Carthage

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Segunda parte Exilio » 12. La culpable

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Veintidós o veintitrés años, calculó Cressida. Pero no tenía ni idea de quién era.

Tímidamente murmuró que sí, Zeno Mayfield era su padre.

—Mi madre es Ethel Kincaid. Saluda a tu padre de mi parte: soy Brett.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de papel que desdobló para comprobar si estaba limpio; luego se lo dio a Cressida para que se limpiara la sangre de la rodilla.

Por la pantorrilla izquierda, el calcetín y luego el pie, dentro de una zapatilla mugrienta, le bajaba el reguero de sangre. Tan semejante a una menstruación que a Cressida le ardió la cara.

—Quizá no sea mala idea que te lleve a tu casa. ¿Por qué no metes la bici en el maletero? No parece que estés en condiciones de montar en bicicleta mucho más tiempo.

Cressida insistió; se encontraba perfectamente.

Brett Kincaid no discutió con ella, pero examinó la bicicleta una vez más, sujetó el manillar y lo movió deprisa de un lado a otro, comprobando que las ruedas parecían encontrarse en buen estado y que los frenos de mano no habían sufrido ningún daño.

Luego añadió, dubitativo:

—De todos modos, será mejor que te lleve a casa. Sí; creo que será lo mejor.

Cressida protestó débilmente. El corazón se le había desbocado de una manera ridícula. Vio que Brett Kincaid la miraba con una preocupación como de hermano, no de un desconocido.

—No es ninguna molestia. Voy camino de casa. ¿Dónde vives? ¿En la parte alta de Cumberland?

Brett Kincaid llevó la bicicleta hasta su coche, la colocó con cuidado y luego cerró la puerta del maletero sin golpearla con violencia. Cressida fue tras él cojeando y se deslizó en el asiento del acompañante (solo recibió una impresión muy vaga del coche de Brett Kincaid, porque sabía muy poco de automóviles: nunca reconocía las marcas y menos aún su antigüedad o sus características especiales), de manera que Brett la devolvió a su hogar en las colinas del norte de Carthage, invirtiendo casi paso a paso el recorrido de su imprudente paseo en bicicleta hasta la ciudad, como si tuviera cierta idea de dónde vivía. Ante la casa colonial en Cumberland Avenue que Cressida le había señalado, Brett estacionó su coche, diciendo con total naturalidad, sin el menor vestigio de envidia ni de ironía:

—Vivís en una casa realmente bonita. Este es un barrio estupendo. He coincidido con tu padre unas cuantas veces, quizá se acuerde de mí, ¿tal vez de los partidos de fútbol de la CCJ? Vino a ver unos cuantos en Solstice Park.

Fútbol de la CCJ. Cressida no tenía ni idea de qué era aquello.

¿Cámara de Comercio Junior? Zeno se interesaba siempre por lo que él llamaba deportes comunitarios. En parte se trataba de servicios comunitarios en favor de los hijos de gente pobre, pero quizá no fuese eso en absoluto.

A Cressida aún le ardían las mejillas. Murmuró algo como «¡Gracias!».

Reparó en que Brett Kincaid había aparcado en la calle y no en la entrada del garaje; y tampoco directamente delante de la casa de los Mayfield, sino a un lado, de manera que si alguien miraba hacia fuera desde dentro de la casa, la persona en cuestión no vería el coche de Brett, ni a Brett sacando la bicicleta del maletero para entregársela a Cressida, que la recibió con un «Muchas gracias» dicho entre dientes.

También reparó en que no le había preguntado cómo se llamaba.

No había querido avergonzarla aún más o, sencillamente, no se le había ocurrido.

Como tampoco Cressida lo había mirado, no había buscado el contacto visual. Ni le había sonreído como él le había sonreído a ella.

La fobia que impide mirar a otra persona. Porque, entonces, esa otra persona te mirará a ti.

A continuación, y muy deprisa, Cressida llevó la bicicleta por la larga entrada hasta el garaje. Se esforzó por cojear lo menos posible, aunque tenía un dolor punzante en la rodilla.

Su corazón, mientras tanto, seguía latiendo emocionado.

El estremecimiento —no lo sabía con seguridad— de estar

viva.

Y aunque nunca volviera a ver a Brett Kincaid, o si la vez siguiente no se acordaba de ella, eso no iba a alterar en lo más mínimo una experiencia de profunda importancia en su vida.

