Carthage

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Segunda parte Exilio » 11. El rescate

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en sus cabales.

Lo sabía perfectamente, Dios del cielo, tenía que haberlo sabido. ¡Mezclar bebidas alcohólicas con medicinas!

Beber, tomar sustancias psicoactivas y conducir un vehículo, el Jeep Wrangler, cuando Brett Kincaid no tenía ya carné.

Lo sabía. Y también sabía que era preciso proteger a aquella chica, devolverla a su casa sana y salva.

Aunque lo hubieran expulsado, los Mayfield eran todavía su familia, de todos modos. Porque no tenía otra.

Salvo que las extrañas sensaciones en el cerebro lo estaban volviendo loco. Rostros producto de la alucinación que aparecían y desaparecían con la velocidad del rayo. Tenía que defenderse (pero ¿dónde estaba su rifle?), porque de lo contrario lo matarían.

Lealtad. Deber. Respeto.

Servicio. Honor. Integridad.

Valor personal.

La chica era uno de ellos, una silueta amenazadora. O… la que él había golpeado con fuerza, destrozándole la cara y ensangrentándosela.

Aunque… no había sido

él.

El cabo Kincaid no había sido uno de ellos. Excepto si ellos habían mentido para incriminarlo.

Por rencor y odio hacia él.

Le resultaba desconcertante por qué aquella chica… por qué estaba tan enfadada con él. Despechada y furiosa y arañándole la cara.

Había tenido que protegerse. La sujetó por los hombros y la zarandeó.

Pero ella se soltó enseguida. Se liberó retorciéndose. El jersey de algodón, una de las mangas rasgada y uno de los botoncitos de nácar arrancado.

La chica había caído al suelo de mala manera, desesperada. Lloraba y le gritaba

Te detesto te detesto con toda mi alma como puede gritar un niño sin saber lo que dice.

¿Creía ella que Brett iba a hacerle daño? ¿Que iba a matarla? ¿O creía que le repugnaba tanto que quería a toda costa librarse de ella para siempre? Acto seguido la chica saltó de la cabina del todoterreno y cayó sobre el suelo pedregoso, hiriéndose las manos y las rodillas.

Brett la llamaba. Inclinado hacia el exterior, la llamaba desde la portezuela abierta del todoterreno. Asustado ya, arrepentido. En su confusión, pensaba que el coche estaba en movimiento y que la chica se había tirado desde un vehículo en marcha para resultar herida y vengarse así de él, que no podía quererla como ella deseaba.

Brett la llamó. ¡Cressida! ¡Vuelve!

Pero la chica se había marchado. Brett solo veía la maleza, el río que brillaba. Trató de seguirla. Su intención era seguirla. La pierna mala tan torpe como una pata de palo, la cabeza en la que retumbaba el dolor y la fuerza que aún le quedaba, desaparecida, dejándolo por completo incapaz de hacer nada.

Destrozado por el dolor y la vergüenza.

Dentro de su cerebro se había abierto un agujero del tamaño de una moneda. Y a continuación se abrió más, como un pozo, espectáculo fascinante, porque era como la antítesis de lo visible, por completo sin color, enteramente negro.

Y arrastró al cabo a su interior.

*

Lo que ella vio: su cuerpo en el río arrastrado por la corriente. La ropa desgarrada.

Desnudo cuerpo femenino, pálido como un pez, que giraba con la espuma de la corriente entre afiladas rocas brillantes.

Nunca la amada. Nunca la adorada.

Mejor, entonces. Mejor que el río se la llevara como si fuese basura y así desapareciera.

Después, la sorpresa de despertar, de que la despertaran. No en el lecho del río, sino en una zanja al borde del camino donde había ido a parar, en el exterior de la reserva, sobre los restos de una antigua carretera asfaltada.

El zumbido de los mosquitos sobre su rostro durante toda la larga noche. Picaduras, hinchazones por todo el cuerpo.

Las extremidades enredadas. Boca y nariz ensangrentadas. Se diría que su rostro había sido triturado por la tierra. La mujer alta, acuclillada junto a ella, dominada por el asombro. ¿Quién te ha hecho esto?

Cressida no conseguía hablar. Imposible abrir los ojos por completo. Temblaba de manera convulsa. Tenía mucho frío. La mujer de las largas piernas la tocó, indecisa.

