Carthage

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Segunda parte Exilio » 11. El rescate

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Julio de 2005-octubre de 2009

Había dicho:

No te deseo vete me das asco.

Incapaz de hablar, después, durante mucho tiempo.

Muda como si le hubiesen cortado las cuerdas vocales. Como si le hubieran metido puñados de tierra en la boca y en la garganta.

La cara hundida en la tierra.

Fea fea fea, no mereces vivir.

Murió al empujarla para que se apartase.

Murió al apartarla como si fuera basura.

Como un animal herido que se arrastrara entre la maleza. La vergüenza de semejante maltrato, la humillación puramente corporal. El animal herido solo quiere ocultarse, expirar. La muerte, la disolución, ha de ser solitaria.

Su familia —los Mayfield— habían tenido un perro cuando las hermanas eran pequeñas. Un hermoso setter con manchas de color castaño. Se llamaba Rob Roy y tenía doce años cuando empezó a marcharse de la casa, al principio solo durante unas pocas horas misteriosas, luego más tiempo, finalmente una noche entera, sus luminosos ojos marrones de repente apagados, su atención apartándose de ellos como si los evitara, como si le atrajera otro lugar. Lo habían llamado una y otra vez «¡Rob Roy! ¡Rob Roy! ¡Vuelve a casa!». Pero Rob Roy no se presentó y al final lo encontraron, las chicas con gritos de dolor, Zeno y Arlette desconsolados: el animoso Rob Roy se había alejado a rastras para morir —entre la densa maleza más allá del cementerio episcopal— de lo que un amigo veterinario supuso que podía ser cáncer. Después, bastaba que Zeno dijera en voz baja «Como Rob Roy…» para que todos los íntimos de la familia supieran que hablaba de

dignidad, de valor, de altruismo, del deseo de no molestar a los demás, de un gran corazón canino.

Tal era el motivo que la joven ultrajada no podía mencionar.

Tanta vergüenza, tanta humillación. Algo innombrable.

Arrastrándose con las manos y las rodillas laceradas. Rocas, guijarros de cantos afilados sobre la estrecha orilla. En una noche oscura como boca de lobo, bajo un cielo contaminado. Y él la había llamado, furioso, asustado: «¡Cressida! ¡Dónde estás! Vuelve aquí… ¡Vuelve, maldita sea! Lo siento…».

O quizás la había llamado y ella no le había oído.

O quizás la había llamado y a sus palabras les había faltado la fuerza suficiente para alcanzarla, devueltas por las feroces ráfagas de viento caliente del sofocante cielo estival.

Porque también él —

excombatiente de la guerra de Iraq, herido en acción, condecorado, con múltiples discapacidades, déficits neuropsicológicos— se sentía aturdido, anonadado; había bebido, pese a estar tomando medicamentos psicoactivos y aunque sabía, debería haber sabido, se le había advertido, que no debía beber ni siquiera un poco mientras tomaba esos medicamentos, y, en especial, que no debía conducir ningún vehículo; arrastraba las palabras al hablar, no veía bien con el ojo bueno, le había faltado la energía para actuar como lo hubiera hecho de ordinario, es decir, apeándose del todoterreno y yendo tras la chica avergonzada, la chica con el rostro ensangrentado, la hermana pequeña de su prometida.

Ir tras ella para obligarla a volver. Atreviéndose a alcanzarla, a sujetarla y a llevarla de nuevo al vehículo.

Lo que sucedió, en cambio, fue que se le escapó. No consiguió ver por dónde se iba después de apearse precipitadamente del todoterreno.

La luna, muy alta en el cielo, apenas iluminaba, oscurecida por densas nubes de lluvia.

El ruido ensordecedor del río Nautauga. Corriente de blancas espumas, rápidos en las aguas poco profundas.

Más allá, el río tenía cinco metros de profundidad. El desnivel era repentino, traicionero.

Colocados a intervalos había carteles de PROHIBIDO NADAR, deteriorados por años de exposición a la intemperie.

Cressida se había propuesto arrastrarse hasta el río para que se llevara su cuerpo, y así nadie supiera cómo había sido rechazada, proscrita.