Varios años después, cuando Juliet llevó al cabo Brett Kincaid a casa para que conociera a su familia, la hermana pequeña tuvo la sensación (a no ser que fuesen solo imaginaciones suyas) de que Brett la recordaba.

Le sonrió y le estrechó la mano muy complacido.

Una sonrisa de connivencia, una sonrisa íntima y, también, una sonrisa con la que Cressida tuvo el convencimiento de que nunca la avergonzaría sacando a relucir su recuerdo compartido.

Tenemos un secreto nosotros dos. Siempre lo tendremos.

*

Estaba cruzando ya la frontera de Virginia para entrar en Maryland y pasar, muy pronto, a Nueva Jersey; e inmediatamente después, la ciudad de Nueva York, donde en una ruidosa estación de autobuses Cressida se apearía para tomar otro autobús Greyhound en dirección norte por la interestatal 87 para llegar a Albany.

Seguía llevando la misma ropa con la que dormía y no se había lavado la cabeza. Era posible asearse, pero no bañarse, en un viaje en autobús de varios días, aunque había que hacer un esfuerzo en las paradas, y a Cressida le faltaban las energías para hacer ese esfuerzo.

Por fin el aire acondicionado del autobús se convirtió en aire tibio, si bien el cambio llegó demasiado tarde, porque Cressida había enfermado ya: se le había irritado la garganta, le dolía la piel al menor roce con la ropa, tosía sin poder contenerse y expectoraba unas desagradables flemas verdosas en pañuelos de papel que, cuando se le acabaron, sustituyó por tiras de papel higiénico. Con un intenso sentimiento de nostalgia, Cressida se acordaba de Haley McSwain inclinada sobre ella, con gesto preocupado, preguntándole si se encontraba bien, porque había estado tosiendo. O pasándole los dedos, cortos y gruesos, por la frente, preguntándole si tenía fiebre; al tacto le notaba la piel pegajosa y caliente.

En el Centro para el Tratamiento del Cáncer, Luce, la amiga de Haley, había examinado a «Sabbath», la hermana pequeña, a la que Haley cuidaba muchísimo, como una madre obsesionada. Ahora que recorría tan absolutamente sola, en aquel autobús Greyhound, un paisaje cada vez más árido e invernal, era terrible para Cressida recordar que durante siete años había sido «querida» y «protegida»; que incluso, en su ignorancia, no había sabido valorar el hecho singular de que la ayudante de laboratorio filipina —una completa desconocida— hubiese ayudado a supervisar su bienestar a petición de Haley, proporcionándole incluso muestras gratuitas de antibióticos, medicamentos que, en una farmacia, le hubieran costado cientos de dólares y que, en cualquier caso, no se podían conseguir sin receta.

¡Cielo santo! Cómo echaba de menos a Haley.

Pero aún lamentaba más la ausencia del investigador.

Y la de sus padres y Juliet. Y la de Brett Kincaid, tal como era con veintipocos años, antes de que lo hiriesen, se convirtiera en un monstruo y los Mayfield lo perdieran para siempre.

Será mejor que te lleve a casa.

Sí; creo que será lo mejor.

*

Nunca pensaba

Lo quiero. Cressida carecía de semejante facultad, porque no era capaz ni de sentir la emoción ni de expresarla.

Solo se le ocurría pensar

Con él puedo ser feliz en algún lugar del mundo.

No le sorprendió demasiado que Juliet llevara a Brett Kincaid a Cumberland Avenue. Que Brett Kincaid

se casara con su hermana y pasase a formar parte de la familia Mayfield… ¡era una excelente noticia!

De esa manera Cressida y Brett serían familia. Era emocionante para Cressida pensar que, por fin, tendría un hermano.

Ya estaba más que cansada de que solo fueran ella y Juliet. Le parecía tan aburrido que había sacado el tema al hablar con sus sorprendidos padres, quejándose de que no hubieran tenido

más que hijas.

—En la mayor parte del mundo toda la gente quiere hijos. Como en China, y ahora en la India, donde el número de «nacidas vivas» está cayendo en picado. Pero vosotros os habéis conformado solo con las chicas. ¿Por qué?

Era una observación absurda para hacérsela a los propios padres. Pero Cressida hablaba con total inocencia, porque de verdad quería saberlo.

