Carter

Carter


Domingo

Página 13 de 15

Domingo

DOMINGO

Me desperté a las tres menos cuarto. Rígido como una maldita tabla. Desenrosqué el tapón de la petaca, eché un buen trago y a continuación me arrastré hacia el asiento del conductor, di un giro de 180 grados y volví a la pista de aterrizaje.

Cuando volví a estar en la carretera, doblé a la derecha. Dirección a Sowerby. Cinco minutos más tarde, estaba en el pueblo.

No me costó mucho encontrar la casa de Kinnear. Era una vieja granja georgiana. Más o menos una hectárea y media de terreno. Muchos árboles. Bastante apartada de la carretera. La fiesta estaba en su pleno apogeo, y todas las luces de la casa parecían estar encendidas.

Crucé la verja y seguí por la carretera durante más o menos cien metros antes de parar el coche. Nunca se sabe. Podía haber algún coche patrulla al servicio de Kinnear escondido en el camino de entrada para impedir que nadie se colara y que los borrachos salieran.

Esperé un rato antes de actuar. No ocurrió nada. Así que salí, me dirigí hacia donde terminaba la alta tapia y asomé la cabeza por la esquina para ver qué me esperaba.

Me esperaba otra tapia.

Solté una palabrota. Tendría que entrar con Margaret por la puerta principal. Volví la mirada hacia la verja. La carretera formaba una ligerísima pendiente.

Volví al coche y solté el freno de mano. A continuación, cerré la puerta, introduje el brazo a través de la ventanilla, cogí el volante con la izquierda y me puse a empujar.

Paré el coche a más o menos un metro de la verja, me dirigí hacia el camino de entrada, me quedé allí y escuché.

No oí cerrarse la puerta de ningún coche delante de la casa. No se oyó nada que se acercara a la carretera.

De manera que volví al coche y saqué a Margaret.

Cogí el coche y regresé a la cabina telefónica de Malton. La operadora tardó mucho en ponerse. Cuando me contestó le pedí un número de Londres. Me dijo que insertara dos chelines y seis peniques. Introduje las monedas que anteriormente había cogido del bolso de Margaret.

El teléfono vibró al otro lado de la línea. La voz que contestó estaba muerta de sueño.

—Scully. Diga.

—Soy Jack Carter.

Después de haber asimilado la información, la voz pareció más despierta.

—¿Sí?

—Tengo una historia para usted.

—Adelante.

—En ella hay películas porno, un asesinato, policías corruptos, drogas, y el amigo de un par de personas a las que hace tiempo ustedes quieren utilizar para envolver el fish and chips.

Hubo un largo silencio.

—Suena bien —dijo Scully—. Pero me veo obligado a preguntar por qué me lo cuenta usted.

—El hombre que asesinaron se llamaba Carter.

Otro silencio.

—¿Tiene que ser por teléfono?

—No tengo tiempo para nada más.

—Muy bien. Adelante.

—Hay una condición.

—Ya me lo imaginaba.

—Que reproduzca la historia tal como yo se la cuente.

—Eso no se lo puedo garantizar.

—Sí que puede. Cuando la oiga.

—Adelante.

—No lejos de donde me encuentro se está celebrando una fiesta. Salvaje. Mazmorras de cartón y cosas así. En este mismo momento, uno de los invitados está tumbado en el jardín, hasta las cejas de heroína. Era la novia de mi hermano. Hasta que lo mataron. Después de que averiguara que esa mujer había hecho participar a su hija en una película porno. El hombre que mandó matar a mi hermano posee suficiente influencia en la policía local como para hacer que esta decidiera que había sido accidental. En este mismo momento la policía está interrogando a las dos chicas que intervinieron en la película. Una de ellas es la hija de mi hermano. La otra trabaja para el hombre del que le hablo. Lo más probable es que intenten tapar el asunto.

—¿Y qué hago?