¡No sigas! ¡Apártate! No sabes lo que haces… no quieres…

Apartándola sin miramientos como podría hacerlo un muchacho escandalizado, un chico muy exigente, hermano, primo, a quien se hubiera atrevido a tocar de forma

equivocada, desagradable para él.

Brett había reaccionado de manera instintiva. Aquello estaba

mal.

Aunque llevaba horas bebiendo y no tenía nada de puritano.

Brett Kincaid: un tipo con el que nadie se tomaba libertades.

Era cierto que había sido un buen chico…, antes. Pero ahora, después de que su novia le diera la patada, de que la familia de Juliet lo tratara como basura porque consumía estupefacientes y no era ningún regalo para la vista…, ahora Kincaid era un tipo con el que nadie se tomaba libertades.

Brett, de todos modos, habría llevado a casa a la hermana menor, esa era su intención. Había personas que podrían testimoniarlo.

Aunque no hubieran llegado

a casa de la chica… Eso no había sucedido.

De todos modos, era lo que Kincaid se proponía hacer. No estaba tan borracho como para no saber lo que estaba haciendo o quién era la chica: la menor de las hermanas Mayfield no era la clase de chica que elegiría para tener relaciones sexuales, desde luego no era del tipo que sabía el significado de la palabra «sexo». Había mujeres y había

chicas; Brett no era ya un muchachito y no le interesaban las

chicas. Después de Iraq sobre todo. De las

chicas se apartaba muy deprisa, luchando contra una sensación enfermiza de miedo.

Y quizá (se trataba de rumores malintencionados, propagados entre sonrisitas y burlas por los antiguos amigos de Brett del instituto) el cabo Kincaid era impotente desde la guerra de Iraq. Quizás donde había estado el pene del pobre desgraciado había ahora un trozo de carne retorcida, apenas suficiente para sostener un catéter.

No se habían entendido. Posiblemente era eso lo que había sucedido.

Ella, la chica, la menor de las hermanas Mayfield, también había bebido. Con una sola cerveza había logrado una sensación inmediata de temeridad, audacia, risas.

Brett. Mírame por una vez. ¿Sabes lo que somos nosotros dos? Almas gemelas. Ahora estás tan desfigurado como yo.

Le había escandalizado aquella afirmación. Se sintió profundamente herido, insultado. Pero al ver que la chica estaba sola, y que tenía que ser responsabilidad suya, dado que era el único que conocía a su familia, optó por hacer caso omiso del insulto. Pensando

No es más que una cría. ¡Qué coño sabrá ella!

Era evidente que Cressida Mayfield no estaba acostumbrada a beber. Y que el ruido de Roebuck Inn —voces muy altas, risas, música— le crispaba los nervios.

En el aparcamiento, un ruido ensordecedor de motocicletas. Los Ángeles del Infierno de los Adirondacks.

Una chica sola, un sábado por la noche, en Roebuck Inn: error garrafal.

Estúpido, irresponsable. Y cómo regresar, no tenía ni la menor idea.

Pero luego, por qué

no arriesgarse.

Estaba enamorada del prometido de su hermana. No tendría que haberse avergonzado de quererlo.

Y cuanto más pensaba en ello, en el hecho de su amor por Brett Kincaid, más confiada se sentía —pese a los latidos acelerados del corazón indicando alarma—, más segura de que era

lo correcto, lo más ético, decírselo a Brett.

Su hermana había roto con él (¿no era eso lo que había pasado?), de manera que no existía el problema de que Cressida quisiera quitarle a Juliet su prometido. ¿Acaso era tan terrible, tan antinatural, que la Cressida de diecinueve años que no había tenido ningún amante, que ni siquiera había besado a otra persona apasionadamente, ni tampoco había sido besada así, deseara a Brett Kincaid con vehemencia; que quisiera que la mirase como antes había mirado a Juliet; que quisiera tocarlo, acariciarle las cicatrices irregulares del cuello y de la parte inferior de la mandíbula, los moratones, las otras cicatrices sinuosas que había vislumbrado en su espalda? Que cojeara, que hubiera perdido la visión de un ojo, que se estremeciera por unos dolores que eran como corrientes eléctricas que le atravesaban el cuerpo y sin embargo consiguiera reír, o al menos lo intentase; que no se quejara ni denigrase al ejército de los Estados Unidos como algunas personas le pedían con insistencia; que siguiera siendo el mismo que había sido en otro tiempo, atrapado ahora en el cuerpo desfigurado del

excombatiente herido, y se pudiera ver en sus ojos el horror, el sufrimiento y la resignación ante su estado; todos aquellos factores hacían que Cressida aún quisiera más a Brett Kincaid.