—Bueno, cariño —dijo Arlette, desconcertada—, ese es… un asunto más bien privado, ¿no te das cuenta? Algo entre tu padre y yo. No estoy segura de cómo responder.

—¿Preguntas, Cressie —intervino Zeno—, por qué nos conformamos «solo con chicas»? ¿O preguntas, sencillamente, por qué no hemos tenido más hijos?

Cressida no estaba segura de entender aquella distinción. Zeno le disparaba preguntas así, igual que le lanzaba pelotas de ping-pong en los años en que jugaban en el sótano; cuando su hija pequeña había empezado a devolverle los tiros con precisión y a ganarle algún partido de vez en cuando, Zeno había dejado de interesarse por jugar con ella.

—«Paramos» porque nos dimos cuenta de que éramos muy felices tal como estábamos. Que éramos

perfectos, por así decirlo —Zeno sonrió con malicia, por lo que ya se sabía que iba a decir algo inteligente—. Si hubiésemos tenido un retoño más, podría haber sido otra niña. Y después, otra más. Cosas así suceden. No es en modo alguno seguro que el siguiente hijo sea varón, ni tampoco el siguiente. ¿Y quién necesita un hijo varón? Me he librado de tener un pequeño Edipo estudiándome desde la sombra. Mis dos maravillosas hijas son la respuesta a todas mis oraciones.

A veces, sin embargo, Cressida se sentía sola. Y otras veces, amargada.

Aunque Brett Kincaid estuviera en el mundo en algún sitio —«desplegado» en Iraq—, ¿cómo podía una cosa así servirle de consuelo a Cressida?

En la Universidad de St. Lawrence se sentía muy desgraciada. Mucho más desgraciada que cuando vivía en casa y era alumna del instituto de Carthage, donde conocía a todo el mundo, o se consolaba pensando que los conocía: su (falta de) profundidad, sus peculiaridades (nada sorprendentes).

Como una manera feroz de repudiar su vulgaridad, había dibujado a sus contemporáneos como figuras raquíticas, hechas de palitroques, que subían por escaleras sin fin. Sus dibujos eran una venganza, aunque también fuesen un consuelo. Porque podía contemplar aquellas curiosas obras de arte con una mirada fría y objetiva y ver que las personas estaban representadas de una forma asombrosa, inquietante y «profunda», cualidades que muy pocas cosas más lograban tener en su vida.

Pero aquello era en el instituto y en Carthage. Y ahora estaba ya en la universidad, en Canton, una pequeña ciudad del estado de Nueva York. Estudiaba en una universidad que no había sido ninguna de las primeras en su lista de preferencias, pero con la que, dado lo irregular de sus notas, había tenido que conformarse.

Ahora Cressida casi lamentaba su comportamiento, que, en el instituto, había sido con frecuencia demasiado impulsivo. Su enfado con los profesores al sentirse herida —el señor Rickard no era más que un ejemplo— provocó que no entregara tareas académicas cruciales, que renunciase a estudiar para un examen final, saboteando así sus anteriores esfuerzos. No fue infrecuente que echara a perder una media de sobresaliente, por lo que, en lugar de ser la número uno de su promoción del 2004 en el instituto de Carthage, acabó graduándose con una nota media inferior a la de su hermana Juliet, que había terminado la secundaria el año 2000.

Así que

la lista ¿era de verdad tan

lista, después de todo?

A Cressida, por consiguiente, no la habían aceptado en las universidades que hubiese preferido: Cornell, Syracuse, Middlebury, Wesleyan, ni tampoco había recibido ofertas de becas de centros docentes de segunda categoría. Se había visto humillada, desacreditada. Sus pretensiones de superioridad habían sido rechazadas. Vagamente se daba cuenta de que al castigarse así castigaba a sus padres y a todas las demás personas que habían pronosticado su éxito académico, porque ¡cuánto le molestaban aquellas predicciones tan simplistas!

«Cressida es de verdad originalísima. No le funciona la cabeza como a ningún otro niño que hayamos conocido nunca. Bastaría con que fuese menos imprevisible, más cooperativa en cuestiones relacionadas con su propio bien.»

Desde los quince años sus padres le venían advirtiendo, y en especial después del disgusto con el señor Rickard —que casi acaba con un suspenso en geometría—, que estaba saboteando su carrera académica con un comportamiento tan impulsivo, pero, por supuesto, Cressida no los había escuchado.

