Carthage

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Segunda parte Exilio » 12. La culpable

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Appassionata. Resultaba hiriente para su orgullo tener que conformarse con interpretarla como podía hacerlo una mediocre pianista joven de Carthage, aunque todas las veces que se peleaba con ella —si Zeno o Arlette estaban lo bastante cerca para oírla— sus esfuerzos se veían recompensados con un delirante estallido de aplausos.

«¡Bien, Cressie!

Fantástico».

La intención de sus padres era buena, por supuesto. Sus padres hacían alarde de

quererla.

Cressida, sin embargo, sabía la verdad: su amor por ella no era más que piedad, como el amor por un niño tullido, o enfermo de leucemia.

Se marchó dando un portazo. No había necesidad de decirle a nadie adónde iba.

Vagamente recordó que había prometido hacer algo con su madre, o con su madre y Juliet: iban a salir juntas aquella tarde.

Nadie la vio montada en su bicicleta mientras recorría la larga entrada de coches que llevaba hasta la calle. Como siempre que utilizaba la bicicleta, Cressida disfrutaba moviéndose tan deprisa y con tan poco esfuerzo.

Tenía piernas fuertes, músculos firmes. El pecho, los hombros, la parte superior del cuerpo era lo débil y delicado; las clavículas que se dibujaban a través de la piel, con tonalidad de leche aguada.

Ya en Cumberland Avenue torció hacia la izquierda, en dirección a la iglesia episcopal al final de la manzana y al hermoso cementerio antiguo.

El cementerio era uno de los

lugares de Cressida. Desde que, todavía niña, había empezado a sentir la necesidad de alejarse de su familia y esconderse.

En el cementerio visitaba siempre las viejas tumbas que le resultaban tan familiares. Se sabía de memoria los nombres «históricos» de lápidas muy antiguas y desgastadas, con letras y números apenas legibles.

Había difuntos con el apellido

Mayfield en la parte más antigua del cementerio, inaugurado en la década de 1790. Pero Zeno estaba convencido de que no eran antepasados suyos, dado que Zenobah Mayfield, su bisabuelo, había emigrado —de niño— desde la Inglaterra septentrional en los años noventa del siglo XIX; por otra parte, ningún Mayfield había frecuentado nunca la iglesia episcopal, hasta donde él sabía.

El cerebro desbocado de Cressida se tranquilizaba un poco en el cementerio. Porque allí se respiraba paz, en aquel lugar más bien secreto.

No había dibujado mucho últimamente. Desde que el idiota de Rickard la había insultado.

Son estupendos, pero ¿por qué repetir lo que Escher hizo ya tan bien?

Su error había sido fiarse del profesor de Geometría porque parecía verla con buenos ojos, porque a menudo la alababa en clase, le sonreía y se reía con sus observaciones irónicas, dichas sin apenas separar los labios.

Porque era uno de los pocos profesores del instituto, pensaba Cressida, capaz de apreciarla.

Y a quien quizá, lo había pensado,

le gustaba ella.

Pero se había terminado ya. Ahora lo detestaba.

Y tampoco soportaba la geometría. Dejó de entregar los deberes durante las restantes semanas del semestre, además de faltar a clase. Hundida en su pupitre, miraba todo el tiempo por la ventana, indiferente a los chasquidos de la tiza del señor Rickard sobre la pizarra y a las preguntas que los mejores alumnos de la clase se ofrecían para contestar, pero no Cressida Mayfield; eso ya no sucedía… nunca.

A Cressida, en el cementerio, le parecía curioso que la muerte fuese algo tan general y tan poco excepcional: que estuviera en todas partes.

Y, sin embargo, en la vida real la muerte era una cosa terrible, atroz. Nada importaba más que las muertes individuales, únicas.

Se descubrió mirando una cosa horrible: un voluminoso insecto verde, un saltamontes, atrapado y forcejeando en una gigantesca telaraña, en la que también podía ver los cadáveres de otros insectos. ¡Qué cosa tan desagradable! Aquello pertenecía a la imaginería «biológica» a la que los espectadores no se veían expuestos en el arte cerebral y paradójico de M. C. Escher.

Cressida se apoderó de un palo y rompió la telaraña, asqueada. Nunca supo cómo terminó el saltamontes, si malherido al golpearse contra una lápida, todavía atrapado en los restos de la telaraña, o liberado.