Aunque solo se tratara de meses, a ella le parecía que había perdido en un sueño gran parte de su vida de los últimos años.

Ahora me toca a mí. ¿Por qué no tendría que tocarme a mí?

Estaba convencida de que quería a Brett Kincaid más de lo que le había querido su hermana o de lo que Juliet era capaz de quererlo.

¡Convencida de que

Brett tenía que enterarse!

Aquella noche en casa de Marcy Meyer. La noche en la que había estado a punto de desmayarse al verse a la mesa con las otras,

todas mujeres —Marcy que era su amiga del instituto, la madre de Marcy y su abuela—, los alimentos que habían tomado, los olores de la cocina, el familiar empapelado de las paredes, el papel higiénico, de color rosa y perfumado, en el baño próximo al comedor y las absurdas preguntas bienintencionadas de las personas adultas «¿Y qué tal es la Universidad St. Lawrence, Cressida? ¿Lo has pasado bien con tus profesores?».

La vida que le estaba tocando vivir, una

vida a medias. En Canton, durante excursiones solitarias a primera hora de la mañana por la orilla del río San Lorenzo, había sido feliz, en momentos impredecibles, solo cuando se olvidaba de lo que era su vida; de las circunstancias (arbitrarias, accidentales) que la tenían encerrada, como un animal atrapado.

Ya estaba enamorada por entonces de Brett Kincaid. Antes de regresar a Carthage al final del semestre de primavera.

Antes de volver a verlo, tan cambiado.

El mismo de siempre y sin embargo

tan cambiado.

Si se siente algo con mucha fuerza, si se cree en algo con mucha firmeza, sin dudar en absoluto (Cressida se imaginaba utilizando aquel razonamiento en un foro público),

resulta dificilísimo entender que lo que se siente y se cree no sea cierto.

En St. Lawrence, el profesor de Historia de la Ciencia había hablado del

hiperseleccionismo. Se trataba de una teoría evolucionista enfrentada con la teoría darwinista de la evolución por el carácter aleatorio de la selección natural.

Alfred Russel Wallace, el rival de Darwin, no había aceptado finalmente la

selección natural, por ser una creencia demasiado radical para la época. Wallace había creído que, dada su complejidad, el cerebro del

Homo sapiens estaba «demasiado bien diseñado» para ser la consecuencia de accidentes fortuitos: «Una inteligencia superior tiene que haber guiado el desarrollo del ser humano en una determinada dirección».

En años recientes, el

hiperseleccionismo se ha resucitado en ámbitos religiosos conservadores de los Estados Unidos con el nombre de

diseño inteligente.

Cressida sabía que todos los intelectuales y científicos reverenciaban a Darwin y no a Wallace. Cressida sabía que, muy probablemente, lo que funcionaba era el carácter aleatorio de la vida y no el «diseño».

Sin embargo, sus sentimientos hacia Brett Kincaid eran tan poderosos y tan

particulares que le parecían «demasiado bien diseñados».

Aquel era su secreto y no se lo había dicho a nadie. Cressida Mayfield, por supuesto, no era una persona que se confiara con cualquiera.