La boca hinchada, grotesca. La nariz ensangrentada.

No puedes hablar, ¿eh?

Tal vez habría que llevarla a… ¿dónde? ¿Urgencias?

Y un cuerno. Nada de jodidas urgencias.

Es como si la hubieran tirado. Quizá de un coche en marcha…

Parece que le han roto la cara. Déjame limpiarte la sangre.

¿Debería llamar al 911?

¡Al cabrón del sheriff que le den por culo! ¡Sería como entregarla al enemigo!

Bueno… si está malherida… Si necesita rayos X… ¿Podría ser que tuviera el cráneo fracturado?

¡Ni de coña voy a entregar a esta chica en manos del enemigo! A tomar por saco.

¿Parece que no puede hablar? Quizá sea sorda, además.

Una botella de plástico entre los labios. Pero la mayor parte del agua le cayó barbilla abajo, no podía tragar.

Trata de beber, ¿me oyes? Puede ser que estés

des-hi-dra-ta-da.

Así que lo intentó de nuevo. Por segunda vez la mayor parte del agua tibia le escurrió barbilla abajo.

Con voz de fría indignación estremecida, le dijo, allí donde estaba, acurrucada sobre la hierba húmeda: Quien te ha hecho esto te lo volverá a hacer. Conozco bien a esos cabrones. Conozco a los de su especie. No puedes volver. No puedes

presentar cargos ni dar testimonio contra ellos. He visto a otras chicas como tú. El capullo del sheriff dice consiga usted una jodida

orden judicial… A nadie le importa una mierda lo que te pase. Quien haya sido volverá a hacerte daño, acabará por asesinarte. No tengas miedo, criatura… te voy a proteger yo.

La mujer de las largas piernas hablaba con vehemencia. La otra mujer, a la que nunca llegaría a ver, no respondió, pero aceptó lo que decía su compañera, inclinada ya sobre Cressida, resoplando mientras abrazaba, para darle calor, a la joven que tiritaba.

Olía a algo como menta, un olor astringente: pasta de dientes, chicle.

Fue así como la rescataron.

Se la llevaron de la Reserva Forestal Nautauga, de Carthage y del condado de Beechum, aunque tuvo que pasar mucho tiempo antes de que se formase en su cerebro maltrecho un pensamiento tan coherente como

Me han rescatado de milagro.

Como alguien a quien se ahoga, a quien se estrangula, el oxígeno a punto de desaparecer de su cerebro de no ser porque se le introduce una paja en la boca o por las ventanas de la nariz, permitiéndole respirar; y no hay milagro más asombroso que el hecho de…

respirar.

Más allá de eso, todo era vago e incierto como esas neblinas que se levantan en las estribaciones de los Adirondacks al amanecer.

Rescatada. Y para no volver nunca.

No había podido hablar. Muda durante mucho tiempo.

Heridas en la cabeza. Había chocado con algo duro y rígido.

Y estaba demasiado enferma, siempre devolviendo. Demasiado avergonzada.

De momento el esfuerzo de pronunciar incluso la frase más sencilla estaba tan lejos de sus posibilidades como atravesar a nado un vasto río oscuro de corriente violenta.

En la interestatal, dirección sur. En la camioneta Dodge de 1999 pintada de un color que la rubia zanquilarga llamaba

o-ber-gin (berenjena) y que en su opinión era un color muy hermoso, espiritual y serio.

Cressida no era capaz de comer —de tragar— alimentos sólidos. Algo se le había estrechado y retorcido en el estómago. Con gran ternura, su salvadora la alimentaba con bebidas a base de zumos de frutas por medio de una pajita. Y con batidos de chocolate o de plátano y fresa.

Te juro por todos los santos que te voy a devolver la salud. Nadie volverá a hacerte daño, criatura.

