Carthage

Carthage


Tercera parte El regreso » 17. La hermana

Página 56 de 58

1

7

.

L

a

h

e

r

m

a

n

a

Abril de 2012

Ya no me siento joven. Creo que soy viejo en el fondo del corazón.

La carta que guardé. La carta que nadie sabe que guardé. Que atesoré.

Porque es mucho lo que te quiero, Juliet. Esa es la única verdad de la que estoy seguro.

Y lo sé: debería perdonarla.

Los demás piensan que reboso de alegría tanto como ellos. Creen que soy una verdadera

hermana para ella. Todo el mundo piensa:

Las hermanas Mayfield, reunidas.

Pero no la perdono, creo que la detesto.

La sensación de odio es brutal y nueva para mí, me deja sin aliento. ¿Cómo voy a perdonarla? Me ha destrozado la vida, a mí y a Brett Kincaid. Durante siete años ha sido la causa de los sufrimientos de mis padres, todas las horas y los minutos de su vida envenenados por su ausencia.

Detesto su egoísmo, que el mundo malinterpreta como enfermedad.

Enfermedad mental, angustia psicológica, «amnesia»…

Mi hermana es moralmente deficiente. No es una persona normal. Siempre ha sido

especial, una

artista. Los demás, que no somos especiales ni artistas, estábamos obligados a excusarla, a adaptarnos a sus necesidades, a perdonarla siempre cuando era descortés, mezquina, egoísta.

«Tu hermana no es como otras chicas, Juliet. Encontrará su propio camino, pero le costará trabajo.»

No estoy del todo segura de seguir siendo cristiana. En el fondo de mi corazón he cambiado.

Pero no he permitido que nadie lo sepa. Porque Juliet Mayfield es

la guapa de las hermanas Mayfield y nadie espera que se haga escéptica, una descreída, como su padre.

Los que no son creyentes se apoyan en nosotros para confirmar su sentimiento de superioridad. Necesitan imaginarnos siempre iguales, incapaces de cambiar.

Necesitan imaginarnos ignorantes, con lesiones cerebrales. Necesitan imaginarnos como

niños.

Pero ya no soy una niña. Tengo veintinueve años.

Brett Kincaid, que está preso en Dannemora desde abril de 2006, tiene treinta y tres años.

Aunque le conmuten la condena por

homicidio sin premeditación, aún seguirá privado de libertad por un periodo de tiempo indeterminado, porque en la cárcel ha estado implicado en «incidentes». Aunque el gobernador conmute su condena, tal como papá le suplicará que haga, ha perdido siete años de su vida que nunca podrá recuperar.

«¡Ah, Juliet, qué milagro! Para ti y para tus padres… Asombroso que Cressida haya vuelto con vosotros. ¡Qué contentos tenéis que estar!»

Eso es lo que la gente afirma. Así es como el mundo nos ve.

Sin embargo, ¿dónde está el

milagro? Que mi hermana decidiera exiliarse durante siete años y haya regresado ahora con nosotros no es de hecho

ningún milagro.

No ha

regresado de entre los muertos. ¡Cressida no!

Ha sido una cosa deliberada por su parte, creo yo. Su venganza, su rencor.

Pero en cierto sentido es un milagro: mi padre ya no necesita beber para ser feliz. Y mi madre puede decir con total sinceridad

Mis oraciones han encontrado respuesta. Nunca he renunciado a la esperanza.

En las fotografías de los periódicos y en la televisión los Mayfield sonríen, por supuesto. Incluso Cressida.

Mi sonrisa pública es tan fugaz como una lámpara que se enciende y se apaga.

La guapa… encendida, apagada.

¿Me quieres, me perdonas? Sus ojos le suplican.

Sabe que su hermana no la quiere. El antiguo amor familiar… el amor que sentía por Cressida cuando éramos niñas… se ha esfumado.

Que hubiera muerto, que hubiese sido «asesinada»… Sentí un horror inmenso, compasión, amor por mi hermana… hace años.

Pero ya no. No la perdono. Incluso en el hospital, junto a la cabecera de su cama se lo he confesado a Dios, que entiende, porque no me ha dado la fortaleza de Jesús para perdonar a quienes nos han hecho daño.

