Carthage

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Tercera parte El regreso » 14. La iglesia del Buen Ladrón

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Marzo de 2012

Era un recluso de confianza. Se

contaba con él.

En el servicio psiquiátrico y en la residencia adjunta era ordenanza, porque su función era establecer y mantener el

orden.

Aun sin ser católico (bautizado), era el ayudante más cercano y de más confianza del padre Kranach en todas las cuestiones relacionadas con el mantenimiento de la iglesia del Buen Ladrón y en las sesiones de orientación en las que el capellán participaba; y uno de los redactores del periódico de la cárcel que se publicaba cada dos lunes.

Había sido cabo del ejército de los Estados Unidos. Herido en la guerra de Iraq, esa circunstancia, por alguna razón, era conocida y respetada en la penitenciaría, tanto entre los internos como entre los funcionarios, aunque hacía ya mucho tiempo que se le había dado de baja en el ejército. Al volver a la vida civil herido, destrozado e incompleto, se había fortalecido y reivindicado, sin embargo, mediante la oración; de la misma manera que una persona atrapada hasta la cintura en arenas movedizas consigue librarse de su inminente muerte mediante la frenética actividad de sus manos y brazos, agarrándose a una soga para salvar la vida, así el cabo había conseguido restablecer en cierta medida su hombría y su dignidad e igualmente, en cierta medida, su alma en ruinas.

Lo había logrado acudiendo a otros, aparte de Jesucristo; había aprendido, por ejemplo, a rezar a san Dimas, el Buen Ladrón, que era como hablar con alguien de la misma especie, alguien que es como un hermano perdido.

De los dos malhechores crucificados junto a Jesús en el monte del Calvario, san Dimas era el «Buen Ladrón» de la leyenda. Porque fue san Dimas quien reprendió al otro ladrón (que desafió a Jesús diciendo si eres el Rey de los judíos, sálvate tú y sálvanos a nosotros) con palabras feroces:

¿Ni siquiera tú que estás sufriendo el mismo suplicio temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo a nuestras obras; pero este nada malo ha hecho. Y a Jesús le dijo:

Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.

Y en su última agonía Jesús le respondió:

En verdad te digo, hoy serás conmigo en el paraíso.

Muchas veces había leído el cabo aquellas palabras en la Biblia que el padre Kranach, sacerdote católico, le había regalado. Muchas veces también el Evangelio de Lucas, que era uno de los libros más breves del Nuevo Testamento, tan lleno de maravillas como de horror y repugnancia.

Porque Jesús desesperó. No cabía duda de que Jesús se desesperó como cualquier hombre se desesperaría en su situación.

Era ya como la hora de sexta y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona, oscureció el sol y el velo del templo se rasgó por medio. Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu; y diciendo esto entregó su espíritu.

Kincaid sostenía la Biblia en un ángulo extraño delante de la cara. Solo tenía un ojo «bueno». Páginas casi transparentes, impresas con letra muy pequeña, y alzadas hacia una tenue luz fluorescente en la celda que compartía con otro recluso.

Entregó su espíritu. Aquellas palabras le impresionaron mucho.

Entregó su espíritu. Era lo que él, el cabo Kincaid, había deseado, pero Dios no le había quitado la vida, que estaba condenada, e incluso peor que condenada, sin más valor del que tiene un poco de basura, excrementos secos y desmenuzados sobre un muro cercano que lleva años sin que nadie lo rocíe con agua.

En la religión que practicaba en su vida anterior, la religión protestante, el cabo no había sabido del Buen Ladrón, porque tenía muy poca información sobre la existencia de los santos y su influencia en la humanidad. E incluso en esta nueva vida radicalmente alterada (no quería pensar que fuese la

vida venidera) le costaba creer en la autoridad de la santa Iglesia católica, apostólica y romana y en sus rituales y oraciones, aunque el padre Fred Kranach, su mejor amigo, le había dado buenos consejos en momentos de necesidad, al ver en el juvenil rostro destrozado del cabo su pureza y la inocencia de su corazón, así como su pesar por todos los perjuicios que había causado a otras personas.