Haley McSwain. Tenía treinta y dos años. Había sido sargento en la Guardia Nacional del estado de Nueva York. Natural de Mountain Forge, Nueva York, en los Adirondacks septentrionales. Había servido en Iraq pero sin llegar nunca a entrar en combate. En aquel lugar terrible que llegó a aborrecer tanto como a sus camaradas de armas (no «hermanas» en la milicia: «Camaradas»), la habían dado de baja por discapacidad. Un catarro crónico, una bronquitis sin tratar y luego una variedad muy virulenta de tuberculosis mal diagnosticada, ya que no la había visto ningún médico durante varias semanas. Sus superiores solo mostraron indiferencia ante sus sufrimientos. Según una de las normas básicas de su educación, no tenía que quejarse ni mostrarse débil, aunque con el tiempo llegó a aprender que aquello era un error, incluso con la familia, y todavía más con desconocidos. De todos modos, el ejército no la había tratado tan mal como a otros, muertos a causa de las infecciones. Una amiga suya había fallecido de una fiebre altísima. Y lo que le dijeron fue: has dejado que te suceda, solo tú tienes la culpa de lo que te pasa. Haley McSwain. Sabbath, su hermana menor, había muerto con diecisiete años mientras ella estaba en Iraq. Era la tragedia que había marcado su vida. Muerta en un accidente de coche, con su padrastro borracho al volante, debido a un choque frontal en Keene, en la carretera estatal. Haley guardaba consigo, como su posesión más preciada, algunas fotos de Sabbath, su partida de nacimiento y su tarjeta de la Seguridad Social, porque estaba convencida de que era una forma de mantenerla viva y de no olvidarse de ella; y también creía que un día reencontraría a su hermana bajo la apariencia de otra persona. Su fe no flaquearía nunca.

Todos aquellos documentos terminaría por dárselos a la chica, terriblemente maltratada, que su amiga y ella habían encontrado al borde de una carretera cerca de la Reserva Forestal Nautauga.

Un domingo por la mañana temprano, que es la hora de los milagros.

Como si Sabbath volviera a la vida. Eso es todo lo que pido, que Sabbath vuelva a vivir de algún modo.

La chica se parecía a su hermana. Haley estaba convencida.

Aquella chica, como Sabbath, tenía ojos muy grandes de un luminoso color castaño. Al igual que Sabbath, era de huesos delicados y de pelo oscuro y rizado.

Sabbath había sido una chica muy guapa, pensaba Haley. Aquella pobre chica con la boca hinchada, y la nariz y los ojos magullados, estaba lejos de ser guapa, pero a Haley no le cabía la menor duda de que su alma brillaría radiante y renovada tan pronto como se le proporcionara una nueva vida lejos de sus atormentadores.

Haley viajaba para ir a ver a su amiga Drina. La última vez que supo de ella vivía en Miami.

Había renunciado a su empleo en Mountain Forge, donde trabajaba como conductora de camiones para la compañía Valley Oil, una mierda de puesto sin porvenir en su opinión, y, según podía calcular, peor pagado que el de sus colegas varones.

Drina también había servido en Iraq. Se emparejaron allí, pero habían perdido el contacto cuando Haley regresó enferma a los Estados Unidos.

Hacía tres o cuatro años que estaba enamorada de Drina y le gustaba decir que ella, Haley, era tan

paciente y

tan fiel como la que más.

—Sin ir más lejos, ¿has visto a esos perros que no se apartan de la tumba de su dueño? ¿Es que alguna vez

dejan de querer? Yo soy así, ¿te das cuenta? Paciente. Capaz de esperar años, por Drina. Nos mandamos correos electrónicos, esa es nuestra conexión. Si no me contesta, no le doy importancia, sigo escribiendo. A la larga responde. Ahora mismo está con otra persona, pero no durará. Sus sentimientos por esa otra persona terminarán por apagarse. Lo sé. Tengo fe. Sus sentimientos por esa persona no

perdurarán como los míos por Drina.

Haley McSwain no era de las que sometían a otros a interrogatorios. No era alguien que cavilara sobre misterios.

Le bastaba con saber que su querida Sabbath le había sido devuelta.

¡Qué agradecida le estaba Cressida!

Cressida Mayfield se había convertido en un nombre odioso, repugnante.

Sabbath McSwain era muchísimo más hermoso.

Y sin duda parecía que aquel encuentro lo había previsto el destino. Aunque ella hubiera nacido en abril y Sabbath en agosto, las dos eran de 1986.