Cressida se ha repuesto despacio de la neumonía. La enfermedad ha hecho estragos en ella; ya no parece una jovencita sino más bien una mujer adulta golpeada por la desgracia.

Dolor, pesar. Arrepentimiento.

En el largo viaje en autobús hacia el norte estuvo enferma, tal como nos contó. Pero no se había imaginado que su vida pudiera peligrar. Un caso grave, los dos pulmones afectados. En el hospital de Carthage casi se muere, y qué irónico, qué amargamente irónico, qué maravillosamente irónico, los enviados de los periódicos sensacionalistas se congregaban como buitres para estar presentes en el momento culminante, por si la chica que se había creído muerta durante siete años fallecía de neumonía en un hospital después de regresar «milagrosamente» con su familia.

Dios ve en mi corazón y lo sabe: hubiera rezado para que se muriese en Florida antes incluso de que me llamara.

Aunque es verdad que mis padres parecen otros. Y eso no quisiera borrarlo.

¿Soy capaz, sin embargo, de hablar con ella? ¿Soportaré estar con ella?

Nos habríamos reconciliado, creo. Brett y yo. Mi prometido, con el que me habría casado a pesar de sus heridas —del cambio en él, en su alma—, porque tal había sido mi promesa.

En la enfermedad y en la salud hasta que la muerte nos separe.

Habría tenido entonces la fortaleza suficiente. Era joven —más joven que ahora—, y estaba arropada por el fervor del idealismo y del primer amor.

Durante meses llevé a Brett al hospital para excombatientes. Lo acompañaba también a rehabilitación. Lo ayudaba con sus ejercicios, hablaba y me reía con él para animarlo. De no ser por la intromisión de mi hermana, me habría casado con Brett Kincaid.

Cressida diría, ¡De menudo desastre te libré! Conseguí evitar que te casaras con un discapacitado físico y mental, y yo le replicaría sin rodeos, No te pedí que me librases.

Durante siete años he pensado en ti como muerto. Como lo estaba mi hermana.

Y ahora mi hermana ha vuelto a la vida, de manera que también has vuelto tú.

Mi padre cree que te dejarán salir de la cárcel. Hará todo lo que esté en su mano para ayudarte.

Pero no te puedo ver. Nunca volveré a verte.

Siempre me ha faltado el valor para ir a verte. Mi madre te ha visitado muchas veces y me hubiese hablado de ti, pero le dije que no lo hiciera: ¡no!

Habría querido que fuera con ella a verte. Pero dije ¡No!

«¿Por qué, Juliet? ¿Por qué no? Solo una vez, ven conmigo. Brett querría verte. Pregunta por ti… tu matrimonio, tus hijos. Dice que se alegra por ti. Todavía está enamorado de ti, no ha hecho falta que me lo diga.»

«Verte significaría mucho para él.»

(Yo pensaba que mi madre se había vuelto loca. Que su perdón cristiano era una locura. Si mi padre hubiera sabido con qué interés me pedía que la acompañara a la cárcel, cómo me lo rogaba, se habría horrorizado y enfadado mucho con ella. «Tu madre no piensa a derechas. Tu madre ha sufrido una pérdida tan grande que su capacidad de juicio está dañada. ¡No la escuches!»)

En una ocasión prometí ser

tu amante esposa por los siglos de los siglos, amén.

No nos casamos entonces. No nos hemos casado. Me prometí sin embargo contigo como tú conmigo y a Jesús Nuestro Salvador,

por los siglos de los siglos, amén.

Eso no cambiará jamás. Aunque nunca volveremos a vernos.

En mi nueva vida soy una mujer feliz. He recibido la bendición de un marido que me quiere y de unos hijos preciosos.

Soy fuerte. La puedo perdonar. Zeno dice que la perdone, que no es culpable, que legalmente no es culpable de nada: no ha desobedecido ninguna ley por desaparecer durante siete años.

¿Y moralmente? ¿Es culpable moralmente?, le pregunté a mi padre.

Y Zeno respondió, pensándoselo bien: No. No es culpable, ni moral ni legalmente.

¿Y por qué no es culpable moralmente, Zeno?, insistí.