Al lado de Marcy Meyer se había fabricado una identidad astuta, cuidadosa, tranquila, uno de cuyos rasgos básicos era que le traían sin cuidado los chicos y que ahora tampoco le interesaban los jóvenes; una muchacha sarcástica que bromeaba (de una manera cruel, desmesurada) sobre los pocos chicos a quienes había parecido «gustar» en el instituto. (Nada que sirviera tanto para provocar carcajadas como la vacilante invitación que Cressida había recibido de un chico en su clase de Matemáticas —un muchacho que era como una «gorda babosa lenta»— para apuntarse a una academia de baile; o invitaciones de chicas a las que se consideraba todavía menos populares que Cressida y Marcy para cenar en su casa, asistir a fiestas de cumpleaños o quedarse a dormir con ellas.) Cressida nunca le hubiera confesado a Marcy los sentimientos que le inspiraba Brett Kincaid. Nunca escondería la cara entre las manos para exclamar, llorando: «¡Dios santo! ¡Solo deseo morir, de tanto como lo quiero!».

(A Cressida le gustaba que, aunque fuese de manera nada expresiva, tímida y dócil, Marcy Meyer la adorase. No se burlaba de ella en sus narices, pero, por otra parte, tampoco se la tomaba del todo en serio. Ante sus padres se despachaba así acerca de su mejor amiga: «¡No es más que Marcy! Si no se presenta nada mejor, e imagino que hay muy pocas posibilidades de que eso suceda, esta noche iré a ver a Marcy».)

Encantada, por consiguiente, en su mezquino corazoncito que era como un trozo de carboncillo, de estar engañando a Marcy, que contaba con que Cressida se quedara después de cenar, una vez recogida la mesa y después de fregar en la cocina (tareas en las que Cressida colaboraba, por supuesto, cómo podía Cressida dejar de colaborar por mucho que le aburriese para entonces toda la familia Meyer), para ver un DVD. Pero Cressida dijo que no podía quedarse hasta tarde, porque planeaba levantarse pronto para correr, hacer senderismo y trabajar en una nueva serie de dibujos a plumilla, aunque al ver la desilusión en el rostro de su amiga añadiera:

—Te llamaré. Quizá podamos hacer algo la semana que viene.

Emocionada al pensar que iba a ir al lago Wolf’s Head. ¡Ella, Cressida Mayfield!

Marcy había insistido, por supuesto quería llevar a su amiga de vuelta a casa:

—Es sábado por la noche. Hay mucha gente en la calle. Ya sabes, motoristas, de fuera de Carthage. Déjame que te lleve.

—¡No, gracias! Quiero andar.

—Pero, Cressie…

¡Que le den por culo a Cressie! No soy tu jodida Cressie, no te lo creas ni por un momento.

Irritada de repente, había repetido no gracias, quería andar.

Como si dijera

Quiero estar sola. Ya he tenido más que suficiente de vuestra insulsa y banal conversación por una noche.

Zeno martirizaba a Cressida insistiendo en que hacía llorar a sus amigas. La había martirizado desde primaria, en apariencia sin darse cuenta, o sin reconocer lo que podía significar, en el caso de que aquello sobre lo que le tomaba el pelo fuese verdad.

Cualquier chica que se enamore de mí, ¡la pisotearé hasta aplastarla!

No me gimas ni me llores, no vas a conseguir darme pena.

Y no me llames «Cressie»; no, al menos, cuando lo pueda oír alguien.

Les había dado las buenas noches a Marcy y a su familia. Les había agradecido una «cena maravillosa…, como de costumbre», y había echado a andar por el camino que llevaba hasta la calle como si estuviera propulsada.

¡Libre, por fin!

¡Por fin podía respirar!

Llevaba toda la velada pensando en el cabo Brett Kincaid. Todo el día y la noche anterior. Ensayando cómo iba a dirigirle la palabra y con qué clase de voz.

Ensayando lo que iba a decir para conseguir que alguien la llevase hasta el lago Wolf’s Head.

Porque no era tan extraordinariamente raro en el caso de que no tuvieras coche o algún amigo motorizado.

Al menos, tal era la conclusión a la que Cressida había llegado. Era fácil conseguir que alguien te llevara y luego te trajera en una noche de fin de semana durante el verano.

Con diecinueve años, Cressida Mayfield no había ido nunca de noche al lago Wolf’s Head.

Hacía mucho que envidiaba a las chicas a las que alguien había llevado allí, a los lagos, a pasear en bote y a fiestas en las que se bebía, a bailar en los bares de las orillas y a ver los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. A kilómetros de distancia, en Carthage, se veía cómo el cielo por encima de Wolf’s Head ardía y se iluminaba la noche del Cuatro de Julio, mientras los ruidos de las detonaciones eran como trallazos que estremecían la carne.

