Carthage

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Abril de 2012

A lo largo del muro interminable.

Un muro de veinte metros de altura, sin fin (visible).

Voy sola a Dannemora. Quiero ver a Brett Kincaid en la cárcel de máxima seguridad.

Voy a verlo —a Brett— sin mi madre. Arlette ha sugerido que lo visitáramos juntas, pero he dicho que no: eso me lo haría todo demasiado fácil.

Conduzco por carreteras de montaña. Carreteras hipnóticas, estrechas y retorcidas que atraviesan los Adirondacks.

Mi vida nueva. La vida que se me ha devuelto. Nunca olvidaré cómo Brett me ayudó cuando me caí de la bicicleta en Waterman Street. La manera en que enderezó la rueda y el guardabarros que, de lo contrario, hubiera rozado con la llanta.

Nunca olvidaré la manera en que me llevó a casa aquel día. La amabilidad y la ternura que forman la parte más íntima de su ser.

El otro Brett, el cabo Kincaid, es un desconocido.

Pero a ese otro Brett… también hay que quererlo.

Mi padre, que confía en que recobre la libertad en menos de un año, se ha repuesto, y tiene la animación del Zeno de otros tiempos mientras hace una multitud de llamadas telefónicas: al fiscal del condado que se ocupó del caso, al tribunal de apelación del estado de Nueva York, al despacho del gobernador, al Departamento de Veteranos y a la Oficina del Abogado de Indultos en Washington, D. C.

Existe además una asociación de excombatientes, la Wounded Warrior Project.

¡También yo voy a ayudar a Zeno! Haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a Brett.

¡Te lo prometo! Durante todo el tiempo que sigas en la cárcel viviré en Dannemora y seré tu amiga.

Seré la amiga que te quiere sin esperar que correspondas a mi amor, entiéndelo, te lo ruego.

Ya no soy tan ingenua. Me he convertido en una persona adulta.

Arlette me lo ha contado… Brett ha cambiado. No es ya la persona disminuida que volvió de Iraq, ni el joven Brett de antaño, sino alguien que vuelve de un sueño doloroso con el deseo de despertarse por completo y dispuesto además a verme.

Arlette había sugerido que le escribiera pidiéndole permiso y Brett ha dicho que sí.

Mi carta era breve. La suya, en respuesta, todavía más.

Arlette me lo ha explicado: no tienes que hablar con él todo el tiempo. Tan solo sentarte y estar callados juntos. No lo pongas nervioso y él no te pondrá nerviosa. Si tienes dudas sobre qué decirle, no digas nada hasta que se te ocurra la frase justa.

Como los cuáqueros… espera a que llegue la luz interior.

Lo haré. Esperaré a que llegue la luz interior.

En una cafetería de Mountain Falls, una ciudad pequeña de los Adirondacks, la camarera me pregunta si voy a Dannemora y le digo que sí. Me explica que las personas que van de visita a la cárcel siempre paran en Mountain Falls. La mayoría son mujeres: madres, esposas, novias. Al cabo de un año de cárcel, las visitas a los presos disminuyen mucho y casi todas las que siguen son mujeres.

La camarera me pregunta si voy a visitar a alguien muy querido.

No estoy segura de cómo responder a una pregunta tan peculiar. Le digo que sí, que es alguien a quien quiero mucho. Alguien que participó en la guerra de Iraq y tuvo que reponerse de heridas graves, pero no tan graves como para que el estado de Nueva York no lo considerase apto para ser encerrado en una cárcel de máxima seguridad.

Le digo que es mi primera visita. Pasaré la noche en Dannemora y lo veré por la mañana y estoy… supongo que estoy… asustada…

La camarera baja la voz para que no la oigan otros clientes: Claro, corazón, a todo el mundo le da miedo, pero te acostumbras. La primera vez es la más dura, cuando lo ves vestido de presidiario, pero con el tiempo te acostumbras, ¿sabes? También yo he estado allí, a ver a un tipo que conozco.