Era una pregunta hecha con mucho aplomo. No una pregunta acalorada y llena de ira. Pero Zeno me miró como si nunca hubiera visto a

la guapa pronunciar unas palabras tan horribles.

Tu hermana ha estado enferma. No sabemos por lo que ha tenido que pasar. Su salud se ha deteriorado. Parece haber vivido desesperada. No podemos juzgarla. Solo podemos alegrarnos de que haya vuelto con nosotros.

Pero yo sí la puedo juzgar. De hecho la juzgo. Con dureza.

Ha regresado para dejar en libertad a Brett Kincaid. Pero con años de retraso.

Pasado cierto tiempo, espero que no sean más que unos meses, Brett podrá solicitar la libertad condicional, o puede que le conmuten la condena.

Zeno hablaba con aire pensativo, pasándose la mano por las mejillas, bien afeitadas ya. Las manos menos temblorosas, la voz más firme desde que ha dejado de beber.

No le dije

Brett Kincaid era mi verdadero amor. Eso no cambiará aunque haya cambiado yo. La aborreceré por siempre jamás por haber destrozado mi amor.

Con mucha valentía, Cressida dice: ¡Pero sí que quiero! Tengo que ir.

No me puedo esconder por más tiempo, dice.

Tres días después de darle el alta en el hospital, mi madre y yo la llevamos al parque de la Amistad.

Conduzco yo. Mi madre ocupa el asiento del acompañante y Cressida, detrás, se mantiene muy erguida. Su expresión distante y tensa, como a la espera de un dolor.

En el espejo retrovisor su rostro se refleja como una luna venida a menos.

La palidez de la piel, los ojos hundidos, el pelo negro y rizado, menos espeso por la enfermedad: ¿es mi hermana esta mujer? Desde su regreso me horroriza todo el tiempo verla y sobre todo verla tan cerca de mí. Pienso

Es una persona a la que hay que compadecer y, en consecuencia, ¿por qué no la compadezco? Ha arruinado vidas, pero tampoco ha salido bien parada.

En el hospital, Cressida se ha repuesto muy despacio. Ha contraído allí infecciones y cualquiera de ellas podría haberla matado. Se nos dijo que tenía dañado el hígado y que quizá el daño fuese irreversible; que el número de leucocitos es alto y además tiene anemia; inicialmente había anomalías en el análisis de sangre que parecían indicar la posibilidad de que fuese seropositiva, pero eso se ha descartado con su restablecimiento.

(¡Seropositiva! La familia no salía de su asombro. ¿Cressida infectada de algún modo por el sida? ¿Cómo habría sido su vida durante los últimos siete años?)

Es una tarde de finales de abril, soleada a ratos y casi templada. En el río Nautauga, reflejos chillones como sobre cristales rotos, ráfagas de viento en los árboles de la orilla que están empezando a florecer. En el parque de la Amistad, en los escalones del gran cenador victoriano, le hacen fotografías a una joven con un deslumbrante vestido blanco; se trata en realidad de una pareja de novios. La chica lleva un vestido largo, manga larga, velo y una cola que cae por los escalones del cenador, atractivamente absurda. Sus cabellos son de un pálido color rubio nacarado y están trenzados; el velo de encaje ondea al viento. No me doy cuenta de que por contemplar el espectáculo estoy levantando el pie del acelerador hasta que Arlette interrumpe mi ensoñación: Ah, sí, ¡qué guapos son!

Es como si Arlette tuviera algo más que decir.

Ah, sí: ¿no son muy valientes, arriesgando tanto?

Mi vestido de novia. Un diseño precioso, pero nunca llegó a confeccionarse. Un vestido tan encantador, encajes y seda de color marfil, espalda de encaje transparente, corpiño plisado y falda acampanada que nunca llegaron a existir.

Mi velo, mi «cola».

(Tan absurda la cola nupcial, arrastrada por el suelo, sobre sucios escalones. ¿Qué posible finalidad, deslumbrante seda blanca, hermosa y cara, tan rápidamente ensuciada?)

El

diseño del vestido de novia nos tenía cautivadas. A mi querida madre y a mí.

Por eso cuando por fin me casé me pareció un segundo matrimonio.

El primero, que no había llegado a celebrarse, todavía me tiene cautiva. El segundo sí sucedió, pero no domina en mi memoria.

