticas de Florida es posible vivir a dos kilómetros o menos del océano sin verlo nunca, ni pensar nunca en verlo, ni interesarse por verlo. La ayudante había hecho su camino como los restos de un naufragio, llevada al azar por las mareas durante meses y años; en una vida tan irregular como la suya, un año se confundía con el siguiente, y este con el que venía a continuación; hasta que en Temple Park, en cuya orilla las olas parecían haberla depositado, al menos temporalmente, se encontró viviendo en una pequeña habitación en el ático de techo inclinado de una casa de estilo victoriano en avanzado estado de deterioro, color rosa flamenco, situada en Pepperdine Avenue, frente por frente de una residencia multiétnica para estudiantes universitarios y de posgrado, llamada Casa Internacional, en cuya cafetería comía por muy poco dinero alimentos exóticos en largas mesas comunes, y donde hizo nuevas amistades y asistió a la proyección de películas, a conferencias y debates; de manera especial trabó amistad con un grupo feminista llamado Mujeres Sin Fronteras que tenía un centro en el mismo edificio. En aquellos ambientes su identidad como

Sabbath McSwain nunca se puso en duda:

Sabbath Mae McSwain, fecha de nacimiento 15 de agosto de 1986. Breathitt, Maryland.

No se trataba de un carné de identidad plastificado sino de la reproducción de una verdadera partida de nacimiento muy doblada y arrugada. La acompañaba una tarjeta de la Seguridad Social a nombre de

Sabbath Mae McSwain y cuyo número era el 113-40-3074.

Alguien que conoció en Mujeres Sin Fronteras, y de quien se hizo amiga, una posgraduada en Psicología Clínica, fue quien la puso en contacto con Cornelius Hinton en el Instituto. «Es una buena persona. Excéntrico. Y

viejo…, no te molestará.»

Hinton buscaba un asistente, un «ayudante», con la ventaja de que el sueldo era bueno, bastante más de lo que se pagaba en la universidad a los alumnos que trabajaban en prácticas. La persona que la precedió (también una joven: Hinton se describía como feminista y procuraba siempre contratar a mujeres) había tenido que marcharse de repente, causándole un trastorno. La ayudante tendría que hacer de chófer para distancias cortas y largas; ocuparse de concertar citas, comprar provisiones y recoger medicamentos en la farmacia; si Hinton viajaba en avión, la ayudante haría las reservas de hotel, encargaría los billetes y supervisaría todos los detalles del programa; a menudo tendría que viajar con él cuando diera conferencias o impartiese seminarios…, lo que fuese que ocupaba el tiempo de Hinton, que se definía como

anatomista cultural.

—Investiga sobre distintos temas y escribe sobre ellos: se ocupa, por ejemplo, de los casos de baja calidad en la atención para niños que son enfermos mentales, o de residencias para mayores donde se maltrata a los pacientes. Viaja

de incógnito. Cabe que use diferentes nombres. La gente dice que escribe libros superventas con seudónimo y sin foto del autor en la solapa. Todo es secreto acerca de él. Lo detuvieron más de una vez en los años sesenta. También ha participado en manifestaciones contra la guerra de Iraq. Es lo que llaman un «viejo izquierdoso», aunque no estoy segura de lo que eso significa. Tal vez que es comunista. En cualquier caso, socialista. Es un tanto quisquilloso y distante al principio, pero después, un buen día, se convierte en un tipo estupendo… generoso. Nos ha dado dinero para nuestro centro de aquí. A mí me ha ayudado personalmente, con mi compañera. Ha hecho algo así como falsificar documentos para nosotras con el membrete del Instituto. La cuestión es que se comporta con generosidad si no se lo pides y si no lo esperas. Le gusta sorprenderte. Es un gran tipo…, misterioso.

Raro.

Chantelle hizo una pausa, como reflexionando.

—Puede que sea rico, además.

—Es usted… ¿Sabbath McSwain?

Sí. Era ella.

—¿Y ha solicitado el puesto, quiere ser mi ayudante?

Sí. Era cierto.

—Recomendada por Chantelle Ríos.

Sí. Efectivamente.

El investigador la examinó con curiosidad. La candidata vio que sus ojos azules no eran los de un anciano sino juveniles y penetrantes. Llevaba la barba casi al ras, cuidadosamente recortada y tan llamativamente blanca como sus cabellos, aunque densa e hirsuta, en contraste con el pelo, suave, etéreo y suelto. Su rostro le hizo pensar en una vieja moneda de bronce muy gastada. Sus modales eran bruscos, directos. Su porte tenía resonancias militares, aunque todo él resultaba distinguido, elegante. Vestía una chaqueta de

tweed sobre un suéter oscuro de cuello alto que le daba aspecto de actor maduro en una película británica de alguna época pasada; a un hombre así le confesarías de buen grado todos tus secretos, excepto que, por supuesto, un hombre así no tendría ningún deseo de oír todos tus secretos.