La camarera me habla de las visitas a Dannemora. Cómo funcionan las cosas, el paso de los controles de seguridad. Me dice que las máquinas expendedoras no son de fiar. Que hay que mostrarse educada y cortés y aceptar cualquier impertinencia de los funcionarios, que tienen el privilegio de negarte la entrada y te pueden joder bien jodida si vienes de muy lejos para hacer la visita.

Estoy sentada en una mesa de falsa madera de cedro. Me invade una terrible debilidad, me domina la sensación de que podría desmayarme. Tengo miedo de echarme a llorar. De perder el control delante de desconocidos. La camarera se da cuenta y dice: Bueno, cariño, no te pasará nada. De verdad que no. Solo tienes que hacerlo todo paso a paso. Lo importante es que no llores. Cuando lo veas, no llores. A él no le serviría de nada y tampoco a ti. Los hombres no quieren ver lágrimas porque les resultan peligrosas. Los hombres no quieren llorar. De manera que no lo hagas.

Por la carretera rural 375 hacia Dannemora. Muchos kilómetros, un viaje muy cansado. Es una imprudencia por mi parte conducir sola hasta tan lejos. A Zeno no le ha parecido bien. Arlette quería acompañarme. Juliet no ha dicho nada, ni una palabra.

Mi hermana sigue enamorada de Brett Kincaid. El soldado joven, con el brillo de la inocencia. Está enamorada del recuerdo que tiene de Brett Kincaid antes de que lo hirieran y por lo tanto no quiere verlo y sentir que se despiertan de nuevo en ella aquel amor y aquella nostalgia.

Entendí aquel amor. Lo entendí y me amargaron los celos y el rencor. Y fui yo quien mató su amor y nunca me podrán perdonar de verdad.

Tengo que aceptarlo; aceptar que nunca me podrán perdonar. No querría que Juliet me perdonara. Ni Brett.

Quien tendría que estar en la cárcel soy yo, Cressida, la lista,

encerrada al otro lado del muro interminable, como una leprosa.

La consternación que produce el larguísimo muro —tan alto— junto a la carretera y el primer cartel: CENTRO PENITENCIARIO CLINTON PARA HOMBRES.

La mareante sensación de encierro y de desesperanza en la cárcel de Orion. La cámara de ejecución, la campana de inmersión de color turquesa con la muerte en su interior.

Recuerdo la sensación de desmoronamiento repentino, de desesperanza, como si las moléculas del cuerpo estuvieran a punto de disolverse. La percepción del propio cuerpo arrasada.

Estuve tumbada en la mesa de la muerte. Con correas en las muñecas y en los tobillos. Pero ni me ataron, ni me inyectaron veneno. No llegué a morir.

Arlette me lo advirtió: Cariño, una cárcel es un sitio aterrador, incluso desde fuera.

Necesitarás valor. Necesitarás fortaleza, ocultar tu angustia para que él no se dé cuenta.

Estoy decidida: me mudaré a Dannemora para estar cerca de él y, si puedo, viajaré todos los días hasta la Universidad de Burlington en Vermont. A Brett le llevaré libros, si puedo, y le daré clases, si me dejan…

Seré el contacto de Brett Kincaid con el mundo. Si él me lo permite.

A lo largo del muro interminable. Y ahora dentro de la ciudad de Dannemora, que es el lugar al que llegaré a acostumbrarme en los meses venideros.

Un muro de hormigón alto y largo, en apariencia interminable. Como en un cuento de hadas. La visión del conductor queda muy limitada a la derecha por el muro, y produce una sensación de claustrofobia, de reclusión.

Estos son los pasos con los que hay que contar: un funcionario llamará al recluso una vez que haya llegado la visita, que no entrará en el edificio hasta que el recluso acceda a la sala de visitas. Luego, al final del tiempo establecido, el recluso saldrá acompañado y después lo hará el visitante. Arlette me ha dicho que hay una barrera de plexiglás entre los dos, y una rejilla para hablar, pero que pronto llega a parecer natural.

Me pregunto cuánto tiempo tardará en parecernos natural a Brett Kincaid y a mí.

A lo largo del alto muro interminable hasta entrar en Dannemora. Siempre a lo largo del muro interminable.

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