La madre de su madre, que había querido que sus nietas la llamaran

grand-mère Helene, había muerto muy poco antes de Navidad. Cressida había tenido pesadillas después y ahora no podía mirar a una anciana de pelo blanco sin una sensación de pérdida. No había sido capaz, sin embargo, de querer a

grand-mère Helene como Juliet la había querido, y se sentía por ello muy culpable; no había sido capaz de llorar como habían llorado Juliet y Arlette, aunque, en el funeral, se había mordido los nudillos en protesta porque su abuela tuviera que estar donde estaba, en un espacio tan reducido. De todos modos, a

grand-mère Helene no se la había enterrado en el cementerio episcopal.

Cressida no soportaba pensar en las circunstancias de la muerte de su abuela. Tampoco soportaba pensar en la muerte (futura) de sus padres, Zeno, Arlette. Su cerebro se paraba de la misma manera que un triturador de basura cuando le caía dentro una cuchara. (Si una Cressida malhumorada ayudaba a recoger la mesa después de las comidas, sucedía con frecuencia que cucharas, tenedores y cuchillos fueran a parar entre las aspas del triturador de basura, que procedía a destrozarlos.)

Pensaba

Es una cosa muy lejana, algo que nunca sucederá. ¡No seas tonta!

Estaba en un sendero de grava en la parte antigua, familiar, del cementerio. Las secciones más nuevas le gustaban menos, aunque se hallaban en una zona más elevada, bajo castaños altos en el borde del camposanto.

El que se tratara de zonas

más nuevas entrañaba la posibilidad de ver algún nombre que pudiera reconocer.

No tardó en darse cuenta de que estaban enterrando a alguien en la sección más nueva, y de que los asistentes eran personas con ropa elegante.

Parecían desconocidos, lo que le produjo cierto alivio.

Dubitativa, Cressida siguió adelante por el camino de grava. No quería darse bruscamente la vuelta para evitar el cortejo fúnebre, pero tampoco quería atraer su atención.

Se sentía incómoda en el cementerio con sus pantalones cortos de color caqui y su camiseta demasiado ancha. Por otro lado, estaba la emoción de creerse desconocida y sin nombre, de que nadie supiera quién era.

Algún día, en el futuro, se aventuraría a entrar en el mundo, de manera también anónima.

Pero entonces, como para burlarse de ella, una de las señoras la miró de un modo significativo y la saludó con una inclinación de cabeza.

Acto seguido procedió a alzar una mano enguantada, sin llegar del todo a sonreír.

Cressida, por supuesto, la conocía: era la señora Carlsen.

Ginny Carlsen, la mujer de Patrick Carlsen, socio de Zeno Mayfield.

Los Mayfield y los Carlsen eran amigos, aunque estos últimos de más edad que los padres de Cressida. Muy probablemente, quien había muerto y se disponían a entregar a la tierra era algún familiar anciano.

Cressida se sintió por completo como un animal atrapado, incapaz de respirar por unos instantes, cuando varias personas más la miraron y alzaron la mano a modo de saludo.

¿Quién es? La chica de los Mayfield. La pequeña…

Se marchó enseguida del cementerio, empujando con brusquedad su bicicleta por los senderos de grava. Aunque el cielo se estaba oscureciendo con nubes de lluvia, no regresó a casa sino que siguió por Cumberland Avenue y sus colinas sucesivas. Gran parte del barrio residencial estaba todavía sin urbanizar, con solares y zonas boscosas entre propiedades de varias hectáreas. Cressida sabía el nombre de las familias que vivían en casi todas las casas, pero en aquel momento se había quedado en blanco. Se sentía extrañamente aturdida, un tanto preocupada, como si hubiera escapado de algo casi por milagro.

Varias de las colinas, de origen glacial, tenían pendientes muy abruptas. Necesitó apearse de la bicicleta y caminar cuesta abajo. Una voz molesta le resonaba en el cerebro:

¡Arlette! Vi a tu hija el otro día… estábamos en el cementerio. Qué chica tan extraña, con un aspecto muy raro; sola, sin amigos, un sábado por la tarde.

Existía una fobia, la autofobia, que era el miedo a estar solo. Y también la isolofobia, o terror a la soledad, lo que venía a ser lo mismo.

Cressida había descubierto que existían fobias muy peculiares: la eisoptrofobia (el miedo a verse reflejado en un espejo), la ornitofobia (el miedo a los pájaros). Y también la zoofobia (el miedo a los animales) y la antropofobia (el miedo a la gente).