—Mande a uno de sus periodistas a telefonear a la poli para hablarles de la tía que está drogada en el jardín. Les dice que alguien le ha dado el soplo. La poli telefonea al hombre del que estamos hablando, lo ponen al corriente y luego ellos mismos van para allá con mucho ruido de sirenas. El truco es que uno de sus chicos se les adelante. Con cámaras y todo. Quizá incluso usted mismo si retrasa lo bastante el soplo. Entonces la poli no tiene otro remedio que presionar al hombre del que estamos hablando. Y todo aparece en primera plana.

—Precioso —dijo Scully.

—Sobre todo porque ya le he mandado por correo una copia de la película en cuestión —dije—. Estará en su oficina el lunes por la mañana. Creo que sería buena idea que usted mismo fuera a buscar el correo.

La pista era apenas lo bastante ancha para que pasara un solo coche. Había tramos en los que en algún momento colocaron algunos ladrillos viejos y los pegaron para formar un firme, pero casi todo el resto de la pista era de piedra y estaba cubierta de un fino polvo de ladrillo rojo. Al otro lado de la pista había carrizos, y, más allá de estos, la fábrica de ladrillos encharcada se extendía en una amplia superficie bajo el cielo tenuemente iluminado. Ya no soplaba el viento, y la lluvia había parado.

La casa estaba al final de la pista. Más allá se veía la ribera elevada del río y, a la izquierda, cuatro hornos medio derruidos que formaban como una arquitectura azteca que se alzaba por encima de los edificios sin techar de la fábrica. Nada había cambiado desde la última vez que estuve allí. Hacía veintitrés años.

Brillaba una luz en las habitaciones del piso de abajo de la casa, y su resplandor intensificaba el azul del amanecer que lo rodeaba. Una figura apareció en la ventana y observó la pista al oír ruido. Me acerqué más y la figura desapareció. Llegué al final de la pista y detuve el coche delante de la casa. Apagué el motor. Podía oír el tenue sonido del río discurriendo más allá de la ribera. La luz se apagó y se abrió la puerta principal. Apareció Eric con una bolsa de viaje. Cerró la puerta y comenzó a acercarse al coche.

Bajé la ventanilla. Me miró directamente la cara, pero yo no era más que una mancha pálida a la luz del alba.

Se hallaba a menos de dos metros del coche cuando vio quién iba a recogerlo.

Soltó un grito breve y agudo y dejó caer la bolsa. Echó a correr.

Salí del coche, metí el brazo y saqué la escopeta del asiento trasero. La apoyé en el coche mientras sacaba la botella de whisky de mi bolsa. Metí la botella en el bolsillo del abrigo y comencé a ir detrás de Eric. Disponía de mucho tiempo, y él no tenía adonde ir.

Había llegado junto a la ribera del río y se encaminaba hacia la fábrica de ladrillos, trastabillando por el camino para bicicletas que los trabajadores habían ido surcando en la ribera en los viejos tiempos. Seguí por el camino de la ribera y lo vi desaparecer en la fábrica cubierta de maleza, y cuando ya no podía verlo, distinguí cómo trepaba por una ladera de restos de ladrillos que habían caído de los muros medio en ruinas. El sonido tenía el estertor de la muerte.

Iba clareando por momentos, y a mi derecha el río cambiaba de morado a gris, y pude ver la orilla opuesta a más de dos kilómetros de distancia. La marea estaba baja, y en el barro se ondulaban los colores del alba, y, procedente del centro del río, el sonido de la campana de un buque faro viajaba rápidamente por encima de la vasta planicie del río y sus riberas.

Me detuve en el lugar en el que la orilla se adentraba en la fábrica. Ya no oía correr a Eric. Avancé.

La fábrica era cuadrada. A mi derecha el límite era un horno bajo y alargado, tan viejo que el techo estaba totalmente cubierto de hierba. A la izquierda, delante de mí, dos muros bajos y medio derruidos asomaban de vez en cuando por encima del brezo y el saúco. A la izquierda, de cara al río, se veían las estructuras sin techo de los tejares, a la mitad de su altura original debido a la decadencia natural y a la erosión causada por los chavales de la zona. Más allá de los tejares, aunque no podían verse, se encontraban los restos del embarcadero. En el centro de todo ello estaban los cuatro hornos principales, todavía en pie, y dos grandes tanques, llenos de ladrillos viejos y agua de lluvia. Frank y yo solíamos sentarnos al borde de esos tanques, arrojábamos petardos en su interior y los veíamos cruzar silbando la superficie del agua.