Era algo así como clavarse en la piel las afiladas puntas de unas tijeras de uñas. Sobre las tentadoras venas de color azul pálido en el interior de la muñeca. O rozar con los dedos la llama de gas de la cocina.

¿Dolor? ¿Qué es el dolor? Una sombra en el cerebro que hay que superar.

Hasta los profesores que admiraban a Cressida Mayfield se habían visto obligados a escribirle cartas de recomendación con salvedades. No podían, en conciencia, redactar el tipo de cartas llenas de alabanzas que reservaban para sus mejores alumnos.

Cressida, eres tu peor enemigo. ¿Por qué?

Pero Zeno había tenido una idea esperanzadora: si sobresalía en su primer año en St. Lawrence, podría pedir el traslado a otra universidad al año siguiente.

«“Hay segundas oportunidades en la vida de los americanos”, si se sabe aprovecharlas, aunque Scott Fitzgerald dijera lo contrario».

¡Todavía seguían presionándola! A veces Cressida sentía como si le apretaran el cráneo con un torno (invisible) hasta deformarle el cerebro.

En St. Lawrence tendría que haber destacado. Sabía que no existía razón alguna para que no sobresaliera. Y al principio trabajó como tiene que hacerlo una buena alumna diligente, la clase de alumna a la que los profesores recompensan con las mejores notas; luego el viejo impulso de sabotear sus propios intereses prevaleció: el deseo de desobedecer, de resistirse. Igual que a un niño mimado, le molestaba que

se le exigiera hacer algo; tal era el problema crucial. Un tema que podría haber investigado por su cuenta se convertía en aburrido cuando se le daba

como tarea. Igual que ponerle al cuello un nudo corredizo.

Y le resultaba extraño, incómodo, no estar en Carthage, donde todo el mundo la conocía como la hija menor de los Mayfield; hasta entonces no se había dado cuenta por completo de hasta qué punto la reputación de su padre servía para definirla y protegerla, como un agua muy saturada de sal hace flotar, aunque no quiera, al más torpe de los nadadores. Aunque creyera despreciar la «reputación» política de su padre —la «talla» social de su familia—, llevaba en realidad toda la vida apoyándose en ella. Y ahora estudiaba en Canton, Nueva York, una ciudad que no estaba nada lejos de Carthage, pero sí lo bastante para que nadie conociera el apellido Mayfield; o, en el caso de que lo conociese, lo valorase mucho. Y ahora ya no vivía en casa de sus padres, la casa que durante tanto tiempo la había protegido y limitado, por lo que ya no había nadie que advirtiese y, menos aún, se preocupara de si se saltaba las comidas o las clases o de si salía corriendo a la calle con un frío polar sin la ropa adecuada y era incapaz de molestarse en volver a su residencia para vestirse de una manera más razonable.

Nadie que la regañara «¡Cressie, corazón! ¡Por supuesto que hoy vas a llevar botas! ¿Me oyes?».

O «Ven aquí y siéntate, Cressie. ¡No te vas a ir de casa sin desayunar!».

Le angustió que Brett Kincaid, el joven que había sido tan amable con ella y que le había causado una impresión tan profunda, se hubiera alistado en el ejército; con la declaración de guerra contra Iraq, en marzo de 2003, el soldado raso de primera clase Kincaid fue uno de los primeros militares norteamericanos que partió con rumbo a Iraq, a una zona llamada Saladino. Cressida había tratado de localizarla en los mapas. ¡Brett Kincaid, su amigo (secreto)!

El prometido de su hermana y querido por todos los Mayfield, incluido Zeno, que se mostraba tenso y divertido e incómodo en presencia de su futuro yerno y nunca parecía encontrar el tono adecuado para dirigirse a él, tan apuesto en su uniforme de gala como una figura heráldica en un friso antiguo. Cressida recordaría siempre cómo Brett le estrechó las dos manos para despedirse, cómo sonrió a todos los que habían ido al aeropuerto a decirle adiós como nunca volvería a sonreír. Porque, ¿no dijo que su padre había «servido» en el Golfo?: aunque no había visto al (sargento) Graham Kincaid desde hacía años, parecía creer que su padre se enteraría de su alistamiento y estaría orgulloso de su hijo.

