Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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—Bueno, vamos a ver…, como cabría esperar, el noventa y tres por ciento de los servicios de la cárcel los proporcionan los mismos reclusos. No se podrían permitir el lujo de «estar presos» de otra manera.

Los voluntarios comían ya más despacio. Masticaban y tragaban más despacio. Con un guiño regocijado, el teniente dijo:

—No está mal, ¿eh? Felicitaciones aquí a Harman,

el chef en persona.

El muchacho negro de la redecilla rio con una deslumbrante exhibición de dientes.

La chica de la cola de caballo sonrió débilmente. El muchacho con la gorra de béisbol se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¿Ven? Si se tiene hambre, se come. Si no comes, es que no tienes hambre. Ley de la naturaleza.

El teniente ofreció a los otros visitantes los restos de la muestra de alimentos. Como nadie aceptó, cogió él un bocadito de pollo y lo giró entre los dedos, pero, con una risita misteriosa, decidió no metérselo en la boca.

—Harman, muchacho. Te estás convirtiendo en todo un profesional; cuando salgas de aquí vas a causar sensación por todo South Beach. Te lo aseguro, hijo.

Finalmente abandonaron el refectorio. Una vez fuera, la ayudante respiró con fruición el aire fresco.

Cómo le gustaría separarse del grupo de visitantes y volver a la entrada. Estaba tan agotada que quizá tendría que haber vuelto arrastrándose.

Excepto que la decepción del investigador sería terrible.

Muy intensos su desaprobación y su enfado con Sabbath McSwain.

Se hallaba a pocos metros de ella pero sin prestarle atención. Tomaba notas en su libretita. El episodio del refectorio no le había molestado mucho. O había hecho enseguida punto y aparte.

Acto seguido el teniente emprendió, a muy buen paso, otra pequeña excursión con sus visitantes.

El módulo C era un edificio con aspecto de fortaleza en el que, para entrar, había que pasar otro puesto de control. Se comprobó con luz ultravioleta la marca con tinta (invisible) en la muñeca de los civiles. El carné de conducir plastificado de la ayudante, a nombre de

Sabbath McSwain, fue cuidadosamente examinado sin que se supiera muy bien por qué. La profesora de Sociología preguntó al teniente qué motivo había para tener que pasar otro control, cuando ya habían superado dos, y el teniente replicó, sin rastro de la afabilidad que había estado derrochando durante los últimos noventa minutos o más:

—Señora, así son las cosas. Si no quiere acatar las órdenes, le encontraré un funcionario que la lleve de vuelta a la entrada para que regrese usted a su casa sin mayores complicaciones.

Sonrojo total como consecuencia del rechazo. ¡Se habían acabado para ella los coqueteos con el teniente!

Estaban en una casa de locos, la ayudante empezaba a tenerlo muy claro. No era posible abarcar del todo la locura porque solo se veían superficies, bordes y siluetas de cosas. Se veían

caras pero no lo que había

debajo.

La más mínima desviación del concepto que el carcelero tenía de sí mismo —de su orgullo, de su integridad, de su

poder— provocaba la oposición inmediata, la irrupción de la demencia.

Por alguna razón, sin embargo, la ayudante no estaba preparada para el módulo C. Porque los reclusos —tan cercanos— de la fábrica de muebles y de las placas de matrícula no parecían sentir el menor interés por sus visitantes y habían dado la sensación de mantener entre ellos relaciones de amistad y cooperación que nada tenían de amenazadoras. Tampoco Harman, en el refectorio, que había intercambiado bromas amables con el teniente de raza blanca.

Nada más superar la zona de control y entrar en el achaparrado edificio que albergaba el módulo C, la ayudante sintió la diferencia. Un intenso olor a cuerpos masculinos. Una sensación tensa como si el aire mismo fuese viscoso y vibrara.