En la muñeca izquierda llevaba un reloj con correa de aluminio extensible y con una esfera desconsideradamente grande, de un tipo popular entre jóvenes deportistas; un reloj digital que con toda probabilidad sería impermeable, brillaría en la oscuridad e indicaría las mareas y la fecha, así como las horas del amanecer y de la puesta de sol.

Y en el dedo corazón de la mano derecha, una gruesa sortija de plata en forma de estrella.

—Sabbath McSwain…, ¿es usted…

mujer?

La candidata se echó a reír ante lo inesperado de la pregunta.

—Sí. Eso creo.

—¿Solo «lo cree»? ¿Cómo es eso?

Era cierto, prefería ropa de chico: no de hombre sino juvenil, ropa que con toda seguridad se ajustaba a su esbelto cuerpo sin caderas. Camisas, suéteres, pantalones de color caqui y vaqueros. Zapatillas de deporte, botas de excursión. En cuanto al color, prefería el beis, el marrón y el negro, pero un negro mate.

Pequeña, sin gracia, mínima y sin importancia.

Ya no tenía, de verdad, miedo a ser reconocida. Cualquiera que pudiese reconocerla, que pudiera haberla conocido en

aquel otro sitio, se habría olvidado ya de ella, estaba segura.

Nada memorable, olvidada. ¡Estupendo!

—Cuando se me pide, marco el recuadro «M». Parece más apropiado que el de la «H». Pero no es, me parece a mí, nada que tenga

verdadera importancia.

—Y ¿por qué es así, señorita McSwain?

—Porque creo que nuestra identidad sexual no tiene mayor importancia que el color de los ojos, para algunas personas al menos. No

pesa mucho.

—¿No? ¿Piensa de verdad que no existen diferencias biológicas esenciales entre una hembra y un varón?

—Estoy hablando de diferencias definidas culturalmente.

—Y esas proceden de… ¿qué?

—De la cultura.

—Y la cultura surge de… ¿dónde?

Era una pregunta académico-intelectual con la que estaba familiarizada, pero Sabbath McSwain se sintió perdida a la hora de responder: la desconcertaba la mirada que le dirigían los ojos de color azul claro del investigador, una mirada impertinente y sorprendida, pero también extrañamente íntima. Hacía años que no se enfrentaba con un profesor —con ninguna persona adulta— en aquella clase de diálogo intelectual que le levantaba el corazón como si se tratara de una partida de ping-pong improvisada.

—Doctor Hinton —dijo—, sé que existen muchas diferencias biológicas esenciales entre los sexos, por supuesto. Pero las diferencias «culturalmente definidas» no son tantas. En los países del Primer Mundo hemos evolucionado más allá de la mera biología; ya no es obligación de la hembra humana estar embarazada sin descanso hasta que se gasta por completo y muere.

Un pequeño discurso acalorado. Acalorado, jadeante, desprovisto por completo de originalidad y a todas luces innecesario. El investigador, sin embargo, se quedó mirando a la ayudante (porque ella quería verse ya como tal, aunque fuese prematuro) con algo que se asemejaba a la simpatía.

—¡Tiene usted razón, por supuesto! Nadie debería esperar de usted, ni de ninguna otra «fémina», una sucesión de bebés hasta el agotamiento y la muerte. Creo que se trata de un deseo del todo razonable. Pero solo quería tener la seguridad de que

es usted mujer; he descubierto que, como ayudantes, las

féminas son, sencillamente, más competentes.

Avergonzada, Sabbath McSwain murmuró

, era

de sexo femenino.

Una caliente ola de vergüenza la inundó. No habría sabido decir por qué, en lo más íntimo de su ser, sintió semejante

vergüenza sexual.

Como también le repugnaba ver su cuerpo minúsculo, desnudo, expuesto en un espejo o en una superficie reflectante.

Fea, esa es la fea, una voz burlona la asaltaba.

—Pero me gusta que no sea usted, en lo más mínimo y por elección, creo yo, «femenina». Que nadie, después de mirarla una vez, repita. Lo que no es el caso, mucho me temo, con el «profesor Hinton».

El investigador pronunció las palabras «profesor Hinton» con un desdén tan peculiar que la ayudante no pudo reprimir la risa.

—Y me gusta su manera de reír, Sabbath: es inaudible.

La ayudante volvió a reír sin hacer ruido. Había sido la primera vez que se reía de aquella manera, como si le hicieran cosquillas.

—Chantelle dice que es usted una joven muy

solitaria. Y

misteriosa… sin ataduras visibles.

La ayudante dejó de reír. ¿

Era aquello divertido o no tan divertido?