Me detuve otra vez y escuché. No se oía nada. Me acerqué a los tejares y miré en cada uno de ellos. Eric no estaba. No fui más allá. Si había llegado tan lejos, todavía debía de estar corriendo cuando yo había entrado en la fábrica.

Miré en el interior de los dos tanques. Nada. Dejé la escopeta en el borde de uno de los tanques, saqué la botella de whisky, la dejé junto a la escopeta y comencé a trepar por la fachada del horno más cercano. Los hornos se escalonaban a intervalos de un metro, y cuando éramos críos el truco consistía en trepar de peldaño en peldaño hasta que llegabas arriba. Pero ahora mi estatura era el doble que antes, y no había ningún problema.

Cuando llegué a lo alto, giré en redondo sobre el trasero y dejé los pies colgando por el borde mientras miraba en dirección al tanque que había seis metros más abajo. Me pregunté si la escopeta lo tentaría. Me pareció que no. No al bueno de Eric. Sonreí. Cuando éramos críos y Frank, yo y otros veníamos por aquí, jugábamos exactamente a lo mismo. Uno de nosotros echaba a correr y desaparecía, y después de un cuarto de hora los demás nos desplegábamos y comenzábamos a buscarlo. Cuando te pillaban tenías que fingir que la persona que te había encontrado te había disparado. Era un juego estupendo, ya fueras el cazador o el cazado. Pero cuando eras el cazador el juego solo era divertido si el cazado sabía esconderse. De lo contrario, se hacía aburrido, porque todo terminaba muy deprisa. Así que si el cazado no sabía esconderse, dejaba que los demás lo persiguieran y yo me quedaba rezagado y me dedicaba a escalar el horno y, una vez arriba, permanecía al acecho y esperaba, y siempre divisaba al perseguido en uno u otro sitio, convencido de que estaba a salvo. A continuación me ponía en pie y gritaba «Bang bang», y el tipo se volvía loco intentando averiguar de dónde procedía mi voz.

Aunque, naturalmente, si era Frank nunca me preocupaba. Era uno de los pocos juegos que siempre se tomaba en serio. Yo siempre sabía dónde encontrarlo, pero nunca lo hacía. Se lo dejaba a los demás. Pero por otro lado, nunca dejaba que me atraparan. Eso habría sido diferente. Y él siempre quería atraparme, lo sabía. Y ahora me gustaría haberle dejado, al menos un par de veces.

Extraje la pistola de Con del bolsillo de la chaqueta, la dejé sobre los ladrillos que tenía al lado, y a continuación saqué un cigarrillo y lo encendí.

Ahora ya es casi de día. Desde donde me encuentro, puedo ver un trecho del río de casi veinte kilómetros de distancia, y a mi derecha, tierra adentro, el resplandor de las siderúrgicas, de un color rosa contra el cielo gris.

Escruto la fábrica. No se ve a Eric por ninguna parte. Pero está ahí. En algún lugar. Y cuando se mueva, lo veré. Aunque solo sea para rascarse el culo.

Me fumo un cigarrillo, y cuando lo he terminado lo lanzo por encima del tanque y observo la espiral que describe hasta que cae al agua, sisea y se apaga.

Cuando vuelvo a levantar la mirada, veo a Eric.

Desciende a gatas el techo del horno cubierto de hierba. Debe de haber estado allí todo el rato, esperando, sudando y escuchando. No se le ha ocurrido levantar la mirada. Probablemente ha pensado que yo me hallaba a más de medio kilómetro de distancia, hurgando con un palo las matas de la orilla del río.