Otras fobias más comunes, con las que casi todo el mundo se podía identificar, eran la claustrofobia, la agorafobia y la acrofobia (el terror a las alturas).

El corazón le latía muy deprisa, como las alas de un pájaro atrapado. Lo suyo era una especie de claustrofobia, unida a la antropofobia, el miedo a que otras personas la atraparan con la mirada, exigiéndole algo.

Zeno había bromeado pocas noches antes acerca de una fobia corriente y sin embargo «absolutamente estrafalaria», la triscaidecafobia o el terror al número trece.

A Zeno le gustaba presumir de que no tenía ninguna superstición, de la misma manera que no se atribuía ningún benefactor «sobrenatural», si bien la mayoría de las personas, incluso la misma Cressida, en una situación de debilidad tenían miedo de

algo.

Miedo a lo desconocido: ¿cómo se llamaba eso?

Peor todavía: miedo a lo

conocido.

Cressida se había reído; todo aquello era de lo más absurdo.

El cerebro se le había quedado enganchado y prendido como un hilo suelto en una alfombra, como el hilo que absorben las ruedas giratorias de una aspiradora.

«¡Cressida, por favor! ¿Has vuelto a estropear la aspiradora?»

Una tras otra, a Cressida se la fue dispensando de todas las tareas del hogar.

No era culpa suya, ¡de verdad! Hasta que, a la larga, Arlette le adjudicó tareas que no exigían una intensa concentración, sino que le permitían soñar despierta sin resultados desastrosos, como doblar las toallas cuando salían de la secadora y llevarlas al armario del primer piso.

Cressida se montó de nuevo en la bicicleta, aunque la cuesta era todavía bastante pronunciada. Había salido de casa sin casco: sus padres la reñirían si se enteraban.

Indiferente ante la posibilidad de hacerse daño. Desde su más tierna infancia chocaba a menudo con las cosas, se hacía cortes y cardenales en las piernas. Le vino la idea de que era necesario que se castigara por su mal comportamiento con Juliet y con Carly Hempel, la amiga de Juliet.

¡Avergüénzate, Cressida Mayfield!

Tu castigo es: cerebros aplastados.

Sin embargo, la mejor manera de escapar sería sencillamente desaparecer.

Porque, si desapareciera, si se limitara a no regresar nunca de aquel paseo en bicicleta, ¿quién iba a echarla de menos?

Los había oído —a su familia— hablar y reír juntos, a poca distancia, aunque sin entender lo que decían, muchas veces. Siempre que, con brusquedad, subía a su cuarto y cerraba la puerta para estar sola —con sus libros, con su «arte»— a sabiendas de que a sus padres y a su hermana les desconcertaba su grosería; pero también consciente de que pronto, al cabo de unos minutos, dejarían de echarla de menos, se olvidarían de ella, Zeno, Arlette y Juliet, relajados y felices juntos.

La familia se había acostumbrado al comportamiento de Cressida. Parientes y amigos entendían. Había que ser indulgentes. Nadie esperaba que Cressida respondiera con una sonrisa cuando se la saludaba ni que mirase a los ojos a la mayoría de la gente; nadie esperaba que Cressida se pusiera en pie, junto con otras personas, para ofrecerse a preparar una comida, sacar mesas y bancos al patio, poner la mesa o recogerla.

Nadie esperaba que Cressida se estuviera quieta todo el tiempo necesario para comer (o para tratar de comer); nadie esperaba que se quedase después de una comida, como hacían otros, no por obligación, sino porque querían, porque disfrutaban de la compañía de los demás y encontraban que su presencia era placentera y no desagradable.

Desesperadamente necesitada de marcharse y estar sola. Y una vez sola, con sus pensamientos volviéndose contra ella como avispas enfurecidas.

Montada en la bicicleta, bajó de forma temeraria la cuesta hasta Carthage. Sintió, intenso, un desagradable olor a desechos químicos, podredumbre orgánica y neumáticos quemados que el viento acumulaba en aquella parte vieja, semidesierta, de la ciudad, a orillas del Black Snake, una zona que albergó en otro tiempo pequeñas fábricas, fundiciones y almacenes muy activos. Ahora lo que subsistía eran establecimientos aislados que daban la sensación de estar al borde de la bancarrota, o incluso peor: gasolineras, restaurantes de comida rápida, bares, casas de empeño y agentes de fianzas, SIN ESPERAS. TALONES EN EFECTIVO. NUESTRA ESPECIALIDAD.