Entre los brazos de Haley. Juntas bajo una manta y abrazadas, Sabbath profundamente dormida como pocas veces había dormido en su antigua vida porque su cerebro herido estaba siempre agitándose y parloteando y yendo a toda velocidad como un vagón enloquecido de una montaña rusa que se hubiera salido de sus raíles para volcarse y estrellarse, y ahora todo eso se había acabado y había llorado de alegría.

Haley entendió que la joven maltratada que se había convertido en Sabbath no tenía a nadie que se ocupara de ella. Entendió que nadie la iba a echar de menos y solo le preocupaba que se hubiera puesto en contacto con el sheriff del condado de Beechum, como podría haberlo contactado cualquier otra muchacha maltratada, pero no había sido así, porque la nueva Sabbath

había huido del lugar perverso de su destrucción.

No una vez sino todos los días, durante el viaje hacia el sur en dirección a Miami, Haley bañaba a la chica maltratada cuando pasaban la noche en la habitación de un motel. (La mayoría de las veces se limitaban a acampar en la camioneta. Si se detenían en un camping, disponían de agua, pero no caliente.) Con gran ternura, Haley lavaba el rostro de la chica con agua y con un jabón que le escocía; luego le aplicaba Bacitracina y la vendaba. La sargento McSwain había formado parte de una unidad médica en sus dos periodos en Iraq y sentía tanta admiración por médicos y enfermeras como hostilidad y aborrecimiento por sus camaradas de armas y por sus superiores.

Vestía una camisa masculina de franela y un mono con peto. Se cubría con una gorra de Valley Oil bien calada sobre el pelo rubio muy corto. Llevaba botas de trabajo pese al calor del verano porque desconfiaba de cualquier otro tipo de calzado.

—Imagina que tienes que correr, de repente. Correr a vida o muerte. De manera instintiva te tiras al monte, y lo más probable es que encuentres colinas rocosas, y también es muy posible que te rompas el condenado tobillo si no llevas el calzado adecuado. Así que lo mejor es estar preparada. Es una de las pocas cosas cojonudas que se aprenden en el ejército.

Camino del sur por la interestatal 95 en la ruidosa camioneta Dodge. Pintada con una preciosa tonalidad de berenjena y con una mariposa con alas color arcoíris dibujada a mano en cada una de las portezuelas, y en la parte de atrás, debajo de una lona impermeabilizada, maletas, bolsas de distintas clases y cajas con las

posesiones terrenales de Haley McSwain.

Drina no sabía con certeza que su amiga iba camino de Miami. Porque Haley había mantenido en secreto la fecha probable de su llegada.

A Haley McSwain le gustaba oír música country en su radio por satélite. Explicó que a Sabbath McSwain la volvía loca Johnny Cash («Hurt», «I Walk the Line», «Ring of Fire»). A la nueva Sabbath también llegaron a entusiasmarle aquellas canciones.

Las dos cantaban juntas en la cabina de la camioneta.

Haley cantaba con voz áspera y a Sabbath casi no se la oía. ¡Pero era emocionante cantar!

Bebiendo, mientras conducía, de una lata de cerveza colocada entre las rodillas.

—¿Sabes lo que te digo, cariño? —le explica a Sabbath—: La humanidad crea sus propias leyes y su moralidad. Hubo un Jesucristo, pero era «humano», ¿te das cuenta? Si vas un poco por delante de la multitud, ves cómo es posible cambiar las leyes y la moralidad. Hubo un tiempo en el que una persona podía morir por una creencia, como, por ejemplo, Dios o su país; pero ahora casi nadie haría eso.

Aunque su joven acompañante tenía la impresión de que despreciaba amargamente el ejército, ahora Haley parecía defender que el problema de los Estados Unidos era que a todo el mundo le traía sin cuidado su país y no se sacrificaba por él.

—Al final volvemos siempre a lo mismo: en los Estados Unidos nadie muere ya por una creencia.

Decía de Timothy McVeigh que había ido demasiado lejos, pero… tenía el ideal de un soldado. Era un patriota de algún condenado ejército que estaba todavía por formarse.

La compañera de Haley escuchaba en silencio su voz ronca y rasposa. No era solo que el pelo de Haley fuese del color de la arena y su piel tuviera la misma textura, sino que además la voz de Haley sonaba como papel de lija restregado contra papel de lija.