Pero aunque envidiara a aquellas chicas que hombres y muchachos encontraban atractivas, no habría querido ser ninguna de ellas. Cressida Mayfield era demasiado vanidosa y estaba demasiado orgullosa de su apellido para querer cambiarse por nadie.

La lista. Y a quien más había llegado a envidiar era a

la guapa.

Cressida, de todos modos, no hubiera querido cambiarse por Juliet. Lo que quería era seguir siendo ella, pero que la admirasen, la quisieran y la adorasen como a su hermana.

Una vez en Roebuck Inn no tardó en ver al cabo Kincaid. En la vida real el excombatiente herido no era lo que Cressida había previsto sino otra persona con un rostro que parecía estar en carne viva, agresivo y atemorizador.

Todo lo que había ensayado —

¡Brett! ¡Hola! ¿Puedo hacerte compañía?— se le esfumó.

Estaba asustada. Confusa. El ruidoso bar carecía de cualquier encanto. Varones groseros que se empujaban, olor a cuerpos de hombres; había cometido un error presentándose allí.

Y, sin embargo, en aquel interior estaba Brett Kincaid. A tientas se abrió camino para llegar hasta él a través de la multitud indiferente, inhóspita, que apenas se apartaba al insistir ella.

No eres una chica atractiva. Quién te ha pedido que vinieras. A quién le importas un bledo.

Viendo, pero sin querer verla, la expresión de sorpresa, disgusto y desaprobación en el rostro del cabo.

Incluso en aquella cara con cicatrices y cosida. Incluso en aquella cara con solo un ojo útil en una órbita destrozada.

Y también estaban allí sus amigos. Sus odiosos amigos.

Pero de algún modo lo consiguió y se encontró sentada con Brett. Quizás se había apiadado de ella, o se sentía responsable, el caso fue que la cogió por la muñeca, avergonzado, y dijo:

—Siéntate aquí, Cressida. De acuerdo. ¿Quieres una cerveza?

A ella le zumbaban los oídos. Era muy difícil oír en aquel lugar tan ruidoso.

Para hablar tenías que gritar. Tenías que inclinarte hacia tu acompañante, gritarle al oído.

¡No había previsto nada de todo aquello! Semejante ruido, tanta confusión…

Juliet, que nunca se quejaba de su prometido, había criticado a aquellos amigos suyos del instituto que «se aprovechaban» de él, que no «estaban a su altura». Qué miedo le inspiraron a Cressida, cuánto los detestó —no se acordaba de sus nombres por pura repugnancia— mientras la miraban fijamente con sincera sorpresa. Y a continuación, sus sonrisas lascivas.

«¡Coño! La hermana de Juliet… la que se llama…»

«Un nombre bien raro… ¿Cassie? ¿Cressie?»

Muy pronto había ingerido varios tragos de cerveza fuerte y agria y con un gusto repugnante, y sin embargo… qué deliciosa sabía, qué emocionante en aquel lugar y en compañía del cabo Brett Kincaid.

Sin que nadie supiera dónde estaba. Nadie

en casa.

Pero en Roebuck Inn el ruido era tan intenso que no conseguías oír tu propia voz. Para que otra persona te oyera tenías que acercarte mucho, alzar la voz, gritarle al oído casi hasta enronquecer.

En su sueño con Brett Kincaid, las cosas no habían sido así. En su sueño habían estado juntos en un lugar solitario y hermoso y no habían necesitado decirse muchas cosas.

Se habían entendido en silencio.

Porque no existía otra posibilidad. Eran

almas gemelas.

Brett entendería. Brett lo había sabido desde siempre. Juliet no había sido más que una distracción, un rodeo. Pero ahora.