Qué propio de Cressida Mayfield, dirían, haber bajado con la bicicleta por una cuesta muy pronunciada, irreflexiva y testarudamente, para llegar

a un sitio como ese.

Se había equivocado, quizás; no sería capaz de regresar en bicicleta por aquellas colinas y tendría que volver empujándola casi todo el tiempo.

Llamaría a casa para pedir que alguien (sería su madre, por supuesto) viniera a rescatarla.

¡Qué más daba que la echaran de menos o que se perdiera lo que fuese por no estar en casa!

Cressida, cariño, ¿dónde te has metido tanto tiempo? ¡Nos has tenido preocupados!

¿Me dijiste que ibas a dar un paseo en bici? ¿Llegaste siquiera a decir adiós?

Miramos en tu cuarto, corazón; te llamamos, llamé incluso a Marcy Meyer pensando que quizás…

En Waterman Street había mucho tráfico: camiones, furgonetas de reparto, vehículos con manchas de herrumbre que circulaban a toda velocidad con mucha menos preocupación por la seguridad de una joven ciclista solitaria que en las colinas residenciales del norte de Carthage. A Cressida sin embargo le gustaba aquello: la ligera sensación de riesgo, de peligro, de alarma mientras los coches pasaban muy cerca de ella y la bicicleta saltaba sobre la vía férrea, de pronto y sin previo aviso, haciéndole casi perder el control del manillar. (No era la única ciclista en Waterman Street: a alguna distancia por delante marchaban varios chicos, adolescentes larguiruchos, que ya habían reparado en ella. Quizás uno de ellos fuese Kellard.)

(Cressida no olvidaría fácilmente a Kellard. Era absurdo decirlo así, pero aquel chico le había roto el corazón.)

(Por supuesto que lo sabía: ¡lo que le había pasado carecía por completo de importancia! Era algo trivial a más no poder, algo nada memorable. Pero no lo olvidaría.)

El fuerte olor químico se intensificaba a medida que recorría Waterman Street. Estaba dejando a su derecha un almacén ferroviario abandonado, y en aquel almacén, que se extendía a lo largo del río ocupando casi medio kilómetro, se acumulaban vagones de mercancías abandonados, una pila de restos metálicos, montones de grava grisácea de aspecto siniestro, tal vez polvo de cemento (¿un olor a nitrógeno?). Y algo sulfuroso subyacente.

Dejó atrás Fisher Avenue (el instituto Booker T. Washington quedaba a una o dos manzanas) y encontró, en el número 200 de Waterman Street, la fachada de ladrillo de color beis de la Home Front Alliance, una organización de servicio comunitario que contaba con un comedor de beneficencia y una «tienda» en la que a personas sin hogar y familias venidas a menos («clientes», los llamaba Zeno con mucha discreción) se les invitaba a ir de compras una vez al mes, recorriendo los pasillos como en una tienda de comestibles o en un economato, y a llenar un determinado número de carritos: uno por cada adulto, además de otro por cada «familia». Zeno Mayfield había ayudado a crear la Home Front Alliance durante sus años en la alcaldía de Carthage y en la junta municipal; todavía colaboraba en la administración de la organización, solicitando fondos y como anfitrión de veladas para recaudar dinero. Por supuesto, la familia Mayfield había intervenido en varios de los programas de la Home Front Alliance; más concretamente, Arlette y Juliet seguían trabajando en el comedor de beneficencia y en la tienda; Cressida no sabía con qué frecuencia, porque se interesaba muy poco por cosas así.

Aunque, al principio, se había dejado convencer para ir con su familia a una actividad de la Home Front Alliance: algún tipo de acto para recaudar fondos con participación de voluntarios, trabajadores sociales, miembros relacionados con alguna iglesia y «clientes». Cressida había ayudado a servir macarrones gratinados, cubiertos con una costra de

mozzarella fundida, sobre platos de cartón, en un bufé; había ayudado incluso, en un momento de amargura y aburrimiento, en la ingente limpieza general que vino a continuación. (No sin advertir que Zeno, maestro de ceremonias de la velada, evitó la cocina como si fuese un foco de infección.) Cressida se escabulló después para esperar a sus padres en el coche, tranquilizada al ver los muchos voluntarios que se habían presentado, sobre todo mujeres educadas y adineradas de raza blanca, conocidas de sus padres.

Cressida se burlaba del activismo social de Zeno y Arlette parafraseando una observación de W. H. Auden: «Estamos en la tierra para ayudar a otras personas. Pero para qué están aquí las otras personas, eso no lo sabe nadie».