Sabbath no iba a protestar, aunque le desconcertaba oír a su amiga defender a Timothy McVeigh, un personaje del que le constaba que era un

terrorista local que en Oklahoma City había asesinado a niños inocentes con explosivos.

Haley dijo con mucha emoción en la voz:

—Sé lo que estás pensando, cielo. Pero lo importante no es que McVeigh matara a adultos y a niños inocentes, sino que lo llamó «daños colaterales», y eso no le cayó nada bien a la gente. Aunque para el ejército de los Estados Unidos es una de las reglas de la guerra. Es una estrategia. McVeigh era un

patriota. Si yo hubiera sido una hermana o hermano o primo suyo, habría tratado de ayudarlo en su misión; le habría advertido que necesitaba tener muchísimo cuidado de no matar a ninguna persona inocente. Porque están los que son más condenadamente culpables que nadie, los que traicionan a su propio gobierno. Podría haberse hecho, con otro edificio federal o incluso con aquel mismo, pero en otro momento. En realidad, no se proponía matar a nadie, creo yo… Solo se trataba de un aviso.

Haley hizo una pausa. Le costaba trabajo respirar.

—McVeigh era un buen soldado, de todos modos. Un buen soldado muere por sus creencias.

En Jacksonville el aire ardía.

La refrigeración del motel no bajaba mucho la temperatura. A la joven compañera de Haley le sobrevino un terrible dolor de cabeza que era como si le apretaran las sienes con un torno.

Ya era

Sabbath McSwain para entonces. Pero en Jacksonville fue la última vez que se acordó de

Cressida Mayfield.

Era evidente que Haley tenía razón. Lo que hubieras sido no tenía la menor importancia. Solo lo que fueras a ser en el futuro.

Una última oportunidad de tratar de entender. Al ver una hilera de periódicos y de titulares con la tinta corrida por la lluvia. O una ojeada a las noticias de la televisión, rostros de desconocidos, secuencias de las guerras de Iraq y Afganistán, y qué poca cosa era el lugar de donde venía y lo que había sido antes, para olvidarlo todo enseguida.

Como en un espejo retrovisor. Lo que ves encoge muy deprisa.

Había chicas en las noticias de la televisión: chicas desaparecidas, chicas que habían huido de sus casas. Chicas asesinadas.

Fotos de chicas, blancas de largos cabellos rubios en su mayoría. Aunque a veces se trataba de chicas, de mujeres de piel oscura.

Desaparecida. Recién desaparecida. Vista por última vez.

Alguien ha visto.

Llame, por favor…

¡Recompensa!

Haley, de pie delante de la televisión, mientras bebía cerveza, dijo con tono sombrío:

—Las pobres desgraciadas no escaparon a tiempo. No tuvieron a nadie que las ayudara

a ellas.

Haley tenía en la camioneta sus armas para protegerse: una barra de hierro para desmontar neumáticos que guardaba debajo del asiento del conductor, una navaja del ejército suizo en la guantera, un martillo y un destornillador.

—Tuve un arma de fuego que estaba muy bien hasta la semana pasada, un revólver Smith & Wesson del calibre 38, pero sin licencia de armas, y, desde luego, imposible pasarla al llegar a la frontera entre dos estados.

Sin razón alguna que lo justificara, un agente de la policía estatal de Florida detuvo la camioneta de Haley nada más salir hacia el sur desde Jacksonville la noche siguiente. Se colocó detrás, muy cerca de su vehículo con mariposas de color arcoíris en las portezuelas, aunque otros automóviles pasaban a toda velocidad, y puso en marcha su maldita sirena como una sonrisa de suficiencia que era imposible pasar por alto.

—¿Qué sucede, agente? —preguntó Haley tragando con dificultad, porque no costaba trabajo ver el miedo en su rostro; había aprendido a no fiarse de ningún varón uniformado, nunca.

—Control rutinario, señora. Parece que la luz trasera de la derecha podría estar rota.

Aquello era una sorpresa e invitaba a la sospecha. Porque Haley era muy escrupulosa en el cuidado de la camioneta y había comprobado meticulosamente que todo funcionaba bien antes del largo viaje hacia el sur.

—¿Carné de conducir? ¿Permiso de circulación? Haga el favor de enseñármelos, señora.

