Carthage

Carthage


Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

Página 31 de 58

El teniente contestó a aquellas preguntas con una sonrisa maliciosa que fue como el brillo de una navaja de afeitar. Dijo que «lo más lógico que cabía esperar» era que un recluso muriese en la enfermería si era un hombre mayor, un condenado a cadena perpetua.

—Eso es lo que cabe esperar, amigos. «Si cometes un delito, has de cumplir el castigo.» Si te mandan a Orion, lo razonable es esperar que mueras en Orion.

Alguien trató de oponerse —debería haber «opciones en materia de salud y atención médica» para todos los reclusos—, pero uno de los visitantes de más edad que había permanecido silencioso hasta aquel momento, aunque aprobaba con gesto sombrío y movimientos de cabeza todas las observaciones del teniente, le interrumpió para decir que era «ridículo» esperar que los presos de un centro de máxima seguridad disfrutaran dentro de la cárcel de mejores cuidados médicos de los que habrían tenido fuera.

—Los contribuyentes están hartos de mimar a esta gente. Uno de cada cien ciudadanos de los Estados Unidos está encarcelado (o lo estará), y en el caso de la comunidad afroamericana, uno de cada diez (varones), o más, está encarcelado, o lo estará. Lo puede usted ver aquí en Orion, en el «patio»… No se puede culpar al sistema penitenciario de lo que depende del desmoronamiento de la familia, de la desaparición de los valores tradicionales…

El que hablaba era un individuo mofletudo y rubicundo y tenía el aire exasperado y justamente indignado del director de un distrito escolar con muchos problemas o quizá el aspecto del pastor de una secta protestante en el límite de una respetable clase media. El teniente, entre risitas, se mostró de acuerdo con el individuo mofletudo como para irritar a sus visitantes de mentalidad más liberal. (¿La profesora universitaria y sus alumnos? ¿El caballero canoso que tomaba notas en su libretita?)

—Está usted totalmente en lo cierto, señor mío. No se puede culpar al sistema penitenciario de la población que se amontona en su interior.

Los conducía por un sendero de gruesos guijarros que a la ayudante le hacían daño en los pies pese a sus botas de excursión. En la parte trasera de un edificio se detuvieron para observar a los reclusos que trabajaban con metal (fabricación de placas de matrícula) y con madera (fabricación de muebles). Los presos eran de todas las edades, incluidos algunos sorprendentemente mayores —condenados a cadena perpetua, que tenían cincuenta o sesenta años—, más de uno con barba descuidada, calvicie y bastón; entre los más jóvenes, la mayoría negros, unos cuantos eran «minusválidos»: bastones, andadores, incluso sillas de ruedas. La ayudante se desinteresó de las palabras del teniente mientras miraba a aquellos hombres, en apariencia indiferentes (o que querían dar esa impresión) al hecho de ser observados de manera descortés por civiles desconocidos.

El corazón le latía muy deprisa. Esperaba que no… que no se volvieran para mirarla

a ella.

Eran delincuentes, los habían declarado «culpables». Tenía que suponer, sin embargo, que se parecían mucho a excombatientes, «heridos en combate».

La profesora de universidad que estaba al lado de la ayudante se volvió hacia ella con gesto preocupado.

—Disculpe. ¿Se siente usted… mal?

La ayudante respiraba de forma extraña; la invadía una gran flojera.

Como si se estuviera quedando sin sangre en la cabeza. Como si se le escaparan las sensaciones.

—Sí. No. Gracias. Estoy… bien.

La ayudante hizo un esfuerzo para escuchar al teniente, que interrogaba a sus colegas encargados de la manufactura de placas de matrículas y de muebles. Aquellos diálogos tenían el aire de palabras muchas veces repetidas, pero no por ello desprovistas de interés.

Los civiles del grupo de visitantes se mostraron generosos en sus elogios, como padres o abuelos afectuosos ante el trabajo de niños con lesiones cerebrales.