De todos modos, pese a su falta de interés por la Home Front Alliance y su desengaño con las clases de matemáticas, Cressida no perdía la esperanza de hacer el Bien. Pensaba en el Bien como una montaña muy alta a la que había que subir. Pero una montaña lejana, no los Adirondacks del sur.

Al pasar ante el edificio de la Home Front Alliance vio una acumulación de personas delante del comedor de beneficencia. La mayoría eran varones, probablemente «sin techo». Cressida aceleró el ritmo de sus pedaladas.

¿Se avergonzaba o más bien adoptaba una actitud desafiante? ¿Tenía sentimientos de culpabilidad o de desprecio?

No me intereso por ninguno de vosotros como tampoco vosotros os interesáis por mí.

¿Por qué tendría que hacerlo?

Solo soy la fea.

Le daba vergüenza lo que había hecho con el suéter de cachemir de Juliet, el precioso cárdigan de color brezo que

grand-mère Helene había regalado a su hermana por su cumpleaños dos años antes.

Cressida había cortado por dentro, con unas tijeras de uñas, unas pocas hebras básicas. Temblando de júbilo, porque ¿quién iba a saberlo?

Otras veces, si habían quedado grabados en el teléfono fijo de la familia, borraba mensajes telefónicos para Juliet.

O se apoderaba de cosas de Juliet —incluido el reluciente móvil que había sido un regalo de sus padres— y las tiraba.

«¡Maldita sea! Lo pierdo todo, caramba, me dan ganas de

llorar

Y Cressida, la hermana menor, se burlaba, con su peculiar sonrisa atormentadora: «¡Pobre Julie! Quizá se te haya pegado la falta de memoria que le dejó a la abuela la quimioterapia».

(Un comentario verdaderamente siniestro, que Juliet desactivó con una risita de sorpresa.)

(Si su madre lo hubiera oído, sin duda se habría escandalizado.)

Además de estar siempre muerta de envidia, de celos y de rencor hacia su hermana, tan guapa y tan popular, a la que todos adoraban,

y a quien ella misma también adoraba, Cressida se descubrió entrando en el cuarto de Juliet a escondidas para sentarse ante su ordenador. Juliet casi nunca apagaba o cerraba el correo electrónico, de manera que no le resultaba difícil entrar y borrar correos, incluidos mensajes nuevos de amigos. Cressida leía la correspondencia de su hermana con sus numerosas amigas y con Elliot Keller, su novio del momento (y con otros chicos además, algo de lo que Elliot no tenía que enterarse), y borraba lo que le apetecía, con infantil satisfacción. ¿Con qué derecho tenía su hermana tantísimos amigos, aunque fuesen tan superficiales y estúpidos, mientras ella tenía tan pocos? Era injusto. En especial, a Cressida le molestaban las cartas que terminaban con «Abrazos», porque ella no solía recibir mensajes de sus compañeros, solo una o dos chicas, y ninguno de ellos concluía con «Abrazos».

En unas cuantas ocasiones Cressida había empleado sus limitadas, pero letales, habilidades informáticas para poner patas arriba los archivos de Juliet.

Con el resultado de que su pobre hermana venía a suplicarle: «¡Cressie, por favor! ¿Me puedes ayudar? Soy muy torpe… He debido de hacer algo mal… teclear algo equivocado: no te lo vas a creer, ¡me ha desaparecido el “escritorio” entero!».

De manera que Cressida se apiadaba de su hermana mayor. «De acuerdo, supongo que para eso soy

la lista. Intentaré arreglártelo.»

Al llegar al cruce de Waterman y Ventor, en un barrio abandonado de almacenes que daban al río, Cressida advirtió a su lado, en la calzada, la presencia de una furgoneta de reparto demasiado próxima; aunque ella iba lo más pegada a la acera que le era posible, el vehículo parecía acercarse cada vez más, para asustarla; el conductor había reducido la velocidad con la intención, no le cabía la menor duda, de mantenerse junto a ella. Porque, después de que un semáforo se pusiera verde, la furgoneta no aceleró para dejarla atrás, sino que se mantuvo ligeramente a su espalda.

¿Había en la furgoneta una radio que sonaba a todo volumen? ¿O era la voz del conductor lo que oía, una voz burlonamente acariciadora, con palabras que no podía descifrar?

Palabras que no quería descifrar.