Con su tono característico, que no pasaba de ser una simple parodia de la amabilidad, el teniente presentó el grupo a los funcionarios del módulo, que miraron a los visitantes con un desprecio apenas disimulado. Si bien tampoco intercambiaron saludos amistosos con el teniente, quien, en su compañía, pareció de pronto fatuo, absurdo. Había en el aire un intenso ruido como un zumbido de avispas coléricas; el primer piso parecía extenderse tanto como una manzana de casas en una ciudad y por encima —en lo alto— existía un segundo piso que apenas podía vislumbrarse desde el suelo. Mientras el teniente hablaba a los visitantes acerca del módulo C, un «módulo sobre todo de recién llegados», «antes de clasificarlos y de determinar su afiliación a las pandillas», la ayudante fue tomando conciencia poco a poco de un espectáculo desolador: en una pasarela en torno al bloque de celdas había guardias colocados a intervalos, con un rifle automático al brazo; el más cercano, un negro de aspecto adusto, se hallaba casi directamente encima del teniente y su grupo de visitantes, con un pie en la barandilla y como si estuviera preparado para utilizar el rifle en cualquier momento.

Detrás de él y muy destacado sobre la pared estucada, bien a la vista de los dos pisos de celdas, se veía el ominoso cartel NO SE HACEN DISPAROS DE ADVERTENCIA.

La ayudante hubiera querido tirar de la manga al investigador, para tener la seguridad de que reparaba en el guardia situado encima. Estaba convencida de que al investigador le habría gustado hacerle fotos.

(Pero quizá no hubiera sido prudente fotografiar a los funcionarios armados. Si al investigador lo descubrían quebrantando las reglas de la cárcel y lo detenían…, ¿qué podía pasar después?)

Antes de la visita, la ayudante y su jefe habían investigado a conciencia todo lo relativo al centro penitenciario. El grado de violencia de «unos presos contra otros»; el comportamiento violento de «los funcionarios con los presos»; los «accidentes», mal explicados, con resultado de muerte. Abundaban los «suicidios sospechosos», aunque no más que en otros centros comparables en el estado de Florida o en el resto de los Estados Unidos.

Pero únicamente en el módulo C tuvo la ayudante un

sentimiento de impotencia y de consternación tan intenso que no era posible ponerle nombre…

La zona que ocupaban los visitantes —incómodos y cohibidos— era muy reducida. No había sitio para un grupo. Se vio con claridad que apenas se toleraba al teniente en el módulo C y que las preguntas a sus colegas para información de los civiles solo obtenían en respuesta hoscos murmullos. Al igual que varias jóvenes alumnas de Sociología, la ayudante se encontró a solo unos pocos metros de tres reclusos con uniforme azul que, por alguna razón, no estaban en sus celdas, sino en el pasillo, y no iban esposados ni encadenados entre sí. Dos eran hispanos de piel oscura, y el tercero, el más alto, de raza blanca, tenía un rostro de demonio, cruzado por capilares rotos, y una cabeza calva y tosca cubierta de tatuajes; en los abultados bíceps lucía esvásticas, una serpiente verde y un corazoncito ensangrentado y atravesado por una daga. Al ver a semejante personaje se tenían ganas de sonreír:

¿podía ser real una cosa así? Los presos miraban a la ayudante y más allá de la ayudante a las preocupadas alumnas universitarias, sus rostros tan inexpresivos como si estuvieran cosidos con trozos de cuero.

¿Qué hacían aquellos hombres fuera de sus celdas? A nadie se le ocurrió explicarlo. El teniente parecía no advertir su presencia.

A continuación condujo a su grupo por un camino que abarcaba toda la longitud del primer piso del bloque de celdas. Parecía que la intención del teniente era llevarlos, en fila india, por delante de las celdas, a pocos centímetros de las barras que las separaban del exterior y de los reclusos amontonados dentro.

—¡Unas palabras de advertencia, amigos! No solo para las señoras, también para los caballeros. Traten de permanecer tan a la izquierda como puedan, junto a esta barandilla; no caminen demasiado cerca de las celdas. Si uno de los reclusos consiguiera agarrar a alguien, podría resultar difícil liberar a esa persona. ¿Se hacen cargo?