—¡Vaya, muy buen trabajo! Excelentes resultados.

—Es… son… muebles que compraría yo mismo. No me cuesta trabajo imaginarme comprándolos…

—… esta mesa, ¿es de madera de arce? Parece de verdad sólida…

—… para la habitación de mi hijo compraría un buró como este. Bueno, sólido y…

—Tan liso y

brillante. ¿Le han dado laca? No hay irregularidades…

Se les informó de que la mayoría de las oficinas gubernamentales del estado de Florida se abastecían con muebles de uno u otro de los centros penitenciarios, así como cierto número de colegios y otras instituciones universitarias.

—¿Se dan cuenta? La cárcel es una «oportunidad para aprender». No se trata solo de clases para que sepan leer y escribir… Se trata, también, de que aprendan un oficio.

El teniente parecía dirigirse al investigador, que examinaba los muebles de cerca, con expresión de afable interés.

—Algunos de los reclusos a los que se concede aquí la condicional consiguen que las fábricas de muebles los contraten de inmediato; no tienen problemas para incorporarse al mercado de trabajo.

A continuación el teniente los llevó cuesta arriba. Muy pronto algunos de los visitantes jadeaban. En la esquina de un edificio alto, estrecho y adusto, se les condujo bruscamente a la izquierda para iniciar un descenso: delante de ellos, en una repentina extensión de tierra desnuda, en parte pavimentada y en parte con hierba de poca altura, se encontraron con el «patio».

Los visitantes miraron sin dar crédito a sus ojos. Cientos —¿podían ser

cientos?— de reclusos ocupaban el «patio», bajo la supervisión de lo que parecían ser, para ojos inexpertos, muy pocos guardias.

Aunque, por supuesto, había otros en las torres de vigilancia. Situados a intervalos a lo largo de la valla electrificada de cinco metros de altura.

El teniente explicó cómo las pandillas de presos —afroamericanos, portorriqueños, dominicanos, cubanos, «blancos», a los que se añadían, más recientemente, en las últimas décadas, los «chinos»— habían tomado posesión de determinadas zonas del patio, de las que quedaban excluidas todas las demás pandillas.

—Dentro de la cárcel lo que cuenta es el color de la piel. Ninguna otra cosa importa tanto.

Eso no cambia nunca.

Les sorprendió ver a un número de reclusos de avanzada edad, tan mayores como el investigador, por lo menos. Varios de barba blanca, larga y rala, que caminaban con ayuda de un bastón por la pista de tierra, mientras otros presos más jóvenes los adelantaban corriendo. En otros sitios los reclusos encestaban balones en aros sin red, levantaban pesas, hacían ejercicios gimnásticos, permanecían inmóviles o caminaban, inquietos. Se tenía clara conciencia de la «raza», del color de la piel. Tal como había dicho el teniente, los reclusos se mantenían separados de acuerdo con el color de su piel, y el hecho era deprimente, aunque inequívoco, indiscutible. A la ayudante le hubiera gustado interpelar al investigador:

¿Dónde queda ahora su idealismo sobre la ceguera racial?

Porque el investigador era mucho más idealista que la ayudante. El investigador ponía su fe en el futuro: en «un» futuro en el que la injusticia social habría sido por fin erradicada, como se querría erradicar en el estado de Florida, por ejemplo, una particular planta o animal invasor que estuviera acabando con las especies autóctonas.

El grupo callaba mientras seguía a ciegas al teniente atravesando el patio. No todos los reclusos habían reparado en la presencia de los visitantes, pero los que se habían dado cuenta los miraban, algunos con descaro, otros disimuladamente, como niños. Sobre el suelo del patio pasaban sombras de nubes, veloces y raudas, como sombras de aves de presa.

—Amigos, por aquí. No se les queden mirando, no es de buena educación, ¿no se lo han explicado? «Nada de contacto visual»; «nada de fraternizar con los reclusos». Lo han entendido, ¿no es cierto?