Hizo que se sintiera incómoda, por lo inesperado y sorprendente de que alguien hablara sobre

ella.

—«Sabbath McSwain», un nombre curioso. Por alguna razón me parece inventado.

—¿Ha dicho usted «inventado»?

—¿Lo es?

La ayudante miró al investigador como si la hubiera abofeteado: no con mucha dureza pero sí, como se dice en las artes marciales, con la suficiente para captar la atención del interesado.

—Es un nombre de verdad. El apellido de mi familia. Tengo una hermana mayor, Haley McSwain. Somos las dos…, vivimos en la zona de Fort Lauderdale, aunque ya no estamos tan unidas como en otro tiempo.

—¿De manera que tiene usted familia? ¿Chantelle estaba equivocada?

El investigador fruncía el ceño. ¡Aquello ya no estaba tan bien!

—No. En realidad, no. Haley es mi… hermanastra. Quiero decir que mi madre se casó con su padre. Ahora no la veo nunca… nos hemos distanciado.

—Pero ¿«Sabbath McSwain» es su nombre?

—Sí. «Sabbath McSwain» es mi nombre.

(Era cierto. No se trataba de un nombre que hubiera elegido ella, sino de un regalo, un regalo voluntario y lleno de cariño que no podría haber rechazado, porque en su momento ayudó a salvarle la vida, tan destrozada y reducida a jirones.)

(A Haley le debía aquellos restos de vida. Al hablar tan deprisa de ella, sin embargo, la estaba traicionando.)

Buscó a tientas en su mochila los documentos imprescindibles sin los que no podía seguir su camino a ciegas y a tientas por la traicionera superficie de la roca.

Nada que objetar mientras siguiera

ascendiendo. Cualquier esfuerzo, cualquier peligro estaba justificado.

—Tengo… una tarjeta. Dos documentos más bien. Una partida de nacimiento y una… una tarjeta de la Seguridad Social. Se los puedo enseñar si…

Presentó los dos documentos, guardados en un sobre marrón, al investigador, que los examinó con detenimiento. La ayudante se preguntó si el nombre y la fecha de nacimiento de «Sabbath McSwain» despertaban tanto su interés como la naturaleza de los documentos, el papel mismo con el que los dos estaban hechos.

¿Creía quizás que se trataba de

falsificaciones? Pero ¿por qué tendría que pensar una cosa así?

—¡Son auténticos, doctor Hinton! Examínelos al microscopio si quiere. El sello del estado de Maryland… Estoy segura de que es auténtico. Puede usted ir al lugar donde se expidió, al registro civil comarcal de Breathitt, Maryland. Lo mismo sucede con el número de la Seguridad Social. Pertenece a

Sabbath McSwain: 15/08/86.

—¿Sin fotografía?

—Sí. Tengo una… un carné de conducir en algún sitio. No lo llevo encima porque… no dispongo de un vehículo en la actualidad. No conduzco. Quiero decir, ahora mismo.

—El puesto requiere saber conducir, no sé si se da cuenta. Es un requisito básico. Yo no conduzco si lo puedo evitar.

—Ya le he dicho, doctor Hinton, que tengo carné de conducir. No para el estado de Florida, pero sí para otro. Lo buscaré cuando vuelva… al sitio donde vivo.

—¿Y dónde vive usted? Ya veo: 928 Pepperdine Avenue, Temple Park. ¿Es ese su

hogar?

—No. Es solo donde vivo ahora. Mientras asisto a cursos aquí, en la universidad.

Aunque de hecho no estaba yendo a clases aquel semestre. Se había caído del fondo de la red, enorme, podrida: una cosa pequeña y que se retorcía, aunque agarrada desesperadamente a la malla para no caer del todo.

—¿Y dónde está su hogar, Sabbath? No por estos alrededores, ¿eh?

—No… no tengo un hogar permanente, doctor Hinton. He vivido en distintos sitios; me he mudado con frecuencia en estos últimos años. Mis padres están… no viven… Mi familia está «desperdigada»…

—¿Dónde nació?

—¿Nacida? Quiere decir…

—¿Dónde estaba su madre, literalmente, cuando vino usted al mundo? ¿Dónde, en los Estados Unidos?

—Creo…, bueno, como es evidente en Breathitt, Maryland. Se trata solo de un pueblo en un… distrito rural en su mayor parte. En realidad, nunca he vivido allí, excepto cuando era bebé. Y mi madre… mi madre y mi padre… tampoco viven allí ya.

—¿Y dónde se crio, entonces?

¿Criarme? Se lo he dicho… Creo que está en la solicitud…

—No. Aquí no está.