El teniente rio entre dientes de manera aviesa. La ayudante se escandalizó: ¿pensaba su guía que aquello era divertido? ¿Un chiste? ¿Era una buena idea hacer pasar al grupo por delante de todas las celdas? Las jóvenes estudiantes de Sociología parecían aterradas. Su profesora también. Hasta los hombres que habían tratado de adoptar un aire de calma razonable en el refectorio parecían preocupados.

Solo el investigador permanecía imperturbable. De aventajada estatura, modales distinguidos, etéreos cabellos blancos y una expresión desaprobadora apenas perceptible, el miembro de más edad del grupo hizo un aparte con el teniente para decirle:

—¿No le parece que es un poco arriesgado, teniente?, ¿una provocación?, ¿que los presos pueden soliviantarse más de la cuenta?, ¿que sus visitantes pueden correr peligro?

—Nadie va a «correr peligro», eso es ridículo. Los internos están a buen recaudo. Es imposible que escapen de sus celdas. No se paren a mirar dentro, ni tampoco a conversar con ellos. Este es uno de los puntos clave de la visita a Orion. Después todo el mundo está de acuerdo en que no se «capta» lo que es una cárcel de máxima seguridad sin el «recorrido por el módulo C en su conjunto».

Pero el investigador había irritado al teniente, que sentía su autoridad puesta en tela de juicio.

La ayudante, mientras tanto, acabó por entender la situación de los tres reclusos fuera de sus celdas: los estaban sacando de allí, los llevaban a otra parte de la cárcel; aunque pareciesen una parodia de los presos de máxima seguridad, lo más probable era que los acompañaran a una entrevista para obtener la libertad condicional, o incluso que se les hubiera concedido ya, o que «hubiesen concluido su condena», porque no estaban esposados ni trabados en modo alguno. Aquello resultaba tranquilizador, ¿o no? La ayudante no había visto nunca tan de cerca a nadie como el nazi de los tatuajes: un miembro de la notoria Hermandad Aria.

Al investigar las prisiones con corredor de la muerte, la ayudante también se había informado sobre los presos en esa situación y sobre los delitos por los que se les había condenado.

La ayudante había llegado a darse cuenta, tal como el investigador había sugerido, de que si alguien era enemigo de la pena capital, mejor no saber de qué se acusaba a los reos de muerte; mejor no saber qué habían hecho a sus víctimas según la acusación. Mejor no empañar la clemencia con un exceso de información.

Pese a su angustia, la ayudante fue lo bastante lúcida como para colocarse a la cabeza de la fila. Era pequeña, ágil, caminaba con rapidez: no tuvo el menor problema para superar a los otros, que se movían más despacio.

Su instinto era salvarse. Algo inmediato y primitivo. No tenía nada que ver con la conciencia, ni con el deber ni con el «bien». Sabía lo que se le venía encima y esperaba evitar la parte más dura del castigo.

El teniente se quedó en último lugar para empujar al grupo hacia delante. Pero la ayudante iría la primera y caminaría deprisa; lo más a la izquierda posible, contra la barandilla y sin mirar dentro de las celdas si podía evitarlo; no quería provocar a ninguno de los presos, y en especial no quería que ninguno de ellos advirtiese que no era un jovencito esbelto sino una mujer con ropa de hombre.

Varias de las alumnas de Sociología le estaban preguntando al teniente si podían evitar aquel recorrido, pero él les dijo que no, de ningún modo.

—¡Esto es la visita completa a Orion! ¡Se apuntaron ustedes a la visita completa! ¡No se marcharán sin hacer la visita en su totalidad! Empecemos.

Un cruel regocijo le brillaba en los ojos. La ayudante pensó

Nos detesta. Tanto como los reclusos lo detestan a él.

Comenzaron a andar. La ayudante, a la cabeza de la fila, consiguió pasar por gran parte de las celdas antes de que los ocupantes, amontonados dentro, se percataran de la situación —un grupo de visitantes que recorría el bloque acompañado por el teniente— y empezaran a lanzar aullidos de emoción y burla dirigidos en particular a las mujeres.

La ayudante apresuró el paso todo lo que pudo, mordiéndose los labios.