A buen paso, el teniente condujo a los civiles por otro sendero de guijarros desiguales, protegido del espacio abierto del patio por una alambrada de tres metros de altura. A poca distancia había urinarios abiertos —la ayudante se asombró al verlos, como también les sucedió a otras visitantes del grupo—, de los que el teniente dijo, reprendiéndolas:

—Urinarios abiertos, no miren. Son las reglas:

no mirar. Los presos saben ser discretos, pero a las visitas hay que recordarles las normas de buena educación.

Sencillamente no miren. Cualquier hombre que utiliza un urinario al aire libre es invisible, por así decirlo. Ojos que no ven, corazón que no siente.

¿Qué significaba aquello? ¿Se burlaba el teniente o les reñía? ¿Era una amenaza? La ayudante apartó la vista de inmediato.

—En cualquier caso aprieten el paso, amigos. Ninguna necesidad de retrasarse aquí.

La ayudante lo vio, sin embargo: vio cómo los reclusos ponían los ojos en blanco, a una distancia considerable. Habían advertido la presencia de mujeres.

¿Cómo, se preguntó la ayudante, la clasificarían

a ella?

Fea fea fea. Esa.

Regodeándose al pensar que la

fealdad es un escudo.

La

fealdad no despierta el menor deseo sexual.

—Los reclusos a los que se permite salir al patio, para su ejercicio diario, lo valoran mucho y no quieren que se les prive de ese privilegio. A los delincuentes peligrosos no los verán ahí; están incomunicados en su mayor parte, o en un módulo especial, o en el corredor de la muerte. Para tener derecho al patio hay que portarse bien. Ahí fuera hay pandillas, pero no están sus miembros más conflictivos. Si nadie invade territorios ajenos, no habrá problemas. No se preocupen por que nos miren… No quieren nada de nosotros. La prisión no negocia con rehenes, eso es bien sabido. Un funcionario de prisiones como yo no lleva armas de fuego. Fíjense bien en que no las llevo. De manera que nadie me las puede quitar. Y si alguien tratara de saltar esta valla, los vigilantes de las torres los verían de inmediato. Quiero decir que no tardarían más de medio segundo. Los vigilantes utilizan un megáfono: ¡TODOS AL SUELO! ¡TODOS AL SUELO! Y si lo dicen, hay que tirarse al suelo. No te lo piensas dos veces, no tratas de averiguar qué demonios está pasando, si es algo muy peligroso, o de qué se trata, oyes la orden y te tiras al suelo, y si no lo haces, amigos, si te quedas de pie, te conviertes en candidato para que te derriben de un disparo. Por eso les decimos a los visitantes que no lleven nada que sea ni remotamente azul, porque en una emergencia no querrían ser confundidos con los reclusos. Un vigilante disparará contra ustedes, tiene autoridad para ello. La realidad es que no se hacen «disparos de advertencia». Se puede matar a un civil por error si se inicia algún tipo de motín sin aviso previo. Pero, miren, lo más probable es que no vaya a suceder nada, ya ven que nos están mirando sin hacer el menor movimiento, son demasiado listos para eso, a plena luz del día como estamos ahora. Como ya he dicho, los tipos más peligrosos no están en el patio; tienen suerte si se les concede una hora de cada cuarenta y ocho para «ejercitarse» fuera de la celda, y eso no lo hacen en ningún patio; después una ducha y ya está. Algunos no son más que animales, están tan locos como cabras; si pudieran, lo degollarían a uno con los dientes, de manera que no se los ve, a los visitantes se les ahorra tener que verlos. Por lo tanto, señoras, ¡no se preocupen! La verdad es que a ningún grupo de visitantes se le ha amenazado nunca en Orion. ¡Nada de rehenes! No cuando estoy yo de guardia. Y llevo dirigiendo visitas…, demonios, veinte años ya. Aunque no es que sea este el trabajo principal que hago aquí, porque no lo es, pero las visitas guiadas son algo que, supongo, no le va a todo el mundo en Orion, o no tienen el talento, así que el alcaide cuenta conmigo y yo no tengo intención de dejarlo en la estacada. ¿Alguna pregunta?