Le dejo arrastrarse un poco más antes de hablar. Disfruto demasiado como para precipitarlo.

—Eric —digo.

El sonido de mi voz rebota en el agua del tanque y su eco recorre las paredes.

Eric deja de arrastrarse. Sacude la cabeza de un lado a otro, intentando averiguar de dónde viene mi voz.

—Aquí —digo—. Estoy aquí arriba, Eric.

El tiempo se congela. Cuando finalmente consigue volver a moverse, su cabeza gira lentamente hasta que queda de cara a mí.

Se mueve como un lagarto sobre una roca caliente.

—Levántate —digo.

Se levanta. No aparta los ojos de mi cara.

—Baja.

No se mueve. Le enseñó la pistola de Con.

—He dicho que bajes.

Se acerca al borde del horno y resbala por el lateral erosionado y cubierto de maleza.

—Apóyate contra el horno. De espaldas a mí.

Extiende los brazos y hace lo que le digo. No puede hacer otra cosa.

Me bajo del horno y me quedo en pie mirando a Eric durante un par de minutos. A continuación, subo lentamente por el borde del tanque situado junto a la escopeta y la botella.

—Date la vuelta —digo.

Se da la vuelta. Lo miro a la cara y sonrío. A continuación desenrosco el tapón de la botella.

—Tienes cara de necesitar un trago —digo.

Se balancea ligeramente e intenta mantenerse erguido, pero es incapaz de recuperar del todo la vertical.

—¿No quieres un trago? Después de todo, solías ir a beber con mi hermano, ¿no?

Una bandada de gansos pasa sobre nosotros procedente del río.

—Ven aquí —digo.

Al parecer le cuesta poner un pie delante del otro. Cuando finalmente llega a mi lado, cojo la botella.

—Echemos un trago con Frank —digo.

No se mueve.

—Bebe.

Al final consigue extender el brazo y coger la botella. Lo miro a los ojos hasta que se obliga a levantarla y llevársela a la boca. Inclina la botella y abre la boca, pero como intenta no tragar, el whisky le cae por las comisuras de los labios hasta el cuello y la barbilla.

—Trágatelo, Eric. No dejes ni una gota. Tal como hiciste con Frank.

Vuelve a llevarse la botella a la boca y da un sorbo, y luego otro, y la tercera vez pongo la mano en el culo de la botella para que tenga que tragar o ahogarse.

Ese es mi error.

Con una mano sostengo el whisky y con la otra me agarro al borde interior del tanque para no caer hacia delante mientras inclino la botella.

Estoy completamente indefenso.

El movimiento es muy ligero. Estoy concentrado en su cara y hasta que no oigo el tenue chasquido que emiten esas cosas no me doy cuenta de lo que está ocurriendo.

Durante una fracción de segundo experimento un frío increíble. La botella se hace pedazos en el borde del tanque. A continuación vuelve el calor y el dolor asciende dentro de mí.

Cuando la hoja sale de mi cuerpo, caigo de lado por el borde del tanque. Eric se lanza a por la escopeta, pero mientras ruedo hacia adelante le doy una patada a la culata y la escopeta se desliza por el borde y cae al interior del tanque. Sigo rodando, y durante un instante levanto la mirada al cielo y está rojo. A continuación acabo de caer. Aterrizo de espaldas, y el torso da contra una pila de ladrillos. Las piernas me quedan a pocos centímetros del agua.

Algo asoma en mi campo de visión cerca de mi rodilla derecha. Es la culata de la escopeta. Extiendo la mano hacia ella. Mis dedos ya casi han llegado, pero siento tanto dolor que he de dejar caer el brazo en el charco de agua que hay a mi lado. Entonces aparece Eric, de pie al borde del tanque. Levanto el brazo e intento coger otra vez la escopeta. Cuando Eric se da cuenta, salta al interior del tanque, salpicando los laterales de agua, y cuando mis dedos se cierran en torno a la culata, me aparta la mano de una patada, y arrastra la escopeta hasta alejarla de mí, con lo que acabo rodando por la pila de ladrillos y completamente dentro del agua.