No éramos una «novia» y un «novio» —no llevábamos el atuendo tradicional de una pareja que se casa—, ni tampoco nos casamos con una celebración llamativa. Más bien nuestro enlace quedó solemnizado (¿es esa la palabra?, me viene a la cabeza como adecuada) con la presencia de un juez de Albany, amigo de la familia Stedman.

No íbamos vestidos de novios. Porque era mediodía de un día de diario. Porque el escenario era el despacho del amigo de mi marido, las paredes cubiertas de estanterías con libros y revistas de derecho desde el suelo hasta el techo. Porque, aparte de a nuestras familias, se invitó a muy pocas personas a la ceremonia civil, cordial pero rápida y eficiente.

Yo llevaba un vestido de lana de color crema oscuro con falda plisada que Arlette me había comprado al precio rebajado de ochenta y cinco dólares: un Versace «seminuevo». (Después de haberlo comprado descubrimos una mancha apenas visible en una manga, pero tan tenue que nadie la notaría nunca, Arlette estaba segura.) David vestía un traje oscuro de raya diplomática, camisa blanca de seda y gemelos.

Era lo que yo quería. Una sencilla ceremonia «privada». Que se convirtió también en el deseo de David cuando entendió con mayor claridad las circunstancias de la vida de su prometida.

Porque yo había temido que los «medios de comunicación», siempre vigilantes, tomasen nota de mi nueva vida, de mi matrimonio y de mi marido; como más adelante también temí que se enterasen del nacimiento de mis hijos.

Siempre he temido sobre todo a la prensa sensacionalista, cruel y despiadada y astuta, con instintos de carroñeros que se congregan sobre su presa agitando en el aire sus grandes alas negras, impacientes por comer.

Las aves de presa salen de no se sabe dónde. Como se dice que las mosquitas de la fruta nacen de los huevos microscópicos depositados en la misma piel y cáscara de las frutas, lo que crea la impresión de que la fruta misma las genera.

Antes de David había habido otros hombres —no muchos, solo unos cuantos— a quienes había atraído, creo, por mi «notoriedad mediática», aunque eso no resultase evidente hasta haberlos tratado durante algún tiempo. Pero David Stedman nunca me preguntó. Si sabía algo sobre Cressida y sobre el cabo Brett Kincaid, y tengo que suponer que sí, nunca me preguntó nada; hasta que una noche se lo conté yo.

Y él me cogió de la mano y me la besó. David no es un hombre impulsivo y sé que papá no se siente cómodo en su presencia porque no se ríe fácilmente con sus chistes; pero David es un hombre sincero, un hombre fiel, que no necesita asegurarme, como lo hizo aquella noche, que me querrá y me protegerá de todo daño: «No puedo cambiar el pasado. De manera que miraremos juntos a nuestro futuro».

¿Quiero a mi marido? Sí, muchísimo, ¡quiero a mi marido y a nuestros dos hijitos más que a mi vida!

¿Cómo, entonces, puedo detestarla, aborrecer a mi hermana con toda el alma, cuando ha hecho posible mi vida con David y con nuestros hijos, que son mi

futuro?

¿Cómo es posible, entonces, que no pueda perdonar a esa persona que actuó a ciegas y sin saber el daño que causaba a otros, además de a sí misma?

En la carta que no tenía que abrir a no ser que no regresaras de Iraq dijiste que los hijos que tuviera con otro hombre, mi futuro marido, serían como tus hijos.

Si hubieras muerto en Iraq. Si hubieras muerto a consecuencia de tus heridas. Si no hubieras vuelto nunca para casarte conmigo.

De manera que, a veces, parece que los hijos que he tenido con David Stedman son, de algún modo, también tuyos.

Antes de que te marcharas por segunda vez y te hicieran tanto daño. Antes de que también sufriera tu alma. Cuando estábamos juntos y llorábamos porque íbamos a volver a separarnos durante tanto tiempo y nuestros planes eran tan inciertos y sin embargo yacíamos juntos, tan felices, con una especie de inocencia, y yo pensaba

Si me quedase embarazada ahora, sabríamos que nuestro amor ha sido bendecido.