Cressida estaba tan asustada que torció con brusquedad el manillar y estuvo a punto de salir despedida de la bicicleta al chocar con la acera e ir a parar a un solar cubierto de cemento agrietado y desmenuzado, restos de una gasolinera abandonada. Esparcidos por el suelo había cristales rotos, pedazos de metal y basura, malas hierbas resistentes que asomaban por los intersticios del suelo como dedos siniestros. El conductor de la furgoneta había frenado su vehículo para increpar a Cressida con mayor claridad. «¡Oye, chochete! ¡Dónde vas con tanta prisa, joder! ¿Sabes lo que te digo? Que alguien te va a hacer una avería en ese culito tuyo tan goloso.»

A Cressida se le había ocurrido a mitad de camino, mientras pedaleaba por Waterman, que estaba atrayendo la atención de hombres —y de muchachos— que quizá se «interesaban» por ella; mientras que, en bicicleta por Cumberland Avenue o en los alrededores del instituto de Convent Street, no despertaba el «interés» de nadie. Y ahora su fantasía recibía un grosero desengaño.

Quizás aquel individuo estaba bromeando. O, tal vez, amenazaba.

En cualquier caso, no podía decirse que fuese halagadora aquella atención por parte de un hombre, sino que se trataba de un insulto, obsceno y odioso.

El conductor de la furgoneta veía que Cressida era muy joven. También veía que estaba muy asustada. La chica trataba de no hacerle caso, pero cada vez parecía más nerviosa e intimidada mientras su perseguidor, audazmente, giraba el volante para entrar en el solar, saltando por encima del bordillo y avanzando deprisa sobre la basura, al tiempo que miraba con ojos lascivos a su víctima a través del parabrisas. Cressida tuvo una impresión poco precisa de un hombre más bien joven con una frente estrecha y llena de surcos, mejillas sin afeitar, sonrisa burlona… Presa del pánico, perdió el equilibrio, cayó de la bicicleta y se dio un golpe violento.

Sobre el suelo agrietado y manchado de gasolina, sollozó, temblorosa. Supo que se había hecho un corte en la rodilla, aunque confiaba en no haberse dislocado ni roto ningún hueso. También se había dado un golpe en la cabeza con algo duro. Tenía debajo el manillar, que le apretaba las costillas. Oyó una voz de hombre —¿otro?— y vio, en Waterman Street, a un segundo conductor que frenaba su vehículo hasta detenerlo. Un joven abrió la portezuela, se apeó y corrió hacia ella, mientras el conductor de la furgoneta describía un semicírculo a su alrededor, para escapar.

El recién llegado increpó al otro, alzando el puño.

A Cressida le dijo, con voz indignada.

—¡Lo he visto! ¡Dios del cielo!

No era nadie que Cressida conociera o de quien se acordara. Tuvo una impresión de cabellos castaños muy claros, dureza en la mirada, una expresión de completa repugnancia mitigada por la preocupación al ver a Cressida en el suelo; enseguida la ayudó a ponerse en pie, tomándola de la mano y medio alzándola a pulso. Luego recogió la bicicleta, comprobó el estado de las ruedas haciéndolas girar y corrigió una desviación de la de atrás.

—¿Estás bien? —la miraba de reojo.

Cressida se frotó la rodilla, que sangraba por debajo de una capa de polvo y suciedad. Le zumbaban los oídos y se le habían saltado las lágrimas. Trató de reír mientras decía que sí, que estaba bien.

Junto a la acera, el motor del automóvil seguía funcionando. Su ocupante había corrido a auxiliar a Cressida sin retirar la llave del contacto.

—¿Qué intentaba, quería atropellarte? ¿O solo asustarte? Menudo imbécil. Tendría que haber apuntado la matrícula.

Cressida estaba demasiado avergonzada para contestar. Sonreía tontamente, incluso trataba de reír. Pero ¿qué tenía aquello de divertido?

También tenía rasponazos en las palmas de las manos y empezaban a brotarle gotas de sangre. Y la sensación en las costillas era de tener varias fracturadas.

—¿Sabes? Me parece que mi madre trabaja para tu padre. Es Zeno Mayfield, ¿verdad que sí? ¿El alcalde? Mi madre trabaja en el ayuntamiento. Tu padre es una gran persona.

Cressida trató de mantenerse sola en pie, la boca contraída en un gesto de dolor. Era incapaz de responder a la mirada valorativa del joven, que le estaba sonriendo.

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