El investigador le preguntó cuál de sus numerosas tareas en Orion valoraba más.

—El corredor de la muerte. Lo que prefiero es el corredor de la muerte.

—Y ¿a qué se debe, teniente?

—Vamos a ver. Nadie me había hecho esa pregunta. Y la respuesta es que lo prefiero porque allí los presos están en su mayor parte adaptados a su situación. No como los recién llegados, todavía sin separar unos de otros, y sin haberse hecho aún a la idea de que están

dentro; puede ser un fulano de veinte años, condenado a cadena perpetua, que solo empieza a darse cuenta, un tipo tan rabioso y desesperado que mataría a cualquiera que se le pusiera por delante, y en ese «cualquiera» también lo incluyo a él; vamos, que los recién llegados se ahorcan; los primeros días hay que vigilarlos de verdad todo el tiempo. Ni un uno por ciento de todos ellos está lo que usted y yo llamaríamos «sano», una vez que entra en la cárcel. Pero un preso del corredor de la muerte es otra cosa. También puede estar «loco», pero es una locura más tranquila. Tratará de entender los informes legales, escribirá cartas a los abogados, a los jueces, a los periódicos, a la televisión, tendrá trastornada la cabeza pero no será violento. Y hay un número suficiente de condenados en el corredor de la muerte cuyas sentencias se conmutan, o existen relatos de que eso ha sucedido, de manera que el recluso normal del corredor de la muerte no pierde la esperanza. Algunos de ellos llevan aquí doce, quince, hasta dieciocho años. Los abogados siguen presentando recursos y la gente que milita contra la pena capital se concentra delante de la cárcel para manifestarse cuando hay una ejecución. Es como un carnaval, con cámaras de televisión. Ahora están también en internet. Un tipo ya viejo, Pop Krunk, al que ejecutaron el mes pasado, llevaba en el corredor de la muerte desde 1987. Caminaba con bastón, luego en silla de ruedas; las piernas dejaron de sostenerlo. Llevaba barba blanca crecida, era una especie de Papá Noel loco, así que resultaba de verdad interesante hablar con él. Los presos acumulan sabiduría en el corredor. Se puede decir que uno se hace viejo con ellos. Son más reflexivos, la mayoría. No tienen que compartir celda; en los demás casos, ahora, llegan a convivir tres en una celda, aunque en teoría deberían ser solo dos. De manera que están amontonados como animales, y cuando enferman, como con la gripe porcina, ¡Dios santo!, no es un espectáculo muy divertido. Aunque no se maten entre sí, pueden contagiarse, mala cosa. El corredor de la muerte, en cambio, es como la élite. Y las celdas son más grandes, dos metros por tres, y un poco más de tres de altura. No había pensado nunca en ello, hasta que usted me lo ha preguntado, caballero, quiero decir, profesor. Mi respuesta es el corredor de la muerte.

La ayudante, que escuchaba con mucha atención, no se volvió para mirar al investigador.

Admiraba a su jefe por lo metódico de sus procedimientos: persuadía a las personas para que dijeran mucho más de lo que creían decir; conseguía que de manera voluntaria confiasen en él, como si se tratara de un amigo. Era un artista de las palabras como otro podía ser un artista de la música: era capaz de «tocar» piezas para despertar emociones, y ese era el propósito de la serie

¡QUÉ VERGÜENZA! Él era, personalmente, un hombre emotivo, si bien lo que quería despertar en su público era una indignación intelectual, la percepción de la terrible violación de un contrato moral con otros individuos, diferentes. (Y en el caso de los animales, de una especie distinta de la suya.) Su forma de proceder era escribir sin dar rodeos y yendo al grano, no «de manera calculada». Cuando le era posible, permitía que otros hablaran en su lugar, como el teniente, cuyas palabras estaba anotando sin que el interesado lo supiera.