Fue el padre Kranach quien explicó al cabo que la Iglesia no había canonizado al Buen Ladrón, pero que la creencia universal era que lo había hecho el mismo Jesús durante su agonía en la cruz.

Como tampoco se encontraba el nombre «Dimas» en las Escrituras; tan solo en las leyendas más comunes.

Dando a entender que san Dimas estaba fuera de la Iglesia. Un fuera de la ley y un perdedor, y, sin embargo, bendecido por Dios.

Y así resulta, dijo el padre Kranach, que nadie reza a san Dimas como no sea un fuera de la ley y un perdedor.

El cabo dijo, Pero esta iglesia lleva su nombre, padre (¡la iglesia del Buen Ladrón!), algo que al cabo le parecía muy extraño y maravilloso. Y el padre Kranach dijo: Esa es la sabiduría de la Iglesia. San Dimas es un santo bribón reconocido como el único camino hacia Dios para hombres como los internos más desesperados del centro penitenciario Clinton, para aquellos que han cometido actos incalificables e imperdonables y que están tan lejos de Dios como los habitantes de una cueva lo están del sol. Esos hombres que se avergonzarían de acercarse a Jesús, por el mal que habita en su corazón, logran, sin embargo, acercarse a san Dimas por todo lo que saben de él gracias a la leyenda.

Pero ¿no es un santo de verdad en la Iglesia católica? El cabo parecía ansioso de saberlo; y el padre Kranach dijo, Si Dimas es un santo «real» o no, carece de importancia, Brett. Porque todo lo que importa es que hombres que de lo contrario se perderían lleguen a Dios a través de él y encuentren a Jesús también a través de él. Eso es

santidad suficiente.

Repetidas veces le preguntaron si se le había coaccionado para que confesara y siempre respondía que no, no me coaccionaron.

Por decisión propia confesó los terribles crímenes que había cometido, incluso aquellos que no recordaba con claridad por las nieblas de la memoria, cuando intentar recordar era como tratar de oír una vocecita muy queda entre el enloquecido traqueteo y estrépito de maquinaria pesada.

Hay algo que está herido en mi cerebro, les dijo el cabo. Durante siete horas respondió a sus preguntas con voz ronca y adormecida, y sus palabras titubeantes y su figura de un gris fantasmal se fueron grabando en una cinta de vídeo a lo largo de la noche. Con la esperanza de que se le concediera la gracia de morir fusilado, lo que era una muerte adecuada para un soldado, en posición de firmes, con algún resto de orgullo a pesar del capuchón negro que le cubriría la cabeza.

Aunque luego se le informó de que tal tipo de ejecución solo era posible en Nevada.

Tendría que esperar en el corredor de la muerte de Dannemora, le explicaron. En los últimos tiempos era muy raro que se ejecutase a nadie en el estado de Nueva York.

Y aquello lo anonadó y fue causa de gran consternación.

Porque se había declarado culpable. De todos los cargos, de cualquier acusación formulada contra él se había declarado culpable, porque no tenía anhelo más grande que el de expiar y ser aniquilado.

Una muerte así sería instantánea y, como no podía dejar de creer, también su alma sería aniquilada.

Entregar el espíritu: ¡deseaba tanto aquella liberación!

Sucedió, sin embargo, aunque fuera otra su intención, que, después de todo, al cabo no se le permitió declararse

culpable de homicidio en primer grado.

El problema era: ¿dónde estaba el cuerpo de la joven? Sin el cadáver, ¿se podía acusar al cabo de

asesinato? Porque su confesión no tenía mayor valor intrínseco del que hubiera tenido el que rechazara la comisión del delito, dada la ausencia de testigos del crimen y de pruebas físicas «sólidas».

Tal fue el razonamiento del abogado defensor.

El fiscal, sin embargo, lo negó con vehemencia.