Cierro los ojos para ahogar el dolor, y cuando vuelvo a abrirlos Eric está justo delante de mí. Grita algo, pero no entiendo las palabras. Sigue gritando cuando se echa la escopeta al hombro y levanta el percutor.

Entonces deja de gritar y me apunta a la cabeza. Pienso que es algo totalmente innecesario. Al menos a esa distancia.

Observo sus dedos cuando se tensan en el gatillo. Veo sus manos muy cercanas. En el dedo corazón de la mano derecha lleva un anillo con la inicial E.

El arma se dispara y el estallido resuena dentro del tanque. El sonido explota dentro de mi cuerpo. Unos pájaros pasan volando.

En medio del silencio, oigo un pitido. Cuando abro los ojos, Eric ya no está delante de mí.

El dolor vuelve a ascender dentro de mí y bajo la mirada hacia la barriga. La sangre sale a gran velocidad. A demasiada. El agua que me rodea se va manchando de finas líneas rojas que se arremolinan lentamente a mis pies. Pero lo sorprendente es que nada delata que se haya disparado una escopeta. La sangre que brota de mí procede de la herida del cuchillo.

Dirijo la mirada más allá de mis pies. Eric está tumbado de espaldas al otro extremo del tanque. Lo único que veo de él es una pierna doblada, con la rodilla apuntando al cielo.

No le veo la cara porque la cabeza le queda por debajo de la línea del pecho. Pero no creo que le haya quedado mucha cara. El agua que rodea a Eric es mucho más roja que la que me rodea a mí.

Y entre nosotros, más allá de mis pies, medio hundida en el agua, está la escopeta, o lo que queda de ella, retorcida y negra, de la que todavía sale un humo que asciende en dirección al cielo gris de la mañana.

Un tenue sol me calienta la cara. La superficie del agua se riza durante un segundo cuando una ligera brisa recorre el tanque.

Se oye un coche. A bastante distancia. Deja de oírse. Se cierra una puerta. Pasa el tiempo y sigo mirando en dirección al cielo.

Hace mucho rato que el dolor ha desaparecido.

Ahora oigo a alguien que se mueve sin rumbo por el follaje que hay cerca del horno. Las pisadas se acercan al tanque. De repente se detienen.

Intento gritar pero no me sale ninguna palabra. Hay un movimiento en el borde del tanque. Por el rabillo del ojo veo una mano que toca los añicos de la botella de whisky. Consigo mover el brazo, y un fragmento de ladrillo cae en el agua salpicando a mi lado. La cara de Con aparece en el borde. Durante unos momentos, se limita a observar el interior del tanque.

—Cristo bendito —dice—. Por todos los clavos de Cristo.

A continuación, trepa hacia lo alto y desciende hasta quedar a mi lado. Se pone en cuclillas y contempla mi herida con interés.

—Bueno, Jack —dice medio para sí—. Hay que ver. Hay que ver.

Lo miro a la cara, pero soy incapaz de hablar.

—Se supone que tengo que llevarte con Gerald y Les. Sí. Eso es lo que se supone que debo hacer.

Se aparta un poco el sombrero de la frente.

—Aunque yo diría que esto cambia las cosas. O eso me parece. —Vuelve a mirar la herida y algunas cosas le pasan por la cabeza. De repente se pone en pie y se sacude el polvo del abrigo. Aparta la mirada de mí y observa atentamente a Eric.

—Por todos los clavos de Cristo —repite.

A continuación, observa su pistola apoyada en la pared, donde yo la había dejado. La recoge y la examina atentamente. Se la mete en el bolsillo y trepa por el borde del tanque sin mirar atrás. Lo oigo saltar al otro lado y alejarse. Entonces hay un prolongado silencio hasta que oigo cerrarse de nuevo la puerta del coche, el motor se pone en marcha, y escucho el sonido hasta que se extingue, y luego no hay nada, nada en absoluto.

Ir a la siguiente página

Report Page