—¡Por aquí, amigos! Lo mejor será que aguanten la respiración mientras puedan.

El teniente introdujo al grupo en una enorme sala, parecida a un hangar, llena de largas mesas y bancos: un refectorio. A continuación había una segunda sala, igual de grande y amueblada del mismo modo. Aunque las dos estaban vacías, no era difícil imaginarse a los reclusos apiñados en las mesas: un zumbido y un murmullo de voces masculinas, un entrechocar de platos y bandejas de cafetería. Había una mezcolanza de olores: basura, podredumbre, cosas rancias, ventosidades, excrementos. Alimentos caducados, pasados, derramados, y orines antiguos, vertidos, añejos. La ayudante tuvo un ligero ataque de náuseas.

—Horario de comidas escalonado para los reclusos. Módulo A, módulo B, módulo C, módulo D, todos entran por allí como el ganado por un pasadizo.

Cada una de las paredes de los dos refectorios estaba cubierta por un mural, o mosaico de murales, muy detallado, estrafalario y alucinatorio, ejecutado por un artista aficionado con un sentido muy primitivo de la perspectiva, del rostro y del cuerpo humanos. Las cabezas eran demasiado grandes para los torsos enanos, los brazos largos y flacos y las piernas demasiado cortas. Los rostros estaban pálidos y demacrados, con la inexpresividad de los rostros de los muertos. ¿Eran aquellos murales un vislumbre del infierno o un reflejo de los refectorios?

A unos tres metros por encima del suelo, unas pasarelas rodeaban las dos salas para que los guardias mantuvieran la vigilancia. Carteles muy destacados anunciaban NO SE HACEN DISPAROS DE ADVERTENCIA.

Con evidente seriedad, el teniente estaba elogiando al «artista recluso» al que se concedió la libertad condicional en 1981 pero que había muerto en Tampa no mucho más tarde en otra cárcel, después de haber sido detenido por vagabundeo en un poblado de chabolas debajo de la interestatal 75. La ayudante quería cerrar los ojos porque no soportaba las cabezas y los rostros deformes, los ojos inertes e inexpresivos.

El teniente hacía el elogio del artista fallecido, a no ser que se estuviera burlando de las afirmaciones de otros sobre el difunto:

—A DeVuonna se le compara con Miguel Ángel, el artista italiano, por su utilización de las paredes y también de partes del techo. Se contaba con un fondo especial para «conservar las obras de DeVuonna»…

La ayudante cerró los ojos solo por un momento. ¡Qué delicioso, pero qué peligroso! Le daba miedo quedarse dormida de pie.

Acto seguido el teniente pasó a reñir a sus visitantes, o esa impresión dio, instándoles a que se adentraran en el refectorio.

—¡No nos vamos a ir todavía, amigos! Tómenselo con calma.

Las jóvenes estudiantes de Sociología se sentaron en una de las largas mesas, la ayudante, el investigador y otros en una mesa cercana, un público cautivo para el teniente, que siguió contándoles sucesos todavía recientes con los refectorios como escenario. Para entonces las mujeres del grupo habían dejado de hablar. Los hombres se habían quitado la chaqueta y empezaban a sudar. Solo el canoso investigador mantenía su expresión interesada, sin dar señal alguna de sentirse enfermo o mareado.

El teniente estaba mostrando a su público una caja que contenía armas caseras confiscadas en los refectorios durante el último mes. Había un cepillo de dientes con el mango tallado como una especie de punzón, una oxidada cuchilla de afeitar sujeta a una empuñadura de cartón, un anzuelo de metal fabricado con clips de gran tamaño, un pincho con una empuñadura de cinta adhesiva que parecía ideal para sacar ojos.