El fiscal argumentó que existía un precedente legal para tales acusaciones. Se han dictado sentencias de

culpabilidad muchas veces en casos en los que los cuerpos de las víctimas no se han encontrado por haber sido escondidos o destruidos por los acusados; y en esta ocasión existía la confesión del cabo, la corroboración de varios testigos que lo habían visto con la desaparecida la noche de autos y suficientes pruebas físicas para seguir adelante con el juicio.

Brett Kincaid había conducido a los detectives hasta Sandhill Point en la Reserva Forestal Nautauga. Obsesionado con mostrarles dónde estaba el cuerpo destrozado de la víctima. Les había hablado de la tumba poco profunda adonde la habían llevado —adonde él la había llevado—, para luego cubrirla con tierra y hojas, con sus manos —las culatas de sus rifles—, luego le pareció que aquello era una equivocación, porque no había habido tumba en aquel suelo rocoso, sino que había transportado a duras penas su cuerpo todavía tibio, flácido y muy pesado para una chica tan pequeña, hasta el río para que la corriente lo arrastrara y acabara perdiéndose donde el Black Snake desembocaba en el lago Ontario, muchos kilómetros más allá hacia el oeste.

Para entonces, agotado, tambaleante y con el estómago revuelto, terriblemente mareado, las muñecas esposadas a la altura de la cintura por delante del cuerpo, se apoyaba en el brazo de un agente pero todavía tenía dificultad para mantener el equilibrio. Y la repugnancia que inspiraba a los policías y que descubría en su rostro era algo que no soportaba. Y aún menos la irritación, la impaciencia, como en una competición deportiva, cuando entre los jugadores más hábiles y expertos se cruzan miradas desdeñosas contra los que no lo son tanto, miradas que apenas se molestan en disimular ante las víctimas de su desdén. Con lo que se le hacía pensar

Ahora ya no soy un hombre. Soy menos que un hombre. Algunos de los agentes habían conocido a Brett Kincaid como

quarterback del equipo de fútbol americano del instituto de Carthage dos años seguidos y uno de ellos victorioso en el campeonato del distrito de los Adirondacks, no mucho tiempo atrás. Y verlo ahora en aquel estado y oír sus palabras avergonzadas era muy duro para aquellos hombres que también habían conocido a Graham Kincaid.

Después, demasiado débil e incapaz de sostenerse en pie, lo llevaron a las urgencias del hospital de Carthage para inyectarle suero por vía intravenosa porque sufría una «grave deshidratación», y se le retuvo aquella noche en el hospital antes de trasladarlo a la cárcel, todavía débil y vacilante al andar, y se le mantuvo aislado y bajo vigilancia veinticuatro horas,

para su propia protección, según se creía.

Bajo vigilancia por riesgo de suicidio ininterrumpida hasta que finalmente el cabo se resignó… por el momento.

Luego pasó por el juzgado del condado de Beechum, adonde se le condujo con grilletes en los pies. Allí, la amplia sala del primer piso se hallaba extrañamente abarrotada y el ambiente era de nerviosismo y emoción. Porque los sentimientos chocaban con gran fuerza: existía por un lado una animosidad muy marcada contra el cabo que había asesinado a una muchacha de diecinueve años y arrojado su cadáver al río, y una postura muy a su favor por tratarse de un excombatiente herido, de quien se creía posible que hubiera confesado un crimen del que no era culpable con el fin de proteger a algunos de sus amigos, y del que se sabía además que sufría una «disfunción neurológica».

Después de meses de deliberación se concluyó que no habría juicio. Por ese motivo los habitantes de Carthage se sintieron decepcionados.

Ni juicio ni jurado, dado que no había protestas de inocencia por parte del acusado.

Presidía el juez Nathan Brede. Cerca ya de cumplir los sesenta, Brede era el juez de más categoría en el condado de Beechum, fiscal en otros tiempos.

Indiferente e impasible, un desconocido para el cabo, miró desde lo alto del estrado al joven desfigurado y medio ciego y a la ruina que era su vida.

¿Qué tiene usted que declarar, señor Kincaid?

Señoría, mi cliente se declara culpable de un delito de homicidio sin premeditación y de un delito de inhumación ilegal tal como se le imputa.