Una sonrisita malintencionada,

haga el favor, señora.

Iluminó con su linterna de mango muy largo el interior de la guantera, como si algo sospechoso tuviera sin duda que estar escondido allí dentro y él hubiera llegado justo a tiempo en su coche patrulla para poder descubrirlo.

—Vaya, ¿qué es esto? —enarboló la navaja del ejército suizo—. ¿Qué se propone hacer con esto, señora?

—No va contra la ley tener una navaja, agente.

—¿Y esto? —señalando con aire despectivo un recipiente de plástico que contenía los restos de una ensalada de tofu con curry de un día o dos antes.

—Agente, espero que no me esté acosando porque soy mujer —dijo Haley sin alzar la voz.

Y el agente replicó con voz más alta:

—Señora, salgan las dos del vehículo con las manos sobre la cabeza.

Haley y Sabbath se apearon para colocarse en el arcén, delante de la camioneta estacionada, las manos sobre la cabeza.

—¿Cuál es la relación entre ustedes dos? —preguntó el policía estatal, iluminando brutalmente con su linterna los rostros de Haley y de Sabbath McSwain.

—Es mi hermana, agente —protestó Haley—. Mi hermana menor.

Le ofrecieron una identificación de Sabbath McSwain. No la partida de nacimiento, sino un carné plastificado del instituto de Mountain Forge caducado desde junio de 2003, pero que permitía ver el pelo oscuro rizado, los ojos negros y la tez pálida que —con aquella luz tan deficiente— muy bien podrían haber sido los de la joven compañera de Haley.

El policía de Florida encontró más sospechosos los documentos de Haley McSwain, que procedió a comprobar una segunda vez: carné de conducir, tarjetas de crédito.

—¿Qué es lo que llevan ahí detrás? ¿Vienen a vivir a Florida?

—No, agente.

—¿Qué son todas esas cosas, entonces?

—Nada más que mis cosas.

—¿Todas esas cajas?

—Mis cosas…, nada más que mi ropa, mis cedés.

El policía estatal iluminó con su linterna la parte de atrás de la camioneta durante unos minutos mascullando entre dientes.

—De acuerdo, chicas. ¿Adónde van ustedes tan deprisa?

—No íbamos

deprisa, agente. No como otros conductores en la interestatal, ¿ve? —en la calzada, camiones enormes pasaban a toda velocidad, grandes tráileres volaban a ciento veinte kilómetros por hora como mínimo.

—Iban ustedes por encima del límite de velocidad. Lo he cronometrado. Además,

zigzagueaban. Por eso me he fijado en la luz trasera.

De todas las infracciones en la conducción,

zigzaguear es algo imposible de probar, e imposible también demostrar que no se ha hecho.

Despacio y con tranquilidad, Haley respiró hondo para que no se notara que por dentro temblaba de rabia e indignación.

Llevaba una camiseta de hombre, con las mangas cortadas a la altura de los hombros, que, en su caso, eran musculosos. Las piernas cubiertas con unos vaqueros gastados y rotos, y en los pies, muy grandes, botas de trabajo.

—Agente, ¿por qué nos está reteniendo? ¡No hemos infringido ninguna ley! Tengo la sensación de que nos está acosando. He sido sargento de la Guardia Nacional del estado de Nueva York, agente. Y he servido en Iraq de febrero de 2003 a julio de 2004.

El policía estatal la interrumpió porque no tenía la menor importancia que alguien hubiera formado parte de la Guardia Nacional ni del ejército de los Estados Unidos, porque era él quien les estaba haciendo una pregunta

en aquel momento.

De manera que Sabbath dijo, deprisa y con entusiasmo:

—Vamos a visitar a una amiga muy querida en Miami. Confiamos en estar allí mañana, si todo sale bien.

—¿En serio? ¿Y quién es esa «amiga»?

—Se llama Drina…

—Una

amiguita, ¿eh? ¿Van a visitar a una

amiguita?

Y todo por el estilo. El agente siguió haciéndoles preguntas, como si les pasara un peine de dientes muy apretados por el pelo un tanto enmarañado, y se reía de ellas, pero para entonces Haley McSwain ya se había tranquilizado hasta cierto punto.

Estuvo bien que Sabbath interviniera, Haley lo dijo más adelante.

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