—Las conservamos como en un museo, guardadas bajo llave. Sepan que la cosa más inverosímil que se les pueda ocurrir a ustedes para conseguir un arma ya la han pensado antes nuestros reclusos de Orion.

El teniente lo dijo casi con orgullo.

De repente se abrió una puerta al fondo del refectorio. Entraron dos fornidos funcionarios acompañando a varios reclusos uniformados de azul: su aparición resultó sorprendente y distrajo a los visitantes, que se quedaron mirándolos; los presos, a muy pocos metros de distancia, también clavaron en ellos unos ojos inhóspitos, vidriosos y apagados como los del mural, aunque en movimiento. Tres eran de piel oscura; el cuarto, un hispano de tez más clara, de menos de treinta años, que llevaba el pelo recogido en una diminuta trenza, avanzaba ayudándose con unas muletas y mostraba en el rostro una sombría mueca de dolor.

La ayudante apartó enseguida la vista, poco deseosa de mirar a los ojos al joven hispano.

Herido. Un excombatiente.

Reciente: ¿Iraq? ¿Afganistán?

Sintió una oleada de angustia, de culpabilidad. Una culpabilidad tan honda que era un malestar en las entrañas.

No siguió mirando al joven de su edad, de su generación. Advirtió la rabia en sus hombros, musculosos, y en los brazos y antebrazos, en las manos, poderosas, que sujetaban las muletas que le permitían moverse con una especie de sigilosa rapidez, mucho más deprisa de lo que cabría esperar de un lisiado.

Es decir, de un excombatiente herido.

A la ayudante le pareció que ninguno de los visitantes de su grupo quería darse por enterado de la presencia del recluso herido, ni tampoco de los otros reclusos. El teniente saludó a sus colegas, que respondieron con un gesto deliberadamente inexpresivo.

Nadie les explicó de dónde venían los dos funcionarios y los reclusos a aquella hora del día ni adónde se dirigían. La ayudante sintió con claridad, como sin duda les sucedió a los demás, lo fácil que hubiera sido para los presos liberarse de sus vigilantes, porque había muchos más reclusos que funcionarios de prisiones…

Probablemente se trataba de personas que trabajaban en la cocina y que se dirigían hacia allí para preparar el almuerzo destinado al enorme número de comensales que albergaba el centro.

—Mucha gente —estaba diciendo el teniente— siente curiosidad por saber cómo alimentamos a dos mil seiscientos sesenta y ocho reclusos de máxima seguridad tres veces al día. ¡No es fácil, se lo aseguro! Primero suena un timbre, vienen desde los bloques de celdas al refectorio y se colocan en fila a lo largo de las paredes, allí y allí, y van pasando por el mostrador de la cantina, donde recogen la bandeja y la comida, para regresar aquí, al refectorio, y

sentarse. Y me refiero a

sentarse, únicamente, en los sitios que tienen asignados. Si se sientan en una mesa que no les pertenece, existe peligro de represalias, como, por ejemplo, que les corten el cuello. Si alguien hace una gilipollez (perdónenme, señoras), se le desnuda y se le incomunica. Veinte minutos después suena otro timbre y vuelven a sus celdas. Es como ganado por un pasadizo, van todos en la misma dirección, uno detrás de otro. Y la comida tampoco es mala, los reclusos están condenadamente hambrientos, a juzgar por la manera en que comen.

Aunque los enormes refectorios estuvieran vacíos, no era difícil imaginarse a los presos hacinados en las mesas, ni oír sus voces apagadas o airadas, el entrechocar de platos y cubiertos. No era difícil imaginar la intensificación de los olores: comida, vertidos, carne humana sin lavar, gases intestinales. No era difícil sentir la desesperación de los presos y el peligro que representaba aquella desesperación.