¿Es eso lo que declara, señor Kincaid?

Eso es lo que declara mi cliente, señoría.

Señor Kincaid, ¿entiende usted los términos de su declaración de culpabilidad? ¿Entiende las consecuencias?

En la sala del tribunal el silencio era completo mientras el cabo parecía regresar desde lejos para alzar sus ojos hasta los del juez Brede, tranquilos y evaluadores.

Hasta que con voz casi inaudible Brett Kincaid murmuró

Sí, señoría.

¿

Se declara culpable de un delito de homicidio sin premeditación y de un delito de inhumación ilegal tal como se le imputa?

Sí, señoría.

¿Sí? ¿Ha dicho usted sí, señor Kincaid?

Sí, señoría.

Para él, sin embargo, no estaba todo tan claro. Lo único que entendía con claridad era la palabra «culpable».

Y la sentencia pronunciada por el juez:

De quince a veinte años.

¡De quince a veinte años! Estaba esperando oír que lo condenaban a muerte.

Abrumado y sin habla, con sus grilletes y esperando; pero ya se había levantado la sesión con un golpe de mazo del magistrado.

Bruscamente, se había pronunciado la sentencia.

El destino del cabo quedó fijado de aquella manera tan súbita.

No se trataba de morir, sino de… ¿vivir?

Sin volver la vista atrás una sola vez, el juez abandonó la sala. Aunque Nathan Brede había sido en otro tiempo socio e incluso amigo cercano de Zeno Mayfield, no miró nunca en dirección al padre de la víctima, que estaba sentado entre el público, en la segunda fila; como tampoco permitió que captaran su atención las extraordinarias manifestaciones de dolor de Ethel Kincaid, la madre del acusado, que no podría haber reaccionado de forma más desmesurada si el juez hubiera condenado a su hijo a la pena capital.

En la parte delantera de la sala el cabo seguía anonadado e incrédulo, porque estaba convencido de haberse confesado autor del asesinato (asesinatos); ¿no le habían predicho los policías que permanecería en el corredor de la muerte el resto de su vida? La acusación, sin embargo, había quedado reducida, al parecer, a

homicidio sin premeditación.

Como si el cabo no hubiera estado lo bastante sano de mente y de cuerpo para cometer un verdadero asesinato.

Y su abogado le decía confidencialmente, casi como regodeándose, y en un tono que a Brett Kincaid le resultó ofensivo, que sería candidato para la libertad condicional al cabo, tan solo, de siete años.

¡Por buen comportamiento! En libertad dentro de siete años, muchacho.

Aquel individuo le desagradaba profundamente. No era ya el abogado primero que se había ofrecido para representar a Brett Kincaid, sino otro, más joven.

Sabían que no iban a conseguir nada. Imposible sin el cadáver. Sabían que estaban bien jodidos. ¡Siete años, chico! Vaya suerte que has tenido.

A Brett, sin embargo, lo habían condenado. Abandonaría la sala del tribunal privado de libertad.

Con grilletes en pies y manos. Lo habían encadenado como a un animal salvaje para llevarlo a la sala del tribunal y sentarlo ante una mesa bajo el estrado del juez, en un lugar donde podían verlo todas las personas presentes, y sentir hacia él compasión o repugnancia.

Porque en la cárcel se había comportado de manera imprevisible. Los funcionarios de prisiones lo habían considerado un peligro para la seguridad, tanto suya como de otros internos.

Porque al parecer el cabo estallaba en furores repentinos en los momentos más inesperados. De igual modo que sufría violentas convulsiones incontrolables en la parte superior del cuerpo o dolores paralizantes en las piernas, tampoco controlaba los estallidos de furia que duraban minutos, o segundos, y que asustaban a quienes los presenciaban.