Y tus palabras eran un eco de mis pensamientos, de unas palabras que yo no había dicho en voz alta: «Es como si algo se hubiera decidido esta noche, ¿verdad que sí? Dios santo».

Juntos con una felicidad tal que era como si una llama pura y radiante ardiera en torno a nuestra cama cegándonos al tiempo que nos calentaba y nos protegía de todo el mundo.

—Esto es muy hermoso. Qué día tan bonito.

Fuimos al parque de la Amistad. El primer día de Cressida al sol. Miraba a su alrededor con ansia y avidez. Era un paisaje familiar; durante toda nuestra infancia nos habían llevado allí a merendar y pasear, pero ahora las cosas parecían distintas para Cressida. Y Arlette le señalaba los cambios: el quiosco de la música renovado, la zona de juegos ampliada.

Los ojos de Cressida se han vuelto muy sensibles a la luz y llevaba unas gafas de sol mías. Y en la cabeza un pañuelo lleno de colorido, uno de los pañuelos de mamá de antes de la peluca, un pañuelo que presta a quien lo lleva un aire festivo y al mismo tiempo de convalecencia.

Le habíamos hablado a Cressida del sendero para excursionistas que lleva su nombre. Y le habíamos advertido que se iba a encontrar con el banco y la placa conmemorativa: CRESSIDA MAYFIELD 1986-2005. Mi hermana se la quedó mirando y pasó los dedos por encima.

—¿Hiciste esto por mí, mamá? Es muy hermoso.

—No fui solo yo. Otras personas contribuyeron con donativos. Y Zeno y Juliet ayudaron, por supuesto.

¿Era verdad aquello? Dudo que Zeno tuviera nada que ver, le dolía tanta atención centrada en nuestra pérdida personal. Y sé que yo participé solo lo justo, por la misma razón.

El dolor de la madre había sido público, tanto quiso Arlette mantener a su hija perdida en los recuerdos de otros; hacer de la desaparición de su hija un recuerdo colectivo de Carthage: a nosotros nos había contado cómo otras madres que habían perdido hijas o hijos la habían abrazado y habían llorado con ella.

Como si hubiera un río de dolor. Y todos tuviéramos que meternos en él para que la corriente nos arrastre cuando llegue el momento.

—Soy un fantasma, imagino. Que regresa.

La voz de Cressida era un ronco susurro. La neumonía le había dejado las cuerdas vocales en carne viva.

—¡La placa se quitará pronto! —dijo Arlette—. Los responsables del parque lo han prometido.

—¿Me detesta todo el mundo aquí en Carthage? Sé que yo me aborrecería si estuviese en su lugar.

—¡No, Cressie, no! No es así en absoluto. Todo el mundo entiende que has estado enferma.

Arlette se sentó en el banco, en un trozo iluminado por el sol. Nos hizo un gesto a Cressida y a mí para que nos uniéramos a ella y así lo hice yo, pero Cressida siguió de pie.

Llevaba unos pantalones de verano de color caqui y un pulóver; estaba todavía muy delgada, y su piel tenía una palidez de enferma, pero empezaba a recuperar su antigua energía en oleadas intermitentes.

En el dedo corazón de la mano izquierda lleva una sortija en forma de estrella, una sortija de plata, me parece, nada bonita. Es demasiado grande para su dedo, tan delgado, de manera que la ha estrechado de una forma muy tosca con un cordel y ahora tiene la costumbre de girarla nerviosamente una y otra vez alrededor del dedo, como sin darse cuenta, hasta la exasperación, y me hace sentir una impaciencia fraterna, el deseo de darle un golpecito en la mano para que pare.

Como cuando éramos muy jóvenes las dos y Cressida tenía las manías más desesperantes, como golpear el suelo con un pie, retorcerlo, echarse para atrás en la silla durante las comidas con un suspiro muy audible y nada cortés; rascarse el cuero cabelludo, la cara, las axilas, Dios sabe qué más, tan ajena a los demás como un monito, ¿de verdad creían mis padres que «Cressie» era

graciosa?