Desde algún lugar en el edificio, posiblemente al fondo, en la zona de las cocinas, hacia donde se dirigían el grupito de reclusos y los dos funcionarios, llegó un sonido de voces que se alzaban, un portazo, el entrechocar de tapas de pucheros. La ayudante se sintió inquieta, preocupada; un atisbo de pánico, el temor a que los presos invadieran el refectorio, con voces ensordecedoras, retumbantes. El teniente, sin embargo, seguía su charla con una frialdad desesperante, una especie de arenga, precisando algún punto sobre «alimentos industriales».

—¡Se necesitan dos voluntarios, amigos!

El teniente chasqueó los dedos. En respuesta a aquella señal, un recluso que trabajaba en la cocina, un joven negro sonriente, con redecilla, camiseta azul de manga larga, pantalones azules con la palabra RECLUSO en letras blancas sobre la pernera derecha, se presentó con un plato de «comida para probar» sobre una bandeja: algo empanado y más o menos redondo (¿bocaditos de pollo?), un trozo pequeño de carne gris con mucha grasa, puré de patatas y salsa; un burrito, patatas fritas; un sándwich de queso americano fundido, un donut con azúcar glaseada.

—Deben de tener hambre todos ustedes —dijo el teniente, bromista, al grupo de visitantes—. Aún falta mucho para el almuerzo. ¿Algún voluntario?

Las muestras de alimentos habían aparecido tan rápidamente que sin duda aquello formaba parte de la visita. El teniente y el sonriente joven negro de pelo rizado y lustroso, aplastado por la redecilla, intercambiaron de reojo una mirada de complicidad.

—¿Qué tal, Harman? ¿Nos has preparado unas cuantas cosas para que las probemos?

—Sí, mi teniente. Por supuesto que sí, mi teniente.

El teniente había hablado con una condescendencia atrozmente cómica. A Harman, sin embargo, no pareció importarle en absoluto y se sumó de inmediato al tono de broma.

Nadie quería adelantarse. La ayudante confiaba en que el investigador no la mirase y le hiciera la correspondiente seña.

A la larga, dos de los visitantes más jóvenes (estudiantes de Sociología), una chica con una larga cola de caballo bamboleante y un muchacho con una gorra de béisbol, se adelantaron, con sonrisas de aprensión.

—¡Muy bien! ¡Estupendo! ¡Muchas gracias! ¡Solo algún bocado de cada plato! Creo que quedarán favorablemente impresionados por la calidad.

El teniente —sonriendo irónico o sincero— sentó a los voluntarios delante de la fuente. Despacio y con timidez, los dos empezaron a comer.

La chica fue cogiendo con los dedos bocaditos de pollo; el muchacho pinchó un trozo de filete. Puré de patata y salsa, patatas fritas, el burrito… Los voluntarios, con mucho valor, masticaban y tragaban.

—No está mal, ¿eh? ¿Hay que felicitar al chef? —rio el teniente.

Como un padre vigilante, no apartó la vista de los voluntarios, asegurándose de que probaban un poco de todo. A la ayudante le pareció que la estudiante empezaba a ponerse mala y que las mandíbulas del muchacho trituraban los alimentos con sombría tenacidad.

La ayudante sabía lo suficiente sobre las condiciones de la cocina en una institución como aquella para sentir un escalofrío de temor ante la perspectiva de tener que comer de aquellos platos. El investigador también lo sabría, por supuesto. No miró en su dirección. Bacterias tóxicas reproduciéndose, pululando invisibles como en una placa de Petri…

Menuda broma, los avisos en los aseos de los restaurantes: «Se exige a los empleados que se laven las manos cuidadosamente con agua y jabón antes de volver al trabajo». Mucho más irónicos en aquella cárcel de máxima seguridad.

El teniente contestaba a preguntas menos penosamente clínicas sobre la preparación de los alimentos en Orion.

Ir a la siguiente página

Report Page