En un asiento de la primera fila, Ethel Kincaid, su madre, continuaba llorando. Gemía a voz en grito y amargamente como un personaje de televisión, sin avergonzarse de su despliegue de emociones y sin otra finalidad que incomodar a los demás y despertar en ellos un intenso deseo de perderla de vista. Porque a la señora Kincaid le parecía evidente que los enemigos de su hijo en Carthage habían hecho campaña contra él y habían ganado; y que, teniendo en cuenta su estado, una condena de quince a veinte años en Dannemora era una condena a muerte, porque nunca saldría vivo de la cárcel.

Los funcionarios que custodiaban al acusado retuvieron a la consternada señora Kincaid, que intentaba llegar hasta su hijo para abrazarlo, mientras el cabo mismo rehuía la vehemencia materna y no se atrevía a hacerle frente.

Brett salió del tribunal caminando agarrotado, con los dos funcionarios que lo vigilaban sujetándole cada uno de un brazo por encima del codo. El extraño y ruidoso arrastrar de pies se prolongó hasta que cruzaron una puerta al fondo de la sala que nadie estaba autorizado a utilizar excepto los empleados del tribunal y los agentes de policía, mientras la señora Kincaid gritaba tras ellos «¡Asesinos! ¡Asesinos de mi pobre hijo soldado!», para luego proseguir por un corredor hasta otra puerta donde esperaba un furgón con barrotes en las ventanas traseras destinado a trasladar de inmediato al reo al Centro Penitenciario Clinton en Dannemora, Nueva York, donde comenzaría su condena de

entre quince y veinte años.

En Dannemora, «la pequeña Siberia», junto a la frontera con Canadá.

En aislamiento durante buena parte del primer año.

Porque K. O. Heike, el alcaide del centro, estaba convencido de que el delito del cabo era tan grande, de que el caso había recibido tanta publicidad, que algunos de los internos tendrían la impresión de que Brett Kincaid había violado y asesinado a una niña, y su vida, entre el resto de la población de Dannemora, correría peligro.

Pero qué alivio a partir de entonces, en aquel

otro mundo.

Ya había

cruzado al otro lado. Encarcelado como un animal y rodeado de animales. Y a ojos de los funcionarios de prisiones —de los guardias— no existían dudas: el nuevo recluso no era cabo sino B. Kincaid, un joven interno de raza blanca, con

discapacidades médicas, al que se había etiquetado como

peligro para la seguridad en el momento de su traslado a Dannemora.

La extensión de su condena era una parte muy importante de su identidad oficial, como si llevara

entre quince y veinte años tatuado en la frente.

Homicidio sin premeditación. Entre quince y veinte años.

Tan pronto como se encarcelaba a alguien en Dannemora, el reo empezaba a pensar en el tiempo que tendría que «cumplir» para recuperar la libertad. Cuánto tiempo pasaría antes de poder solicitar la condicional.

Excepto si la condena era de cadena perpetua sin libertad condicional. Excepto si la condena era a muerte.

El cabo se olvidaba a menudo de su situación y pensaba:

¿Estoy en el corredor de la muerte?

Porque, incluso en sus momentos de lucidez, no creía de verdad que llegara algún día a salir del aislamiento, que dejara de estar recluido entre cuatro paredes, suelo, techo y barrotes descoloridos, y mucho menos aún que llegara a salir de Dannemora (de la que solo tenía una vaguísima impresión por haber visto el muro de hormigón asombrosamente largo y de veinte metros de altura, del color de viejos huesos sucios, cuando se le había traído encadenado al centro para comenzar su condena, decretada por la justicia); no creía de verdad que el tiempo siguiera pasando como una corriente y llevándolo a él consigo como en su vida anterior, cuando era más joven, sino más bien que el tiempo se había convertido en una sustancia derretida que se movía con gran lentitud, y que él tenía que luchar en contra de ese movimiento, en contra de la corriente y no a su favor para seguir a flote y no ahogarse.

Aquel esfuerzo, aquel afán necesitaba, la mayor parte de los días, de toda su fortaleza.

Excepto por los sucesivos miembros de un equipo de abogados voluntarios, en su mayor parte graduados recientes de facultades de Derecho del norte del estado —Albany, Cornell, Buffalo—, tenía pocas visitas.

También escaseaban las llamadas telefónicas.