A Cressida le escandalizó que el prometido de Juliet se comportase de una manera tan…

ordinaria. Desde los atentados terroristas del 11 de septiembre los medios de comunicación estaban llenos de discursos de propaganda de los políticos, de noticias sobre «armas de destrucción masiva» ocultas en Iraq, sobre la horrible dictadura de Sadam Husein, que parecía estar burlándose de sus enemigos norteamericanos al desafiarlos para que le declarasen la guerra e invadieran su país. Cressida había visto en televisión las imágenes en que el presidente George W. Bush informaba a sus conciudadanos de que el enemigo terrorista que había atacado las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 era parte de un vasto ejército de musulmanes fundamentalistas decidido a destruir

nuestro modo de vida americano; el presidente, mirando a la cámara como si se estuviera dirigiendo a personas con muy pocas luces y muy crédulas, había dicho, con cara de póquer: «Se proponen entrar en vuestras casas y mataros a vosotros y a vuestras familias».

Una pausa. Y luego una lenta repetición deliberada de las mismas palabras, con la mirada del presidente fija en el vasto público invisible de la televisión.

«¿De verdad habla en serio ese tipo? ¿Por quién nos toma? ¿Por tontos de baba?», así había rugido y despotricado Zeno.

Pero pronto se hizo evidente que no era solo el belicoso Gobierno conservador, cristiano y republicano de los Estados Unidos el que hacía campaña a favor de la guerra tras el atentado del 11 de septiembre, sino también políticos moderados e incluso liberales del Partido Demócrata. Muy pronto Zeno empezó a pronosticar que «la fiebre patriótica llevaba inevitablemente en una dirección: la de la guerra».

La angustia de Cressida era tanta que le costaba trabajo respirar.

No se trataba de desprecio por la propaganda política, que era como una hoguera deliberadamente encendida y avivada por todas partes, sino de miedo… miedo a las consecuencias de la nueva invasión militar, imposibles de calcular.

Y qué insignificantes parecían ahora sus vidas, que no eran más que vidas «civiles». En particular, su vida como universitaria en St. Lawrence en la pequeña ciudad de Canton, Nueva York.

¿Por qué he venido a parar aquí? ¡Qué equivocación tan terrible!

Lo vio entonces con toda claridad: las guerras eran una cosa monstruosa y convertían en monstruos a todos los que combatían en ellas.

La guerra de Iraq, la guerra de Afganistán.

Con el tiempo, también los civiles se harían monstruosos, porque tal es la naturaleza de la guerra.

Incluso antes de que Brett Kincaid hubiera regresado de Iraq desfigurado y deshecho, Cressida estaba ya convencida.

Durante el primer año en la Universidad de St. Lawrence había pasado sola la mayor parte del tiempo. Paseaba a lo largo del gran río, ancho y caudaloso, el río San Lorenzo. Sola con sus libros, sola con su trabajo. Y cerca, como agua en cascada, el rumor y el repiqueteo de las voces de otros, de sus risas.

Se había enfrascado por completo en uno de sus cursos: «Románticos y revolucionarios». Era muy propio de Cressida centrarse en un campo de estudio y dejar a un lado el resto, como era muy suyo admirar a uno de los profesores por encima de los otros, en este caso un profesor apellidado Eddinger que hablaba a gran velocidad en sus clases y deslumbraba e intimidaba a sus alumnos incluso mientras se paseaba por delante de la pizarra como un

depredador preparado para atacar. Era un hombre de poca estatura y cuerpo esbelto, más o menos de la edad de Zeno. Su rostro, curtido por la intemperie, no resultaba nada atractivo. Pero se trataba de un rostro de una

fealdad tan intensa que Cressida se sintió cautivada.

Y cautivada además por la lectura apasionada que Eddinger hacía de pasajes de

Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft y de

El preludio de William Wordsworth; de poemas de William Blake en

Cantos de inocencia y de experiencia que golpearon su imaginación con mucha fuerza. Cressida nunca había leído antes el

Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, y escogió redactar su trabajo de fin de curso sobre aquella curiosa parábola en prosa que era tan diferente, tanto en tono como en sustancia, de las miríadas de manifestaciones de «Frankenstein» en la imaginación popular.