Su actitud sarcástica, su costumbre de interrumpir a los demás —en particular a su hermana mayor—, ¿creían de verdad que eran cualidades

encantadoras? La mezquindad con que trataba a sus pocas amigas, la manera desdeñosa con que hablaba de compañeras de clase «populares» y de muchos de sus profesores, ¿creían que era

admirable? La única vez en mi vida en que, según recuerdo, escandalicé a mi madre fue cuando le conté, en un momento de debilidad, que me preocupaba ser portadora de algún gen vinculado al «autismo» o el «trastorno límite de la personalidad», lo que fuese que definía a Cressida, y que me horrorizaría pasárselo a un hijo mío. Y Arlette me miró con un gesto de total incomprensión.

«Juliet, ¿se puede saber qué es lo que estás diciendo? No entiendo nada.»

Rápidamente abandoné el tema. Aunque sí le expliqué mi preocupación a David, con quien me había prometido por entonces. Y David dijo: «¡Juliet, por favor! Nuestros hijos serán guapos, listos y perfectos… Ten fe».

Cressida me había hablado un poco de su vida en Florida; cómo había vivido con una mujer en diferentes sitios y en distintas ciudades y que, aunque se querían, no habían sido

amantes.

Horrible oír una cosa así de mi hermana. Pero, por supuesto, Cressida no es ya una niña, sino una mujer adulta de veintiséis años. Nunca habíamos hablado de sexo entre nosotras, ningún tipo de cuestiones íntimas sexuales o sentimentales. La actitud de Cressida había sido siempre menospreciar tales predilecciones como meras debilidades de las que ella estaba exenta.

No se había enamorado nunca, decía Cressida. Es decir, no había estado nunca

enamorada de otra persona que la correspondiese.

Aquí se produjo una pausa. No una pausa delicada. En silencio, los párpados de Cressida temblaron.

«Sí, quise a tu prometido. Por supuesto lo quise y mi amor egoísta precipitó la ruina de nuestras vidas.»

Con muchas precauciones dijo que estaba aprendiendo a

amar sin nada más. Podía encontrarse felicidad en eso, con un significado secreto.

Amar a otra persona sin esperar nada a cambio.

Lo que me apeteció fue gritarle. Darle un manotazo y hacerle saltar del dedo aquella sortija tan absurda.

Pero en voz baja y con la antigua entonación dulce de Juliet le respondí que sí, que aquello podía ser una vida. Una vida llena e intensa, una vida de

amor.

Y recordé un feroz rechazo de mi hermana años atrás, cuando había querido ridiculizar a otras personas de nuestra familia que trabajaban como voluntarios para organizaciones benéficas, citando una broma cínica del poeta Auden sobre trabajadores sociales y la finalidad de

ayudar a la gente.

Pero ahora Cressida hablaba sinceramente. Ahora hemos de interpretar lo que dice como sincero.

¡Amar!

Cressida recorría una senda de astillitas de madera que se internaba en el bosque, y que formaba un circuito cerrado de unos tres kilómetros, como alguien que no ha caminado durante algún tiempo sin ayuda. Arlette y yo, sentadas, la veíamos avanzar por el sendero —vacilante, pero entusiasta— como una criatura un tanto desgarbada y tratábamos, a tientas, de darnos la mano.

Tanto la suya como la mía estaban frías. Los dedos de Arlette siempre están helados.

Se me ocurrió la idea

Se escapará otra vez. Desaparecerá. Esta vez en el río. Esa es la razón de que haya vuelto con nosotros, para poner punto final.

En el río Nautauga, aproximadamente quince metros por debajo del risco del parque, había veloces reflejos absurdos de nubes que pasaban cambiando de forma a gran altura. Aunque con noches todavía frías, los días de finales de abril eran ya templados, cálidos. Se sentía el sutil tirón del río, como la fuerza de la gravedad.

Después de que Brett saliera de mi vida, después de que mi querido Brett se desprendiera de mí como de un ridículo barquito de papel, a menudo me asomaba al río, inclinándome sobre la barandilla. Y pensaba

Jesús no me va a liberar, ¡qué cosa tan cruel! ¿Por qué entonces ha permitido que mi novio se vuelva contra mí?

En Carthage se creía que era Juliet Mayfield quien había roto el compromiso con el cabo Kincaid. Se creía que

la guapa hija de los Mayfield era una bruja oportunista, superficial, merecedora de comentarios groseros, miradas atravesadas, desprecio.

Ir a la siguiente página

Report Page