—De Breathitt nos trasladamos a otro pueblo de Pensilvania, cuando solo tenía unos meses. Nadie ha oído nunca hablar de él… Ephrata. Luego nos fuimos a East Scranton, donde empecé a estudiar. A continuación… la familia se desintegró más o menos. Después… hice algunos cursos en la universidad hasta que dejé de estudiar durante una temporada…, para entonces me había ido de casa y… estuve trabajando y viajando.

Hablaba despacio, de manera entrecortada y con la voz llena de asombro.

¿Es esta mi vida? ¿Así?

Pero esto no es una vida, ¿verdad que no?

—Carezco de vida interior. No tengo una vida «íntima». Soy solo lo que… lo que

hago. Paso de un alojamiento a otro como uno de esos… ¿cangrejos ermitaños los llaman? Se apropian las conchas de otros como residencia.

Si la ayudante había imaginado que al investigador podía impresionarle aquel relato tan solemne, la realidad fue otra. Hinton dijo, con un encogimiento de hombros:

—Las conchas de otros están muy bien. Llegas y luego te vas.

Los propietarios no están.

La ayudante se apresuró a decir, como si el objeto de la entrevista fuese divertir al interlocutor:

—Y luego vine a Florida, primero a Miami…, con unas amigas. No «amigas» exactamente sino… personas que conocía. Que conocí.

—¿Por qué Miami?

—No lo elegí yo. Fue solo que… me trajeron.

No recordaba con mucha claridad aquellos días. ¿Meses?

Le habían sucedido cosas entonces, en aquel sitio. Pero sin profundidad. Fáciles de arrancar, como costras, excrecencias escamosas.

—¿Tiene usted veinticuatro años?

El investigador parecía un tanto incrédulo, silbando suavemente entre dientes.

Dientes de un color blanco grisáceo, nada grandes, ni anchos, ni de un blanco resplandeciente.

En contraste con la barba de un blanco deslumbrante y bien recortada, aquellos dientes rezumaban un aire de sinceridad, incluso de modestia.

—Imagino que sí, claro. Veinticuatro.

Era tan poco lo que le había sucedido

a ella que resultaba difícil entender cómo había presenciado el paso de veinticuatro años.

—Parece usted más joven. Parece —dijo el investigador, ligeramente burlón— más bien una

adolescente.

La ayudante negó con la cabeza,

no.

—¿No ha vivido nunca en el norte del estado de Nueva York?

—¿En el norte del estado de Nueva York? ¿Por… por qué lo pregunta?

—¿Por qué cree que lo puedo preguntar, Sabbath?

—No… no estoy segura.

—No es que sea un lingüista experto, desde luego que no. Pero, a pesar de mi inexperiencia, mi oído detecta ciertos acentos regionales, como el del norte de Nueva York. Muy hacia el norte y el oeste del estado, cerca del lago Ontario. Usted ha vivido allí… durante mucho tiempo.

—Bueno, no lo recuerdo con exactitud, pero… quizá, después de Ephrata mi padre nos llevó a algún otro sitio, quizá al norte de Nueva York, hasta que…

—No suena usted como si hubiera vivido mucho tiempo en Florida. Quizás ha olvidado las fechas exactas.

Desconcertado, el investigador leyó de nuevo la carta de solicitud de Sabbath McSwain, de un solo párrafo, muy breve, en una hoja con el membrete «Mujeres Sin Fronteras Temple Park, Florida», en el que se explicaba que la solicitante quería trabajar como ayudante del doctor Hinton y que la recomendaba Chantelle Ríos.

Iba acompañada por la carta de recomendación de la susodicha, con desmesurados elogios para «mi hermana y amiga Sabbath McSwain». Con gran amabilidad, aunque no del todo con exactitud, Chantelle indicaba que Sabbath había trabajado como «técnico» en su laboratorio de Psicología de la universidad y que había ayudado, en Mujeres Sin Fronteras, en tareas administrativas «cruciales»; Sabbath McSwain era una trabajadora «entusiasta, incansable, idealista y cien por cien responsable» y el doctor Hinton no se arrepentiría si la contrataba para un puesto tan «delicado y confidencial».

Junto con la carta había además una lista de los empleos, insignificantes y mal pagados, de Sabbath —dependienta, pinche, etcétera— y dos páginas grapadas de fotocopias de cursos y calificaciones expedidas por el secretario de la Universidad Estatal de Florida en Temple Park.

Aunque ligeramente borrosas en las fotocopias, todas las notas eran sobresalientes concedidos a «Sabbath McSwain, Instituto de Educación para Adultos».

El investigador examinó el expediente académico como si existiera la posibilidad de que fueran documentos falsificados.

Pero

no lo eran.

—No tiene usted una licenciatura, según concluyo.

La violenta ola de emoción se apoderó una vez más de la candidata, una sensación como de náusea embravecida. Confió en que la venita azul en la sien derecha no le latiera de manera visible.

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