Frankenstein se incorporó pronto a los sueños de Cressida. No contenta con componer un trabajo convencional de unas veinticinco páginas, se sintió obligada a presentar sus materiales de una forma experimental: un

collage de textos de Mary Shelley y de otros pensadores «revolucionarios» (Friedrich Nietzsche, Oscar Wilde, Sigmund Freud, Franz Kafka), ilustraciones del doctor Frankenstein y su monstruo (incluidos dibujos originales de la misma Cressida), y una argumentación «deconstruida» sobre

Frankenstein (por Cressida Mayfield). Cuanto más trabajaba en el proyecto, más empujada se sentía a seguir trabajando; del mismo modo que se había obsesionado con M. C. Escher en el instituto, también se obsesionó con el

proyecto Frankenstein en el semestre de primavera de su primer año en la Universidad de St. Lawrence. Como era habitual en tales circunstancias, descuidó sus otras asignaturas; la percepción que tenía de sus compañeras de residencia era tan escasa que a menudo no recordaba sus nombres ni sus rostros.

¿Soy descortés? ¡Lo siento mucho! Pero no lo sentía, y nunca se disculpaba.

Corrieron las semanas. Pasó la fecha límite para la entrega del trabajo final del curso «Románticos y revolucionarios». Cressida era vagamente consciente del plazo de entrega, pero hasta cierto punto parecía haber pensado que estaba exenta, dado que, a diferencia de los otros alumnos del profesor Eddinger, no redactaba un simple trabajo para un curso universitario, sino que se disponía a presentar la interpretación definitiva de

Frankenstein en todas sus formas.

Sin embargo, cada vez que creía que el

proyecto Frankenstein estaba terminado, descubría otro tema que no había explorado aún. Y entonces le parecía necesario que los distintos textos, incluida su «argumentación», se presentaran con los adecuados tipos de letra y, en algunos casos, escritos a mano (por la misma Cressida, imitando la caligrafía de los escritores originales); también le pareció necesario que todo el proyecto se redactara en páginas dobles, de tamaño extragrande, con encuadernación a mano; porque, en la Edad de la Informática, ¿qué podía ser más apropiado —para una evocación del monstruo (único, condenado) de Mary Shelley— que un proyecto único en su género que no pudiera duplicarse? De manera brillante, o al menos fue eso lo que creyó, Cressida presentó su trabajo de fin de curso con los tipos inconfundibles de una máquina de escribir, para distinguirlo de todos los tipos de letra de los ordenadores. Y a continuación descubrió

La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells, y se sintió obligada a incorporar aquel libro a su proyecto, dado que el doctor Moreau era una especie de doctor Frankenstein degradado; se sintió asimismo obligada a incluir una historieta deliberadamente burda para adornar su tesis de que la humanidad está destinada a crear monstruos que acaban por volverse contra sus creadores. Y tuvo la inspiración, muy tarde una noche, de incluir un diálogo entre dos individuos sobre el tema de la «cruzada contra el terror» del Gobierno federal; uno de ellos, un soldado joven del ejército de los Estados Unidos, y el otro, un hombre de más edad, un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial. (Se trataba, respectivamente, de Brett Kincaid y Zeno Mayfield, aunque, por supuesto, el padre de Cressida no había sido nunca soldado.) Algunas chicas de su residencia sentían curiosidad por el proyecto de Cressida, que requería dibujos originales y llamativos, excepto que… «¿No es demasiado largo? ¿No estás dedicando demasiado tiempo a ese trabajo? ¿Cuándo tienes que entregarlo?».

Cressida se encogía de hombros. ¿Plazo límite?

Qué mezquino le parecía, qué

de colegio de chicas, preocuparse por el plazo de entrega. Cuando el profesor Eddinger recibiera su proyecto haría una excepción con ella, estaba segura.

Un primer borrador de la totalidad del trabajo ocupaba cincuenta y dos páginas de tamaño doble y letra muy apretada; la cuarta y definitiva versión, setenta y seis páginas. No se trataba de un trabajo de fin de curso sino de un libro enorme, que medía 35 x 15 centímetros, con una hermosa portada, hecha a mano, que incluía un dibujo original (de Cressida Mayfield) del monstruo de Frankenstein representado como una figura de aspecto asombrosamente humano y con uniforme militar.

Por fin, cerca ya del final del semestre de primavera, Cressida llevó al despacho del profesor Eddinger una gran caja que contenía el

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