No soy una «hembra», pensó;

no como las otras. A estos hombres no les intereso.

De todos modos sintió que los reclusos arremetían contra ella. Sintió cómo los brazos que salían por entre los barrotes, con los dedos extendidos para apoderarse de ella, agitaban el aire. No podía dejar de oír las obscenidades que escupían sus bocas a medida que un mayor número de presos se enteraba de que un grupo de visitantes pasaba por delante de las celdas, un fenómeno que tenía que serles familiar y que los exasperaba.

No todos los reclusos se comportaban como bestias enfurecidas. La ayudante se daría cuenta después. Probablemente menos de la mitad. Menos de la tercera parte. Pero en los otros, en los que se contenían, o sencillamente se limitaban a mirar a la veloz procesión de civiles asustados, nadie se fijaba.

Animales salvajes. Qué harían si estuviéramos a su alcance.

A las mujeres, en especial.

Que Dios me permita abrirme camino. ¡Llegar siempre un poco más allá!

Fue una lección cruel. El teniente quería que lo supieran: el valor de las cárceles, de las celdas con barrotes. El valor de la reclusión, del castigo.

Enfrentar a seres humanos entre sí. Enardecerlos hasta un paroxismo de resentimiento, de furia. Un paroxismo de terror.

Había allí, sobre todo, odio sexual. Se hacía sentir a las mujeres lo precario de su bienestar, hasta qué punto dependían de la protección de otros hombres, para tener a raya a aquellos varones que eran como bestias.

Una añagaza burda, cruel y simplista. La ayudante lo entendió, desde el punto de vista intelectual. Pero, de todos modos, no por ello era menor su agitación y tardaría sin duda en olvidarlo.

(Preguntándose dónde estaría el investigador. ¿Pensaba lo mismo que ella? O, por ser hombre, ¿estaba menos afectado, menos aterrado? Probablemente se había situado al final mismo de la fila, sin nadie, excepto el teniente, tras él. Se trataba de las posiciones más vulnerables, porque todos los ocupantes del primer piso del módulo estarían alterados y atentos cuando el investigador pasara por delante de su celda; todo recluso estaría preparado ya, si quería lanzarse contra los barrotes e intentar apoderarse de un civil.)

(La ayudante se enteraría de que el investigador, lejos de asustarse, no había caminado deprisa por delante de las celdas, sino que se había detenido ante algunas de ellas, en las que había hombres que no estaban tan frenéticos ni tan furiosos; hombres de más edad que, en varios casos, le habían saludado como lo había hecho él, cordialmente.

¿Qué tal? ¿Cómo les van las cosas? El investigador era una persona que rezumaba calma. Muy probablemente estaba haciendo fotos del módulo, de principio a fin. Con el ruido y la conmoción nadie se habría dado cuenta. Entre los funcionarios de prisiones ni uno solo habría mirado al caballero de cabellos canos cuando tantos reclusos estaban tan nerviosos, tan furiosos por la abstinencia sexual y la rabia que se lanzaban contra los barrotes de las celdas, sacaban los brazos y estiraban los dedos como si quisieran alcanzar, agarrar, zarandear y estrangular, hacer pedazos a quienes pasaban por delante.)

¡Qué absolutamente en silencio permaneció el grupo de visitantes durante su horrible marcha forzada! Contuvieron la respiración mientras esperaban que finalizara su terrible experiencia.

Fue una prueba que se prolongó: el teniente les forzó a dar toda la vuelta en torno al bloque de celdas, para volver a donde habían empezado. El recorrido no podía haber durado más de unos pocos minutos, pero se les antojó mucho más largo.

La ayudante, con los ojos bajos. La ayudante, respirando por la boca. La ayudante, pensando en la paradoja de Zenón de Elea: lo infinito dentro de lo finito.

Porque cada paso no es más que una fracción de la distancia total. Y la distancia total es algo que queda más allá de la experiencia.

En la paradoja de Zenón no llegas nunca a tu destino.

En la paradoja de Zenón te encuentras en un estado de

anhelo perpetuo.