Y en ocasiones, si alguien preguntaba por B. Kincaid, se negaba a hablar con el interesado.

Se le cerraba la garganta, como si le hubieran metido un puño a la fuerza.

El

caso Kincaid, que era el nombre que se le daba, había generado controversia en los círculos legales del norte de Nueva York. Pero en aquella controversia no participaba el cabo, que se negaba a pensar en los cambios que había sufrido su vida por el hecho de haberse convertido en un

caso.

Dios no pensaba en un hombre como en un

caso. Porque un

caso tiene que

solucionarse, y un hombre no se puede

solucionar.

De todos modos sabía de qué se trataba, porque había recibido cartas sobre el tema de numerosas partes interesadas, explicándole que, en el condado de Beechum, donde la búsqueda de la

joven desaparecida se había mantenido durante meses, subsistía la indignación en algunos sectores por el hecho de que la condena de Brett Kincaid fuese tan «leve» y de que pudiera solicitar la libertad condicional al cabo de tan pocos años; mientras que en otros círculos lo que provocaba indignación era que Brett Kincaid estuviera en la cárcel y por añadidura en el notorio centro penitenciario de máxima seguridad de Dannemora, porque en esos círculos prevalecía el convencimiento de que el excombatiente herido en la guerra de Iraq no era el responsable de la desaparición de Cressida Mayfield; o, en el caso de que lo fuese, no había sido legalmente responsable de sus actos y, si había necesidad de internarlo, había que haberlo enviado a un hospital psiquiátrico para someterlo a tratamiento.

Se habían creado fondos para su defensa, para que se le «hiciera justicia». Quiénes eran aquellas personas que solicitaban fondos en la Red, qué relación tenían entre sí o con el cabo Kincaid o con cualquiera de los abogados voluntarios oficialmente asignados a su caso, era algo que el cabo ignoraba. Al padre Kranach le preocupaba que a ninguno de aquellos desconocidos se le pudiera pedir cuentas del dinero que se les enviaba como representantes de Brett Kincaid, pero al mismo interesado apenas parecía importarle.

—Donde quiera que esté yo —le decía al sacerdote— se encuentra el corredor de la muerte. Y allí donde estoy, ese es mi sitio.

Andanadas para iluminar… fósforo blanco… cayendo sobre el enemigo.

Rugido ensordecedor de helicópteros de ataque, se despertó en medio de un sueño, encogido y gimiendo, y con el interior de la boca y de los pulmones recubierto de arena.

Sus dos piernas habían desaparecido. El dolor, sin embargo, persistía.

Las manos, los brazos hasta el codo. Arrancados, y la desnuda blancura del hueso resplandeciendo a través de la brillantez de una sangre tan ridículamente falsa como la de una película de terror para niños.

A gritos había oído su nombre, uno de sus amigos lo gritaba y él lo estaba oyendo pero no veía de dónde salía la voz.

Joder, se merecían un poco de diversión, decían aquellos tipos. Si has sobrevivido y no has volado por los aires ni te han metido un trozo de metralla en las tripas o en el cerebro, te mereces un poco de puñetera diversión disparando contra civiles como ratas muertas de miedo, cortándoles un dedo, una oreja, un pito minúsculo, pezones… Haciendo una petaca a base de coser las caras de civiles iraquíes, como para guardar tabaco de mascar o medicinas.

¿Sabes? Es como una de esas costumbres de los pieles rojas, estaba diciendo Muksie. Bolsas hechas con rostros de enemigos y auténticos cueros cabelludos para cubrirse la cabeza, pero probablemente tendrías que curtir esas malditas cosas, como los «taxidermistas», para que no se te pudran encima y huelan mal.

Pocas personas telefoneaban a Brett Kincaid en el Centro Penitenciario Clinton. Y todas mujeres, desde Carthage.

Entre ellas la más persistente era Ethel Kincaid, su madre. Porque Ethel, con su característica sagacidad, había descubierto la forma de llamar a su hijo preso a costa del contribuyente mediante un fondo comarcal de «emergencia» para las familias.

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