Ahora, sin embargo, Cressida se oyó, titubeante, con voz muy débil cuando intentaba lanzarse:

—¿Brett? ¿Quizá te pueda ayudar? ¿Como lo hacía Juliet? ¿Llevarte al hospital? ¿A rehabilitación? Por favor. Lo digo muy en serio. Quiero ayudar. O si necesitas… no sé… algún tipo de ayuda médica… transfusiones, trasplante de riñón o de médula ósea… —aquellas palabras peculiares salían de la boca de Cressida aunque nunca había pensado antes en decir nada parecido—, o si tienes intención de ir a la universidad, ¿alguien hablaba quizás de Plattsburgh…?, te podría llevar allí en coche, quiero decir para visitar las instalaciones o para matricularte… No está muy lejos de St. Lawrence, donde yo… yo…

(En el rostro desfigurado de Brett, una expresión de susto y, a continuación del primer susto, una expresión de sentirse insultado, hasta el punto de que ella quiso suplicarle

¿Por qué no me ayudas? ¿Por qué no me sonríes? Me conoces de sobra… Soy Cressida.)

Más tarde tuvo que abrirse paso, vacilante e inestable, hasta los aseos de señoras.

Devolvió allí. O quizá solo estuvo a punto.

Se roció con agua el delantero del jerseicito de algodón con rayas blancas y botoncitos de nácar que en otro tiempo había sido de Juliet.

Todavía más tarde, sin perder la esperanza de que los amigos de Brett —

Rod, Stumpf, Jimmy— se marcharan.

A Brett le dijo que estaba bien, que no le pasaba nada. Que no tenía que preocuparse de cómo se las iba a arreglar para volver a casa.

Hasta que Brett le dijo que se marchaban ya. Que iba a llevarla.

En el aparcamiento. Entre el ruido ensordecedor de las motocicletas.

Voces de hombres, gritos y ásperas risas procaces.

A Brett le siguió diciendo que no necesitaba su ayuda, muchas gracias. Mientras la acompañaba al Jeep Wrangler.

Diciéndole que no. Maldita sea, no quería que fuese caritativo con ella.

No seas ridícula, dijo él.

Se iría con… alguna otra persona. Haría autostop hasta Carthage con otra persona.

No, dijo él. No vas a hacer eso.

No era una pelea. Es posible, sin embargo, que los vieran algunos testigos en el aparcamiento de Roebuck Inn después de medianoche.

El cabo Kincaid con una camiseta negra y pantalones caquis hablando muy serio con la menor de las hermanas Mayfield. Ayudándola a subir a la cabina de su todoterreno. La chica parecía ofrecer cierta resistencia. Se le doblaban las rodillas, en algún momento pareció perder el equilibrio y tuvo que agarrarse al brazo del cabo para no caer al suelo.

Arrastraba las palabras mientras trataba de explicarle… No hubiera sido capaz de decir qué exactamente.

No te deseo vete me das asco.

Las palabras que Brett pronunció. Aquellas palabras terribles que Cressida nunca olvidaría.

Pensó

Como napalm. Pegadas a la carne.

En la reserva. De algún modo era aquello lo que había sucedido.

Por la carretera sin asfaltar al norte del río. Muy alta en el cielo, una luna apenas visible que se desvanecía.

De algún modo habían llegado hasta allí. Estaba claro que Brett había conducido el todoterreno hasta allí por decisión propia.

Por cosas de las que los dos tenían que hablar en privado. El compromiso roto y Juliet.

Y sin embargo, Cressida se lo había vuelto a decir, le había suplicado,

cuánto se parecían, almas gemelas. Y qué raro que sucediese una cosa así en la vida, y qué valioso.

Había parecido que él entendía. Que la escuchaba.

Luego dio marcha atrás.

No. Esto es una locura. Vete.

Brett no había tenido intención de hacerle daño. Al apartarla, sorprendido y asqueado.

Y ella le había pegado como puede hacerlo un niño.

Pegó a una persona adulta con la seguridad de que no le devolvería el golpe. Pero Brett la apartó enfadado, irritado; le golpeó la cabeza contra el parabrisas y Cressida empezó a sangrar por la nariz.

¡Sucedió tan deprisa! Tan deprisa y de manera irrevocable.

Con aspecto de estar tranquilo y luego, en un instante, totalmente sin control. Porque no estaba bien, porque el cabo no estaba

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