—Bueno, amigos. Ahora ya saben qué es lo que

se siente en una cárcel de máxima seguridad.

Bajo el blanco resplandor del sol de marzo se tambaleaban de agotamiento.

Hasta el investigador parecía fatigado. Hasta el teniente, sorprendido en un momento de descuido.

—El tiempo

dentro no es lo mismo que el tiempo

fuera. Cuando un funcionario vuelve a casa con su familia después de tan solo un día, o una noche…, ha estado ausente durante un tiempo inconmensurable.

El teniente, sombrío, rio entre dientes.

Agradecidos porque volvían a respirar, los visitantes se llenaron los pulmones al máximo. La ayudante rechazó una ola de vértigo cerrando los ojos y mordiéndose los labios.

Era, sin embargo, una mujer fuerte, resistente. Al investigador le impresionaría favorablemente que su ayudante no hubiese sido presa del pánico como varias de las otras jóvenes que habían suplicado que se las excusase de aquel último recorrido.

Aunque los había tratado de manera grosera, sometiéndolos no solo a una dura prueba sino también a una considerable humillación, los integrantes del grupo no parecían enfadados con el teniente. La ayudante tomó nota.

Ahora que ya habían dejado el temible módulo C, se hacían lenguas, maravillados, de lo bueno que era el sistema en su conjunto, merecedor del dinero de los contribuyentes, porque no era posible la civilización sin las cárceles, sin el castigo, sin los guardias armados para protegerlos a ellos.

—Por aquí, amigos míos, si es que han recuperado ya la calma… El corredor de la muerte.

El teniente los condujo a buen paso por otros senderos de guijarros desiguales. La cámara de ejecución, anexa al corredor de la muerte, era la última etapa de la visita.

Media hora más, quizá. Después, ¡la libertad!

Las universitarias se agarraban entre sí, sin aliento pero entre risas. La experiencia del bloque de celdas las había aturdido, y se sentían estremecidas y mareadas. Una de las chicas había estado llorando, otra la había consolado y una tercera decía «¡Dios del cielo! ¿No ha sido… no ha sido horrible…?».

«Una pesadilla…»

«… no se me olvidará.»

Pero ya no estaban en el módulo C. Se reían y jadeaban intentando recuperar el aliento como alguien que ha sido medio estrangulado, liberado, otra vez estrangulado a medias, de nuevo liberado, y al final agradece la elemental libertad de respirar, de estar vivo.

La ayudante pensó cínicamente: recordarán la experiencia, con el vértigo compartido de unas chicas que han vivido juntas una crisis, como un tipo particular de escalofrío sexual.

Caminaban en la estela del teniente. En dirección a otro bloque de hormigón de una fealdad por encima de lo normal, en el extremo de un conjunto de edificios más allá de los cuales solo quedaban terrenos baldíos cubiertos de maleza y, a menor distancia, la alta valla electrificada y las torres de los vigilantes.

—No se preocupen, amigos; no vamos a entrar en el corredor de la muerte. Visitaremos la cámara de ejecución pero no el corredor… No se enfrentarán cara a cara con los más

malvados.

El teniente hizo una pausa como para elegir las palabras con cuidado, aunque se trataba sin duda de palabras familiares, utilizadas en aquel punto muchas veces durante visitas sucesivas.

Uno de los civiles preguntó por qué el corredor de la muerte no formaba parte de la visita.

—Porque el alcaide lo ha prohibido, ese es el porqué. Porque ha sucedido en el pasado que agitadores, «enemigos de la pena capital», han conseguido introducirse en la visita y han organizado un jaleo en esa sección.

El teniente movió la cabeza, asqueado.

—La verdad, como ya les expliqué antes, es que cuando una persona lleva algún tiempo en el corredor de la muerte termina por adaptarse. Ha perdido el impulso criminal, podría decirse. Se ha hecho mayor. Está más enfermo. Uno de nuestros «condenados» tuvo una obstrucción de colon, eso fue lo que se averiguó al final, el pobre desgraciado había perdido casi cincuenta kilos, no podía comer, y tenía todo el intestino retorcido y canceroso; sigue vivo, pero ya no se parece nada a la persona que era en 1987 cuando cometió los delitos que lo trajeron a Orion. Y hay otros casos parecidos, todos más apacibles con el paso de los años. Mientras que la mayoría de los reclusos del módulo C son recién llegados y una verdadera amenaza: te cortarían el cuello si te pusieras a su alcance y les tendría sin cuidado. Hay

maldad acumulada en ese sitio, la mitad de los tipos de ahí, o casi, podrían estar en el corredor de la muerte, no hay duda sobre lo que han hecho para que nos los manden aquí, a Orion.

El teniente hablaba sopesando las palabras. Con aire meditabundo.

—¿Saben? Hay jueces y jurados «indulgentes»; más cada año que pasa. La gente que lo ve desde fuera no tiene ni idea de hasta qué punto el

mal florece en épocas de «permisividad»; piensan que si hacen el bien, ese «bien» les va a ser devuelto. Pero no es eso lo que pasa, amigos. Esta visita a Orion debe, por lo menos, enseñarles eso.

El individuo rubicundo que había hablado antes con tanta vehemencia había quedado visiblemente afectado por la visita al módulo C. Y empezó a decir ahora, lleno de indignación:

—Los malditos liberales, cretinos sensibleros, esos son el problema. ¡Todo lo que se les ocurre para acabar con los delincuentes es subir los impuestos! Si un hombre no quiere que lo castiguen, si no quiere ir a parar al corredor de la muerte, lo que tiene que hacer es no cometer delitos.

Se oyó un vago murmullo de aprobación entre los varones.

La ayudante vio que los ojos del teniente, siempre graníticos, se movían en círculo una vez más, contando a los visitantes de manera casi inconsciente. Porque el teniente era responsable de

quince.

Habían superado ya el edificio del corredor de la muerte. Un bloque de hormigón con ventanitas, que eran como ojos medio cerrados, protegidas por barrotes. La instalación del corredor de la muerte quedaba aislada dentro de la cárcel. Aunque no era probable, se tenía la impresión de que los condenados miraban hacia el exterior.

Si bien, por lo que habían visto de los bloques de celdas, lo que desde fuera parecían ventanas no eran más que aberturas en las paredes, que daban a corredores de distintas clases. Ninguna de las celdas tenía ventanas. Las paredes del refectorio tampoco tenían ventanas, y en las naves donde los reclusos hacían muebles y placas de matrícula sucedía lo mismo. El sol cegador de Florida, que en sitios como Orion hacía subir en verano la temperatura hasta más de 45 grados centígrados, no penetraba en la mayor parte de la cárcel.

El investigador tenía intención de entrevistar a antiguos reclusos, si podía. Se había enterado de que el sindicato de funcionarios de prisiones era uno de los más poderosos del país y del estado de Florida; las drogas e incluso las armas que se introducían de contrabando en la cárcel llegaban sobre todo por mediación de los funcionarios, protegidos por su poderoso sindicato.

—Amigos, son ustedes unos privilegiados: esta parte de las instalaciones, la cámara de ejecución, es una zona prohibida para casi todo el mundo. Pocas personas bajan por aquí. Tan solo el equipo del verdugo, los «condenados», los testigos y nuestros visitantes. Quizá les sorprenda saberlo, pero tampoco se permite el paso a la mayoría de los funcionarios de prisiones.

El teniente hablaba con orgullo. La ayudante miraba más allá, a una pared de piedra y a una puerta en aquella pared. No una puerta como las demás que habían visto en la cárcel, sino una puerta que parecía por demás antigua.

Un viento frío y húmedo se alzó del suelo lleno de maleza y sembrado de escombros semejantes a fragmentos de un bloque de hormigón. La ayudante se estremeció.

El teniente esperó a que llegara todo el mundo. Formaron un semicírculo alrededor de la puerta, hundida en el muro, una puerta que parecía dispuesta a conducirlos al interior de la Tierra.

Con voz jocosa, el teniente habló a sus visitantes de «la vieja Chispas».

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